Capítulo 44
En multimedia: The Sweeplings - Hold tight.
—Eíza me sugirió esto —señaló Cristin.
El rostro de Nash se tornó confuso; un halo de preocupación surcó su mirada. No había nada como entender perfectamente sus motivos; los años de silencio, la protección absurda entre él y su padre. Era una obsesión vívida, algo que, aún con la muerte de Emma, persistía hasta lo más profundo.
Hice un esfuerzo por impulsarme con las palmas de las manos, solo para llevarme la sorpresa de que las tenía lo suficientemente adormecidas como para que no hicieran caso de mi demanda. Apreté los ojos, incapaz de realizar otro intento. El cuerpo me pesó como si mis pecados se hubieran hecho tangibles y este fuera el momento preciso para que me pasaran la factura.
Mi interior palpitó en un último intento por defenderme de mí misma; mis culpas estaban saldadas. A decir verdad, Linda me había explicado (incluso yo lo entendía, gracias a mis lecturas), que el sentimiento de querer merecerte cosas malas —para expiación— era bastante común entre las personas con tendencias autodestructivas.
Sin querer, al comparar mi postura y la de Cristin, me pregunté dónde estaban las personas que le habían dado la vida; amigos, profesores, gente allegada que se preocupara por ella. Y descubrir que era una chica aislada, a merced de criaturas sin escrúpulos como los Singh, fue como despertar de la ilusión más horrenda de mi vida.
Yo fui afortunada por haberme percatado de las extrañeces que rodeaban a Nash, aunque no supiera quién era el autor intelectual de toda la barahúnda. Probablemente, él había interpretado bien su papel de chico malo, pero su padre había escrito el guion de aquella película.
—No es cierto —dijo Nasty, dándose media vuelta—. Di lo que quieras. Estoy hasta el hartazgo de esto.
—Imagínate —sonrió la muchacha—. El perpetrador harto de la carambola que ha creado.
—Perdona —se excusó Nash. No vi sus expresiones, pero estaba segura de que eran de indiferencia, o de que al menos aparentaba no estar afectado por el hecho de que su padre tuviera que ver—. Pero, ¿quieres culparme por algo que tú decidiste?
—¡Es que siempre te doy la oportunidad de rectificar!
—Imbécil —farfulló él, esta vez sí sacando a relucir la furia contenida—. Lo que tú quieres es que te diga mentiras; sabes, de sobra, lo que siento por ti.
Cristin volvió a sacudir la cabeza, en un asentimiento que le sacó más lágrimas. El caudal no se detuvo en los siguientes minutos; luego empecé a escuchar sus gimoteos.
Nash no estaba ni por asomo amedrentado por el cuchillo en la mano de su exnovia. O eso pensé. Hasta que vi que ella tenía la mano con el arma blanca detrás de la espalda. Lo más lógico era que La calamidad tuviese un poder de persuasión muy fuerte por encima de ella, y estaba segurísimo de él.
—Levántate —me exigió Nash, agachándose levemente para sujetarme los brazos. Hizo que me incorporara de un movimiento brutal y apresurado, como si estuviera urgido por hacerme espabilar.
No me importó.
A esas alturas, lo único que quería hacer era abandonar la escena; salir para siempre de esa obra de teatro era todo en lo que podía pensar. Las dos manos de Nash se asieron por mis hombros.
—Está diciendo la verdad —murmuré, la voz pastosa—. Tu padre...
—No quiero oírte... —me silenció él, jalándome para que diera un paso adelante.
Choqué contra su pecho duro, pero puse mis palmas en su torso antes de separarme de nuevo. Era cierto que no podía mantenerme de pie sin su ayuda. Sin embargo, no lo quería cerca. Todas mis células rehuyeron su olor, su cercanía.
Jamás lo había visto con tanta claridad: a él. Así, real como era. Pero siniestro. Tanto, que no hacía falta que dijera nada para que el miedo resonara en mí como aquellos cristales rotos del espejo en su habitación. Había un resquicio de Eíza en Nash. Y, por lo visto, no iba a renunciar a él. Era como una de esas maldiciones generacionales, que se rompen únicamente cuando eliges.
—No puedo hacer nada por ella —dijo, volviendo a dar pasos lentos conmigo a cuestas.
Negué dos veces, adolorida. Los músculos me temblaban por el frío.
—Sí, puedes.
—Bueno. Sí puedo. Pero no quiero —aseguró.
Su tono no daba lugar a objeciones.
Yo estaba a punto de vomitar. El efecto posterior a la droga hizo mella en mi estómago y me obligó a arquearme. Nash me sujetó por los hombros. Cuando oí un susurro venir de él, supe que si hablaba bajo no era para que Cristin no escuchara, sino para que a mí, sus palabras, me catapultaran de lleno al vacío de su interior.
—Nada hay, a menos que así se piense, que sea bueno o malo.
Clavé la mirada en la suya. Por uno de sus costados, vi que Cristin nos observaba y que empuñaba con mayor energía el mango del cuchillo. Me imaginé a mí misma con la hoja ensartada en la garganta o en el corazón. El dolor debía de ser similar a lo que sentía en esos instantes.
