Capítulo 7
M: Florrie - Little White lies.
«... Cuando hay una elección deliberada de restringir, las consecuencias dañinas son: destrucción deliberada. Podemos pensar en destruir a muchas personas, contribuir a que muchos individuos nos odien, pero la destrucción personal que mora en cada uno de nuestros actos, viene cuando dañamos aquello que suele darnos más vida».
Intenté estudiar hasta que me dolió la cabeza. Las líneas de mi libro lucían como un mar de tortura. Estaba cansada, pero no quería admitirlo. Eran casi las nueve de la noche y seguía retraída en el pensamiento y la duda acerca de Nash. No quería tomarle demasiado interés. Y, sin embargo, me esforzaba tanto en olvidarlo que había terminado dándole más vueltas de las necesarias a su asunto.
El pestillo de la puerta emitió un chasquido y lo siguiente que vi fue la figura de Siloh entrar en la pieza. Ella arrastró su delgada humanidad hasta tirarse en la cama y dejó en el suelo su bolsa de la que cayeron dos o tres libros de tapa dura.
—Somos patéticas —le dije y me recosté a su lado. Un leve suspiro brotó de su boca a modo de resoplido; vi sus ojos acuosos al mirarla—. ¿Estás bien? —le pregunté. Ella negó con la cabeza levemente y me echó una mano encima—. ¿Qué sucedió?
Sabía que no me merecía su confianza porque en el tiempo que teníamos allí viviendo juntas yo no había logrado abrirme del todo. Pero quería saber qué le ocurría.
—¿Recuerdas al chico con el que me quedé en la fiesta de la fraternidad? —preguntó. Hice una mueca de ignorancia y fruncí el ceño. Hasta donde sabía, Siloh siempre había sido una chica de casa que no había tenido más que un novio. Le di el mérito de pensar que era virgen, y eso me hizo suponer lo peor cuando mencionó a uno de los chicos de la universidad presentes en la fiesta. Después de unos minutos de buscar en mis memorias y de sentirme parcialmente culpable por haberla dejado a su merced, asentí y limpié de una de sus mejillas las lágrimas que caían corridas una tras otra—. Me acosté con él. —Me sentí muy apenada. Ella, que era un símbolo de pureza total, amigable, linda, educada; no parecía ser el tipo de chicas que dan trompicones como aquellos—. Y, para colmo, ni siquiera me ha gustado.
Solté una pequeña risa y ella me sonrió.
—La primera vez casi nunca es placentero. —Siloh frunció su rubio ceño y se incorporó en la cama, el cuerpo apoyado en sus codos. Me estaba viendo directamente y pude detectar en su rostro un semblante que apuntaba a que me había equivocado con respecto a su castidad.
—¿De verdad parezco tan puritana como para que pienses que soy virgen? —Yo me puse de pie a su lado y le tomé la mano cariñosamente. Un atisbo de sonrisa se dibujó en sus labios; quería decirle que no era la única que esa noche había metido la pata.
—No. Pareces demasiado pura, es todo —le dije, para hacerla sentir mejor—. ¿En verdad no te ha gustado?
Se encogió de hombros ante mi pregunta.
—Ni ha valido la subida de las escaleras.
Un nuevo suspiro salió desde su boca. Yo la acompañé al resoplar y un silencio trémulo nos embargó después.
—Dormí con Nash esa noche —confesé. Ella se irguió y me observó con detenimiento. No supe qué era lo que había en sus ojos; ¿enojo?, ¿preocupación?, ¿miedo?—. Sé lo que vas a decir. Al menos lo mío sí fue bastante placentero.
—¿Qué pasa si te enamoras de él? —La sola idea me aterró. Me estremecí.
Era consciente de que Nash no tenía nada de normal, que según los rumores era lo peor que le podía pasar a cualquier chica. Y, aun así, mi cuerpo parecía magnetizarse con el suyo cuando estaba cerca. Resultaba incontrolable.
