3.
A la Reina le gustaba leer desde que era pequeña. Su madre le había enseñado a escondidas cuando su padre se lo prohibió, pues saber no era el deber de una mujer. O al menos no el de una perteneciente a una corte tan pobre como la suya.
Cuando la condesa cumplió los quince años ya había releído todo lo que había en la pequeña biblioteca privada de su casa, y poco tiempo después tuvo lugar el accidente con el caballo. El animal se había encabritado tanto que tiró a la joven y le pasó corriendo por encima. Fractura de pelvis con hemorragia interna. Un embarazo sería demasiado riesgoso para ella y el bebé. Nunca podría ser madre, y como nadie querría por esposa a una mujer que no podría concebir un heredero, se dedicó al estudio.
Fue la costumbre la que la hizo encerrarse en la biblioteca cuando apareció el segundo cadáver, o al menos, el segundo dentro del castillo. Había pedido verlo ella misma antes de que retiraran al guardia del pasillo para llevárselo a su familia. La mueca de horror que tenía era inconfundible y estaba mucho más pálido de lo que debía estarlo tan poco después de morir. El cuello... A eso no se le podía llamar cuello. Era un revoltijo de carne y sangre entre el que podía verse los huesos y tendones que sostenían la cabeza. Debía haber sido una muerte espantosa. La hoja del cuchillo desenvainado que normalmente el hombre llevaba en el cinturón estaba sucia, cubierta de algún líquido negro que se había secado y sólo podía quitarse raspándolo.
No había huellas de zapatos, ni cabello, ni testigos. No había ningún indicio que indicara quién había cometido aquella atrocidad a un padre tan joven. Nadie podía sacar ninguna conclusión, sino simples especulaciones sin sentido. Pero se trataba de la princesa, la Reina lo sabía. Todavía tenía pesadillas con lo que le había hecho al Rey: la respiración agitada de la niña, el hedor, el líquido caliente manchando las sábanas, la mano de su esposo buscando la suya antes de que la vida lo abandonara.
Sin embargo, no podía probarlo. No de forma convincente. Blancanieves pertenecía al reino. Portaba el linaje real. El pueblo le era leal a ella, no a la Reina, y cuando la princesa tuviera edad suficiente tendría que cederle el trono. Por eso no podía tomar la solución que le ofrecía el Espejo.
Mientras pasaba página tras página, regresaba los libros a sus estanterías después de ver sus índices o apuntaba lo que pensaba que podría ayudarle en un trozo de pergamino lo suficientemente pequeño para esconderlo en su escote cuando saliera, tras las puertas dobles que la separaban del resto del castillo iba congregándose una pequeña multitud que murmuraba entre sí preguntándose qué estaba pasando allí adentro.
No era ningún secreto que su Majestad se atrincheraba en su habitación por las noches o que prefería comer sin compañía de su hijastra, desayunando muy temprano por la mañana y cenando muy tarde por la noche, pero nunca se había encerrado tan descaradamente durante el día.
Blancanieves estaba entre ellos, sacándole provecho a su esbelta figura que mirar por encima de los demás.
─¿Se encontrará bien, Alteza? ─le preguntaban.
─Creo que no lo ha estado desde la muerte de mi padre ─respondía ella con la verdad.
Adentro, la Reina cerró de un manotazo el libro que tenía sobre las rodillas y se acarició el puente de la nariz. Un dolor punzante comenzaba a brotar desde la parte posterior de su cabeza. Sobre la mesa de madera yacían sus notas manchadas con la tinta que había tirado sobre ellas debido a sus dedos temblorosos.
La tiara de plata reposaba en una de las estanterías detrás de ella y, como solía ser parte de su peinado, varios mechones se habían salido de su lugar y se los había acomodado torpemente detrás de las orejas.
La mujer rompió a llorar de un momento a otro. Se trataban de sollozos silenciosos que hacía temblar su pecho y dejaban que las lágrimas llegaran hasta la barbilla, arrastrando el maquillaje que llevaba debajo de los ojos. Había notado las sombras del pasillo por la ranura debajo de las puertas y no quería que la oyeran llorar, pero después de un rato no pudo contenerse y arrojó con fuerza el libro contra la estantería frente a ella, haciendo caer otros pocos al suelo.
En el pasillo escucharon los golpes y la mayoría de los presentes se dispersó. Una de las señoras encargadas de la limpieza puso su mano sobre el hombro de Blancanieves antes de irse y le dio un apretón, transfiriéndole el apoyo que sentía que necesitaba, y siguió con su camino.
Blancanieves se acercó a las puertas y se quedó observándolas un par de minutos después de quedarse sola en el pasillo. Apartó la trenza de su hombro y la dejó caer sobre su espalda, agudizando el oído para lograr escuchar los lamentos de su madrastra con un rostro completamente inexpresivo.
• • •
─Majestad.
La Reina no respondió inmediatamente cuando a sus espaldas el corpulento hombre vestido con pieles de topo hincó una rodilla sobre la alfombra que conducía a los tronos desde las puertas de roble, sino que se quedó mirando unos segundos más a una niña pequeña que corría detrás de la lenta carretilla de su padre que subía por la pendiente de guijarro detrás de las murallas hasta el castillo.
─Existe una leyenda en estos bosques —dijo la Reina sin molestarse por las formalidades─. Se habla sobre un grupo de criaturas que se dedica a resguardarlo de cualquier intruso que se atreva a adentrarse demasiado en él... Seres sin alma que se ocultan de la luz del sol y viven de la sangre de tus víctimas.
