Capítulo 9
En multimedia: Sara Ramírez - The story.
Siloh y yo caminábamos hacia la cafetería más cercana afuera del campus. Antes de llegar al establecimiento, que estaba a no menos de veinte minutos caminando desde la universidad, alcanzamos a ver a la chica llamada Shona que había visto con Nash. La chica azabache, como secretamente le había apodado, nos observó unos instantes. Estaba llorando.
—¿Deberíamos preguntar si está bien? —quiso saber Siloh. Indecisa, arqueé mis dos cejas. Y, al ver que no respondía, mi compañera me arrastró hasta que ambas nos plantamos delante de ella—. ¿Estás bien? —preguntó mi amiga dirigiéndose a la chica. Esta levantó los ojos, observándonos con aprensión. Tenía los iris de color miel, pero lucían perdidos; se me hizo un nudo en la garganta al notar que su esclerótica estaba inyectada en sangre.
Mi primer pensamiento fue dirigido a Nash. Era capaz de amedrentar a alguien, sí, y si llevaba la ventaja emocional sobre un sujeto... la usaba sin pestañear.
—Vamos por un café, ¿quieres acompañarnos? —propuse.
Helaba en la ciudad. Shona, que apenas iba vestida con un abrigo de botones, poco adecuado para el clima, me miró con los ojos entrecerrados. Acabó por asentir y, poniéndose en pie, comenzó a caminar junto con nosotras, pero sin decir nada.
Siloh negó con la cabeza hacia mí justo cuando entrábamos en el local; había una cola enorme dentro. La mayoría de la gente traía abrigos calentitos, gorros de lana e incluso guantes.
—¿Esto es lo que hacen en un día de nieve? —preguntó Shona, mientras bebíamos el café caliente, aquel sábado tras despertarnos.
Yo la escudriñé unos segundos y dejé que Siloh respondiera.
—Es que a Penny no le gusta salir con este clima, pero yo quería tomar uno —dijo la rubia; sus mejillas sonrosadas; ambas se miraron unos segundos, y luego ella volvió la atención a mí, que sacudí la cabeza como negativa—. Mañana tenemos una reunión con mi hermano. Una especie de conferencia de ciencias.
—Ah, sí —respondió, muy jovial—. Estoy al tanto.
Conforme la oía, más me daba cuenta de por qué era amiga de Nash; era un genio. Su charla comprobó una de mis teorías respecto a personajes que podían citar libros enteros, y que quizá recitaban párrafos completos de algún ensayo rimbombante. La chica, no obstante, tenía una mirada llena de tortura, como si viviera en un sufrimiento constante e impenetrable.
Hay algo turbio en los genios, me dijo la voz insidiosa, que por aquellos días había cobrado más fuerza.
Sus virtudes, contra mis defectos.
Al terminar el café, y que ella nos contase lo presionada que estaba con la colegiatura —aún con su beca del setenta y cinco por ciento—, el trabajo y las múltiples tareas que llevaban a cabo por cursar el último año, nos encaminamos al complejo.
—¿Entonces trabajas hasta las cero horas todos los días? —pregunté, impresionada.
Shona asintió e hizo una mueca, restándole importancia a las pocas horas que le quedaban para hacer sus deberes e intentar dormir, al menos para recuperar energías.
—Tal vez puedan ir un día por ahí. De mi cuenta corre la primera ronda —ofreció.
Siloh y yo la despedimos afuera de nuestro edificio pues ella estaba instalada en otro que aguardaba a espaldas de las construcciones góticas de aquella parte. Nos hizo prometer que iríamos a ese bar donde trabajaba como mesera y entonces se marchó, no sin agradecernos la compañía.
—No es tan mala como parece, ¿cierto? —preguntó Siloh.
Rodé los ojos, pero me contuve de decir cualquier cosa.
Caminábamos en el vestíbulo de los dormitorios, cuando sentí un obstáculo que me impidió continuar. Lo primero que cayó el suelo fue mi bandolera, luego mi cuerpo entero besó el suelo. Un alarido salió por mi boca pues había caído sobre una de mis muñecas. Con dificultad y gracias al brazo de Siloh en mi cintura, me erguí, pero el dolor no disminuyó.
—Generalmente, cuando una persona normal camina, se fija por dónde lo hace —chilló una voz a la que me costaba reconocer.
