CAPÍTULO 11
¡Hola, mes chères roses!
"El amor puede ser un arma letal o un escudo impenetrable. Todo depende de quién lo empuñe." — Seraphina
ALEXANDER
El aire en el castillo de Alexander se sentía pesado y cargado de tensión. Los últimos días habían sido una constante lucha contra incursiones de humanos que se atrevían a desafiar sus dominios. Las sombras que se extendían por los pasillos parecían aún más densas, impregnadas de la desesperación de Gabriella. Los intrusos, todos aniquilados, no habían representado una amenaza real, pero cada muerte había servido como un recordatorio tangible de su naturaleza implacable. Los centinelas, criaturas de oscuridad y odio, habían hecho la mayor parte del trabajo, pero Alexander no había rehuido participar personalmente en algunas de esas cacerías. Necesitaba ese desahogo. Era una forma de escapar de la creciente inquietud que Gabriella había despertado en él, como una sombra que no podía sacudirse.
Desde que Seraphina le había informado que Gabriella había despertado, Alexander había endurecido aún más su resolución. La conexión palpable que sentía con ella solo complicaba más las cosas. El ángel caído le había transmitido informes con una cautela inusual, como si cada palabra pudiera desencadenar la furia de su señor. Seraphina insinuaba que Gabriella podría ser la salvación que habían buscado durante tanto tiempo, pero Alexander se negaba a aceptar esa posibilidad. No podía permitirse siquiera contemplar una idea que amenazara el equilibrio que tanto le había costado mantener. Cada vez que Seraphina mencionaba el progreso de Gabriella, Alexander sentía un ardor en el pecho, un molesto zumbido que lo empujaba a cortar las conversaciones bruscamente.
El recuerdo de su último encuentro en la sala del trono aún lo atormentaba. Había visto la confusión y el miedo en los ojos de Gabriella, mezclados con un desafío que no había esperado. Esa mezcla de emociones, tan opuesta a lo que solía evocar en otros, seguía perturbándolo, envolviéndolo en una red de pensamientos que no podía sacudirse desde entonces. Alexander había pasado horas observando los informes, revisando los detalles de la muerte del siervo frente a la habitación de Gabriella. La evidencia señalaba una energía oscura, no la luz que había visto en ella, pero eso solo añadía más confusión. No podía permitirse dudar. Sin embargo, en los confines de su mente, una voz persistente, tan sutil como una caricia, le sugería que había algo más. Algo o alguien que se movía entre las sombras de su castillo. Una amenaza invisible que ni siquiera él podía controlar.
Esa contradicción lo frustraba. A pesar de la atracción innegable que sentía hacia ella, se había prometido mantenerse apartado, convencido de que matar a Gabriella sería lo mejor para todos. Pero no lo había hecho, y ese solo hecho lo llenaba de rabia. No podía permitir que una simple humana controlara sus emociones o despertara en él una humanidad que creía haber enterrado hacía siglos.
Sin embargo, el reporte más reciente de Seraphina confirmó algo que no podía ignorar: Gabriella había logrado salir de su habitación. Se había escapado. Había desafiado las reglas de su castillo, como si no le temiera, como si no supiera con quién estaba jugando. Alexander había dejado instrucciones precisas para que la puerta permaneciera bloqueada y un vigía vigilara la entrada constantemente. Y, sin embargo, Gabriella se encontraba ahora deambulando por los oscuros pasillos de su morada, huyendo de algo que solo ella conocía, pero que Alexander podía sentir en el aire: el rastro del miedo, un miedo profundo que ni siquiera ella entendía del todo.
La ira se encendió en él como un fuego incontrolable. Gabriella estaba allí, su esencia dulce e inconfundible llenando el aire, y Alexander se sintió traicionado por sus propios dominios. "No puede ser", pensó con rabia. ¿Cómo se había atrevido ella a desafiarlo, a ignorar las barreras que había impuesto?
