Capítulo 5
M: Susanne Sundfør - Delirius.
Comimos algo que no se hubiera podido describir como un banquete, pero la satisfacción por las hamburguesas se sintió incluso mayor a la que daba un filete o un corte especial. La conversación de Sam resultó ser sustancial. A mis oídos escuchar a una persona hablar sobre cosas diferentes de sí mismo era una sinfonía.
—¿Vivir con Nash no es algo así como... estresante? —Él enarcó una ceja luego de oírme.
Toda una hora traté de evadir el tema, pero cuando se puso a hablar de sus casi cuatro años en aquella universidad, la curiosidad por saber qué hacía Nasty en su habitación me carcomía por dentro.
El semblante de Sam se oscureció varios tonos.
—Parece que lo conoces muy bien —me espetó, con un retintín.
Le costaba hablar de su compañero y no había que ser un genio para notarlo. Bajé la vista a mi plato y fingí que no me sentía como una tonta. El aire se había comprimido a mi alrededor, y de pronto el rostro de Sam no era tan luminoso como al principio.
Él se chupó un dedo donde tenía restos de salsa cátsup y me miró con atención.
—Lo conozco de nada —dije—. Es que... —Pasé saliva y me removí en mi asiento. Sam volvió a enarcar una ceja hacia a mí, dubitativo—. Estamos en una clase extracurricular juntos y... Bueno, me causa cierta curiosidad. —A mi lado, sentí la mirada de Siloh escaneándome, como si no supiera de qué iba mi mentira—. A leguas de distancia se nota que no es el tipo de persona que se relaciona con cualquiera... —Escenas de lo que había sucedido entre La calamidad y yo se repartían por mi mente.
Sam continuó con su mirada puesta sobre mí, y yo era consciente de que no me creía. Al observarlo, obtuve una visión más clara de lo que tenía frente a mí; una persona de carácter fuerte, decidido, y que parecía ocultar algo: el nombre de Nash había hecho más mella en él de lo que hubiera esperado y, dadas las circunstancias, me sorprendió que su gesto se tornara tan sombrío.
La imagen de las delgadas manos de La calamidad acariciando mi espalda al embestir mi interior con nada de delicadeza, fue un recuerdo ensordecedor; me estremecí y apreté los párpados simultáneamente. Era como un mar de placer difícil de olvidar, incluso lo soñaba y no paraba de imaginarme en diferentes situaciones después de conocer aquellas partes tan íntimas de él.
Se sentía como si hubiera probado un estimulante físico, una bebida energética, algo que pusiera a volar mi lado lógico.
—Nash es diferente —musitó Sam, después de habernos hundido en un silencio terrible.
Posteriormente, se quedó concentrado en mi cara, que ardía por la pena del atrevimiento. Sin embargo, las facciones lívidas del muchacho, que no cesó de mirarme en los siguientes minutos, provocaron que me confundiera aún más; la idea de que él era solo el compañero de cuarto de Nash ya no era factible, y me pregunté qué tan estrecha sería su relación luego de tanto tiempo compartiendo el techo.
—Si no lo conoces todavía, no es bueno que lo juzgues —dijo, al cabo de otra fracción de tiempo.
Acabábamos de salir del establecimiento de comida rápida. Él nos había acompañado hasta los dormitorios, y tras ver que no pretendía entablar una nueva conversación, se adelantó antes de que subiera las escaleras, impidiéndome el paso.
Miré su mandíbula carente de vello facial y las espesas pestañas rubias que cubrían sus párpados.
—Escucha, Penélope —murmuró, paciente—; a lo mejor crees que soy un exagerado, pero el que una chica quiera hablar sobre Nash cuando lo que yo quiero es charlar con ella, no me es muy cómodo, la verdad.
Medité un segundo sus palabras. En vista de que no le conocía, decidí que era muy pronto como para emitir un juicio en su contra. Sam no tenía pinta de ser el tipo de gente que se juntaba con personas como Nash; así, tan turbias, y raras. Sam era más bien común, el cliché soñado. El tipo que aparece en las novelas románticas para arreglar toda la mierda de la protagonista.
