Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO 12

¡Hola, mes chères roses!

"El dolor no es más que la sombra que moldea al guerrero. Solo quienes lo abrazan encuentran su verdadero poder." — Kaelith

GABRIELLA

Gabriella permaneció inmóvil tras escuchar el sonido de la puerta cerrarse tras Morran. El eco reverberó en la oscura habitación, amplificando la sensación de encierro y soledad que la envolvía. El peso de su situación la golpeó de lleno, llenándola de una mezcla de rabia e impotencia que no podía contener por más tiempo.

Con un grito sofocado, se giró bruscamente y arrojó un cojín contra la pared con todas sus fuerzas. La frustración y el dolor se acumulaban en su pecho como un nudo imposible de deshacer. La confusión sobre su lugar en ese oscuro y extraño mundo la consumía, y los recuerdos de lo que Seraphina había mencionado, de su posible conexión con algo mayor, eran como un eco constante en su mente. Sin pensarlo dos veces, agarró un pesado candelabro de bronce y lo lanzó con furia contra un espejo cercano. El cristal estalló en una lluvia de fragmentos que se esparcieron por el suelo, reflejando destellos como si fueran diminutas estrellas atrapadas en una explosión caótica.

—¡Maldito seas! —gritó, su voz temblaba por la ira mientras sus ojos se llenaban de lágrimas que no se molestó en contener.

Agarró otro objeto al azar, un jarrón de porcelana, y lo lanzó contra la pared con un estallido ensordecedor. Sus manos temblaban, pero no se detuvo. La habitación se convirtió en el blanco de su desesperación: estatuillas, libros y cualquier cosa a su alcance se convirtieron en proyectiles de su rabia. El peso de estar atrapada en un mundo que no comprendía, con sombras literales y figurativas acechando en cada rincón, la estaba ahogando. Cada golpe, cada fragmento roto, era un intento de liberar la desesperación que la ahogaba, de destrozar la jaula invisible que la retenía. Esa jaula que su propia madre intentó advertirle, que Kaelith había forjado, aunque ella aún no lo supiera del todo.

En medio del desorden, un cuadro colgado en la penumbra captó su atención. Se acercó, aún respirando agitadamente, y se detuvo frente a él. La pintura, envuelta en sombras, representaba al Amo de estos dominios, la Bestia. Gabriella lo miró fijamente, sus ojos recorrieron cada detalle de esa figura imponente y despiadada, con su postura desafiante y sus facciones severas. Pero fueron los ojos lo que la detuvo: un azul profundo e hipnótico que la miraba desde el lienzo como si pudieran ver a través de ella.

Gabriella sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esos ojos la atraparon, reflejando una humanidad que no esperaba ver en una criatura tan monstruosa. Se quedó quieta por un momento, sintiendo que esos ojos azules escondían algo que ella no lograba descifrar, algo que despertaba una mezcla de atracción y repulsión en su interior. Era el mismo azul profundo que había percibido en la sala del trono, cuando sus miradas se cruzaron y, por un segundo, algo más allá del miedo había resonado en ella.

—¡Eres un monstruo! —exclamó con voz entrecortada, sus palabras eran un susurro cargado de odio y desesperación.

Arrancó el cuadro de la pared y, con un grito de furia, lo arrojó al suelo. El marco se partió, y el vidrio protector se hizo añicos. El rostro de la Bestia quedó desfigurado bajo los fragmentos, como si finalmente hubiera logrado romper algo tangible de él. Observó los pedazos por un momento, sus ojos se perdieron en los destrozos a su alrededor, y sintió que nada de eso era suficiente.

Con un último grito, se dejó caer de rodillas, sus manos se estrellaron contra el suelo en un intento fútil de aliviar la presión que la consumía. La promesa oscura que él le había hecho aún resonaba en su cabeza, el recordatorio de que no era solo una prisionera, sino una presa, atrapada en una red que no alcanzaba a comprender. Cada respiración era un recordatorio de su encierro, de su impotencia ante la situación que la mantenía atrapada en esa morada oscura y siniestra. Las lágrimas caían libremente por sus mejillas mientras golpeaba el suelo una y otra vez, hasta que sus fuerzas comenzaron a desvanecerse.