Otras veces había escuchado o leído testimonios acerca de lo que ocurre cuando sabes que te vas a morir; piensas en las cosas que hiciste mal, sobre todo. Piensas en lo que no dijiste, pero sí sentías, en todo lo que querías hacer, pero te detuviste por miedo.
Hice un conteo mental de ello; yo tenía buena relación con mi familia. Tenía una mejor amiga, un promedio excelente, una reputación con parches, pero era feliz. Y, por último, había compartido con un primer novio la sensación de saber lo que no se quiere en una relación. Me gustaba la monogamia. Nunca me pregunté si quería casarme, tener hijos; más allá de la graduación, de hacer un doctorado y poder dar la terapia que tanto me ayudó a mí, no poseía un plan acerca de mis relaciones afectivas y románticas. No obstante, sumergida en la mezcla de olores en el sótano, al lado de Nash y frente a Cris, me di cuenta de que, al tener la oportunidad de elegir con quién pasar un futuro, sin duda lo haría con Sam.
Si de algo me arrepentí mientras Cristin me sonreía y Nash volvía a instarme a caminar, fue de no habérselo dicho, y de haber desperdiciado dos años de mi vida creyendo que él se merecía a alguien mejor.
Al fin y al cabo, soy una persona, no un objeto. Y Sam nunca me ha juzgado.
—No puedo caminar... —acepté, por fin.
Las rodillas me flaquearon. Nash impidió, con su propia fuerza, que me desplomara en el suelo. Se inclinó para abrazarme, pero antes de que pudiera darse la vuelta para cargarme por completo, escuché los pasos de Cris dirigiéndose a nosotros. Mi pulso se aceleró a un ritmo de infarto. Gemí tan rápido y con tanta desesperación, que Nash siseó para acallarme.
No, no, no...
Cerré los ojos. Traté de pensar en las cosas buenas de mi vida, y me entregué a una suposición terrible. Nash me dejó en el suelo otra vez. Entonces sentí que el mundo se tambaleaba a mi alrededor.
Mi trasero golpeó el suelo con fuerza al tiempo que un gemido gutural abandonaba la boca de Nasha. Al caer e intentar detener mi peso en el concreto frío, una de mis muñecas sufrió una torcedura que me hizo gritar a causa del dolor. Eché la espalda atrás, acariciándome la extremidad de la que surgió un tono amoratado casi en el acto. Me imaginé que me había roto la muñeca.
Cristin estaba de pie, cerca de Nash; ella había retrocedido un paso. Él tenía un corte a la altura del codo... las gotas de sangre lo siguieron cuando se aproximó a mí.
—Ya basta —le dijo él, apuntándole con el dedo, y viniendo hacia mí más rápido.
Ignorando la herida de su piel, sujetó mi mano con delicadeza e hizo una mueca. Evitó mirarme a los ojos...
—Nash... —mi voz era penas un hilo lastimero.
Estaba sofocada por el golpe. Hice un esfuerzo para alcanzar aire.
Él no pudo volverse. Se quedó muy próximo a mí, de rodillas; se inclinó un poco más. Su frente y la mía se rozaron. Aquel rizo, el mismo que recordaba si mi intención era buscar las cosas bonitas en él, se deslizó hasta acariciarme la sien derecha.
Tenía casi todo su peso recargado en mi cuerpo, como si lo hubieran empujado.
Aturdida, escuché dos golpes más a sus espaldas. Una parte de mí estaba determinada a no mirar a Cristin. Pero lo hice. La miré justo en el momento en el que ella se erguía, cuchillo en mano, y me dejaba ver el rastro de sangre en la hoja. Ahora, toda ella iba disfrazada de salpicones de sangre.
Busqué, desesperada, la mirada de Nash al frente.
—No —gruñó él, la voz apagada, los ojos cerrados—. No mires.
Le escuché toser. Mientras se hacía a un lado para sentarse y recargarse en la pared aledaña, volví a entreabrir los labios; el llanto, la impotencia y el miedo se apretujaron en mí. Los ojos me ardían. Comencé a respirar con tanta dificultad que creí que iba a desmayarme.
Lancé una breve mirada a Cristin, que se limpió el sudor de la frente. También estaba llorando, pero a pesar del dolor que le suponía haberlo hecho, dijo—: Dijiste que lo intentara; libertarte de ella.
Soltó el cuchillo y subió las escaleras, tropezándose en una antes de desaparecer por completo.
Dejé caer la cabeza en el suelo, vencida por el sopor. Presa del frío y de la aflicción, me giré y apoyé la mejilla en el piso. Nash me miró.
—No lo va a conseguir —gimió; apenas pude escucharlo—. Pero... —Tosió dos veces seguidas, provocando que un ligero chorro de sangre le surgiera desde la boca—. Será mejor que no se lo digamos.
Los párpados me pesaban más segundo a segundo. Cuando vi que respiraba lento, supe que lo hacía para detener el fluido de su sangre.
Deseé que pudiera controlarlo. Pero entonces miré al suelo...
Desde la pared, en un río que lo había comenzado a rodear, apareció el telón final de una tragedia que no había escrito Shakespeare y que, en manos de Nash, había adoptado un significado más tormentoso.
Como el infierno.
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