El peso de su propia furia lo envolvió mientras se movía por el castillo, pero algo más oscuro se agitaba bajo la superficie. Era como si, más allá de su rabia, algo antiguo e insidioso estuviera observando, esperando el momento para reclamar lo que creía suyo. Gabriella caminaba con pasos apresurados y torpes, casi como si estuviera huyendo de algo, o de alguien. Alexander se movió con la precisión de un depredador, sigiloso pero decidido, acortando la distancia entre ellos en cuestión de segundos. Su mirada ardía de ira y determinación.
Gabriella había roto la estructura de sus dominios de una manera que nadie había hecho antes. Ella no le temía de la manera que los demás lo hacían. Su mirada no solo transmitía terror, sino también resistencia, algo que lo irritaba profundamente y, a la vez, lo intrigaba. No podía soportar la idea de perder el control, no solo de ella, sino de sí mismo. Gabriella despertaba algo en él que lo desestabilizaba, y no sabía si lo detestaba o lo deseaba.
Cuando finalmente la alcanzó, sus dedos cerrándose alrededor de su hombro, sintió el estremecimiento en el cuerpo de la joven. Pero esta vez, no había solo miedo en su reacción. Había furia. Una furia que lo golpeó con la misma intensidad que el miedo lo había hecho en otras víctimas antes. Gabriella no era como los demás.
—¡No puedes huir de mí! —rugió, la ira destilándose en su voz como veneno. Cada palabra llevaba el peso de su frustración acumulada, no solo por Gabriella, sino por la vulnerabilidad que ella había expuesto en él.
Gabriella gritó y forcejeó con todas sus fuerzas, su pequeño cuerpo se retorcía en un intento desesperado por liberarse de su agarre. Sus manos golpeaban su brazo, sus uñas se clavaban en su piel, pero Alexander apenas lo sintió. Había atrapado presas mucho más peligrosas que ella. Los jadeos entrecortados y la respiración acelerada de Gabriella solo alimentaban su frustración.
—¡Suéltame! ¡Déjame ir! —gritó Gabriella, sus ojos llenos de lágrimas y miedo mientras continuaba forcejeando, pero su fuerza no era rival para la de Alexander.
Las palabras de Gabriella parecían encender algo aún más oscuro dentro de él. La idea de que esta humana, insignificante y frágil, pudiera siquiera intentar escapar de él, le resultaba inaceptable. Apretó su agarre, inclinándose hacia ella, y dejó que su voz brotara con una intensidad que sacudió el aire.
—¡Eso jamás ocurrirá! —rugió Alexander, su voz vibró en el pasillo, potente y autoritaria, dejando a Gabriella petrificada por un instante.
Gabriella se quedó paralizada, la fuerza de la voz de Alexander la hizo tambalearse, no solo físicamente sino también en su determinación. Era una autoridad tan abrumadora que parecía capaz de aplastar cualquier voluntad, cualquier intento de rebelión. Por un momento, Alexander creyó que la había dominado, que su mera presencia la había sometido. Pero lo que no esperaba era lo que sucedió después.
Gabriella alzó la mirada, sus ojos encontraron los de Alexander, y en ese breve contacto, ambos quedaron atrapados en una extraña suspensión del tiempo. La atracción entre ellos era tangible, un magnetismo primitivo que los empujaba a acercarse más, a dejarse llevar por un deseo instintivo e incontrolable. Alexander sintió cómo su resolución empezaba a desmoronarse, cómo la cercanía de Gabriella lo atraía como un imán, llevándolo al borde de ceder a ese impulso.
Pero entonces, Gabriella rompió el contacto visual y retrocedió un paso, el fuego de la ira sustituyó al miedo en su mirada.
—¡Eres un hombre despreciable! —le gritó, su voz cargada de una furia y un dolor que Alexander no comprendió al principio. Gabriella lo golpeó en el pecho con ambas manos, sus movimientos erráticos y desesperados mientras lo miraba con una mezcla de odio y algo más profundo, algo que Alexander no pudo descifrar de inmediato.