Sacudí la cabeza y me dediqué a guardar mis cosas en la bolsa. Siloh esperaba una respuesta, pero la realidad era que ni yo sabía qué iba a suceder si llegaba a tener sentimientos adicionales al deseo por él, por Nasty.
—Tendré que arriesgarme —dije, expectante—. Además, solo necesito entrar en su habitación y conseguir la foto. Entonces podré dejarme de tonterías. —Siloh asintió sin mucho convencimiento—. De hecho, iré de una vez; si tengo suerte tal vez lo encuentro en su pieza. No quiero vivir en ascuas lo que resta del año escolar. —Me puse mis sandalias y tomé mi celular para luego salir por la puerta antes incluso de que Siloh pudiera objetar algo.
Toqué la madera de ese escalofriante cuarto dos o tres veces y, justo cuando estaba por rendirme, Sam se asomó para ver quién era. Al notarme, dejó a la vista su cuerpo entero y la imagen de su torso desnudo me obligó a dar un paso atrás, a la defensiva. Desde los pectorales hasta los oblicuos, era todo músculos marcados, de apariencia suave.
Aunque sabía muy bien que él se había dado cuenta de mi impresión al mirarlo, se mantuvo en silencio, quizá gozándose de mi introspección al observar su figura.
—Qué oportuna, Penny —me espetó con un tono de voz ronco, casi adormilado.
—Necesito hablar con Nash —dije, terminante.
En ese momento sentí que las piernas se me aflojaban. El solo hecho de pensar que en pocos minutos estaría frente a él me puso los cabellos de punta y el corazón me latió a mil por hora.
—No está. Dijo algo acerca de estudiar a solas y cuando dice eso es porque irá al gimnasio. —Esta vez fue Sam quien lució interesado en mi short de mezclilla, mis sandalias y mi camisa de franela. Con un simple "gracias" me marché sintiendo aún su mirada clavada en mi nuca, y también en otras partes.
El vestíbulo del edificio estaba casi vacío a esas horas. Uno que otro estudiante se paseaba en la estancia, tal vez en la búsqueda de un poco de tranquilidad, pero fuera de eso el lugar parecía desierto e incluso lucía macabro por la poca iluminación. Anduve por el corredor norte, hasta el gimnasio. Las enormes puertas necesitaron de todo mi peso para poder abrirse. La primera visión que capté fue de las caminadoras, cuatro o cinco alineadas perfectamente. Máquina de pilates, de cardio, pesas, tríceps, etcétera. Pero no había señal de Nasty, así que estiré mi cuello y me puse en puntitas para inspeccionar más a fondo el lugar, que estaba más que sumido en la penumbra. Solo había un poco de luz al fondo y esta misma hacía que el amplio gimnasio se viera lúgubre y tétrico.
Pensé en irme y giré sobre mis talones, pero una voz familiar me hizo detenerme. De pronto me sentí observada, por lo que di un paso al frente, titubeante.
—No son horas para excursiones fuera de tu dormitorio, Dulcinea —dijo Nash, aún perdido en las sombras. Volví a buscar por el lugar sin mucho éxito—. En las gradas —murmuró de nuevo. Caminé con cautela hasta unas bancas en escalón que fungían como sitio de descanso. Él yacía sentado en el segundo peldaño. Iba vestido con una camiseta blanca de cuello tipo uve, unos jeans entallados, y el pelo menos enmarañado que en otras ocasiones.
Con esa vestimenta los tatuajes de sus manos quedaban realmente expuestos.
—Necesito que me ayudes en algo. —Nasty enarcó la ceja izquierda. Noté el libro que llevaba en la mano y justo a su lado un cuaderno forrado de piel negra. Su diario—. Tengo problemas con literatura y Clarisa me sugirió que buscara un tutor o algo parecido; como si fuera en secundaria. —Una sonrisa falta de cualquier nota de diversión le llenó la boca. Bajó la mirada de nuevo a su lectura, ignorándome por alrededor de diez minutos.
—¿Y qué puedo hacer yo? —comentó, en el momento en el que yo sujetaba la manija de la puerta para marcharme. Negué con la cabeza a la espera de que aquello no pudiera ser más humillante.