Finalmente, exhausta y derrotada, se dejó caer sobre el frío suelo de piedra, temblando por la intensidad de sus emociones. Cerró los ojos, tratando de calmar el caos en su mente. Pero incluso con los ojos cerrados, los destellos de los fragmentos rotos y la imagen de los ojos azules de la Bestia no la dejaban en paz. Sentía que él la observaba, aún en la oscuridad de sus pensamientos. Había algo en esos ojos que le hacía pensar que, detrás de la crueldad, había una verdad oculta, una verdad que Seraphina había insinuado cuando mencionó que Gabriella era la clave de algo mucho más grande.

Se levantó lentamente, con los músculos tensos y agotados. Miró a su alrededor, los restos de su arrebato estaban dispersos por toda la habitación. Fue entonces cuando su mirada se posó en la única salida disponible: la puerta del balcón. La abrió de par en par y salió al exterior, dejando que el aire frío de la noche le enfriara las lágrimas en las mejillas.

Se asomó por el borde del balcón y miró hacia abajo, sus ojos buscaban desesperadamente alguna señal de esperanza. Fue entonces cuando las vio: unas enredaderas oscuras y retorcidas que descendían por la pared del castillo, aferrándose a las piedras como un último rastro de vida en un lugar desolado. Parecían débiles y frágiles, pero eran su única opción.

Gabriella evaluó las enredaderas con una mezcla de temor y determinación. Sabía que el descenso sería peligroso, casi suicida, pero quedarse atrapada allí era peor. Los recuerdos de las advertencias de Seraphina y de su propio instinto de supervivencia se arremolinaban en su mente. No podía seguir esperando. Su mente se llenó de un torrente de pensamientos contradictorios: ¿Y si caía? ¿Y si no lograba llegar al suelo? Pero por cada "¿y si?" que surgía, otra parte de ella gritaba que no tenía otra opción. Las posibilidades de supervivencia eran inciertas, pero la alternativa de seguir atrapada en ese castillo era intolerable.

—Vamos, Gabriella —se susurró, su voz sonó más firme de lo que se sentía—. No puede ser peor que esto. Y siempre hay un pueblo cerca de un castillo, ¿verdad?

Se aferró a esa esperanza ingenua, la idea de que si lograba escapar encontraría ayuda. Aunque en el fondo, una parte de ella sabía que quizás no todo sería tan sencillo. Tomó una última bocanada de aire y agarró la primera enredadera, tirando de ella para probar su resistencia. Con manos temblorosas, se deslizó por el borde del balcón y comenzó a descender, cada movimiento calculado y cuidadoso. Las enredaderas rasgaban su piel y le dejaban líneas rojas en las manos y pies descalzos, pero el dolor solo reforzaba su determinación.

Unos metros más abajo, Gabriella sintió cómo una de las enredaderas cedía bajo su peso. Un grito desgarrador escapó de sus labios mientras caía unos metros, sus manos se aferraron a una nueva rama con desesperación, sus dedos se clavaron en la rugosa superficie de la planta, y el impacto la dejó colgando, temblando de pies a cabeza. El eco de su grito resonó en el silencio, y por un segundo creyó que iba a caer al vacío.

—¡Por poco...! —jadeó, su voz era apenas un susurro tembloroso.

Siguió descendiendo, sus pies resbalaban en las piedras frías y las enredaderas continuaban arañando su piel. Cada resbalón, cada crujido bajo su peso, era una amenaza constante. Pero Gabriella no se detuvo. Su mente estaba enfocada en una sola cosa: llegar al suelo. Sentía el dolor en cada músculo, en cada raspón, pero siguió adelante.

Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, sus pies tocaron el suelo. Gabriella soltó un grito de alivio y dejó que una risa temblorosa escapara de sus labios. Se dejó caer de rodillas en la tierra húmeda, sus pies y manos ardían de dolor, pero no importaba. Había logrado lo que parecía imposible. Se permitió un breve momento de triunfo antes de que la realidad la golpeara de nuevo. No estaba a salvo aún. El castillo, con sus sombras y amenazas, seguía vigilándola. Tenía que moverse, tenía que encontrar una salida.