El golpe apenas lo movió, pero el sentimiento detrás de las palabras de Gabriella lo atravesó como una daga. Ella continuó golpeándolo, sus puños chocaban contra él con la fuerza de su rabia y su impotencia.
—¡Fuiste tú! —gritó Gabriella, su voz temblaba de dolor y furia. —¡Tu voz... eras tú! ¡El que me trajo aquí, el que me mantiene atrapada!
Alexander sintió una oleada de emociones que no había experimentado en mucho tiempo. Había esperado miedo, sumisión, incluso desesperación, pero no esta confrontación directa, esta llamarada de rabia que lo golpeaba en el corazón. Por un instante, sintió la tentación de replicar, de hacerle entender que no había sido una elección tan simple, que no era él quien la había traído exactamente. Pero ese instinto fue rápidamente aplastado por su orgullo y su propia ira.
Gabriella continuó golpeándolo, su voz era un torrente incontrolable de acusaciones y resentimiento, y cada palabra era una chispa en el polvorín de emociones de Alexander. Él se quedó quieto, dejando que descargara su ira, hasta que se cansó de la escena. Este espectáculo de impotencia le resultaba innecesario y exasperante.
Sin previo aviso, Alexander se agachó ligeramente y, con una facilidad abrumadora, levantó a Gabriella del suelo, echándola sobre su hombro como si no pesara más que una pluma. Gabriella soltó un grito ahogado de sorpresa, y sus protestas se intensificaron.
—¡Bájame! ¡No puedes hacer esto! ¡Suéltame ahora mismo! —gritó ella, su voz elevada resonaba en el pasillo vacío, pero Alexander no le prestó atención. Sus manos lo golpeaban y empujaban con todas sus fuerzas, sus piernas pataleaban, pero era como si sus esfuerzos no tuvieran ningún efecto sobre él.
—¡Eres un monstruo! ¡Un maldito demonio! ¡Déjame ir! —las palabras de Gabriella eran como veneno arrojado al viento, su resistencia incesante.
Alexander caminaba con pasos firmes y decididos, ignorando completamente las quejas de Gabriella. Su respiración era pesada y su corazón latía con fuerza, pero se negó a permitir que la voz de Gabriella, con todo su dolor y furia, lo afectara. Cada palabra era un recordatorio de la distancia que debía mantener, de la resolución que no podía permitirse perder. La joven continuó forcejeando, pero él no aflojó su agarre.
Los gritos de Gabriella se desvanecieron en un murmullo de rabia impotente, y Alexander siguió adelante, su mente inundada de una mezcla de emociones contradictorias. Aunque Gabriella luchaba con todo lo que tenía, la verdad era ineludible: no la soltaría. No porque fuera incapaz de hacerlo, sino porque en el fondo de su ser, sabía que dejarla ir ahora sería mucho más peligroso que retenerla. No solo para ella, sino también para él.
Alexander apretó los dientes, cerrando su mente a los pensamientos que lo acosaban. Gabriella seguía siendo una amenaza, una distracción, y debía recordarse a sí mismo que su deber era mantener el control, no solo sobre ella, sino sobre sus propios deseos y temores. Y por encima de todo, no podía permitir que Gabriella se convirtiera en algo más que una simple intrusa en su mundo.
Sin detenerse ni un solo momento, Alexander continuó caminando por los pasillos oscuros, llevando a Gabriella sobre su hombro, sus pasos resonando como un eco lúgubre que se perdía en la inmensidad de la fortaleza. La joven pataleaba y golpeaba su espalda con los puños, pero su resistencia era tan inútil como lo era la furia contenida de Alexander. La determinación en su semblante no daba cabida a dudas, aunque por dentro su mente era un torbellino de emociones encontradas. Cada paso resonaba en los pasillos como un eco de su propia rabia y frustración, un eco que parecía susurrar en las esquinas, burlándose de la situación. Gabriella no dejaba de gritar e insultar, su voz se elevaba con cada paso, desafiando la implacable determinación de Alexander.
