CAPÍTULO 10
¡Hola, mes chères roses!
"El verdadero terror no es lo que acecha en la oscuridad, sino lo que ya ha puesto sus garras en ti." — Ariadne
GABRIELLA
Gabriella despertó sobresaltada, el corazón golpeando con fuerza en su pecho. El silencio reinaba en la habitación, tan opresivo que parecía asfixiarla. Apenas recordaba cómo había llegado allí, y las imágenes vagas de su último encuentro con Seraphina se mezclaban con la sensación de estar atrapada en una pesadilla. Pero no era un sueño. Todo lo que la rodeaba era dolorosamente real.
Se incorporó con cautela, notando cómo el frío del suelo de piedra mordía sus pies descalzos. A medida que sus sentidos volvían a ella, recordó las palabras de Seraphina y lo que había sentido en aquella conversación: una mezcla de temor y curiosidad por lo que estaba ocurriendo. Habían pasado varios días desde su llegada a este lugar desconocido, y aunque Seraphina la había atendido y cuidado, las respuestas a sus preguntas seguían siendo vagas y fragmentadas.
Instintivamente, Gabriella revisó sus heridas, levantando las mangas del camisón oscuro que llevaba puesto. Las vendas limpias envolvían sus brazos, y aunque el dolor aún estaba presente, era más leve que la última vez. Atribuyó su mejora a los tratamientos de Seraphina, aunque no dejaba de preguntarse qué clase de magia o ciencia aplicaba la figura alada sobre ella.
Miró a su alrededor, la habitación grande y oscura le resultaba familiar, pero todavía incómoda. Gabriella se obligó a recordar lo poco que sabía, tratando de ordenar sus pensamientos dispersos. Lo único que tenía claro era que necesitaba respuestas. Necesitaba saber quién era la Bestia que la mantenía allí, esa figura que Seraphina había mencionado y que los murmullos en los pasillos también susurraban. La Bestia... ¿Quién era realmente? ¿Por qué la había dejado vivir?
Gabriella se dirigió directamente hacia la puerta de la habitación, decidida a salir y buscar esas respuestas. Pero al intentar abrirla, notó que estaba bloqueada. Forzó el picaporte, empujó con su peso, pero la puerta no cedía. Con un suspiro de frustración, se giró y recorrió la habitación con la mirada, intentando encontrar otra salida.Gabriella se dirigió directamente hacia la puerta de la habitación, decidida a salir y buscar esas respuestas. Pero al intentar abrirla, notó que estaba bloqueada. Forzó el picaporte, empujó con su peso, pero la puerta no cedía. Con un suspiro de frustración, se giró y recorrió la habitación con la mirada, intentando encontrar otra salida.
Fue entonces cuando recordó el balcón. Se dirigió hacia las gruesas cortinas de terciopelo que lo ocultaban y tiró de ellas, dejando al descubierto las puertas de cristal. Las abrió, dejando que el aire frío de la noche la envolviera al instante. Con pasos cautelosos, salió al balcón, observando el vasto y sombrío paisaje que se extendía más allá.
El panorama no ofrecía consuelo alguno: una tierra cubierta por una penumbra casi tangible, con montañas escarpadas y bosques oscuros que se perdían en la distancia. No había signos de vida, ninguna luz que indicara civilización, solo la oscuridad opresiva que parecía devorar todo a su alrededor. Gabriella se asomó por el borde del balcón, buscando alguna forma de descender, pero no había más que un abismo de varios metros que terminaba en una arboleda densa y peligrosa. No había forma de escapar por allí.
Mientras permanecía en el balcón, intentando aclarar sus pensamientos, un ruido fuerte resonó desde el interior de la habitación, como un golpe seco que la hizo dar un respingo. Se giró rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza, pero al entrar de nuevo en la habitación no vio nada ni a nadie. Sin embargo, la puerta que antes estaba bloqueada ahora estaba entreabierta, como si la hubiera golpeado una fuerza invisible.
Gabriella se acercó lentamente, la puerta se balanceaba levemente, como si acabara de ser forzada. Miró a su alrededor, pero no había señales de vigías, ni figuras sombrías acechando en las esquinas. Respiró hondo, convencida de que debía aprovechar esa oportunidad, y salió al pasillo.
El pasillo se extendía en penumbras, con paredes de piedra que se alzaban imponentes. El aire estaba impregnado de un olor a humedad y descomposición que le provocó un escalofrío. Sin embargo, Gabriella no se dejó intimidar. Empezó a avanzar, sus pasos resonando suavemente sobre las frías losas, mientras su mente seguía atada a una sola idea: encontrar a la Bestia y entender por qué estaba allí.
Con cada paso que daba, la sensación de ser observada se hacía más intensa. Había algo acechándola, algo que no podía ver pero cuya presencia sentía en la piel, como una presión invisible. Las sombras parecían moverse en los rincones de su visión periférica, como si cobraran vida al sentir su presencia. Sus instintos le gritaban que no estaba sola, pero Gabriella se obligó a continuar, aferrándose a su necesidad de respuestas.
De repente, el silencio fue roto por risas agudas y burlonas que resonaron entre los muros. Gabriella se detuvo en seco, su respiración se aceleró al ver pequeñas figuras que emergían de las sombras, batiendo sus alas membranosas en el aire cargado. Las hadas, de piel grisácea y ojos brillantes, la observaban con miradas llenas de malicia.
—¿Quién es esta pobre niña que deambula por los dominios de nuestro Amo? —susurró una, con una voz tan aguda que resonó en sus oídos como un alfiler atravesando seda.
—¿Acaso ha venido a morir? —se burló otra, riendo con una maldad que la hizo estremecer.
Gabriella sintió un nudo formarse en su estómago. Recordaba haber visto a esas hadas antes, en otro lugar del castillo, pero había sido como una visión borrosa, un momento que su mente intentaba borrar. Intentó ignorarlas y siguió caminando, pero las hadas no se lo permitieron. Revoloteaban a su alrededor, tirando de su cabello y de su ropa, jalándola de un lado a otro. Una de ellas tiró con fuerza de un mechón, arrancándole un gemido de dolor, mientras otra le arañaba la mejilla con una risa histérica. Intentó apartarlas con las manos, agitándolas en el aire, pero ellas solo se reían más fuerte, disfrutando de su desesperación.
—¡Déjadme en paz! —exclamó, su voz temblaba de frustración.
Pero las criaturas no cesaban, y sus susurros se transformaron en cánticos siniestros, como una marcha fúnebre que resonaba en su cabeza.
—Vete de aquí, niña perdida, vete si quieres vivir... —canturreaban, sus palabras mezcladas con risas desquiciadas.
A pesar del miedo, Gabriella se negó a dejarse vencer. Continuó avanzando por los pasillos, apartando a las hadas como podía, sintiendo sus dedos afilados rasgando su piel, tirando de su cabello y revoloteando como sombras vivientes a su alrededor. Cada paso que daba parecía adentrarla más en un laberinto interminable, donde las paredes parecían moverse y el aire se volvía cada vez más denso.
Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, las hadas cesaron sus ataques y se retiraron a las sombras, como si hubieran perdido interés en su presa. Gabriella se detuvo, jadeante, su cuerpo temblaba por el esfuerzo y el miedo. Fue entonces cuando vio una puerta entreabierta al final de uno de los pasillos, por la que escapaba una tenue luz.
La puerta parecía respirar, como si estuviera viva, con un brillo que pulsaba suavemente, atrayéndola inevitablemente hacia ella. La luz que escapaba por la rendija no era cálida ni acogedora, sino más bien fría y distante, como un faro que prometía respuestas pero también advertía de un peligro oculto. Gabriella sintió una urgencia inexplicable de cruzar ese umbral, pero al mismo tiempo, una sombra oscura de duda crecía en su interior. Algo en esa luz la repelía, pero también la llamaba, como si hubiera algo... esperándola.
Un escalofrío recorrió su espalda antes de que su mano tocara la puerta. Algo en su mente gritaba que no entrara. Pero el deseo de respuestas era más fuerte que el miedo. Con la mano temblorosa, empujó la puerta y esta se abrió con un susurro sibilante, envolviéndola en una sensación de frío que la hizo temblar hasta los huesos. Al cruzar el umbral, Gabriella se encontró en una sala que desafió toda lógica y razón, como un limbo entre mundos. Las paredes estaban cubiertas de terciopelo negro, absorbente como un abismo, y en el centro de la sala había un círculo de espejos que reflejaban la luz de las antorchas titilantes con una cualidad casi hipnótica.
Los espejos no mostraban simplemente reflejos, sino ventanas hacia algo más profundo y perturbador. Imágenes distorsionadas, versiones de sí misma que parecían atrapadas en escenarios ajenos a su realidad inmediata. Gabriella se acercó con lentitud, sus pasos resonaban con un eco sordo en la sala, y con cada paso, la mezcla de temor y atracción la envolvía, como una red invisible que tiraba de ella hacia lo desconocido.
Una presión inexplicable comenzó a acumularse en su pecho, como si algo invisible y pesado se cerniera sobre ella, empujándola hacia los espejos. Se sentía vigilada, observada desde lo más profundo de esas superficies brillantes. Cada reflejo, cada imagen distorsionada parecía cobrar vida. No podía sacudir la sensación de que algo, o alguien, la esperaba dentro de esos espejos, deseoso de atraparla.
El primer espejo devolvía una figura que reconocía pero que se sentía incorrecta. Era su propio rostro, pero las arrugas profundas y la piel cenicienta sugerían una vida de sufrimiento y abandono. Los ojos, que aún mantenían el color familiar, parecían vacíos, sin luz ni esperanza. Gabriella apartó la vista, un escalofrío recorriéndole la espalda.
"Esto no puede ser real", pensó, obligándose a respirar con más calma. Pero al girar la cabeza, otro espejo capturó su atención: en este, Gabriella estaba atrapada en sombras que se alzaban como tentáculos oscuros, envolviéndola mientras luchaba desesperadamente por escapar. La imagen vibraba, casi como si las sombras se movieran en un ciclo interminable, devorándola una y otra vez.
—Qué demonios.... —susurró para sí, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. La idea de que esos espejos pudieran mostrar futuros posibles la aterraba. ¿Y si reflejaban sus peores miedos? ¿Un reflejo de su dolor, de su soledad? Trató de convencerse de que eran solo espejos distorsionados, trucos de su mente agotada, pero algo en la forma en que las imágenes se movían le decía que había más.
Cuando intentó alejarse de ese espejo, algo captó su atención en uno intermedio, uno que antes no había visto. Su respiración se detuvo por un segundo cuando el reflejo en él cambió. No era su rostro lo que vio.
—¿Mamá? —murmuró Gabriella, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas involuntarias. Del espejo emergía una figura cálida, iluminada por una luz suave y acogedora. El rostro de Athea, su madre, la miraba con una expresión dulce y reconfortante, con los brazos extendidos hacia ella. —Ven... Gabriella. Estoy aquí —susurró la figura de su madre, su voz tan cálida y familiar, tan llena de consuelo.
Pero entonces, Gabriella sintió un frío punzante recorrerle la espalda, un escalofrío tan intenso que casi le paralizó los músculos. Algo no estaba bien. Esa voz... era la de su madre, pero había algo en ella que no cuadraba. Un eco distante y hueco detrás de las palabras, una frialdad oculta bajo la suavidad. De repente, un presentimiento se apoderó de ella, como si una advertencia silenciosa retumbara en su mente como un grito silencioso: "No te acerques."
El reflejo de su madre dio un paso hacia adelante, extendiendo más los brazos, sus labios curvándose en una sonrisa demasiado perfecta, demasiado rígida. —Ven, Gabriella. No tengas miedo... —la calidez en su tono comenzaba a desvanecerse, dejando tras de sí una sensación hueca y amenazante. Gabriella, sin darse cuenta, había dado un paso hacia el espejo, su mano alzada... pero antes de que pudiera tocar la fría superficie del cristal, una sombra oscura cruzó la cara de su madre. Por un breve momento, su rostro se deformó, revelando grietas en su piel perfecta, una oscuridad que se filtraba desde dentro.
Gabriella retrocedió rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza, consciente de que lo que estaba viendo no era su madre, ni siquiera un reflejo verdadero.
—¡No! —gritó, apartándose del espejo, el terror llenando cada rincón de su mente. La figura de Athea se desvaneció en un susurro, pero el frío permaneció, una presencia que seguía acechándola desde los espejos.
Finalmente, su mirada se detuvo en el tercer espejo, y un peso ominoso se asentó en su pecho. Allí, vio una figura que parecía su propio reflejo, pero que no era ella en absoluto. Esta Gabriella estaba rota, retorcida, con grietas oscuras atravesando su piel pálida, de las cuales emanaba una negrura tangible. Sus ojos, que en otras versiones habían sido vacíos o asustados, aquí brillaban con un rojo intenso y malicioso, cargado de una maldad que le era completamente ajena.
Gabriella sintió su corazón detenerse por un instante. Una opresión crecía en su pecho, aplastándola con una fuerza que la dejó sin aliento. Esta vez no había dudas. Esa cosa quería atraparla, tomar su lugar en el mundo.
—Él ha cumplido, y te ha devuelto a tu mundo —dijo la figura, con una voz de inframundo que resonaba con un eco profundo y distante—. Pero los destinos se entrelazan, y el corazón que buscas... solo a una de nosotras pertenecerá.
Gabriella retrocedió, el aire se le escapaba en jadeos cortos y frenéticos. No podía apartar la vista de la figura que la observaba desde el espejo, su expresión fija en una mueca que parecía mezclar dolor y triunfo. La figura se inclinó hacia adelante, y por un segundo, Gabriella sintió que la barrera del espejo era tan fina como una hoja de papel, lista para romperse y dejar pasar a esa versión corrupta de sí misma.
—Libérame —susurró la voz desde el espejo, ahora más suave, seductora—. Libéranos... y todo terminará.
Gabriella retrocedió, aterrada, mientras la figura en el espejo levantaba una mano, estirándose hacia ella. —Solo un toque, Gabriella —insistió la voz—. Solo un toque y todo será como antes. Todo volverá a la normalidad.
Las palabras resonaron en su mente como un eco de algo que ya había escuchado antes, como si la figura en el espejo supiera exactamente cómo tentarla. Tembló, llevándose las manos al pecho en un intento inútil de calmar el frenético latir de su corazón. Intentó recordar que estaba en una sala de espejos, que lo que veía no era más que un reflejo distorsionado, una ilusión. Pero esa figura no era una simple ilusión, no podía serlo. El miedo y la desesperación se apoderaron de Gabriella. Sabía que si tocaba ese espejo, si cedía a esa tentación, algo mucho peor que la muerte la aguardaba.
—No puede ser... no soy yo —intentó decir, pero su voz salió quebrada, apenas un susurro. La opresión en su pecho era ahora casi insoportable. Estaba perdiendo el control, algo oscuro quería atraparla, como si la sala misma estuviera viva y quisiera tragársela.
Luchando contra el pánico, Gabriella finalmente se apartó del espejo, tambaleándose hacia atrás hasta chocar con una de las frías paredes de terciopelo negro. La voz de la figura resonaba en su mente, una cacofonía que se mezclaba con el latido ensordecedor de su propio corazón. Las palabras que había escuchado seguían flotando en su mente, confusas y enredadas, pero llenas de una advertencia implícita que no podía ignorar.
Finalmente, con un esfuerzo monumental, se giró sobre sus talones, el terror impulsándola a huir de esa sala de espejos que se sentía más como una trampa para su mente y alma. Con cada paso, sentía como si las sombras de sus reflejos trataran de aferrarse a ella, queriendo arrastrarla de vuelta hacia los espejos. Justo cuando alcanzó la puerta, una voz profunda y resonante se alzó detrás de ella, desgarrando el silencio y perforando sus pensamientos.
—¡No podrás huir para siempre, Gabriella! —gritó la figura retorcida desde el espejo, su voz como un rugido de inframundo que reverberaba en las paredes de la sala—. El corazón es mío... ¡y tú no podrás evitarlo!
Gabriella trastabilló al escuchar esas palabras, pero no se permitió detenerse. Se lanzó hacia la puerta, con la mente llena de preguntas y sin tiempo para buscar respuestas. Cerró la puerta de golpe tras de sí, el sonido resonó como un trueno en el pasillo vacío, y se apoyó contra la madera, respirando con dificultad.
La amenaza seguía resonando en sus oídos, acompañada de la risa cruel de su propia versión corrompida: "El corazón es mío..." ¿De qué corazón hablaba? Gabriella trató de comprenderlo, pero sus pensamientos estaban demasiado desordenados y su mente nublada por el pánico. No conocía ningún corazón más que el suyo propio, y esa idea solo aumentaba la confusión. Todo lo que había visto en esa sala había traspasado la línea de lo irreal, y ahora temía que lo imposible fuera el destino que le aguardaba.
Con cada respiración temblorosa, el miedo comenzó a dar paso a una frustración creciente. No podía seguir huyendo de preguntas sin respuestas, ni de esas versiones de sí misma que reflejaban futuros que no quería aceptar. Pero por ahora, el peso de lo desconocido y la presión de aquellas palabras oscuras eran demasiado.
Gabriella se apartó de la puerta, sus ojos recorrieron el largo y sombrío pasillo. Aunque no entendía completamente lo que la figura del espejo había dicho, sentía que cada segundo contaba, como si el tiempo se estuviera acabando para ella en este lugar. Una sensación de urgencia la invadía. Sabía que si no escapaba pronto, si no encontraba respuestas rápido, esas sombras la alcanzarían, y la oscuridad tomaría lo que no era suyo.
Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, Gabriella comenzó a caminar de nuevo, aunque cada paso que daba parecía sumergirla más en la oscuridad del laberinto. Las paredes se alzaban a su alrededor como una prisión viva, y el pasillo ante ella se extendía interminablemente, como si no tuviera fin.
El susurro de las sombras se hizo más fuerte, y Gabriella supo que algo la seguía, algo que no se detenía. Un presagio sombrío la rodeaba, como si lo que hubiera visto en los espejos no fuera solo una advertencia, sino una realidad inevitable que la perseguía.
De repente, sintió una presencia opresiva detrás de ella, una sensación que hizo que su corazón se acelerara al instante. Antes de que pudiera girarse para ver quién o qué la perseguía, una mano fuerte y fría se posó sobre su hombro, deteniéndola en seco. El contacto era inesperado y brutal, como si una garra de hielo la hubiera atrapado.
Gabriella dio un grito desgarrador, su voz quebrada por el terror:
—¡No! ¡Déjame ir!
El sonido brotó de lo más profundo de su ser, un lamento puro que resonó en el pasillo oscuro, mezclándose con el silencio abrumador del castillo. Sus piernas temblaban y su respiración se volvía errática mientras intentaba zafarse del agarre implacable, el pánico llenando cada rincón de su mente.
Justo cuando la oscuridad parecía cerrarse completamente a su alrededor, la presión en su hombro se intensificó, como si las mismas sombras hubieran cobrado forma para atraparla. Gabriella intentó gritar, pero el sonido se ahogó en su garganta, el pánico la asfixiaba. Sintió cómo las garras invisibles la empujaban hacia el suelo, inmovilizándola. Sus rodillas chocaron contra las frías losas, y aunque su instinto le gritaba que huyera, su cuerpo no respondía.
La respiración se le volvía cada vez más errática, como si el aire mismo le fuera arrebatado. Las sombras alrededor parecían cobrar vida, susurrando su nombre de una forma tan íntima y aterradora que le helaba la sangre. El peso sobre su hombro se hacía insoportable, cada segundo más aplastante, más doloroso. Se sentía atrapada, indefensa, incapaz de escapar.
Mil pensamientos cruzaron por su mente en ese momento: la desesperación por no tener respuestas, el miedo abrumador de que su vida estaba a punto de acabar, de ser devorada por algo que no podía ver. No entendía qué era ese "corazón" del que hablaba la voz en el espejo, pero sentía que, de alguna manera, su destino pendía de un hilo. Y que no tenía control alguno sobre ello.
Quería correr, quería escapar de esa oscuridad que la envolvía, pero cuanto más lo intentaba, más parecía hundirse en un abismo del que no había salida. Era como si las mismas sombras se alimentaran de su miedo, arrancándole cualquier esperanza de sobrevivir.
—¡Por favor... no! —imploró en un susurro, sintiendo cómo el terror consumía cada fibra de su ser. El frío era implacable, como si el alma misma le estuviera siendo arrancada.
Y entonces lo supo. No había nadie que la escuchara, nadie que la ayudara. Estaba completamente sola, atrapada en las garras de algo mucho más poderoso que ella. El eco de la voz del espejo aún resonaba en su mente: "El corazón es mío...". Pero ahora, en medio de la oscuridad y la opresión, esas palabras parecían más una sentencia que una advertencia.
Con el cuerpo tembloroso y las lágrimas agolpándose en sus ojos, Gabriella cerró los párpados, esperando lo peor. Pero justo cuando sentía que el terror la iba a consumir por completo, el agarre en su hombro se endureció aún más, y una voz, profunda y devastadora, rompió el silencio como un trueno en la noche:
—No escaparás de mí.
El miedo se transformó en una ola de desesperación tan pura que Gabriella sintió como si su corazón fuera a detenerse. El rugido de esa voz resonó en cada rincón de su ser, y supo, en ese mismo instante, que había caído en las garras de la Bestia.
No podía moverse, no podía luchar. Estaba completamente a merced de ese poder oscuro, que la arrastraba hacia lo que sentía como el final. Y lo peor de todo: sabía que no había escape.
Pobre, pobre Gabriella, no sale de una para meterse en otra~
Yo, siendo ella, me hubiera quedado debajo de las sábanas, muerta de miedo pero a salvo.. o no tan a salvo.
¡Nos vemos en la siguiente actualización!
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