Le lancé una mirada furtiva, pero ella no se inmutó. Sino que continuó riéndose.
—Generalmente, cuando una persona normal hace estupideces, se disculpa —dije, sin apartar la mirada de la suya.
Siloh intentó jalarme del brazo, pero yo necesitaba saber en dónde había visto a la tipa que medía algunos diez centímetros más que yo, usaba pantalones que dudé que le dejaran circular la sangre y una blusa que debía costar un ojo de la cara.
—Qué dulce—masculló.
Yo me giré sin poner atención a su semblante. Su voz me era muy familiar...
—Cristin es un tanto insoportable —aludió Siloh.
—Claro. La muy imbécil —murmuré, recordándola.
A mi lado Siloh esbozó una sonrisa.
—Era novia de Nash hasta hace como dos años, por lo que sé. Es la última chica con la que tuvo algo importante —agregó.
—No entiendo cómo te enteras de tantas cosas, Siloh —le espeté.
Ella esbozó una sonrisa y abrió la puerta de nuestra habitación.
—Hay chicas en una clase mía que se acuestan con chicos que van en el año de Nash —dijo sin mucho interés—. Una de ellas asegura que no es tan malo como lo pintan.
Suspiré. En la pieza se respiraba un aire de paz como nunca. Así que pedimos comida y, en cuanto llegó, nos sentamos cada una en su cama.
Si mi madre se hubiera dado cuenta de esto, me habría castigado sin tarjetas durante un mes.
La plática no tardó en desviarse; siempre por el mismo rumbo. Salvo que ahora Siloh dudaba de los chismes que se corrían en favor de La calamidad.
—Como si es verdad o mentira lo del álbum, no quiero que tenga una foto mía, y desnuda —aseguré. Ella esbozó una sonrisa que no llegó a tocar sus ojos y agachó la mirada a su plato que ya estaba casi vacío—. En verdad, Siloh, tus cambios de opinión me marean. Un momento hablas de los rumores acerca del álbum de Nash y otro estás tratando de hacerme creer que solo tiene mi foto —repliqué al ver la desaprobación en su mirada.
Puso su atención en mí y se mordió el labio inferior.
—No olvides que lo del álbum es solo un rumor, Pen —espetó.
Me limpié la boca con una servilleta, y observé a mi compañera de cuarto que embolsaba su plato y sus utensilios para poder tirarlos a la basura. Luego acudió al pequeño lavabo que estaba dispuesto allí para otras cosas de higiene más personal.
—Igual no puedo confiar en él.
—Te gusta, ¿verdad? —preguntó.
Los efectos de conocer algo más sobre la vida de aquel demonio no habían sido conciliadores, ni reparadores; más bien, habían llegado a mi cabeza solo para darme migraña.
Agaché la vista en la búsqueda de una respuesta que dejara a mi ahora amiga convencida. Pero mi raciocinio no estaba trabajando como se supone que hacen los de su tipo; traté de mentirme a mí misma y, en esta ocasión, no dio ningún resultado.
—Nash me confunde mucho, pero el solo pensar que me gusta es muy aterrador —mascullé.
Me tiré hacia atrás en la cama, después de dejar el plato desechable en la mesa. Siloh me acompañó y me echó un brazo encima.
—La tragedia es parte de la vida, Penélope —dijo.
Con aquella palabra, lo único que venía a mi mente era otra vez Nash. Él era el sinónimo perfecto de la palabra tragedia. Más de una vez me atreví a pensar que fungía como su rúbrica personal. Los placeres carnales servían de su asta bandera en lo que a mí respectaba. Introducirse en una chica probablemente le ayudaba a inspirarse. Después de todo, cualquier genio necesita de una musa, ¿no?
Con él yo no me sentía más que una bandeja a la que, en cualquier momento y con sus propias manos, se encargaría de hacer pedazos.
—Mi madre me llama Penélope siempre que quiere pelear por algo.
Siloh estiró una de sus bellas sonrisas. Se puso de pie y se encaminó con su toalla en la mano hacia las duchas.
Y allí estaba yo, sintiéndome la más estúpida de todas las chicas del campus. El pretexto de querer estar con él, en sus brazos y con su voz en mi oído, se me estaba agotando luego de usarlo tantas veces.