Quizá para demostrar que estaba equivocada, él descendió de las gradas y dejó de lado su libro para caminar hasta donde yo me encontraba parada. Apenas estuvo frente a mí, escudriñó mis ojos y sentí cómo se metía en cada uno de mis poros de la piel.
No literalmente, claro. Pero sí de manera que me provocó un estremecimiento.
—Bueno, puedes explicarme qué demonios se supone que tuve que haber aprendido en la dichosa conferencia a la que fuimos —musité.
Él se pasó una mano por el pelo, con gesto divertido otra vez. Sí, Clarisa nos había invitado a una conferencia para que pudiéramos escribir un ensayo; se trataba de Romeo y Julieta, pero lo cierto era que había empleado aquellas dos horas para sentirme mareada, gracias a la presencia de Nasty.
—¿No pusiste atención? ¡Qué novedad! —Fruncí el ceño y me di la vuelta. Intenté irme, pero era demasiado tarde.
De un movimiento rápido, Nash cerró la puerta y le colocó el pestillo.
Sí, aquello se ponía mejor a cada segundo: eso o de verdad me estaba convirtiendo en la maestra de las masoquistas.
—Tú sabes mucho, ¿no? A mí me cuesta hablar, oír y entender todas esas estupideces —dije.
—Cuando no puedes apreciar algo con nitidez no quiere decir que sean estupideces; mejor di que están fuera de tu alcance, tonta. Eso resulta más sencillo y no quedas como una persona a la que le han extraído el cerebro. —Entornó la mirada—. ¿Acaso en tu carrera no te obligan a leer otras cosas que no sean de divulgación científica?
Sacudí la cabeza, anonadada por su manera de hablarme; estaba calmado, y a mí me costó muy poco el darme cuenta de que su personalidad era mucho más auténtica que la de otras personas.
Incluyéndome.
—No me gusta leer, y no por eso soy estúpida.
—Yo no dije que fueras estúpida —se rio Nasty, al tiempo que se acercaba a mí varios centímetros—. He dicho que, si desprecias algo solo porque no te gusta, quedas como una ignorante.
—Como una persona a la que le han extraído el cerebro —lo cité, y señalé su cara con mi dedo índice.
—Omitamos los detalles. —Puso las manos a los lados de mi cabeza, y se inclinó para estar un poco a mi altura—. Destrucción deliberada —dijo. Enarqué una ceja, sin poder comprender sus palabras. Nash rodó los ojos al ver mi confusión y luego añadió—: La conferencia: en resumen, habló de la destrucción deliberada que hubo en Romeo y Julieta.
—Ya. Destrucción deliberada —susurré.
Él se limitó a realizar un aspaviento, como si con eso me dijera «¿algo más?».
—Y... ¿a qué cosa se refiere? Hablo de la obra; ¿por qué destrucción deliberada?
—No necesito decírtelo, sino mostrarte —masculló.
Con su mano izquierda me atrajo hasta sí, colocando su palma a la altura de mi cadera. Mi respiración se agolpó ante su alcance. La de él en cambio era pasiva. Sus ojos se fijaron en los míos; y gracias a la frialdad de su mirada tomé una decisión. Sentí que su agarre no era muy fuerte así que me zafé y caminé unos pasos lejos de él, retirándome más de la puerta.
—Yo solo quiero una recomendación de Danvert. —Nash sonrió, divertido—. Eres caso perdido —dije. Regresé para quitar el seguro de la puerta nuevamente. La jalé lo más fuerte que mis brazos me lo permitieron. Un esfuerzo inútil: a un lado estaba su brazo, posicionado justo enseguida de mi cabeza para atracar la puerta—. Déjame salir —exigí.
En lugar de hacer lo que pedí, con su mano derecha me tomó por la nuca y juntó mi rostro al suyo para sellar sus labios con los míos en un beso profundo. Un beso lleno de algo que no quise comparar con los primeros; este tenía varias cosas diferentes.