Alexander gruñó, una respuesta instintiva a los gritos de la joven. No solo le irritaban sus palabras, sino también las voces susurrantes de las hadas que revoloteaban cerca de ellos, risas agudas y murmullos maliciosos que lo seguían como sombras vivas. Las pequeñas criaturas se deleitaban en el caos, alimentándose de la tensión y la ira que emanaban de Alexander y Gabriella. Desde las sombras, los siervos del castillo observaban, sus miradas curiosas y expectantes. Era una escena que jamás habían presenciado: su amo, la temida Bestia, llevando a una humana por los pasillos, desafiado abiertamente y, lo que era aún más inaudito, sin aplastar la rebelión al instante.
—¡Estúpidas criaturas! —murmuró Alexander entre dientes, sus ojos destellaron con una furia contenida mientras las hadas seguían riendo y murmurando. Su paciencia, ya en el límite, se desmoronaba rápidamente.
Cada cuchicheo, cada mirada furtiva, encendía una chispa más en la ira de Alexander. Nunca había tolerado la insubordinación o el desafío, y ahora se encontraba en una posición que amenazaba con erosionar el respeto y el miedo que había sembrado durante siglos. Mientras seguía avanzando, vio cómo algunos de sus siervos se retiraban en silencio a las sombras, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que Alexander los notara. "Todos pagarán por esta insubordinación", pensó con los dientes apretados. Era un pensamiento frío y calculador, pero también una promesa de la retribución que se avecinaba.
Gabriella seguía luchando, su voz era un flujo constante de reproches y súplicas, sus manos intentaban empujar la espalda de Alexander sin éxito.
—¡Maldito seas! ¡Eres un hombre sin corazón! —gritó, las palabras salían a borbotones, cargadas de ira y desesperación.
El castillo, normalmente un refugio de su oscuridad y control, ahora parecía un hervidero de ojos y oídos que lo observaban con una mezcla de miedo y curiosidad. Cada paso hacia su alcoba, cada mirada furtiva de los siervos y los susurros de las hadas, solo añadían combustible al fuego que ardía en su interior. Alexander dobló una esquina y finalmente llegó al pasillo de su alcoba, solitario y sin el vigía que había ordenado que permaneciera allí en todo momento.
Alexander se detuvo, su mirada se volvió fría como el hielo al ver el puesto vacío. "Alguien morirá por no cumplir mis órdenes", pensó con una firmeza escalofriante. La furia que lo invadía no era solo por la insolencia del vigía, sino también porque la simple ausencia de obediencia desafiaba su autoridad. Había sido clemente por demasiado tiempo, y la cadena de sucesos recientes lo demostraba.
Gabriella continuó pataleando y gritando, y Alexander gruñó profundamente, tanto por el sonido estridente de la joven como por la situación que se le presentaba. Sin más dilación, empujó la puerta de su habitación con fuerza, y entró en su alcoba. El olor dulce y embriagador de Gabriella lo golpeó como una bofetada, su fragancia inundó sus sentidos, llenando cada rincón de su mente con una urgencia y un deseo que no quería reconocer.
Por un segundo, casi se quedó paralizado por la intensidad de su aroma, como una droga que nublaba su juicio y desataba un hambre primitiva en lo más profundo de su ser. Pero el persistente griterío de Gabriella lo sacó de su trance momentáneo. Sin pensarlo dos veces, la arrojó sobre la cama con un movimiento brusco, su cuerpo cayó sobre las sábanas en un revuelo de telas y sus cabellos esparcidos.
Gabriella se incorporó de inmediato, pero antes de que pudiera hacer cualquier movimiento, Alexander estaba sobre ella, su presencia era una sombra oscura y dominante que cubría su frágil figura. La diferencia en tamaño y fuerza era evidente, y aunque el miedo brillaba en los ojos de Gabriella, algo más se encendió también: una chispa de desafío que Alexander no podía ignorar. Por un instante, el cuarto se llenó de una tensión palpable, densa como la neblina.