✁
Hay muchas desventajas de ser bajita. Por ejemplo, no poder alcanzar el maldito libro que necesitas de la biblioteca.
Tomé un banco que estaba inutilizado y me trepé para al fin poder obtener mi título de personalidades y patologías. Regresé a la mesa donde Siloh y yo estudiábamos y me aseguré de que mi cara tuviera una careta triunfal.
—¿Ganaste? —preguntó ella con una sonrisa dibujada en los labios, pero sin quitar la mirada de su laptop.
—¡Claro que sí! —exclamé, jovial—. Esa maldita clasificación de libros no podrá contra mí.
Abrí el libro en la página que la profesora había indicado y clavé mi vista en él durante un buen tiempo. No fue sino hasta que mis sentaderas estuvieron entumecidas, que sentí que ya era suficiente. Me llevé el cuaderno hasta la copiadora que había al fondo, detrás de una estantería que hacía lucir el lugar más que sombrío.
No había mucha luz en esa parte y ninguna ventana estaba abierta como para que los rayos del sol entraran. Saqué las fotocopias pertinentes de las partes que no alcancé a resumir y caminé por el oscuro pasillo que conectaba con el correspondiente al del libro que había necesitado.
Iba a girar hacia el pasillo "T", pues me encontraba en el "U", pero Nash me detuvo. Me llevé una mano al pecho. Me había dado la impresión del día al verlo allí, de pie, en el estante donde yo iba a colocar de nuevo el libro.
—¡Maldita sea, Nash! ¿Podrías dejar de comportarte como un ente maligno al menos por un segundo? —pregunté al tiempo que arrastraba el mismo banco para poder trepar y regresar el ejemplar a su sitio.
Nash se quedó parado, observándome, sin decir una palabra. Luego caminó a encontrarme con el banco para quitarme el libro de la mano y regresarlo él mismo, pero con mayor facilidad pues media al menos quince centímetros más que yo.
—Gracias... —musité. Intenté regresar por el pasillo aledaño, pero me impidió el paso—. ¿Vas a dejarme pasar o...? —inquirí.
Él posó su mano en mi mejilla y con la otra me atrajo por la cintura hasta su cuerpo. Por un instante, cuando se acercó a mi rostro y su aliento golpeó mis labios, pensé que iba a besarme. Pero no lo hizo. En cambio, con su nariz acarició la mía, mis mejillas y mi mentón. Podía sentir mi corazón rugir contra mis costillas, mi respiración agitada y mis manos sudar.
—¿Puedes venir a mi habitación esta noche? —preguntó en mi oído.
Mi piel se erizó rápidamente, pero no me resistí: busqué sus labios con desesperación; él vaciló unos momentos, alejándose, pero rozando un poco, y luego terminando por morderme; hasta que, de pronto, se inclinó y hurgó en mi boca como si tuviera la posesión entera de ella.
Se retiró un momento solo para escrutarme.
—¿Sí o sí? —preguntó y me pegó más a él.
Pude sentir su corazón latir igual o más rápido que el mío. Subió su mano por mi espalda, lento y demoledor; así como sus caricias solían ser siempre. Retornó a mi cintura y bajó en movimientos lentos, hasta tenerla sobre mi trasero. Abrí los ojos como platos para toparme con sus ojos, que desbordaban deseo.
Volvió a pegar mi cuerpo al suyo, apresándome en contra de la estantería.
—¿Y Sam? —pregunté, cuando cesamos el desenfrenado rocé de labios.
Mientras se acomodaba el cabello rebelde que yacía en su rostro, vi que se relamía los labios, antes de acercarse.
—Saldrá —susurró.
Dubitativa, lo observé unos segundos. Enarqué ambas cejas, titubeante.
—Allí nos vemos —acepté.
Un atisbo de sonrisa se marcó en sus delgados y rosados labios. Me dio un beso fugaz, se dio la vuelta y caminó por el pasillo contrario, por donde antes yo había llegado.
Ni siquiera me lo había pensado dos veces. Ni siquiera había sentido miedo de acceder en esta ocasión. Mientras miraba su ausencia, el olor de su colonia (como a una tarde junto al océano, en alguna cala) se fundió con el de los libros viejos; así me percaté de que Nash me gustaba más de lo sanamente posible.
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