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2.

La luna llena iluminaba con tanta claridad el ancho camino de tierra que hacía visible cada huella e imperfección presente en el manto de nieve fresca que lo cubría todo. Los copos seguían cayendo con cierta elegancia sobre las ramas desnudas de los árboles, pero el viento se llevaba a los demás antes de que lograran tocar el suelo.

    De pronto, un montón de hojas salió volando cuando un caballo le pasó a toda velocidad por encima. El hombre que lo montaba sacudía las correas de cuero para incitar al animal a ir más rápido. Llevaba una caperuza azul oscuro para cubrirse del frío y tratar de permanecer en el anonimato. Con el aliento transformándose en vaho, se arriesgó a echar un fugaz vistazo por encima del hombro, y vio que los jinetes que lo perseguían no se quedaban rezagados.

    Su corazón latía con tanta intensidad que podía sentirlo en el cuello. Estaba helando, pero su frente estaba cubierta de sudor y sus mejillas ardían. Clavó los talones en los costados del caballo, que ya estaba muy cansado, y apretó con más fuerza el espejo de plata que llevaba contra el pecho envuelto en varios pedazos de tela.

    El Rey era un hombre de Dios, siempre lo había sido. Pero estaba desesperado. No había suficiente oro para arreglarlo comprando a los reinos vecinos. La gente estaba sufriendo y se decía que el espejo podía conceder deseos. Rogaba a Dios que lo perdonara algún día por haber recurrido a la magia, y que si se debía dar un castigo, fuera para él y sólo él.

    Los jinetes se detuvieron bruscamente al ver las luces que interrumpían el camino más adelante, pero el Rey no se permitió aminorar la marcha hasta que cruzó los muros exteriores.

    Rodeado por construcciones de piedra, madera y paja, en la distancia comenzó a vislumbrarse un humilde castillo de piedra, en cuya torre más alta se encontraba la reina sentada en una mecedora, bordando frente al fuego de una chimenea. Junto a ella había una ventana alta sin cristal con un marco de ébano en el que se habían ido acumulando los copos en una delgada capa.

    Viendo nevar, la reina se pinchó un dedo con su aguja y sobre la nieve cayeron tres gotas de sangre. El contraste de los colores era tan bello que la reina exclamó para sí:

    ─¡Cómo desearía tener una hija con la piel tan blanca como la nieve, los labios tan rojos como la sangre y el cabello tan negro como el ébano!

    Pocos días después se enteró de que estaba embarazada. Sin embargo, no pasó mucho hasta que se vio obligada a guardar cama, víctima de una misteriosa enfermedad. Sanadores de todos los rincones del reino la visitaron, pero ninguno pudo ayudarla. Y así fue como, rodeada de pesadumbre y desesperanza, llegó al mundo una niña blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano.

    Por eso fue llamada Blancanieves.

    La reina murió, tal y como todos habían predicho, y el Rey quedó sumido en una terrible depresión, hasta que encontró consuelo en una hermosa condesa que era repudiada por su propio pueblo.

• • •

Era pasada la medianoche cuando la Reina se puso la bata de seda sobre el camisón blanco y quitó los dos candados que aseguraban la puerta de su nueva habitación individual. Con los pies descalzos y el cabello aún húmedo, comenzó a bajar las escaleras cubiertas por un gruesa alfombra que llevaban a la planta inferior.

    Hacía tiempo que nadie bajaba a las mazmorras del castillo. Estaban llenas de polvo y se podían escuchar a las ratas corriendo de una esquina a otra cuando se les alumbraba con la lámpara de aceite, pero la carta en el testamento del Rey era muy específica con lo que necesitaba que su esposa hiciera en caso de que sufriera una muerte prematura.

    Alzando la lámpara por encima de su cabeza, la Reina avanzó por el pasillo entre anticuadas celdas con barrotes oxidados hasta que llegó al final, donde rozó el cráneo de un animal pequeño con el talón, provocándole un respingo. Una de las pequeñas cuencas vacías la dejó hipnotizada unos segundos, hasta que escuchó algo pasar velozmente detrás de ella.

    ─¿Quién anda ahí? ─preguntó, alumbrando lo más lejos que podía.

  La respuesta fue la misma que habría obtenido si se trataba de una rata o de un asesino: silencio. La Reina escudriñó el pasillo durante unos segundos más, y luego entró en la última celda de la izquierda, cuyos barrotes parecían a punto de derrumbarse.