Alexander se inclinó sobre Gabriella, sus ojos fijos en los de ella con una intensidad casi hipnótica. Podía sentir el calor de su cuerpo bajo el suyo, la suavidad de su piel y el ritmo frenético de su respiración. Sus rostros estaban tan cerca que podía contar las pestañas de Gabriella y ver el temblor de sus labios entreabiertos. Todo en ella le resultaba atrayente y tentador, una provocación constante a su autocontrol.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse, atrapándolos en una burbuja donde solo existían ellos dos. Alexander se debatía entre ceder a la necesidad arrolladora de poseerla y la violencia latente de su furia, de simplemente acabar con la amenaza que representaba y liberarse de una vez por todas de esa atracción perturbadora.
Gabriella lo miraba con una mezcla de miedo y desafío, sus ojos eran un reflejo de todo lo que Alexander había tratado de evitar. Cuando sus miradas se encontraron de nuevo, algo en su interior pareció rendirse, un susurro inconfesable de deseo que lo empujaba a acercarse aún más. Sus labios estaban peligrosamente cerca de los de Gabriella, y por un segundo, se permitió fantasear con lo fácil que sería inclinarse y atraparla en un beso cargado de necesidad y frustración.
Pero Alexander se apartó justo a tiempo, sus labios rozaron apenas la piel de Gabriella mientras desviaba su rostro hacia su oído. Susurró con una voz grave y cargada de amenaza, su aliento cálido contra la piel de la joven.
—No soy un demonio, Gabriella —susurró, su tono era una mezcla de burla y advertencia—. Soy el señor de estos dominios, y prefiero que me comparen con una Bestia. Una Bestia que no dudará en matarte si decides desafiarme.
Gabriella tembló, no tanto por las palabras, sino por la cercanía, por la vibración de la voz de Alexander que parecía resonar en su propio pecho. Algo dentro de ella se rebeló contra el miedo que la atenazaba, un destello de coraje irracional, de pura testarudez.
Giró ligeramente su rostro, acercándose más a Alexander, sus labios a milímetros de los de él. Sus ojos destellaron con una mezcla de desafío y algo que Alexander reconoció demasiado bien: una atracción peligrosa que amenazaba con consumirlos a ambos.
—Entonces, inténtalo —susurró Gabriella, sus palabras eran un reto abierto, un desafío que cortó el aire entre ambos como una daga afilada. La tensión entre ellos alcanzó un punto álgido, una cuerda estirada a su límite.
Alexander se quedó inmóvil, sus ojos se clavaron en los de Gabriella, intentando descifrar ese impulso que lo llevaba a la locura. Su instinto le gritaba que la apartara, que la destrozara antes de dejarse llevar por esa atracción que solo prometía debilidad y caos. Pero en lugar de eso, se quedó atrapado en la intensidad de ese momento, en la proximidad de sus labios y la oscilante línea entre la furia y el deseo.
Justo cuando Alexander sentía que estaba a punto de perder el control, un sonido resonó en la habitación, una interrupción que desgarró el hilo invisible que los mantenía unidos en ese instante. Alexander se apartó bruscamente, sus músculos tensos como los de un animal acorralado. Giró la cabeza y su mirada se clavó en la figura que acababa de entrar.
Morran mantuvo su mirada fija en Alexander, su expresión serena contrastaba con la furia latente que dominaba el ambiente. El consejero no necesitó palabras para comprender lo que estaba ocurriendo, pero la situación exigía su intervención inmediata.
—Mi señor —dijo Morran, inclinando ligeramente la cabeza en una muestra de respeto, aunque su tono llevaba un dejo de urgencia-. Tenemos un asunto que requiere de su atención.