Nash me mordió el labio inferior y continuó besándome. Pasados unos segundos, puso de nuevo el seguro de la puerta y reanudó su tarea, pero esta vez lo hizo con más ahínco que nunca.
—Detente —pedí, pero no cedió. Sus manos apretaron duramente mis caderas. Escuché cómo se desabrochaba la hebilla del cinturón, así que supe lo que quería de mí y, lo más horrible, era que no sabía si yo lo deseaba también—. ¡Para! —bufé y él detuvo sus besos—. Eres repugnante, Nash —le espeté con dureza.
—A esto se refería el conferencista, Dulcinea —dijo—. Tú vienes a mí, y para que nadie te culpe por tomar la iniciativa, pues finges que no lo quieres. Hasta eres capaz de sentirte ofendida.
—Lo único que yo quiero de ti es mi foto. Si me la das, lo más probable es que no vuelva a mirarte nunca.
Circunspecto, enarcó una de sus cejas y, por un segundo, creí ver incomprensión en su mirada. Pero se repuso de inmediato.
—Pues ya te puedes ir despidiendo de ella. Quieres tener sexo conmigo tanto como yo lo deseo.
Lo hice: me irrité con su comentario. Apreté los puños a los lados del cuerpo y sacudí la cabeza.
—No quiero hacerlo —dije.
Estaba mintiendo. A mí se me daban bien las mentiras, y con Nash me gustaba usarlas muy seguido; si le hacía saber lo nerviosa que estaba y lo mal que me había tomado la lentitud de la situación, seguramente iba a firmar mi sentencia de muerte.
Él era el juez.
—Sí quieres. Lo sabes.
Observé cómo se dejaba caer en una colchoneta, después de retroceder varios pasos. Puso los antebrazos como soporte de su cuerpo y continuó mirándome.
Ahora tenía que verlo hacia abajo, con la nueva posición que había adquirido. Se lo veía más tranquilo que otras veces. Al final, acepté que no podía luchar en contra de aquello y volví a girar sobre mis talones.
—Ya. En serio, Pen —dijo antes de que comenzara a caminar—. ¿Quieres que te muestre qué es la destrucción deliberada? A Julieta no le molestó llamarla amor, de todas maneras. —Mi cuerpo se sobresaltó.
Sin pensarlo de nuevo ni ponerme a considerar si me convenía o no, caminé de regreso hasta él y me hinqué a su lado. Él me miró, atento, y esbozó media sonrisa.
—¿Cómo harás eso? —pregunté.
Nash sujetó mi nuca, se reclinó y alcanzó mis labios hasta que, con un beso suave, consiguió que comprendiera sus planes.
—Déjame mostrarte.
Me quitó la ropa con ademanes silenciosos; paciente, mirando mi torpeza y pendiente de mi boca, que buscó la suya sin comprender por qué lo hacía. No supe cuándo, pero yo le ayudé a desnudarse también. En pocos segundos me vi sentada sobre su regazo: piel con piel.
Tragué saliva, consciente de lo que venía a continuación. Consciente de que Nash era mi destrucción deliberada.
—¿Lo sientes? —preguntó sin dejar de morder pliegues de mi piel aquí y allá. Levantó la cadera para que entendiera su interrogante. Se retrajo un poco y me miró, su piel ardiendo—. Tú me lo provocas.
Después de unos minutos, ya que había acariciado cada parte de mí, volvió a besarme; tan lento y tibio que tuve ganas de pedirle que avanzara. La forma en la que se introdujo en mí me hizo desear más. Así que se lo pedí y él no mostró objeción para dármelo. Fue como un anhelo invisible que se dibujó frente a mí y se materializó con cara y cuerpo de monstruo; Nash me llevaba al límite de mí misma. Me atraía de una forma visceral, extraña, oscura; mismas características que lo volvían una criatura lúgubre.
Siloh me había dicho que para describir a Nash tendría que buscar significados parecidos a la obsesión, o tal vez al dolor, en el diccionario; pero tuve que otorgarle un único sinónimo que resumía cada parte de su ser: infierno.
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