La niña tropezó y cayó al suelo, y comenzó a llorar sobándose las rodillas raspadas. La Reina se apartó de la ventana y caminó con elegancia hacia la tarima sobre la que lucían dos tronos de madera con detalles en oro, sin sentarse. El más grande estaba centrado justo enfrente de la puerta y el otro más pequeño se encontraba a su izquierda, pues la princesa no era hija de la Reina.
─Se dice que vivían siguiendo los consejos de un antiguo espejo en el que su historia iba siendo grabada..., pero desapareció hace ya varios años.
─¿Majestad?
─Levántate, Cazador ─ordenó haciendo un gesto con la mano en la que después tantos años seguía llevando su anillo de bodas.
El Cazador era al menos una cabeza más alta que la mujer que tenía enfrente, pero ésta no se dejó intimidar ni un poco por aquella masa de músculos y ese rostro surcado de cicatrices que trataban de lucirse detrás de la enmarañada barba rojiza. La Reina se imponía sólo con su postura y la expresión de su rostro, y a pesar de no llevar ninguna de sus coronas ni un atuendo demasiado extravagante, era fácil decir que ella era la que tenía mayor autoridad.
Le tendió la daga que había ocultado en la manga de su vestido. Era del tamaño de una mano adulta y estaba hecha de plata. La hoja se curvaba ligeramente en la punta y el mango estaba envuelto en tiras de cuero para hacerlo más cómodo. El Cazador la tomó sin entender muy bien todavía lo que le estaban pidiendo.
─¿Para qué me ha llamado, mi reina?
─Mata a Blancanieves ─respondió ella sin titubear ni pestañear─. Llévala al bosque donde nadie pueda verte y tráeme su corazón como prueba.
─¿Matar a la princesa? ─dijo el hombre con un nudo en la boca del estómago─. ¿Por qué?
─La maldad la ha corrompido desde que era una niña. La muerte del Rey es culpa suya. Las criaturas del bosque la buscan para reclamar el trono y yo no puedo permitir eso. ─La Reina se dejó caer en su trono. Estaba cansada. Su larga trenza castaña estaba despeinada y había comenzado a encanecerse. El borde de la falda de su vestido azul oscuro aún estaba manchado de lodo después de que la noche anterior se montara en un caballo cubriéndose el rostro con una capucha para ir al pueblo a buscar a la persona que necesitaba─. Yo misma dejé el citatorio en tu puerta porque ya me estoy volviendo vieja y escuché que eras el mejor. Lleva a cabo la misión y no tendrás que volver a preocuparte por nada en toda tu vida.
─Pero se trata de la princesa, Majestad, no puedo...
─No juegues al tonto conmigo. Te tiene sin cuidado la corte real y sus miembros, de lo contrario no serías una parte tan importante del mercado clandestino. Yo me haré cargo de la parte diplomática, tú cumple con la tuya.
Por supuesto, el hombre no podía negarse. Atoró la daga de plata en su cinturón de cuero e hizo una pequeña reverencia, tratando de asimilar en qué acababa de meterse.
─Considérelo hecho, Majestad.
La Reina asintió y le indicó que se retirara de la sala con un ademán. Podían comenzar a escucharse voces y pasos en los pasillos cercanos, y ninguno de los cortesanos o sirvientes debía saber jamás lo que se había acordado esa mañana en la sala del trono.
─Éxito, Cazador ─le deseó antes de que saliera─, o te ejecutaré por traición a la Corona.
• • •
Los siguientes dos días no fueran tan perfectos como la Reina había imaginado que serían. La culpa no la dejaba dormir. ¿Qué diría su difunto esposo? Una caja de madera llegó firmada anónimamente como entrega urgente la tarde del mismo día en que la había solicitado. El mensajero parecía un tanto asqueado por el olor y se sorprendió mucho cuando vio que la Reina esperaba el paquete con tantas ansias. Esa noche bajó a los jardines frontales y enterró el corazón de su hijastra bajo el manzano más grande de todos.
Desde la muerte del Rey había días en los que nadie veía a Blancanieves después de media mañana, por lo que nadie pensó que había algo extraño en aquella ausencia. Parecía que se quedaba en su habitación, pero la Reina sabía que se escapaba al bosque hasta bien entrada la noche. Las doncellas pensaron que la otra le había llevado de comer y nadie hizo preguntas.
La noche del segundo día la Reina no pudo conciliar el sueño después de dar un montón de vueltas en la cama, así que tomó la lámpara de aceite que escondía debajo de ella y bajó a las mazmorras para encontrarse con el espejo, esperando lograr distraerse pensando en otra cosa.
─Espejo mágico en la pared, ¿cuál es la mayor amenaza de este reino?
En un principio pensó que estaba soñando y cerró los ojos con fuerza varias veces para asegurarse de no estaba viendo lo creía que estaba viendo, pero después de repetir dos veces la pregunta el Espejo no cambió su respuesta.
─¿Qué puedo hacer para enmendarlo?
Sobre el cristal apareció el resultado que había tratado de evadir durante tanto tiempo pero que al final terminaría haciéndose realidad: su propia mano sosteniendo un corazón ensangrentado. Sabía que era la suya por los gruesos brazaletes de oro que llevaba en la muñeca, regalo de su madre.
Cuando fracasó tratando de encontrar alguna diferencia entre lo que se le mostraba y lo que recordaba, subió rápidamente a su habitación por el vestuario adecuado e inmediatamente partió rumbo al pueblo en una de las yeguas del establo construido junto al lado exterior de las bajas murallas de piedra del castillo, pero al llegar a la solitaria casa del Cazador cerca de los lindes del bosque, lo encontró muerto sobre su cama, sin heridas ni indicios de enfermedad o envenenamiento, como si su corazón simplemente hubiera dejado de latir.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro