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Puente de mando

(...) ningún marino está realmente de buen humor durante los días iniciales de una travesía.
El espejo del mar. Joseph Conrad.

El Puente de Mando era el lugar desde el que se gobernaba la Stella Maris. Allí se trazaban las rutas por el sistema solar en busca de los asteroides más rentables, se tomaban las decisiones importantes y se daban las órdenes.

Estaba muy desorganizado. Repleto de paquetes de diversos tamaños pegados con velcro en las paredes por aquí y por allá. Supuse que se aprovechaba cada rincón de la nave, cada sitio era útil. Además, estando al lado del Módulo de Atraque, las cosas después de llegar de las lanzaderas de carga se dejaban ahí provisionalmente hasta encontrarles un sitio adecuado.

Flotábamos ingrávidos en la sala. Parecía estar toda la tripulación esperando el inicio de la reunión de coordinación. Algunas personas me eran conocidas, otras no. Una de las caras nuevas era un señor de mediana edad. Estaba calvo y era un poco bajito, así que supuse que era de la Tierra. Esperaba pacientemente, muy tranquilo. La otra persona era una chica joven con una gorrita de lana de la que sobresalían mechones de pelo de color naranja y, por detrás, la inevitable coleta. No pude evitar sentir que me resultaba simpática. Tenía que ser oficial porque su gorra negra era como la de Montero.

—Sí, mira, ¿lo ves? Al 19%, tal como te dije —la oficial hablaba señalándole algo a Beatriz mientras las dos miraban en una holopantalla.

—Hola, Gerardo. Quiero hablar contigo, querido —solicitó la ingeniera Beatriz Manizales mirando hacia el techo.

La voz de la inteligencia artificial sonó en los altavoces de la sala:

Soy Gerardo, el ente técnico de la Stella Maris. Es un placer volver a hablar con usted, ingeniera Manizales. ¿En qué puedo ayudarle?

—Gerardo.

Sí. ¿En qué puedo ayudarle, ingeniera Manizales?

—Gerardo. ¿Puedes verme a través de las cámaras de la sala? ¿Me ves?

Por supuesto, ingeniera Manizales.

—Muy bien, Gerardo. Muy bien. Ahora una pregunta: ¿qué estoy haciendo?

Está sentada frente a la holoconsola de control de los recicladores.

—Correcto, Gerardo, pero estoy haciendo algunas cosas más. Por ejemplo, estoy respirando. Consumo oxígeno. Dime, Gerardo. Si estoy respirando, si estoy consumiendo oxígeno, ¿por qué el reciclador de aire está desconectado?

Porque he realizado un hallazgo sorprendente, ingeniera Manizales. Permítame que le comunique que he descubierto que el reciclador de oxígeno consume un 13 % de energía más de lo esperado, y eso es algo a considerar, ¿no cree?

—Sí, Gerardo, es muy interesante, pero yo necesito respirar y tú no puedes desconectarlo. ¿Lo entiendes?

Sí, pero ¿no cree que es importante mi descubrimiento?

—¿Que el reciclador de aire esté activo interrumpe en algo tus estudios? No, ¿verdad? Bien, ¿puedes ahora observar mi cara con alguna de las holocámaras de la nave?

Sí, puedo hacer una reconstrucción tridimensional de su rostro. Es muy fácil.

—Bien Gerardo, ahora te hago una pregunta muy importante: en esa reconstrucción tridimensional de mi rostro, ¿tú has visto que yo tenga cara de gilipollas? Es eso, ¿verdad? ¡Conecta ese reciclador de una vez! ¡Conéctalo de una maldita vez! ¡El nivel de oxígeno de la nave está en el 19%!

Ahorita mismo, ingeniera Manizales. Ahorita mismo.

—Tú sigue así y te desinstalo, Gerardo.

Los nautas más veteranos de las naves siempre solían estar de mal humor al inicio de un viaje por el sistema solar. Después de la tradicional borrachera de la última noche en Bengaluru en la que habían ahogado su ansiedad en alcohol, en los días posteriores se tenían que enfrentar a la triste realidad: entraban en una nave en la que iban a estar de servicio durante muchos meses de duro trabajo. Sencillamente, estaban fastidiados porque añoraban la tranquilidad de Ceres y su vida plácida e insulsa.

Además, surgían siempre esos irritantes detallitos que había que arreglar durante los primeros días en las naves en los que parecía que nada funcionaba como debe ser. A veces, lo más desmotivador pueden ser las cosas superfluas, pequeñas comodidades que se daban por descontadas en Bengaluru y que en una nave iónica había que esforzarse para conseguirlas.

Por mi parte, mis emociones eran muy distintas. Yo intentaba disimular mi entusiasmo, estaba segura de que ellos no entenderían mis sentimientos. Ya resultaba bastante horrible que me vieran como la novata de la nave, para que además notasen mi nerviosismo por la enorme ilusión que me hacía convertirme en una verdadera nauta...

Montero carraspeó para comenzar:

—Capitán Ahab, presente. Primer oficial y contramaestre José Montero, presente. Segunda oficial y navegante: Irene Quirós.

—Presente —dijo la oficial del pelo naranja que estaba cerca de Beatriz trasteando en las holopantallas.

—Ingeniera jefe de hábitat: Beatriz Manizales.

—Presente —dijo Beatriz.

—Ingeniero jefe de máquinas: Manuel Maraña.

—Presente —dijo el hombre de mediana edad.

—Mineros: César Mas y Benjamin Conrad.

—Presente —dijeron el grandullón y el pelirrojo a la vez.

—Grumete: Rebeca Vargas.

Esa era yo.

—Presente —dije.

—Estamos todos. La nave sale del astillero orbital después de una prolongada puesta a punto en la que hemos cambiado algunos sistemas electroneuronales por otros más modernos que, como habéis podido comprobar, están aún afinándose. Continuamos realizando los últimos ajustes sobre las inteligencias artificiales. ¿Navegación?

—Enviada la derrota de la nave a Ceres-Navegación —respondió Irene—. Podremos salir en cuanto autoricen ventana de salida, rumbo y velocidad.

—Perfecto. ¿Cómo van los sistemas? ¿Se han producido mejoras?

—He estado trabajando en corregir las incidencias. Estimo unas diez horas más de trabajo para ultimar detalles con Gerardo —respondió Beatriz.

—Bien. ¿Máquinas?

Maraña frunció el ceño.

—Cuando revisamos los motores iónicos en el astillero, vimos que la rejilla de uno de ellos estaba muy deteriorada —respondió Maraña con su voz grave.

Montero entrecerró los ojos al hablar:

—Claro, el motor de estribor no funcionaba a toda potencia; ahora entiendo por qué era tan difícil mantener el rumbo. ¿Queda algo pendiente?

—Nada pendiente, todo en orden.

—Muy bien. Todos salvo los recién llegados tenéis asignadas vuestras tareas. En unos veinte minutos se acoplará una lanzadera de carga que tendremos que vaciar. Minero Mas, minero Conrad y Vargas, será vuestro trabajo. Tenéis que organizar este caos de paquetes. El resto tenemos otras cosas que hacer.

—A sus órdenes —dijimos los tres.

—No obstante, en sus intercomunicadores recibirán todos el cuadrante con los turnos de guardia para los próximos meses. ¿Alguna pregunta?

—Si, yo tengo una pregunta —respondió César, que seguía con sus inquietudes.

—Adelante, minero Mas.

Fue entonces cuando César volvió a preguntar sobre lo que tanto le angustiaba:

—¿Dónde está el capitán?

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