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Capítulo 41




En multimedia: Sofia Karlberg - Welcome to the black parade (MCR Cover).






El alma está llena de sombras, y así es como se comete un pecado.

Sueñas con que te amen y mueres por amar. Ambos son pecados; pecados que la sociedad te obliga a cometer. Por los prejuicios; por las condenas; por las posiciones; por las categorías y las etiquetas. Por aquello que debiste hacer y también por lo que hiciste y lo hiciste mal. O lo que intentaste y no pudiste, y aquello que empezaste, pero nunca llevaste a término.

No tienes que hacer nada bien, ni nada mal, para que seas digno de alguien. ¿Estamos, al final de todo, hablando de un objeto, o de una persona? Lo único que de verdad hace una diferencia es tomar una decisión. A veces será buena, y a veces mala...

Había repasado muchísimas veces la introducción de mi propuesta de proyecto; no tenía ni la menor idea de cómo redactarlo sin tropezarme. Pero sí sabía lo quería contar en ella. Siloh conducía el coche por la avenida en la que se encontraba la clínica; un día antes me había realizado un estudio de sangre, cuyos resultados estarían listos, según la chica del laboratorio, hacía como dos horas.

Después comeríamos con Sam y Daryel. Mi madre estaba en algo con mi tía Margaret, lo que resultó bastante sospechoso. Pero no insistí al preguntar qué se traían entre manos. Cuando le llamé por teléfono luego de la última clase, Suzanne se había mostrado escéptica al creer que no tuviera más que una simple descompensación nutricional.

—Te apuesto la comida de una semana a que cree que te quedaste embarazada —era la primera vez en semanas que la escuchaba bromear, un poco más tranquila. Fruncí las cejas ante la desagradable sensación que me produjo el cuadro mío, embarazada—. Tu madre es extremista y paranoica —repuso Siloh.

No habíamos hablado de forma más abierta sobre su relación con Shona. De hecho, ni siquiera tenía ganas de preguntarle. No porque no quisiera apoyarla, sino porque, en cuanto a cosas del corazón, yo no me sentía la más indicada para dar un consejo. Tampoco me pensaba la más apta para hablar sobre los prejuicios que rodeaban su bonita relación con Shon, nuestra buena amiga. En realidad, me sentía más apenada por ella, pero me di cuenta de que afrontaba las dificultades surgidas en California, con mucha más madurez de la que me hubiera imaginado.

Así era ella. Capaz, firme, realista. Como pocas.

Shon era una de las mejores personas que yo hubiera conocido nunca. Se merecía ser feliz. De pronto, al mirar de nueva cuenta a Siloh, comprendí que tal vez no le podía decir nada para consolarla; pero sí le podía explicar a Kathy lo irrelevantes que eran sus juicios en contra de dos personas que se amaban muchísimo.

—Últimamente, el acto para crear bebés no es lo mío, ¿sabes?, pero no es algo que vayas diciéndole a tu madre.

—Suzanne no es puritana ¿o sí? —Siloh volvió a sonreír.

Hice una mueca.

Mi familia no era devota de ninguna iglesia. Pero creía en un puñado de valores obsoletos, como el matrimonio para toda la vida —que no se le había dado a mi tía Margaret— y la reserva de actividad sexual hasta que no se encuentra una pareja con la cual practicar la monogamia —que, estaba claro, no se nos daba a mi madre, ni a Daryel ni a mí—. También creían en la solidaridad, el respeto y la disciplina.

Yo había crecido rodeada de disciplinas varias. Pero, cuando me tocó ponerlas en práctica... Bueno, pues el recuerdo de eso quedaría grabado en mi memoria por el resto de mis días.

Resoplé. Siloh condujo el auto al estacionamiento privado de la clínica. Antes de apagar el motor, se volvió a mirarme, más cándida otra vez.

—Estoy pensando algo y, por favor, quiero que aceptes —dijo; enarqué una ceja en su dirección—. Ya sé que mi madre me va a regalar un departamento, y como también sé que no será sencillo para nada, me imaginé que podríamos vivir juntas.

Alcé mis dos cejas, me acomodé el cabello a los lados de los oídos (la humedad del ambiente me cobró su factura) e intenté decir cualquier cosa; lo que me salió, no obstante, fue un balbuceo muy vergonzoso. Todavía no le había contado nada a Siloh sobre mi pensamiento de tomar el máster en San Diego... Porque si lo hacía, sacaría sus típicas conclusiones.