Se levantó con dificultad y comenzó a correr, sus pies descalzos golpeaban la tierra con cada paso mientras avanzaba hacia el jardín sombrío que rodeaba el castillo. A su alrededor, las sombras se alargaban y retorcían, como si intentaran atraparla. Gabriella corría con el corazón desbocado, sin un rumbo claro, guiada solo por la necesidad desesperada de escapar.

El jardín estaba lleno de espinosas plantas y rosas negras, sus pétalos marchitos colgaban como recuerdos de una belleza perdida. Gabriella se abrió paso entre las ramas, sintiendo los pinchazos en su piel y las espinas rasgando su ropa ya hecha jirones. Cada esquina parecía esconder una nueva amenaza, cada sombra parecía querer atraparla. Pero no se detuvo. Continuó avanzando, sus pasos resonaban en la noche silenciosa como un eco de su desesperación.

A lo lejos, vislumbró algo que hizo que su corazón diera un vuelco: luces. Las antorchas parpadeaban en la distancia, y sintió una chispa de esperanza encenderse en su interior. ¿Serían estos humanos parte de las incursiones que Seraphina había mencionado vagamente? ¿Sería esta su oportunidad de escapar o estaba acercándose a un peligro aún mayor? Quizás eran humanos, tal vez podían ayudarla. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia las luces, sus piernas temblaban por el esfuerzo y el miedo, pero la esperanza la impulsaba.

Cuando llegó al borde del jardín, vio un puente de piedra, antiguo y medio derruido, que conectaba el castillo con lo que parecía ser el mundo exterior. El puente se extendía hacia la nada, envuelto en una bruma tenue que lo hacía parecer un camino hacia lo desconocido. Más allá del puente, las antorchas se movían con rapidez, y Gabriella se subió a una piedra grande, agitando los brazos y gritando con todas sus fuerzas.

—¡Ayuda! ¡Por favor, ayudadme! —gritó, su voz resonó en la oscuridad con un tono de desesperación.

A medida que las figuras se acercaban, Gabriella comenzó a distinguir sus formas. Jinetes montados en caballos oscuros, sus rostros ocultos bajo capuchas, y cuyas figuras proyectaban sombras largas y oscilantes sobre el camino de piedra. Sintió su esperanza crecer, aunque algo en su interior le advertía que algo no estaba bien. Había algo en su forma de moverse, en la manera en que las antorchas arrojaban sombras distorsionadas sobre sus rostros, que la hizo dudar. No obstante, la desesperación por escapar la impulsó a seguir adelante.

—¡Estoy aquí! —volvió a gritar, su voz rasgada por el esfuerzo y la desesperación—. ¡Por favor, ayudadme!

De repente, un destello grisáceo emergió de las sombras, y algo la golpeó en el costado con fuerza. Gabriella cayó de la piedra y rodó por el suelo mientras algo peludo y cálido se abalanzaba sobre ella. Intentó gritar, pero el aire se le cortó al impactar contra la tierra. Rodó por la tierra áspera, intentando apartar a su atacante, pero fue inútil. Al final, se detuvo al chocar con un arbusto espinoso, sintiendo un dolor agudo en su costado.

—¡Cállate! —gruñó una voz familiar que resonó con un tono grave y lleno de urgencia.

Gabriella parpadeó, tratando de enfocarse. Frente a ella, agazapado entre las sombras, estaba Lythos, el lobo que había creído una invención por el dolor de sus heridas. Sus ojos brillaban con una intensidad salvaje, y su pelaje azabache estaba erizado. Era la primera vez que veía a Lythos de cerca desde su llegada a este castillo extraño. Sabía que había algo en él, más allá de ser una simple criatura; sus ojos oscuros brillaban con una inteligencia feroz que la aterrorizaba y, al mismo tiempo, la reconfortaba. Lythos la observó con una mezcla de frustración y preocupación, y Gabriella sintió cómo la confusión se mezclaba con el miedo. Parecía más grande, más feroz, como si algo en él hubiera cambiado para enfrentar la amenaza.

—¿Lythos? —susurró, su voz era apenas un hilo de sonido.

