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Teoría del Anonimato aplicada a los Estudios Literarios

    A lo largo de mis tantos años como ayudante de cátedra, muchos me han preguntado cómo es el trato debo mantener con los estudiantes que cursan la materia—al encontrarme yo en una podestá intermedia entre la autoridad y el simple estudiantado—o si recuerdo alguno en particular que haya requerido una atención especial.

Me interrogan al acecho de anécdotas salidas de revistas, en busca de algo que los haga sentirse mejor con respecto a su propia situación como estudiantes. ¿Y qué fue de ese chico que recursó cinco veces la materia hasta que terminó prendiendo fuego al aula trescientos seis por quemar una pila con todos sus apuntes? ¿Cómo era la historia de la mina que llegó a ser profesora adjunta en un arreglo turbio con el profesor? ¿Qué fue lo más extraño que sucedió en tus horarios de consulta?

Y así continúan.

Cuando me encuentro en esta situación, no puedo evitar que vuelva a mi cabeza la imagen de Tomás Echevarría. Inevitablemente, lo veo caminando por el pasillo cargado hasta las manos de libros, tambaleándose apresuradamente mientras intenta mantener el equilibrio, con un brillo casi insano en los ojos rojos por la falta de sueño.

Siempre siento un poco de lástima culposa al acordarme de él.

Tomás Echevarría era uno de esos estudiantes que irremediablemente no tardan en distinguirse del resto, por lo menos ante los ojos de los ayudantes. Prolijo y educado, más estructurado que el diablo y con un trastorno obsesivo por el orden y la puntualidad. Estudiaba sistemáticamente los modos de mantener su promedio alto y sus horarios se encontraban extrañamente sin superposiciones.

En otras palabras, llevaba la carrera al día.

Pero, sobre todo, tenía una virtud que puede considerarse fatal para un estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras: esperaba que todo resultara siempre en tiempo y forma, y orientaba todas sus fuerzas para conseguirlo.

La primera vez que percibí que algo no estaba bien con él fue en una de las clases teóricas de Introducción a la Literatura, de la que yo era asistente estudiantil en ese momento. Como siempre ocupaba la segunda o tercera fila, y como yo no tenía nada más interesante que hacer que observar a los estudiantes desesperarse por llegar a apuntar todo lo que hablaba la profesora, pude comprobar que lucía algo alterado. Golpeaba incesantemente sus dedos contra el pupitre, en una frecuencia que solo él podía comprender, y su mirada iba de un lado a otro sin centrarse en un punto en particular.

Más tarde, cuando la clase acabó y Tomás se abrió paso entre la multitud y me llamó aparte, vi confirmada mis sospechas.

—Te quería hacer una consulta sobre una de las materias—me dijo después de presentarse—. ¿Vos cursás Letras, no?

Tras responderle que así era, el estudiante me contó su situación.

Como todo chico precavido, había impreso el cronograma con las materias que correspondían a toda su carrera, y cuales debería cursar cada año para poder—Dios mediante—obtener su título a tiempo. Se había anotado en todas las materias correctamente, pero me dijo que tenía dificultades para averiguar sobre el dictado de las clases de una en particular.

—Teoría del Anonimato aplicada a los Estudios Literarios, se llama—agregó leyendo el papel.

Le pregunté si había leído bien el nombre de la materia, y me contestó algo irritado que sí, que lo había hecho. Entonces me disculpé por no poder ayudarlo, alegando no sé qué excusa, y el chico se marchó para llegar puntual a su próxima clase.

El resto de la historia llegó a mí por otras fuentes. Los días que siguieron, Tomás Echevarría se puso por objetivo hablar con el profesor titular, un tal Martínez, con el objetivo de averiguar sus horarios de cursado.

Le costó encontrar la oficina de la cátedra. Para ello, tuvo que interrogar a varios alumnos que caminaban por el pasillo. Los estudiantes de Ciencias de la Comunicación, distraídos, le decían que nunca habían escuchado hablar de una cátedra con ese nombre. Los de Historia afirmaban que, aunque de algo les sonaba, nunca habían visto a los integrantes de la misma. Los aspirantes a obtener el título de Letras se inclinaban de hombros y señalaban una puerta casi al final del pasillo trescientos, para luego seguir su camino.

Era, al parecer, una cátedra fantasma. Nadie sabía por qué se encontraba allí, pero ahí estaba.

Al llegar frente a la oficina, vio que la placa de la puerta rezaba Semiótica General, pero alguien lo había tachado descuidadamente. Bajo la misma había una hoja de papel que parecían garabateadas a las apuradas cinco palabras: clase de consulta los miércoles. No tenía número.

Ese día era jueves. Tomás, que no estaba dispuesto a esperar una semana más—¡y perder varias teóricas! —tocó. Al ver que nadie contestaba, tocó otra vez. Y otra vez se encontró sin respuesta. El transparente se encontraba también vacío.

No debe haber nadie, pensó, y resignado, decidió esperar a la consulta del miércoles. Se preguntó si sus compañeros se encontrarían en la misma situación; como todavía no tenía amigos, y prefería evitar quedar como un boludo, no preguntó.

Los días que siguieron, a pesar de lo que se había propuesto, visitó la cátedra para ver si podía encontrar a alguien. Pero la puerta continuó cerrada.

Cuando por fin llegó el miércoles, Tomás se encontraba se pésimo humor, y la situación no mejoró cuando el único al que encontró en la oficina fue al ayudante de cátedra, con cara de dormido y un mate en la mano.