Alexander permaneció inmóvil por un instante, la respiración aún agitada y el cuerpo tenso. Morran sabía exactamente cuándo hablar y cuándo quedarse en silencio, y aunque había irrumpido en un momento de gran tensión, lo había hecho con la certeza de que su intervención era necesaria.
Gabriella aprovechó el breve momento de distracción de Alexander para intentar apartarse, su corazón seguía latiendo desbocado y su mente estaba llena de un caos de emociones encontradas. Pero Alexander la mantuvo bajo su sombra, sus ojos aún clavados en ella, como si buscara reafirmar su dominio.
—Lárgate, Morran —gruñó Alexander, sin siquiera apartar la mirada de Gabriella. Había en su voz una mezcla de advertencia y frustración, como si la interrupción del consejero fuera un recordatorio amargo de su propio descontrol.
Morran, sin embargo, no se movió ni un milímetro. Sabía que la furia de Alexander no era una novedad, pero la presencia de Gabriella añadía un matiz nuevo y peligroso a la ya volátil situación.
—Mi señor —insistió Morran, su voz firme pero respetuosa—, es urgente. Los informes de los centinelas indican que otro grupo de humanos ha cruzado los límites y se acercan más rápido de lo que anticipamos.
Alexander chasqueó la lengua, un sonido seco y cortante que reflejaba su irritación. Sin embargo, sus ojos aún no se despegaban de los de Gabriella, que lo miraba con una mezcla de miedo, desafío y una emoción que ni ella misma podía nombrar.
Finalmente, Alexander se incorporó, su cuerpo se retiró de la proximidad de Gabriella, pero no antes de deslizar una última mirada cargada de promesas sombrías.
—Esto no ha terminado —le murmuró, su voz grave y cargada de una amenaza velada. Luego, se giró hacia Morran, su postura rígida y sus puños aún apretados—. Enciérrala. Y asegúrate de que no vuelva a salir de esta habitación sin mi permiso.
Gabriella, con los ojos brillantes de rabia y miedo, intentó enfrentarse de nuevo a Alexander, pero él simplemente la ignoró, cerrando la puerta tras de sí con un estruendo que resonó en el castillo.
Morran le dedicó una mirada a la joven, intentando averiguar qué la hacía especial. Gabriella se resistía a rendirse, su mente aún luchaba con la intensidad del encuentro. Apretó los dientes, queriendo gritar de frustración, pero la sensación de vulnerabilidad y el peso de la mirada penetrante de Morran hicieron que finalmente dejará de mirar hacia la puerta.
—Será mejor que no desafíes más de lo necesario —advirtió Morran en voz baja, mientras comenzaban a caminar hacia la puerta. Gabriella solo lo miró de reojo, sus ojos aún chispeaban con el fuego de la confrontación.
Alexander, por su parte, avanzaba por los pasillos con pasos largos y decididos, su capa ondeaba tras él como un manto de sombras. Las palabras de Gabriella resonaban en su mente: "Eres un hombre despreciable". Le irritaba que una simple humana se atreviera a desafiarlo de esa manera. Pero más que la ira, lo enfurecía el hecho de que esas palabras lo afectaran más de lo que estaba dispuesto a admitir. Intentó apartar el pensamiento, enfocándose en el informe de Morran sobre los humanos que habían osado entrar en sus dominios.
Cada intrusión era una ofensa directa a su autoridad, y cada vez que sus centinelas o criaturas oscuras los destruían, una parte de él sentía un retorcido placer. Era un recordatorio de quién era, de la Bestia que todos temían y respetaban. Pero desde que Gabriella había llegado, esa certeza había comenzado a tambalearse. Ella era una presencia constante, una sombra que él no había pedido, pero que se negaba a desaparecer.
Los susurros de las hadas y los cuchicheos de los siervos continuaban, un recordatorio constante de la anomalía que Gabriella representaba. Ella era una chispa en un polvorín que él no había sabido prever, una intrusa no solo en sus dominios, sino en su mente. Alexander apretó la mandíbula, su paciencia se desvanecía rápidamente. Las hadas siempre habían sido un problema menor, criaturas juguetonas y traviesas que, aunque servían a su propósito, a menudo cruzaban la línea con sus juegos turbios.