Lythos gruñó de nuevo, sus dientes relucieron bajo la luz tenue de las antorchas lejanas.

—No hagas ni un ruido más —le advirtió el lobo, sus palabras salieron en un tono bajo y urgente—. Si aprecias tu vida, quédate quieta.

Gabriella frunció el ceño, aún desorientada por la caída y las palabras de Lythos. Los jinetes continuaban acercándose, sus antorchas iluminaban sus rostros de manera intermitente. Gabriella vio la determinación en sus gestos, y algo en la mirada de Lythos le advirtió que no debía confiar en ellos.

—¿Por qué debería esconderme? ¡Son humanos, me ayudarán! —insistió Gabriella, intentando levantarse, pero el lobo se interpuso en su camino.

—No seas ingenua —espetó Lythos, su voz era un gruñido bajo—. Los humanos no son tus aliados aquí. Han venido a cazar lo que la Bestia protege... y eso incluye a cualquier cosa que encuentren en sus dominios.

Gabriella parpadeó, la incredulidad se reflejó en sus ojos.

—¿Cazar? ¿Por qué harían eso?

Lythos soltó un suspiro impaciente y miró de reojo a los jinetes que se acercaban.

—Porque estás en los dominios de la Bestia —explicó Lythos con voz grave—. Los humanos hacen incursiones aquí en busca del "tesoro" de la Bestia. Desde que llegaste, esas incursiones han aumentado. Será por la luz que provocaste cuando llegaste, una luz que los atrajo. Algo despertó contigo, Gabriella, algo que ni siquiera comprendes aún.

Gabriella soltó una carcajada amarga, como si Lythos acabara de contarle la broma más absurda.

—¿Luz? ¿Qué luz? No soy un maldito faro. ¿De qué estás hablando?

Lythos frunció el ceño, sus ojos brillaban con determinación.

—No importa si lo crees o no. Ellos creen que esa luz significa algo. Algo valioso. Si te encuentran, no dudarán en matarte para llevárselo.

La tensión aumentó mientras ambos se enfrentaban en un tira y afloja de miradas y palabras. Gabriella quería correr hacia los jinetes, convencida de que podrían ayudarla, pero Lythos se mantenía firme en su posición, decidido a protegerla de lo que él sabía que era una trampa mortal.

De repente, uno de los jinetes se acercó más, su figura repulsiva y grotesca se hizo visible a la luz de las antorchas. El hombre era bajo y corpulento, su rostro desfigurado por las cicatrices, con una barba desaliñada y ojos pequeños y brillantes que recorrieron a Gabriella con una mirada lasciva y descarada. Su boca se curvó en una sonrisa desagradable mientras sus ojos seguían cada movimiento de Gabriella como un depredador acechando a su presa.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —dijo el mercenario, su voz era grasienta y burlona—. Parece que encontramos el premio antes de tiempo.

Gabriella sintió un escalofrío de asco recorrer su espalda. El hombre la miraba como si fuera un objeto, algo que podía tomar sin consecuencias. Se acercó un paso más, y Gabriella retrocedió instintivamente, su corazón latía con fuerza mientras sus opciones se reducían con cada segundo que pasaba.

Lythos se interpuso entre ellos, su pelaje se erizó y sus dientes brillaron bajo la luz tenue. El lobo emitió un gruñido amenazante, y Gabriella sintió una oleada de alivio al tenerlo de su lado, aunque el miedo aún la atenazaba.

—¿Qué es esto? —preguntó el mercenario, sus ojos pasaron de Gabriella a Lythos con una expresión de desprecio—. ¿Tu mascota? Apuesto a que no muerdes tan fuerte como gruñes, cachorro.

Gabriella, con la espalda contra el puente, buscó desesperadamente una salida. La presencia del mercenario la paralizaba, y sus palabras eran un recordatorio de la vulnerabilidad en la que se encontraba. Lythos, sin embargo, no retrocedió. Su gruñido se intensificó, y su cuerpo se tensó como un resorte a punto de liberarse.

—No me hagas destrozarte aquí mismo —advirtió Lythos al mercenario, su voz era un rugido contenido.