—Buenas tardes—dijo a modo de presentación—hace unos días que vengo pero no encuentro a nadie. Quería saber dónde están publicados los horarios de las teóricas y de las clases prácticas, o donde me podría anotar para las comisiones.

—¿Cómo te llamás? —le preguntó el ayudante, con la mirada fija en la yerba que parecía no ser de suficiente calidad para su gusto.

—Echevarría, Tomás—contestó apresuradamente, ansioso por obtener respuestas—. Y de paso quería saber...

—Tenés que hablar con el profesor—lo cortó.

—Pero el profesor no está. ¿No me podés decir vos...?

—No, tenés que hablar con él. Yo anoto tu nombre y le digo que pasaste por acá.

—¿Y cuándo lo podría encontrar? —inquirió mientras comenzaba a perder la paciencia.

—No sé.

Frustrado, y al ver que no iba a obtener más respuesta que esa, cerró la puerta y cruzó con rapidez el pasillo trescientos, largo y oscuro, más enojado de lo que había llegado.

Así pasaron las semanas y después los meses, entre idas y vueltas a la oficina, sin obtener otra cosa que la misma conversación y sin poder encontrar nunca al profesor. Un día, sin embargo, apareció una hoja en el transparente, donde se anunciaban los resultados del primer parcial— ¿Qué parcial? ¡Si no tuvimos ningún parcial!

Tomás era el único desaprobado.

A partir de ese momento, la materia de Teoría del Anonimato Aplicada a los Estudios Literarios pasó a convertirse en una obsesión para Echevarría. Por un lado, no toleraba la idea de ser el único desaprobado—¡el único! — de una materia que ni siquiera había rendido. No soportaba la misteriosa ausencia del profesor Martínez ni de los adjuntos.

Y, sobre todo, no podía ni ver al ayudante de cátedra con cara de no haber dormido lo suficiente.

Tomás ya no era el estudiante modelo que había comenzado las clases con un promedio de diez. Los paros, la informalidad de la Facultad y la situación con la dichosa materia le quitaban el sueño y hacían mella en su carácter. Sus compañeros no lo toleraban, los profesores hacían caso omiso a sus interrogaciones sobre la cátedra perdida y sus notas bajaban en picada, aunque todavía se las ingeniaba por aprobar lo que iba del año.

Muchos me aseguraron haberlo visto sentado frente a la puerta de placa ilegible durante horas, en espera de que alguien cruzara la puerta. La obsesión que lo obligaba a pasar por el pasillo trescientos en cada minuto libre que tuviera era la misma que lo hacía intentar obtener información de los estudiantes de años más avanzados con una insistencia cada vez mayor, aunque sin resultados. Tomás llegó a asegurar de que el estudiantado confabulada en su contra, y que parecía partícipe de un chiste o un juego de ingenio que todos entendían menos él.

Así llegó a fin de año, con múltiples consultas pero tres parciales desaprobados en su haber. No esperaba que ocurriera nada fuera de lo común ese húmedo día de diciembre, así que sin esperanzas volvió a recorrer el camino hacia la oficina de la cátedra que ya parecía tener sus huellas marcadas.

La puerta de la cátedra estaba abierta.

Con el corazón latiéndole apresuradamente, Tomás se acercó y tocó, para hacer notar su presencia.

—Pase, pase—respondió la voz de un hombre sentado en la mesa, con una lista en la mano.

—¿Ustedes es el profesor Martínez?

—Sí, soy yo—volvió a contestar, alzando la vista para mirarlo.

Tomás no sabía quién esperaba que fuera el profesor, pero los meses de ausencia y su implacable búsqueda habían rodeado al docente con un halo de misterio que, en realidad, no tenía. Era un simple profesor de camisa a cuadros, bombacha de gaucho, anteojos y con un destino incipiente a quedarse pelado. Nada más extraordinario que eso.

El respeto que aún guardaba Tomás Echevarría por la figura de la autoridad hizo que, en vez de decir todo lo que tenía que decir al respecto del funcionamiento de la cátedra y su informalidad, se limitara a aclararse la garganta con incomodidad.

—Le quería preguntar respecto a mi situación—dijo al fin.

—¿Usted es Echevarría? ¿Tomás?

—Sí, vine algunas veces a consulta, y no...

—Usted está libre—decretó el profesor.

—¿Libre?

¡Cómo podía estar libre si ni siquiera se habían dignado a informarle sobre el horario de las clases y los parciales!

—A ver, Tomás, me parece que no entendió el objetivo de la materia. ¿Sabe cuál es el nombre?

—Teoría sobre el Anonimato Aplicada a los Estudios Literarios.

—Exactamente, teoría del anonimato—el profesor hizo una pausa, mirando al chico unos segundos, expectante. El aludido permaneció en silencio—. Anónimo significa desconocido, o que no se da a conocer. Tomás, usted fue todo menos anónimo. Creo que no entendió lo que se proponía la materia—dijo Martínez, guardando sus papeles en el portafolio ante la mirada atónita del estudiante—. Así que lo esperamos nuevamente el año que viene. Cualquier cosa, hay clase de consulta los miércoles, aunque ya conoce la opinión de la Cátedra al respecto.

Más tarde me enteré de que Tomás Echevarría había dejado la carrera, y de que habían decidido sacar la materia del programa de Letras luego de que finalmente este sufriera un ataque de nervios a causa del estrés.

Creo que ahora Tomás estudia Derecho, y que no piensa volver a esa Facultad llena de locos. Pero estoy seguro que la cosa iba por otro lado.

De ninguna manera iba a permitirse Tomás, el estudiante modelo, ser el primero en recursar una materia como Teoría del Anonimato aplicada a los Estudios Literarios.

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