A esas fechas, no tenía idea de qué pensaba sobre mí y su hermano, enfrascados en una de esas sumas complicadas que acaban dando resultados comunes. La mención de las sospechas de mi madre se hizo presente; a lo mejor, me dije, ella sí cree que estoy embarazada.

Por eso de que hacía un mes había estado en casa de los Mason, con Sam...

Apreté los párpados y suspiré. Ya no estaba mareada, pero me encogí en mi sitio de todas formas.

—Ehhh... yo. Siloh... yo estoy... —La miré, confundida. Ella se quedó mirándome con los ojos entornados. Carraspeé para poder hablar otra vez—: Estoy algo así como interesada en tu hermano. —Sus ojos, que no eran pequeños en lo absoluto, se abrieron con impresión. Cerré y abrí los míos, asustada—. Por favor, no te enojes...

Sentándose como antes, apoyó la espalda en su asiento y sujetó el volante del coche. Luego de que miró al frente y observó cómo una pareja salía de la clínica, puso su atención en mí. Mientras me examinaba, traté de imaginarme lo que estaba sintiendo.

Me planteé la posibilidad de que se opusiera.

—¿Estás segura? —preguntó, con gesto preocupado.

Sacudí la cabeza; me costó convencerme de que la había escuchado perfectamente.

Respiré dos veces para poder hilar mi siguiente oración...

—Sí. Mucho.

—No me malinterpretes —dijo ella—. Pero no quiero que te sientas obligada a aceptar una relación con él solo porque...

—Jamás haría una cosa por el estilo —repliqué, incrédula—. Ya sé que no doy buena impresión, Siloh. Lo sé. Soy consciente de que puedo no parecer sensata cuando tomo decisiones. Pero tienes que creerme cuando te digo esto: Sam no me está presionando. En lo absoluto. De hecho, creo que fui yo la que acabó por echársele encima. Él no parecía querer avanzar en ese aspecto y la verdad es que no lo culpo.

—Mi hermano no se atrevería a juzgarte. Y si lo hace yo voy a...

—¡No, no! —la silencié, divertida por la alarma en su semblante—. Dios, te amo mucho. —Como pude y en una posición muy incómoda, me estiré hasta ella por encima del freno de mano, para estrecharla entre mis brazos. Sentí que se reía en contra de mi pecho; un pedazo de mi vida cobró sentido allí, al saberla conmigo.

Nunca se lo había dicho. Que era mi mejor amiga. Oportunidades tenía a diario, mientras nos vestíamos, en las clases mutuas; también nos habíamos quedado en el campus un verano, y habíamos asistido a los mismos seminarios; después de analizarlo con una perspectiva muchísimo más sobria, fui consciente de que Siloh había atravesado conmigo la etapa posterior al chisme sobre la fotografía.

Igual que Shon, se había encargado de sacar mi trasero del hoyo.

Era como una cuerda...

—A mí me es muy fácil querer a tu hermano. Me lo pone tan sencillo. Con todo ese aburrimiento que se carga; con sus modales de hombre de oficina. —Sonreí, y ella me imitó—. Mi madre debe de pensar que estoy embarazada de él.

—¿Lo estás?

Negué con la cabeza. Abrimos las puertas y salimos del auto. Estábamos por adentrarnos en la clínica cuando escuché que Siloh le encendía la alarma. En un instante nos encontrábamos frente a la recepcionista, que se perdió detrás del mostrador para recoger mis análisis. Después, tenía que llevárselos al médico general para que me diera un diagnóstico.

Casi podía jurar que era algo sin importancia.

Mientras firmaba de recibido en una papeleta que me ofreció la enfermera, un hombre se aproximó a Siloh y le preguntó si era suyo el coche blanco cuya alarma se había disparado. Ella me dijo que se adelantaba. Una vez que me entregaron un sobre con mis resultados, regresé para ver que Siloh hubiera arreglado lo de la alarma. Pero, después de salir al estacionamiento, no la vi por ningún lado; el parking estaba vacío. Se encontraba ubicado cerca de un complejo habitacional, así que la calle no era concurrida.

Además, la hora no era de mucho tráfico.

Caminé hacia el auto y miré mi reloj en el teléfono. Estaba a punto de llamarle...

Me lo guardé dentro de la chaqueta y me dejé caer de rodillas al suelo. Siloh, sin conciencia y tirada en el piso frío, tenía una abertura en la frente; el corte cruzaba desde su sien izquierda hasta la parte superior de su ceja. Una hilera de sangre corría por ese lado de su rostro, empapándolo hasta la mejilla.

Habían transcurrido unos cuantos minutos nada más. Le sujeté la barbilla y verifiqué su respiración. Alcé la mirada para pedir ayuda a quien estuviera próximo, pero no se veía nadie, de manera que me erguí, y en cuanto estuve de pie enteramente para correr al interior de la clínica, no pude seguir avanzando.

—Entrégamelo —exigió Cristin.

La mano en la que llevaba un bate de béisbol en miniatura le temblaba. En la punta, el artefacto estaba revestido de un color carmesí.

Miré hacia la puerta trasera de la clínica. Arriba, en un ángulo imposible, se encontraba una cámara de vigilancia.

—¿Qué hiciste? —inquirí, en un hilo de voz.

Cristin le lanzó un vistazo a Siloh, pero no respondió. Dio un paso hacia mí, soltó el bate y se puso a hurgar en mi chaqueta; me sacó el celular y el sobre de los análisis. Vi que negaba con la cabeza; tenía los ojos desorbitados, las pupilas dilatadas. Estudié también su reacción, analizándola a detalle. Ella alzó el sobre y sorbió por la nariz. Su esclerótica se había inyectado en sangre y sus labios estaban partidos por la resequedad.

Comencé a suplicar en mi interior... Solo podía pensar en Siloh y en el golpe que le había propinado Cristin.

Por mi culpa.

—Camina —dijo, en un susurro.

Me negué. Levanté el mentón y, sintiendo la sangre en mi mano derecha (embadurnada al tocar la frente de Siloh), apreté los párpados, segura de que yo seguía.

Cristin se limitó a rebuscar en sus bolsillos.

El corazón me saltó dentro del pecho; la navaja era lo suficientemente grande como para atravesarme la yugular sin problema alguno. Cristin blandió la hoja de un lado a otro, admirándola, quizás para intimidarme.

—Entra en el auto —gruñó.

—Cris...

—¡Que entres en el maldito auto, Penélope! —estalló.

Pudo haber sido cólera teñida en sus palabras, pero en realidad era desesperación; la ansiedad hizo que mis terminaciones nerviosas se retorcieran de dolor. Un par de lágrimas se deslizaron por mis mejillas. Cada vello del cuerpo se me había erizado por el miedo, la angustia y la ira.

A pesar de todo, Cristin solo me provocaba lástima.

Lo que brillaba en sus ojos era pura y dolorosa ansiedad. Estaba enferma de algo. La entendía. Lo suyo, no obstante, parecía irreparable.

Una de mis profesoras me había hablado sobre los estados de fuga; su gravedad gradual, lo que los produce —un deseo, un trauma, un shock—. Era como padecer amnesia, cambiar de personalidad, crearse una identidad nueva y hacer todo aquello que no puedes cuando estás lúcido.

Tragué saliva. Cristin tiró de mi mano, me jaló los dedos y, en el dorso, realizó un corte rápido, insípido, y muy doloroso, aun así. Miró cómo salía la sangre, poco a poco, pero yo me quedé paralizada, observándola.

—Sube —señaló, la navaja llena de mi sangre.

La seguí. Deseé que ya alguien se hubiera dado cuenta en la recepción o en las cámaras de seguridad.

Pero nadie llegó.

Tuve que entrar; porque estaba aterrada. Porque era capaz de entender los alcances de un trastorno como el que tenía frente a mí. Me dejé caer en el asiento, y Cristin se inclinó sobre mí; entonces perdí toda la compostura.

De otro de los bolsillos de su abrigo gris, se sacó una jeringa pequeña; tenía un líquido transparente. Hice lo que mis fuerzas me permitieron; sacudí las manos en contra de las suyas, pataleé, le estiré los dedos. Pero, gracias a la energía que le otorgaba su adrenalina —probablemente inducida por una droga—, me fue imposible detenerla.

El pinchazo no dolió, ni el líquido adentrándose en mi torrente sanguíneo.

Supongo que lo que más duele de una tragedia, es saber que pudiste haberla evitado. 

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