Gabriella, en un arrebato de desesperación, intentó huir del hombre, pero Lythos la detuvo, empujándola hacia el suelo y cubriéndola con su cuerpo. El mercenario soltó una carcajada burlona y dio un paso más hacia ellos, sus ojos brillaban con malicia.

—Eres un estorbo, lobo. No te metas donde no te llaman.

Lythos no se movió, sus ojos se mantenían fijos en el mercenario mientras su postura se hacía más amenazante. Gabriella, atrapada bajo el peso protector de Lythos, sintió cómo la tensión en el aire alcanzaba su punto máximo. El tiempo parecía detenerse mientras el mercenario y Lythos se enfrentaban, y Gabriella comprendió que había cometido un grave error.

—¡Chicos, mirad lo que he encontrado! Parece que la Bestia nos ha dejado un regalito —comunicó en voz alta el mercenario con una sonrisa torcida, mostrando unos dientes amarillentos y mal cuidados.

Los otros jinetes se detuvieron al escuchar el reclamo del mercenario, y sus miradas se dirigieron hacia Gabriella y Lythos. Ella se acercó más al pequeño cuerpo peludo, instintivamente buscó la protección del lobo, aunque él apenas le llegaba al muslo. Lythos, sin embargo, empezó a crecer, sus músculos se hincharon y su pelaje se erizó aún más.  Gabriella sintió un destello de reconocimiento en su mente. Sabía que había algo inusual en Lythos, algo más allá de su apariencia lobuna. Era como si la oscuridad de estos dominios lo impregnara, dándole una fuerza y presencia que ningún animal debería tener. En cuestión de segundos, Lythos había pasado de ser un lobo pequeño a una bestia imponente, un lobo adulto de un tamaño que superaba a cualquier animal ordinario. Sus ojos dorados ardían con una ferocidad que parecía capaz de atravesar la oscuridad.

—Te lo advertí —gruñó Lythos entre dientes, su voz resonaba como un eco profundo y grave—. Esto no es un juego, Gabriella. No te van a ayudar. Solo quieren lo que creen que es suyo.

Gabriella intentó alejarse del ahora inmenso lobo, sus ojos no se apartaban de los mercenarios que ya comenzaban a rodearlos. Uno de ellos, un hombre alto y delgado con la piel curtida y una expresión de desprecio, desenfundó una espada mientras se acercaba a Lythos.

—Atrápala, y ayúdame con este maldito Umbrawarg —ordenó el hombre a su compañero, que asintió con una sonrisa de complicidad.

"Umbrawarg." La palabra resonó en la mente de Gabriella, pero no tenía idea de qué significaba realmente. Todo en este lugar estaba envuelto en misterio y peligro, y su desconocimiento no hacía más que aumentar su ansiedad. ¿Qué eran estas criaturas? ¿Por qué la protegían?  Lythos se apartó de Gabriella y ésta retrocedió hasta quedar espalda con espalda con Lythos, su respiración era rápida y superficial, y el miedo comenzaba a transformarse en una adrenalina pura que le recorría las venas. Miró alrededor y se agachó rápidamente para recoger una rama gruesa del suelo. No era mucho, pero era mejor que estar completamente desarmada.

Lythos lanzó un rugido que hizo vibrar el aire, y se abalanzó contra el primer mercenario que había intentado atrapar a Gabriella. Los dos chocaron con una fuerza brutal, y Gabriella pudo escuchar el crujido de huesos mientras Lythos derribaba al hombre al suelo. La sangre salpicó la tierra, y el mercenario gritó de dolor mientras intentaba apartar las fauces de Lythos que se cerraban sobre su brazo.

Los otros dos mercenarios no se quedaron quietos. Uno de ellos, un hombre robusto con un parche en el ojo y una cicatriz en el cuello, se lanzó hacia Lythos con la espada en alto, mientras el otro, un joven de aspecto desaliñado y sucio, se dirigía directamente hacia Gabriella.

—¡No me toques! —gritó Gabriella, blandiendo la rama con todas sus fuerzas. El mercenario se detuvo por un instante, evaluándola con una sonrisa burlona, como si sus intentos de defensa fueran insignificantes.