Muy oportuno.
—Ha sido mi culpa de nuevo —admití, al tiempo que fruncía el ceño y miraba los jardines en derredor. Sam esbozó una sonrisa cálida—. No tendría que haberte preguntado nada.
Puso una mano en mi hombro. El contacto fue como pegar los dedos a un cable de luz pelado por el desgaste. No era bonito sentir que la piel te hormigueaba y el corazón te daba un vuelco.
Qué ridículo.
—Lo mejor para ti sería que te mantuvieras alejada de Nash. Y lo digo porque sé qué clase de persona es.
—Anotado —Intenté decirlo con convicción.
Era inútil. Todo lo referente a Nash me causaba un remordimiento terrible, más en ese momento, cuando me di cuenta de lo atractivo que era Sam y lo mucho que se parecía a las cosas que yo deseaba en realidad. Él se giró para marcharse y lo miré entretanto que hacía su camino fuera de la zona de mi dormitorio; me gustó verlo andar. Era como mirar el curso de una existencia. La manera perfecta en la que se describe la flor de la vida.
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Me levanté sudando frío. Siloh estaba profundamente dormida con una mano estirada que alcanzaba a tocar el suelo. Respiré varias veces antes de volver a pensar en el disparate que había soñado. La saliva que tragué tenía un regusto amargo y desconocí si debía atribuirlo a la falta de oxígeno o a las ganas de vomitar provocadas por la pesadilla.
Salí al pasillo de la habitación, descalza, y me dirigí a las duchas, con la toalla en la mano y arrastrando las plantas de los pies por todo el corredor de los dormitorios. Serían las cuatro o cinco de la mañana, pero en el lavado había una chica que estaba sentada en el retrete con las manos puestas en el rostro y los codos clavados en las rodillas. Me dije que una chica buena se acercaría a preguntar qué sucedía, pero yo me vi avergonzada por irrumpir en su momento... Así que me mantuve ajena, dispuesta a no entrometerme en sus asuntos. Si fuera mi caso, querría que me dejaran sola.
Convencida de mi decisión al respecto, me metí en la ducha y abrí la llave; las líneas de agua comenzaron a humedecer de poco en poco mi cabello. Terminé la tarea de relajar mi cuerpo con agua helada. Justo cuando estaba a punto de salir abriendo la puerta levemente, la voz que escuché me dejó petrificada:
—Eres increíble. ¿Cuánta de tu dignidad puedes arrastrar por el suelo, Cristin? —musitó el muy bastardo. Recargué mi cabeza en la puertecilla de aluminio y puse la máxima atención a las palabras del patán. ¿Por qué había elegido precisamente esa noche para tener una pesadilla? Me sentí agradecida, en parte, porque no fuese a mí a la que Nash estuviera atormentando en aquel momento—. Deja de amenazarme y si vas a suicidarte hazlo de una buena vez.
Un estremecimiento me recorrió al oírlo. Mi conciencia me dijo que había sido más afortunada que la tal Cristin... Yo, al menos, tenía un poco de mi dignidad... todavía.
—Nash, es que yo... —La chica lloraba desconsoladamente—. ¡No puedes hablar en serio! —Una sonora carcajada de incredulidad brotó de su garganta.
Luego, el silencio de nuevo.
—Es solo un ajuste de cuentas, y lo sabes —sentenció Nasty. Usó el mismo tono inexpresivo; como si nada fuera importante.
—¿Por qué no puedes olvidarte de eso? —preguntó la chica, con un sollozo nuevo.
—Ojalá fuera tan sencillo —le escuché decir a Nash.
Habían bajado la voz, pero podía escucharlos perfectamente. Oí cómo ella suspiraba, y también escuché el rechinido de la banca —ubicada cerca de los vestidores— cuando uno de los dos se dejó caer allí.
—Lo que sucede es que Penélope te interesa de verdad, ¿cierto? —inquirió Cristin.