—¿Qué es tan divertido? —gruñó Alexander, deteniéndose de repente y lanzando una mirada gélida hacia las sombras donde las hadas se ocultaban. Las pequeñas criaturas cesaron sus risas al instante, retrocediendo ligeramente, aunque no del todo.
—Nada, mi señor —respondió una con una voz dulce, pero cargada de veneno—. Solo estamos disfrutando del espectáculo.
Alexander sintió una punzada de ira, pero se contuvo. No era el momento ni el lugar para desatar su furia sobre esas criaturas. Había asuntos más urgentes que requerían su atención, como la creciente audacia de los humanos y la inquietante evidencia que lo rodeaba sobre la muerte del siervo. Pensó en las palabras de Seraphina, sobre la oscuridad en el cadáver y la duda creciente de que Gabriella fuera la causante. La lógica apuntaba a otra cosa, algo más oscuro que acechaba en los rincones de su morada, algo que incluso él podría no haber visto venir.
Finalmente, Alexander llegó a su destino: la puerta de su improvisada habitación, solitaria. Lo que le llevó a pensar en Gabriella y el nuevo vigía desaparecido. Su mirada se oscureció aún más, y una promesa silenciosa de castigo se formó en su mente. Abriría una investigación y quien fuera responsable de este descuido, pagaría con su vida, sirviendo como ejemplo para todos los demás. Era el costo de mantener el control absoluto sobre un reino donde la obediencia debía ser incondicional.
Cuando empujó la puerta de su sala personal, apretó los dientes y avanzó hacia el interior, donde Morran ya se encontraba.
—Debo recordarles a todos quién manda aquí —murmuró Alexander para sí mismo, aunque Morran escuchó claramente. Había una intensidad oscura en su voz, una resolución que prometía sangre y obediencia renovada.
Morran, siempre observador, se permitió un leve asentimiento. Aunque comprendía la necesidad de su amo de reafirmar su autoridad, también sabía que el cambio en Alexander desde la llegada de Gabriella no era algo que pudiera corregirse con una simple muestra de fuerza. Había algo más profundo, un conflicto interno que ningún intruso o siervo podría resolver.
—Mi señor, los humanos han sido aniquilados antes de alcanzar el castillo, pero sus incursiones son cada vez más frecuentes y atrevidas. Esto podría ser solo el comienzo de algo mayor —comentó Morran, intentando redirigir la atención de Alexander hacia la amenaza tangible y alejarlo del torbellino que Gabriella representaba.
Alexander asintió, aunque la sombra de la frustración aún oscurecía su semblante. Los humanos, las hadas, incluso sus propios siervos... todos parecían conspirar en su contra últimamente, todos excepto Morran y, curiosamente, Seraphina, que había mantenido su distancia desde su último encuentro.
—Si los humanos quieren desafiarme, serán recibidos con la muerte que buscan —dijo Alexander, su voz era un gruñido bajo y peligroso—. No permitiré que nada ni nadie cambie el orden de mis dominios. Ni intrusos, ni bestias, ni...
Ni siquiera Gabriella, pensó, aunque no lo dijo en voz alta. Porque aunque lo intentara, no podía negar la atracción peligrosa que sentía hacia ella, una atracción que lo empujaba a límites que no había conocido. Una atracción que lo forzaba a enfrentarse a la posibilidad de que, tal vez, Gabriella era más que una simple humana perdida en su reino.
Nuestros dos protagonistas POR FIN se han encontrado cara a cara, al menos de una forma que han podido mirarse a los ojos y verse de verdad... y ya sabéis lo que dicen: "Los ojos son el espejo del alma". ¿Vosotros qué creéis?
Espero que esté capítulo os haya gustado ~
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