—Vamos, muchachita —se burló el mercenario, dando un paso más cerca—. No hagas esto más difícil de lo que tiene que ser. Solo ven con nosotros y no tendrás que sufrir.

Gabriella miró de reojo a Lythos, que seguía luchando contra el mercenario que había derribado. El lobo mordía y rasgaba con una ferocidad imparable, pero los otros dos hombres estaban demasiado cerca. Gabriella alzó la rama de nuevo, sus manos temblaban, pero su determinación era firme. No iba a rendirse sin luchar.

El mercenario alzó una mano para atraparla, pero Gabriella se movió con rapidez, lanzando un golpe directo a su rostro. La rama impactó con un crujido sordo, y el hombre se tambaleó hacia atrás, llevando una mano a su nariz ensangrentada. Gabriella aprovechó el momento de distracción para retroceder aún más, intentando mantenerse cerca de Lythos.

—¡Bastarda! —gruñó el mercenario, recuperando el equilibrio con rapidez—. Vas a pagar por eso.

Gabriella no tuvo tiempo de reaccionar cuando el mercenario la embistió, tumbándola al suelo con un golpe en el estómago. Soltó un jadeo de dolor mientras intentaba apartarlo, pero el hombre era más fuerte y estaba decidido a someterla. Sus manos sucias se cerraron alrededor de sus muñecas, inmovilizándola contra el suelo.

Lythos, al ver a Gabriella en peligro, lanzó un aullido feroz y se giró bruscamente, soltando al mercenario con el que estaba luchando. Sus ojos dorados se clavaron en el hombre que tenía a Gabriella atrapada, y en cuestión de segundos, saltó sobre él con una fuerza arrolladora. Los dos rodaron por el suelo, una maraña de dientes y garras que se movía con rapidez y brutalidad.

Gabriella se arrastró hacia atrás, jadeando mientras recuperaba la rama que había soltado. Su vista estaba nublada por el miedo y la adrenalina, y apenas podía concentrarse en el caos que la rodeaba. Los rugidos de Lythos y los gritos de los mercenarios se mezclaban en un estruendo ensordecedor que llenaba el aire. El dolor que sentía no solo provenía de su cuerpo, sino también de la desesperación que la consumía. Desde que había llegado a estos oscuros dominios, todo lo que había conocido se había desmoronado, y ahora la muerte parecía ser su única opción. La situación era desesperada, y Gabriella lo sabía.

Uno de los mercenarios que había quedado atrás se acercó con cautela, su espada brillaba tenuemente bajo la luz de las antorchas. Gabriella lo miró con una mezcla de miedo y desafío, sus manos apretaron la rama con fuerza mientras intentaba mantenerse en pie. Sabía que no tenía muchas oportunidades, pero no pensaba rendirse. Si iba a caer, lo haría luchando.

El mercenario levantó la espada, y Gabriella preparó la rama para intentar bloquear el golpe. Pero antes de que pudiera hacer nada, un destello de movimiento llamó su atención. Lythos se interpuso entre Gabriella y el mercenario.

—¡No te acerques a ella! —rugió Lythos, su voz resonó con una autoridad que Gabriella no había oído antes. El mercenario se detuvo, titubeando por un instante ante la imponente figura de Lythos.

Gabriella se movió rápidamente para colocarse junto a Lythos, su respiración era pesada y entrecortada, pero sus ojos no se apartaban de los mercenarios. Estaban en desventaja, lo sabía, pero no iba a dejar que la atraparan sin luchar.

Los tres mercenarios se miraron entre sí, sopesando sus opciones mientras rodeaban a Gabriella y Lythos. La tensión en el aire era palpable, y cada segundo que pasaba aumentaba la incertidumbre de lo que podría suceder. Gabriella y Lythos se mantenían espalda con espalda, preparados para lo que fuera, aunque la realidad era que las probabilidades no estaban a su favor. Gabriella apretó la rama con fuerza, y Lythos mostró sus dientes en un gruñido amenazante.