El dejo de reproche fue bastante notorio. Quizá demasiado; acababa de imprimirle a su voz algo que no era ni rencor ni ira, sino más bien... desilusión.
—Hazte una idea de cuánto me interesa, Cris —murmuró Nash, toda la indiferencia al responder—. Me conoces. Así que, por favor, ámate un poco más de lo que lo has hecho todos estos años.
Los pasos se alejaron del baño. De pronto no logré escuchar nada de modo que pensé que me habían dejado sola. Podía ser que ni siquiera hubieran sabido que estaba allí, escuchando a hurtadillas como si fuera... como si me importase... Salí con determinación porque creí que estaba a salvo. De espaldas a la puerta e ignorando el hecho de que estaba muy húmeda como para vestirme, me enfundé en mi ropa de dormir y me eché a un lado el cabello. Giré sobre los talones, decidida a marcharme.
Un ligero manto de vapor se movía por el cuarto, desapareciendo poco a poco. Y, luego de mirar al frente, me di cuenta de dos cosas: Nash estaba sentado en la banca de madera pegada del muro, frente al tocador, y yo tenía un pésimo sentido de la supervivencia.
Intenté caminar hacia afuera sin dirigirle la palabra, pero en el segundo en el que supuso que había escuchado el penoso suceso, logré sentir cómo ponía su mirada obscena sobre mis movimientos. Él no tenía idea alguna del decoro ni del pudor; su carácter chocaba con mis ganas de salir disparada cada vez que lo tenía al frente y, minuto a minuto en su cercanía, comenzaba a sentir... cosas. Muchas cosas. Cosas inexplicables y terroríficas.
—¿Te gusta escuchar platicas privadas, Dulcinea? —dijo.
Se había puesto de pie casi de un salto, interponiéndose entre la salida y yo. Desvié mis ojos de su congelante mirada para ver si tenía una oportunidad de escabullirme hasta la puerta. Pero, al parecer, no tenía intenciones de permitirme huir de su presencia. Lo supe cuando colocó sus manos sobre mis hombros y me recargó fuertemente en la pared, dando un par de pasos atrás y a un lado.
Comenzaba a sentir más frío del habitual gracias a que no me había secado el cuerpo. Mi pulso se aceleró en el instante en el que, como una idiota, levanté la mirada y tanteé la suya. Él irradiaba furia contenida; había entrecerrado los ojos y tenía una línea de expresión en la frente.
—Eres un neandertal, Nash.
Lejos de intimidarlo, lo que vi en sus facciones me obligó a reaccionar con temblores por todo el cuerpo. Tragué saliva, presa del desconcierto. Su mirada se volvió gélida en segundos y la línea de su frente se acentuó.
—Lo que yo creo es que tu cuerpo puede ser un buen escondite si lo que se quiere es encontrar un lugar privado, tibio y dulce. —Enarqué una ceja sin controlarlo, y él correspondió con una sonrisa despreocupada; aquel joven no se parecía en nada al que yo había escuchado minutos atrás con Cristin: este Nash era todo seguridad, estoicismo, y palabras crueles—. ¿Me concedes el privilegio de hacerte otra foto? Para mi colección.
Sí, la gente decía que Nash poseía un álbum, y que eso era lo que guardaba en el cuaderno que todos le habíamos visto llevar de un sitio para otro. Sin embargo, el sarcasmo que usó en ese momento me hizo dudar de la veracidad del rumor. Después de todo, y como había dicho Clarisa, era solo eso: un rumor en referencia de un alumno destacado.
—Estás demente —dije con un hilo de voz.
—Pensé que teníamos un acuerdo. A menos de que quieras un encabezado en el sitio de la universidad. ¿Te puedes imaginar eso? Jesús... No puedo imaginar nada más artístico.
—Quiero creer que no eres tan poco hombre —musité—. Tú no...
—No me subestimes —sugirió.
Pasó la yema de su dedo índice por la curva que se formaba entre mi cuello y mi mandíbula.
