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4.

[...]
La gente estaba muriendo. Sé que lograrás comprender mi postura de en ese entonces, pues el corazón de un buen monarca se encuentra con su pueblo, pero Amada Mía, he cometido un terrible error. La madre de mi hija pagó mi insensatez con su vida, igual que hace Blancanieves en estos momentos. Ruego que me perdones por dejarte cargando con él ahora que ya no estoy. Fui deshonesto y carente de fe, pero en ese momento sentí que no tenía opción.

Sé que tendrás toda la sabiduría que yo no tuve y encontrarás una manera para salir de todo esto de una vez por todas. Regresar el Espejo no cambiará nada, los monstruos querrán venganza. Confío plenamente en ti. Cuida a Blancanieves, sólo es una niña a la que la vida le dio malas cartas para jugar por culpa mía.
[...]

Después de aquella fatídica derrota por parte del Cazador, la Reina aprendió una valiosa lección: no podía confiar en nadie. Si quería que las cosas fueran bien hechas tenía que hacerlas suceder ella misma, así que después de pasar horas sentada en la sala del trono en medio de una audiencia para decidir quién iría en busca de su hijastra, bajó a las mazmorras con un plan en mente, sin importarle ya que alguien pudiera descubrirla.

─Espejo mágico en la pared, muéstrame en dónde se encuentra Blancanieves.

La imagen de su reflejo se emborronó  y mostró una pequeña cabaña con techo de paja en medio de un claro a las afueras de un bosque. Tenía que ser el suyo, la muchacha no podría haber ido demasiado lejos en tan poco tiempo a pie.

─¿Cómo puedo ir hasta ella?

La cabaña se alejó hasta quedar mostrándose desde arriba, dejando a la vista un sendero muy estrecho que conducía a ella desde uno de los camino principales que se usaban para llegar al reino. No estaba tan lejos. Quizás a poco menos de un día a cabalgata. ¿Debería partir de inmediato? Tardaría toda la noche en llegar. ¿Sería demasiado peligroso?

Cerró los ojos y trató de serenarse. La corona de oro le pesaba demasiado sobre la cabeza, así que se la quitó y la dejó sobre el camastro de madera que tenía detrás. Una suave brisa alcanzó a colarse por la rejilla que daba al exterior y le erizó lo vellos de los brazos y las piernas, provocándole un escalofrío. La imagen del espejo se disolvió y su superficie volvió a ser la de un espejo común y corriente.

    Era muy notorio que la Reina había estado perdiendo peso, comenzando por las mejillas hundidas y los hombros del vestido que le quedaban holgados.

─Nunca he pedido nada porque lo considero un acto desesperado, pero ahora estoy desesperada... Espejo mágico, deseo que me vuelvas irreconocible.

•  •  •

El cielo estaba nublado y era media mañana cuando la mujer pudo ver por primera vez la cabaña detrás de los árboles que tenía a su derecha, en la última curva que daba el estrecho sendero. Era más amplia de lo que le había parecido en un principio. Los cristales de las ventanas se veían muy sucios, aunque tal vez eso se debía a la distancia.

    El camino de tierra seca que llevaba hasta la entrada estaba muy descuidado, con hojas secas sobre él y la hierba de los costados demasiado alta

Desde luego no era el lugar donde uno esperaría encontrar a una princesa. O a una reina.

Junto al sendero que había estado siguiendo las últimas horas había un pequeño pozo de piedra con un balde de madera sobre el borde. El agua que la Reina llevaba se había terminado antes de lo previsto porque poco después de adentrarse en el bosque tomó el camino equivocado y hubo que deshacerlo, así que bajó del cansado caballo y lo condujo hasta él. Dejó caer con cuidado la cubeta hasta el fondo y después tiró de la gruesa cuerda que tenía atada en la agarradera para subirla. Al inclinarse para llenar su cantimplora, la Reina dio un respingo al no reconocer su propio reflejo, y con razón.

    El Espejo había hecho su trabajo. Le había dado el aspecto de una pequeña anciana encorvada con el cabello blanco desgreñado y ojos saltones. Los carnosos labios de la Reina prácticamente habían desaparecido y su rostro estaba un tanto hinchado. Para rematar, una pequeña verruga hacía acto de presencia en uno de los costados de su enorme nariz aguileña. La voz también le había cambiado, y esperaba que su olor hubiera hecho lo mismo.

La Reina sabía que siempre podría pedir su aspecto de vuelta, pero eso no fue suficiente para que intentara cubrirse la cara lo mejor posible con la capucha de su capa negra.

El caballo bebió con entusiasmo mientras su jinete descolgaba una canasta de mimbre de su montura. Un trozo de tela morada descolorida cubría el interior, y sobre ésta, cinco manzanas del tamaño de un puño. ¿Tendría dueño aquella cabaña? Parecía demasiado descuidada para que alguien estuviera viviendo en ella, pero aun así, ¿cómo podría Blancanieves haber encontrado ese lugar ella sola? Estaba muy lejos como para que se tratara de una simple casualidad.

   Con la canasta colgada del brazo, la Reina disfrazada comenzó a andar hacia la pequeña cabaña.

•  •  •

Blancanieves se encontraba en la cocina, junto a una ventana abierta en el costado de la casa que daba directamente a los árboles, a sólo unos metros de distancia. La princesa llevaba un mandil que le quedaba un tanto pequeño sobre la falda amarilla manchada de tierra y amasaba con fuerza sobre una encimera de madera.

Un trueno retumbó por el bosque. Blancanieves alzó la vista hacia las copas de los árboles a tiempo para ver a un cuervo graznando alzando vuelo. Tomó más harina y se empolvó las palmas de las manos para seguir con lo que hacía. Comenzó a escuchar pasos que se acercaban, y no eran de ardilla o de ciervo. La muchacha se asomó con cuidado y vio que se trataba de una viejita con la espalda encorvada que cruzaba el claro cojeando con mucho trabajo.

Al ver que se acercaba, Blancanieves tomó el cadáver decapitado del ave que tenía junto a las pequeñas bolitas de masa que había estado haciendo la última hora y lo dejó caer junto a sus pies, asegurándose de taparlo con el borde de su vestido.

─Buenos días, señora ─la saludó ella por la ventana─. ¿Puedo ayudarla en algo?

─¡Querida! Iba de camino a visitar a mi hijo, pero creo que me he perdido, y está a punto de llover, ¿serías tan amable de indicarme el camino al pueblo más cercano para partir de inmediato?

─Pero ¿qué dice, señora? Entre, por favor, y quédese con nosotros hasta que pase la tormenta. Estoy segura de que a mis hermanos no les molestará. Deben de estar por llegar. ¡Ojalá mis pasteles estuvieran listos!

─Tienes un buen corazón, niña. Deja que sea yo quien te haga un modesto obsequio. Toma esta manzana. La corté yo misma de un árbol cerca de casa.

La Reina tomó con sus dedos nudosos la manzana que estaba cuidadosamente acomodada encima de las demás y se la ofreció a la joven princesa con una sonrisa a la que le faltaba un diente. La muchacha alzó la mano para tomar la fruta, pero después se lo pensó dos veces.

─No podría... ─dijo─. Usted parece necesitarlas más que yo, y no se supone que deba aceptar regalos de extraños.

─¿Acaso temes que esté envenenada? Mira, corto un pedazo para mí y tú comes el resto.

Con un cuchillo mal afilado que llevaba a plena vista dentro de la canasta, la Reina cortó un pequeño trozo y después le ofreció el resto a Blancanieves. La princesa dudó nuevamente pero la aceptó por cortesía, llenándola de harina. Teniéndola cerca de su rostro le llegó un olor un tanto extraño, pero al mismo tiempo familiar. Los dedos le hormigueaban. Observó la unión rosada entre la cáscara roja y la parte blanca, pero al ver a aquella campesina comer no pudo resistirse.

La manzana había sido sumergida en agua bendecida por el mismísimo párroco de la iglesia Real. Una simple mordida no le haría daño a la Reina, pero a la princesa la quemaría por dentro.

Apenas tuvo un trozo en la boca Blancanieves expresó una mueca de dolor y alzó los ojos con terror hacia la anciana que tenía frente a ella, pero sólo logró mantenerse consciente unos segundos más antes de caer al suelo con un golpe seco, desvanecida.

Una corriente de aire helado comenzó a correr con fuerza, arrastrando hojas por todas partes. La Reina estiró el cuello para ver por encima de la mesa cubierta de harina y examinó el cuerpo con sus ojos saltones. Sus labios se habían secado y tenía las mejillas hinchadas. El mandil que llevaba estaba salpicado de sangre en la parte inferior. El listón que le mantenía el cabello fuera de la cara se había torcido y le doblaba una de las orejas en un ángulo extraño. La mujer disfrazada sonrió vagamente con su boca sin labios.

─Blanca como la nieve ─susurró─, nunca volverás a lastimar a nadie.

Otro trueno estalló por el lugar, esta vez más fuerte, y comenzó a llover. La Reina dio media vuelta y alzó la vista hacia el cielo nublado. De pronto se sentía ligera; el pecho no le apretaba y podía respirar. Cerró los ojos, dejando que las gotitas de agua salpicaran su arrugado rostro, y rompió a llorar. No lograba apartar de su cabeza la imagen sonriente de esposo. ¿Habría sido capaz de comprender sus motivos, tal y cómo le había pedido que hiciera ella? Tal vez. Pero quizá no de perdonarla.

A lo lejos se escuchó el relincho de un caballo encabritado, e instintivamente la Reina abrió los ojos y se volteó en dirección al camino que la había llevado hasta la humilde cabaña. Con el corazón acelerado, trató de ir hasta el pozo junto al que se había detenido lo más rápido que su sus envejecidas rodillas se lo permitían. No había andado ni la mitad del camino cuando fue más que obvio que el caballo en la que había llegado ya no se encontraba ahí. Miró a su alrededor esperando que se hubiera quedado cerca, pero no lo estaba.

La Reina se quedó plantada en donde estaba, pensando en qué haría ahora. No podía ir a buscarlo, su disfraz no se lo permitiría, mucho menos en aquel terreno irregular.

─No importa ─se dijo─. Tengo que terminar...

Comenzaba a sentir la capa más pesada por el agua, así que se enderezó y se caló bien la caperuza negra sobre el enmarañado cabello blanco. Sus ojos picaban. Se acomodó mejor la canasta en el codo y, sujetando fuertemente con sus dedos nudosos una pequeña daga de plata que había escondido entre los pliegues de su ropa, se dirigió tambaleante hacia la entrada principal de la casa. Un potente relámpago iluminó el bosque entero por una fracción de segundo, y fue seguido por un trueno tan estruendoso que la propia Reina se encogió sobre sí misma, como si esperara protegerse si el cielo caía sobre de ella.

El eco de un caballo espantado llegó hasta los oídos de la Reina. No. Caballos. Esta vez eran varios. Y se acercaban velozmente por el mismo camino. ¿Quiénes serían? ¿La habían descubierto en el castillo y venían por ella? ¿Era la misión de búsqueda que se había organizado el día anterior?

Estoy segura de que a mis hermanos no les molestará. Deben estar por llegar...

¿Los dueños de la cabaña? ¿Acaso Blancanieves se reunía con ellos en sus salidas furtivas y por eso había sabido llegar a ese lugar estando sola?

Otro trueno. Más relinchos.

La Reina se asomó por encima del hombro, y allá donde el camino doblaba vio dos hombres montados cada uno en un caballo negro. Llevaban el rostro cubierto por capuchas del mismo color que sus animales, y se encontraban inmóviles, observándola. Su corazón dio un vuelco, pero se obligó a mirar al frente y seguir avanzando hasta la cabaña. Debía terminar con lo que había ido a hacer. Lo que le pasara a ella después se encontraba completamente en un segundo plano. Sujetó con más fuerza la daga de plata.

    Un relámpago le nubló la vista durante una milésima de segundo y los caballos volvieron a hacerse oír por encima del repiqueteo de la lluvia sobre las copas de los árboles. Los jinetes al final del camino habían desaparecido. La Reina sintió que algo bajaba rápidamente hasta su estómago, seguido de un terror puro que comenzó a oprimirle el pecho. Se quedó paralizada en donde estaba, y escudriñó nerviosamente durante largos segundos la zona, sin atreverse a voltearse por completo.

Enorme fue su sobresalto cuando al regresar la vista a la cabaña, a sólo unos seis metros, uno de los jinetes se encontraba junto a la puerta. Tal vez gritó, pero si lo hizo o no queda como una enigma, porque el caballo encabritado se paró sobre las patas traseras y trató de espantarla con las delanteras, soltando el relincho más potente que la Reina había oía nunca. El jinete permaneció impune cuando la mujer, al tratar de alejarse, se pisó el dobladillo la capa y cayó al suelo cubriéndose el rostro con la mano libre.

    La canasta de mimbre se le resbaló del brazo y su contenido rodó por el suelo.

    El jinete le bloqueaba la puerta a la cabaña, pero no hizo ademán de atacarla. Un relámpago iluminó débilmente la parte inferior de su rostro, ahí donde las sombras de la capucha no eran demasiado largas, y dejó ver una quijada blanca como la leche. Los labios mal cuidados estaban mordisqueados, rojos opaco, y las venas negras podían verse ascendiendo desde el cuello de la camisa.

Los caballos volvieron a oírse, esta vez mucho más cerca. La Reina miró hacia los lindes del bosque, donde había cuatro jinetes más. El que parecía el líder desenvainó una espada corta con elegancia y lentitud, pero no avanzó. Invadida por la adrenalina, la Reina gateó hacia atrás para apartarse del jinete que tenía más cerca y se levantó lo más rápido que sus temblorosas rodillas se lo permitieron. Sin soltar la daga de plata, se alejó corriendo y maldiciendo sus caderas hacia el lado desprotegido, sin saber que a sus espaldas el grupo de cuatro se dividía y se internaba en el bosque a toda velocidad.

    Ella pasó corriendo entre los árboles, esquivando las ramas y troncos caídos porque no podía saltarlos, perdiendo tiempo.

La Reina sabía que si esos hombres se proponían matarla lo conseguirían. Su única oportunidad era esconderse, pero no tenía esperanzas de lograrlo. Escuchaba a sus perseguidores por todos lados, y ella era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que si lo quisieran ya la habrían atrapado. ¿Por qué no lo habían hecho ya? Debían estarla conduciendo hacia algún lado.

Y así era: no tardó en salir abruptamente del bosque y encontrarse al borde de un acantilado rocoso que se extendía varios kilómetros en ambas direcciones con una caída de otros tantos. Dio media vuelta con intención de regresar, pero seis jinetes negros cruzaban la línea de árboles sin prisas. Un relámpago los iluminó momentáneamente y un trueno lo siguió segundos después.

─¡Aléjense, criaturas endemoniadas! ─gritó la Reina blandiendo la daga─. ¡Sé muy bien lo que son y lo que le han hecho a mi gente!

Un rayo cayó sobre un árbol, apenas a unos metros de ellos, y le prendió fuego. Los caballos se asustaron y se irguieron sobre las patas traseras, amenazando a la mujer con sus pezuñas. La Reina dio un paso atrás, pero ahí donde apoyó el pie la roca se desprendió y rebotó en las paredes del precipicio mientras descendía.

La Reina perdió por completo el equilibrio y cayó de espaldas por el acantilado. Algunos de los jinetes se acercaron para asomarse por el borde y la perdieron de vista. Sin titubear, dieron vuelta y regresaron por donde habían llegado.

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