Los mercenarios se acercaban con cautela, sus ojos moviéndose entre Lythos y Gabriella, evaluando la situación. Sabían que el lobo era peligroso, mucho más de lo que habían anticipado, pero su codicia y el deseo de cumplir su misión los impulsaba a continuar.  Gabriella se preguntaba qué clase de tesoro podía justificar este tipo de incursión, el riesgo que estos hombres estaban dispuestos a correr. ¿Podrían ser los humanos que, según Lythos, invadían estos dominios buscando un tesoro? ¿Podría esto significar su salvación o algo más oscuro? El mercenario con la espada levantada intercambió una mirada con sus compañeros y asintió, dando la señal para que atacaran.

—¡Vamos, acabad con el lobo primero! —ordenó el hombre del parche en el ojo, sus palabras sonaron firmes, pero había un atisbo de duda en su voz.

Uno de los mercenarios se lanzó hacia Lythos, blandiendo su espada con la intención de cortarlo. Lythos se movió con una rapidez impresionante, esquivando el ataque y lanzando un mordisco que alcanzó el brazo del hombre. El mercenario gritó de dolor mientras la sangre brotaba de la herida, pero logró zafarse antes de que Lythos pudiera morderlo de nuevo.

Gabriella aprovechó el caos para dar un paso al frente, blandiendo la rama con desesperación. Se abalanzó sobre el segundo mercenario, que había bajado la guardia al ver a su compañero herido. Golpeó al hombre en la cabeza, haciendo que tambaleara y perdiera el equilibrio. No era una guerrera, pero la adrenalina y la desesperación le daban la fuerza que necesitaba para seguir adelante.

—¡Atrás! —gritó Gabriella, su voz temblaba pero estaba cargada de determinación—. ¡No me tocaréis!

El tercer mercenario, que hasta ese momento había observado la escena desde la retaguardia, avanzó con decisión, aprovechando que Gabriella estaba ocupada. Su rostro desfigurado por cicatrices y una sonrisa lasciva indicaban que no planeaba ser misericordioso.

—Eres una niña valiente, pero estás en el lugar equivocado, en el momento equivocado —dijo con una voz burlona, sus ojos recorrieron a Gabriella con una mezcla de deseo y desprecio.

Gabriella retrocedió un paso, su respiración era errática y el miedo se hacía palpable en cada fibra de su ser. Aún recordaba las palabras de Lythos, advirtiéndole que estos humanos no venían a ayudarla, que todo lo que querían era aquello que creían valioso, fuera lo que fuera. Sentía el peso de la desesperanza aplastándola, pero no estaba dispuesta a rendirse. Lythos luchaba con todo su ser, lanzando dentelladas y embistiendo con su enorme cuerpo a los mercenarios que intentaban acercarse.

El mercenario que había intentado atrapar a Gabriella volvió a acercarse, esta vez más cauteloso. Se movía en círculos, buscando un punto débil, una abertura que pudiera aprovechar. Gabriella lo observaba con el ceño fruncido, su mente trabajaba a toda velocidad buscando una salida. Sabía que no podía enfrentarse a él directamente, no sin arriesgarlo todo.

—Lythos, tenemos que hacer algo —murmuró Gabriella, sin apartar la mirada del hombre que se acercaba.

Lythos no respondió, pero su gruñido fue suficiente para que Gabriella supiera que él también estaba al límite. El lobo dio un paso hacia adelante, posicionándose entre Gabriella y los mercenarios, dispuesto a protegerla hasta el final.

El mercenario del parche en el ojo alzó su espada y se lanzó hacia Lythos, pero Gabriella reaccionó con rapidez, golpeando al hombre con la rama justo en la pierna, haciéndolo caer al suelo con un grito de furia y dolor. El mercenario rodó, su espada se le escapó de las manos y quedó tendido a los pies de Gabriella.

Los otros dos mercenarios aprovecharon la distracción para lanzarse sobre Lythos, intentando dominarlo por la fuerza. Gabriella los vio venir y su corazón se detuvo por un segundo. El miedo le heló las venas. No podía permitir que Lythos cayera, no cuando él había hecho tanto por protegerla.  Lythos, en un movimiento desesperado, intentó apartarlos, pero en ese momento, dos nuevas figuras emergieron de las sombras, más rezagadas pero no menos peligrosas. Gabriella no había notado su presencia hasta que fue demasiado tarde. Los nuevos mercenarios eran igual de imponentes y peligrosos, pero había uno en particular que destacaba: un hombre enorme, de pelo rojo y rizado, con una barba espesa y llena de trenzas. Su piel estaba marcada por cicatrices, y su tamaño era tan intimidante que Gabriella pensó que debía ser tan grande como un oso. Su mirada era fría y calculadora, y sus ojos parecían llenos de una determinación implacable.