A pesar de que se podría haber interpretado como una caricia, yo la sentí como una invasión. Sus ojos, al notar mi desconfianza, se posaron en los míos tal cual si tuviera cosas que decir, pero en realidad era que —en una metáfora en la que él era una tormenta y yo una choza desprotegida— quería arrasar conmigo para solo dejar la huella de su paso.
—Tengo ganas de besarte. ¿Puedo? —Su voz era un mero susurro, soltado a pocos centímetros de mi oído.
—Definitivamente, no —dije.
—Y si no es un beso, ¿qué me puedes dar a cambio? —preguntó, inclinando la cabeza hacia mí.
Era más alto. Más imponente. Más seguro de sí mismo.
La ecuación no encajaba con nosotros dos en ella, pero, aun así, la electricidad manaba por doquier.
—¿Cuánto quieres? —mascullé por fin.
En lugar de responder, Nash se apoderó de mi boca moviendo sus labios en los míos; al principio, confiada de que no reaccionaría si me resistía a él, traté de sellarme de manera que no tuviera todo el acceso. No obstante, cuando me apretó más contra el muro y se ciñó a mis caderas, sentí que acababa de absorberme dos gramos más de cordura, y que esta se me escurría de las manos a causa de él. Me quitó años de energía en una caricia bruta, exigente, que no admitía reparos.
Una de sus manos, la derecha, ascendió por encima de mi ropa mojada hasta que, luego de frotar en un rozón mi seno, se vio sujeta de mi cuello; me inmovilizó durante segundos, sin dejar de besarme. Sin dejar de exprimirme. Hizo caso omiso, también, del lugar en el que nos hallábamos.
—No quiero dinero —me dijo al retirarse un poco.
Sus pupilas se dilataron. Había excitación en sus mejillas, que casi siempre eran de tono pálido; contrastaban con el bonito color de sus ojos y, aun así, mirarlo era como tocar lava ardiente con las puntas de los dedos.
Retrocedió un paso y, con algo que se sintió como delicadeza, me hizo girar en los talones. Pegué las palmas al muro, aterrada y, desgraciadamente, excitada por lo que aquello quería decir. Sus siguientes caricias significaron la pérdida de otro puñado de mis principios.
—Nash... por favor —gemí. Apreté los ojos ante la impotencia.
—Sabes que lo deseas —dijo, girándome de nuevo.
—No así —admití, consciente del peso de mis palabras—. No de esta manera. No por un chantaje.
El brillo de deseo que había en sus ojos se esfumó en un parpadeo. Miró alrededor, con aspecto confundido.
Perdido, quizás.
֫—No hay otra manera —musitó, bajando la vista hasta mí.
Tuvo que agacharse un poco para poder verme a los ojos. Y, cuando logró hacerlo, la abrumadora sensación de su mirada transformó el miedo en otra cosa. Nash se incorporó y, tras carraspear, dio dos zancadas lejos de mí. El vacío me rodeó; llegó para abrazarme ahora que su calor no estaba.
Continué mirándolo, preguntándome si podía intentar descifrar las emociones atrapadas en sus retinas.
—¿Entonces por qué vacilas? —le pregunté.
—Porque la verdad es que no me interesas para nada más que esto —murmuró.
Asentí.
Él se alborotó el cabello, y se marchó sin volver a mirarme. Hubo un momento, uno solo, apenas se marchó, cuando creí que estaba dolida por lo que acababa de decir. Me sentí... ¿triste? ¿Rechazada?
Culpable. Sí. Me siento culpable por desearlo.
Lo había deseado.
Con los dedos de la mano derecha me froté los labios, aún sensibles por el contacto de los suyos. El corazón me bombeaba con frenesí, confundido, derrotado; tomé el valor suficiente y, segura de que no iba a poder dormir, abandoné los baños.
Nash había venido a los dormitorios no a verme a mí. Sino a Cristin. Su conversación fue lo bastante clara como para que comprendiera que, entre ellos, existía algo. Algo para lo que, según él, yo no le gustaba.
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