    En la parte superior de la pared del fondo, la luz de la luna se filtraba a través de unas rejillas que quedaban al nivel del suelo por afuera. No iluminaba mucho, pero sí lo suficiente como para que la Reina pudiera dejar la lámpara sobre el camastro de madera y mirarse en el espejo enmarcado en plata que colgaba en la delgada pared que separaba a la celda de la de al lado.

    Probablemente la escasa luz y las alargadas sombras no ayudaban, pero la Reina se notaba más demacrada de lo que recordaba. Quizá fuera la ausencia del maquillaje, pero las ojeras eran demasiado oscuras, las mejillas estaban hundidas y los labios mordisqueados. Ése no era el aspecto de una reina.

    Estiró la mano para tocar la superficie de cristal y sintió escalofríos; estaba helada. El marco tenía un montón de relieves, tan complicados y con tantos detalles que era difícil distinguir las figuras. Había algunos caballos y un corazón. En la parte superior, con las alas extendidas, un murciélago. Sintiéndose estúpida, la Reina tomó aire y dijo en voz alta:

    ─Espejo mágico en la pared, ¿cuál es la mayor amenaza de este reino?

    Al principio no pasó algo anormal, pero después de unos segundos, el reflejo comenzó a nublarse, y la Reina contuvo la respiración cuando la imagen comenzó a aclararse, mostrando los campos de cultivos tal y como se encontraban en ese momento, recién sembrados. Pero la imagen se encontraba en constante cambio. El cielo se iluminaba y oscurecía con el día y la noche, los cultivos crecían en cuestión de segundos, y de pronto se detuvieron. Se volvieron amarillos y comenzaron a marchitarse, hasta que no fueron más que simples ramitas quebradizas. La imagen se detuvo en una noche sin luna.

    La Reina retrocedió un par de pasos de golpe con la boca abierta y se pegó en la parte trasera del muslo con la tabla de madera. Sostuvo la lámpara antes que cayera al suelo y se volvió hacia el espejo una vez más. Faltaban poco más de tres semanas para la luna nueva. Se acercó una vez más al espejo.

    ─¿Pero qué puedo hacer yo? ─susurró más para sí misma, pero la imagen del espejo cambió igualmente, mostrando las aguas del Gran Río, a dos días de cabalgata. Una sequía.

    A la mañana siguiente la Reina no dudó en enviar a tantos hombres como pudo para que fueran a llenar todos los barriles que pudieran cargar. La orden oficial decía "reservas", pero nadie consiguió una explicación concreta de por qué un día la reina se levantó queriendo tener almacenada tal cantidad de agua.

    Por primera vez, la Reina hizo uso del gran poder que tenía sobre los demás.

    La gente no estaba preparada para que la joven viuda comenzara a gobernar con tanta autorización. No tenía el linaje concreto que se necesitaba para esas tierras, y rápidamente echó abajo planes de otros miembros de la corte para ayudarla mientras se encontraba de luto.

    Hambrunas, malas lluvias, plagas, guerras, epidemias... La Reina parecía tener una solución ante todo desde antes de que las cosas pasaran. Empezó a usar su corona de oro más seguido. El reino comenzó a restaurarse poco a poco y comenzaron a correr los rumores por el castillo. No eran nuevos. Éstos la habían acompañado desde siempre, pero la Reina había conseguido enterrarlos durante su matrimonio. Podría haberlo seguido haciendo, pero no podía quedarse con los brazos cruzados mientras la gente de su pueblo sufría.

    Sus salidas a hurtadillas hasta los calabozos seguían siendo desconocidas para todos. Procuraba realizarlas al menos dos veces a la semana. Siempre había algo qué hacer, y llegar a la solución no siempre era fácil. Había veces en las que eran necesarios días enteros para interpretar de manera correcta la respuesta del Espejo.

    La gente comenzó a tenerle miedo. Podía darse cuenta cuando caminaba por los pasillos. Y todos la señalaron a ella cuando una de las doncellas encontró muerto al niño de ya seis años de Madeleine, jefa de la cocina, en el rellano de la torre más alta tendido en un charco de sangre, cuando le pidieron que le tomara las medidas a la ventana para ponerle cristal.

    ─Espejo mágico en la pared ─dijo la Reina con la mirada fija en el reflejo de sus ojos─, ¿cuál es la mayor amenaza de este reino?

    La neblina se disipó y mostró el rostro sonriente de Blancanieves.

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