—Vaya, vaya, un Umbrawarg —dijo el líder, con una sonrisa sardónica mientras sostenía una alabarda con firmeza—. Siempre quise ver a uno en persona.

Gabriella sintió un nudo en la garganta. Lythos, aunque feroz y dispuesto a luchar, estaba claramente superado. El líder no perdió tiempo y, con un movimiento ágil y preciso, levantó la alabarda y la lanzó hacia Lythos. El filo de la lanza atravesó el costado del lobo con un sonido húmedo y desgarrador.

Lythos soltó un aullido de dolor que resonó por todo el puente, sus patas se tambalearon y se doblaron bajo su peso. Gabriella gritó, su voz era un eco de angustia pura mientras veía a Lythos caer al suelo, con la alabarda aún incrustada en su costado. El lobo respiraba con dificultad, y su pelaje oscuro se teñía de rojo mientras la sangre fluía libremente de la herida.

—¡Lythos! —gritó Gabriella, sus ojos llenos de lágrimas mientras intentaba correr hacia él, pero antes de que pudiera moverse, sintió unas manos fuertes cerrándose alrededor de sus brazos, inmovilizándola.

—Quédate quieta —gruñó el mercenario que la había atrapado, su aliento fétido golpeó el rostro de Gabriella mientras la sujetaba con fuerza—. No hagas esto más difícil.

Gabriella se retorció con todas sus fuerzas, sus ojos no se apartaban de Lythos, que yacía en el suelo luchando por respirar. Cada jadeo del lobo era un recordatorio de la gravedad de su situación, y Gabriella sentía como si su propio corazón estuviera siendo perforado por la misma lanza. El líder pelirrojo se acercó a Lythos con una sonrisa de satisfacción, dándole una patada en el costado que hizo que el lobo soltara otro gemido de dolor.

—Siempre quise saber cuán resistentes son estas bestias —murmuró el líder con una voz áspera, mientras se agachaba para sacar la alabarda del cuerpo de Lythos con un movimiento brutal.

—¡Basta! —gritó Gabriella, con la voz rota por la impotencia y la ira—. ¡Déjalo en paz!

El líder se volvió hacia ella, sus ojos la recorrieron con una mirada fría y despectiva.

—Calla, chica. No tienes idea de con quién te estás metiendo.

Gabriella continuó forcejeando, intentando zafarse del mercenario que la retenía, sus uñas arañaban la piel rugosa del hombre, pero era inútil. Sus pensamientos eran una maraña de desesperación y miedo. La desesperación se apoderaba de ella al ver a Lythos tan vulnerable, al borde de la muerte, y sentirse incapaz de hacer nada para ayudarlo.

Lythos intentó levantarse, su cuerpo temblaba por el esfuerzo y el dolor, pero cada intento era más débil que el anterior. Los otros mercenarios se acercaron, listos para terminar lo que habían empezado, y Gabriella sintió que el mundo se volvía más oscuro con cada paso que daban. El líder alzó su alabarda una vez más, preparado para dar el golpe final.

Gabriella gritó con todas sus fuerzas, un grito desgarrador que resonó en la noche, mezclándose con el aullido de Lythos y el eco de los pasos implacables de los mercenarios. Su mente clamaba por una solución, por un milagro que pudiera salvarlos, pero la realidad era implacable. La oscuridad que rodeaba estos dominios parecía haberse tragado cualquier posibilidad de esperanza.

Perdón, me he emocionado y me ha salido un capítulo larguísimo, pero espero que os guste. 

Lythos se nos va, se nos muere, ¿qué pasará? ¿Preferís sangre y destrucción o preferís muerte y caos? 

Aun me estoy debatiendo en ello.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro