Capítulo 37
M: Imagine Dragons - Demons.
Era muy probable que no fuera buena idea, pero casi me atraganté con la saliva. Mientras escuchaba cómo Sam y Daryel hablaban sobre pasar la navidad en Nueva York, junto con un par de sus antiguos compañeros, me detuve a pensar en la enorme incertidumbre que me causaba la idea de no tener una parte concreta dentro de su vida. Se sintió extraño el no saber qué iba a pasar después de que se marchara la semana entrante.
A punto de dirigirme a ellos —examinaban las habitaciones del departamento para Siloh— sentí que mi celular volvía a vibrar en mi pantalón. Rodé los ojos y me saqué el artefacto no sin sentirme hastiada de Cristin; toda la tarde había estado enviándome fragmentos de los escritos de Nash; tal vez como burla, tal vez como tortura.
Una vez que lo hube sujetado frente a mis ojos, la luz de la pantalla parpadeó, indicando una llamada entrante del mismo número; no le respondí. La llamada se cortó y, antes de que apagase el teléfono como era mi intención, otro texto se abrió paso en las notificaciones. Lo abrí en esta ocasión sin sopesar lo necesario que era darle una importancia que no se merecía.
No había ninguna novedad.
Tampoco lo entendí, ni siquiera cuando ella agregó una explicación; en realidad, era un comentario burlesco sobre el por qué Nash me llamaba Dulcinea. Antes, mucho tiempo atrás, me habría interesado saberlo, pero ahora mismo lo único que quería era escoger un departamento que quedase lo suficientemente cerca del campus.
Inhalé profundo para dejar de nuevo mi celular en el bolsillo de mi sudadera; Sam y Daryel se aproximaban a mí en ese momento, todavía riéndose acerca de un recuerdo; hablaban sobre una muchacha a la que le habían apodado de una manera ridícula, pero Dary aseguró que en su perfil de Facebook las cosas comenzaban a tornarse más... anchas y finas.
—Le sentó bien la gran manzana, te digo —añadió mi primo, mesándose el cabello.
Sam parecía verdaderamente incómodo; tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos admiraban el alrededor, distraídos. Yo me reí ante su falta de interés en el tema de la chica y sacudí la cabeza. Daryel me lanzó una mirada y, de manera teatral, extendió las manos.
Ojalá fuera un pariente normal...
—Me encanta —admití, con un hilo de voz.
—¿Todo bien? —inquirió Samuel, que dio un paso en mi dirección y frunció las cejas—. Estás pálida —sonrió.
Encogida de hombros, alcé la vista al techo para mirar, con un falso detenimiento, el candelabro de araña que colgaba allí. Otra vez hice una inspiración muy honda; no obstante, no logré reunir ni un poco del valor que se necesita para confesar que te estás meando de miedo. Al menos, en mi caso, sentía que mis piernas se convertirían en dos varas débiles, expuestas a un viento muy hosco.
Negué con la cabeza, impaciente por poder hablar.
—Tengo que cambiar mi número telefónico —susurré por fin.
Como Sam ya sabía por qué, aguardé por la reacción de mi primo.
—¿Por qué? ¿Ha sucedido algo en especial? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Quizás haya alguna relación entre las llamadas y el robo del móvil de tu madre —consideró Samuel, volviéndose a mí, en un tono monocorde—. Sea como sea, tú eres abogado, hombre, ¿no puedes hacer nada?
—Amigo —se rio mi primo—, soy abogado corporativo. Y trabajo en una inmobiliaria. Además, no me han dicho de qué me estoy perdiendo.
Sam me hizo una seña; dudé unos instantes hasta que me obligué a sacar el celular y estirar el brazo para ofrecérselo a Daryel, que contempló la pantalla sumergido en ondas emocionales de diferente calibre. Minutos después, cuando supuse que había leído lo suficiente como para sacar una conclusión, me lo devolvió, la cara hecha una máscara de suficiencia.
Pocas veces le había visto enojado; conmigo se portaba neutral en cuanto a mis errores. Adoptaba el papel del hermano mayor que yo no tenía, y si necesitaba de un abrazo en silencio, me lo daba. Esa era la mejor parte de él: a veces no teníamos que decir nada en lo absoluto para sabernos presentes. Era cosa de familia. O de nosotros solamente, daba igual.
Volví a leer un mensaje mientras esperaba uno de sus comentarios ampulosos. Sus palabras, por el contrario, hicieron que se me formase un nudo gigante en la garganta.
—Tengo un amigo que está de asistente en la fiscalía —murmuró, su voz plana, como si no quisiera que yo notase sus verdaderas emociones—. Pero, para que puedas hacer algo, tendrías que levantar una denuncia en forma. La rectoría y el decanato recibirían una notificación y...
—Estoy consciente de todo eso —lo interrumpí—. Y no me importa cuánto me cueste, tengo mucho miedo.
Hasta entonces no había sido capaz de descubrir que era víctima de un terror fulminante. A mis dos interlocutores, gracias al cielo, les bastó oír mi tono de desespero para comprender que no quería que nadie más se diera cuenta de cómo me sentía; porque es muy común que la gente sienta miedo, pero no es nada común que alguien quiera aceptarlo.
A mí, por ejemplo, siempre me asustó decir en voz alta lo mucho que se me dificultaban las relaciones interpersonales. Pero todo eso cambió cuando, por desgracia, conocí a Nash. Gracias a él, entendí una parte muy vergonzosa de mí misma: era mundana al final de todo. Nada me hacía especial para salir bien librada de una relación que solo tenía un intercambio de fluidos como vínculo principal.
Una relación que, como recién nacido a la madre que acaba de dar a luz, me había robado muchísimas horas de sueño.
—Esas líneas —Daryel cerró los ojos. Cada vez estaba más pálido—, ¿de dónde las sacó? Son perturbadoras, puede que románticas si te gustan Baudelaire y Rimbaud, pero...
—Son fragmentos extraídos del diario de Nash —dije. Mi propia irritación me tomó por sorpresa. Tragué saliva tan duro que sentí cómo mi tráquea, mi laringe y el resto de mi garganta, se contrajeron al mismo tiempo—. Cristin lo tiene, según parece. Me envía fragmentos mientras me explica lo que Nash quiso decir en ellos.
—Pues son palabras mayores; mezclas demasiado... sangrientas, si me permites decirlo —había un dejo de asco en voz, muy justificable.
A los poetas malditos se les conocía por escribir cosas que la gente, la mayor parte de ella, consideraban obscenas o fuera de serie. En esta época, el término ya no se le otorgaba a nadie. Ni siquiera a alguien tan emblemático como Nash; lo que escribía podía ser alguna prosa poética, pero a mí me causaba náuseas.
Daryel no conocía mucho a la Calamidad, salvo por los rumores de su generación, pero se notaba que le tenía un miedo reverencial; no quería subestimarlo. Me dije que ese debía de ser mi comportamiento a imitar próximamente.
—Como sea —murmuró Sam; volví del ensimismamiento justo a tiempo para darme cuenta de cómo me observaba—, lo importante es que tomes la decisión de apartarte lo más posible de ellos.
—Mañana podemos ir a la fiscalía, si quieres. Así nos orientan —Daryel alcanzó mis hombros y me dio una leve zarandeada.
Luego volvimos a hablar sobre mi madre y mi tía Maggs (que estaba muy molesta conmigo); afortunadamente para mí, cuando tocamos el tema de Siloh y Shon, las cosas parecían menos tensas. Ellas eran muy mayores para tomar una decisión en cuanto a lo que querían hacer con lo suyo; frente a eso, Sam se mostró firme: él no era nadie para juzgar a su hermana pequeña.
A su madre, como nos contó después, no la comprendía; nunca había sido del tipo de mujeres que dejan que la sociedad les diga qué hacer o cómo vivir una vida. Y ahí estaba la familia Mason, confundida respecto a la sexualidad de Siloh.
El teléfono de mi primo timbró y él se retiró para contestar. Sam y yo nos recargamos en el alféizar del enorme ventanal que daba una vista tremenda de Yale. Aquel era un edificio de proporciones medias, con quince pisos, ubicado en un barrio que ofrecía alojamiento estudiantil; a lo largo de las calles, había establecimientos de comida, cafés y lugares para poderse despejar.
No pude evitar sentirme cómoda mucho antes de decidir que quería vivir en ese mismo sitio.
—¿Hay más departamentos disponibles aquí? —pregunté.
Sam se lo pensó unos instantes, hasta que dijo—: Creo que sí.
Observé su perfil mientras mi mente hacía muchas divagaciones. La semana entrante se marcharía y yo no tenía ni la menor idea de qué estábamos haciendo. Tampoco se sentía correcto, pero preferí, una vez más, hacerles caso a mis sentimientos por él; tenía un semblante de preocupación en el rostro. Su piel, bronceada por el sol de San Diego, parecía dorada en contra de la luz del día.
La leve partidura en su mentón solo le daba un aspecto más elegante a su postura.
Escudriñé su silencio otros minutos; al final, tras volverse a mirarme y enarcar una ceja, me pregunté si podía darme el lujo de cruzar otra barrera con él.
—Así que, ¿Nueva York en navidad? —inquirí.
—Planes de todo tipo. Dary no tiene límite —Sam sonrió y sacudió levemente la cabeza—. Está interesado en esa mujer desde que cursábamos segundo, y se escuda haciendo bromas sobre ella. Menudo patán.
Sonreí, miré al frente y comprobé que iba a extrañar vivir dentro del campus. La biblioteca memorial de la universidad se alcanzaba a ver desde aquí, aún rodeada por los arces y los castaños. Intenté buscar en los jardines contiguos alguna de las siluetas de los senderos, pero mi visión no daba para tanto.
A mi lado, Sam emitió un enorme suspiro.
—Escucha, Pen —dijo—. Sé que es inapropiado que te lo diga, pero...
—Le dije a Myers que no me amenazara con quitarme la posibilidad de un máster —atajé, y continué de inmediato—; mi plan de repuesto es mudarme a San Diego para buscar en dónde ejercer. O, al menos, buscar en dónde tomar la especialidad que me interesa.
Le platiqué sobre ello. Le dije que una de mis profesoras daría un seminario el próximo año, al final del curso, y que podía empezar por ahí. Su semblante no auguraba nada bueno; no me decía nada. Se quedó estoico, escuchándome con atención, al tiempo que examinaba mi rostro mientras yo hablaba sin detenerme.
Al cabo de varios minutos, Daryel regresó a la estancia y, después de decirle que me interesaba el edificio —la hermosa vista—, nos indicó que lo siguiéramos a uno que disponía solo de dos habitaciones, pero que se encontraba al final del pasillo. Fuimos detrás de mi primo en total silencio; ahora, tras no haber recibido una respuesta por parte de Sam, me sentía un tanto incómoda.
Los restos de la acidez desparecieron en el momento en el que deposité mi mirada sobre New Haven; colonial, prestigiosa y llena de curiosidades. Desde el departamento se obtenía, tal vez, una de las mejores vistas para dibujar; yo no dibujaba, y no quería ni intentar, pero conocía de ángulos tanto como para darme cuenta de que, a un artista, aquello le resultaría afrodisíaco.
—¿Qué dices? —inquirió mi primo, dándose importancia.
Era perfecto, pero me limité a esbozar una sonrisa y asentir.
Escuché cómo Daryel nos hablaba sobre los servicios del edificio, el vigilante y el sistema de cámaras con el que contaba. Ya que le prometí que esa misma tarde le tendría una respuesta, dejamos el lugar y Sam y yo nos marchamos en su auto; Dary tenía que ir a trabajar; principalmente, tenía que preparar el papeleo del departamento para Siloh.
Pensando en ella fue que me percaté de que Sam no me había dicho cómo se sentía su madre al respecto aún, pero di por sentado que se le pasaría cuando no se negó a comprar un regalo de cumpleaños tan ostentoso para su hija.
Afuera de Stiles Hall, Sam detuvo el automóvil. Antes de tomar la manija de la puerta, miré al frente. Shon y Siloh hablaban —la charla parecía muy acalorada— en la escalinata de la construcción. Ambos las observamos durante unos minutos. A mí me hizo sentir incómoda el ver cómo Siloh, en cuanto Shon le dio la espalda y se marchó por el sendero izquierdo, se dejó caer en uno de los escalones y se llevó las manos al rostro.
Entonces volví mi atención a Sam, que escudriñaba la silueta encogida de su hermana.
—Yo voy con ella. No te preocupes —le aseguré.
Tal vez para agradecerme o como una despedida más formal, él se inclinó un poco hacia mí; me dio un beso suave sobre la mejilla. No se apartó tanto, pero sí lo suficiente para poder mirarlo a los ojos —me fue imposible no hacer un breve repaso por sus labios, de apariencia algodonosa—; alzó una mano para tocar la punta de mi nariz.
Intenté sonreír, pero me sentía demasiado acalorada allí dentro como para hacer cualquier cosa.
—Trato de estar a la altura de la situación, y no puedo. Mi madre se está portando tan mal. Me temo que, conociendo a Shon, nunca obligará a Siloh a pelearse con ella. Estima mucho las relaciones de este tipo como para sentirse culpable, estropeándolas.
—Shon no ha estropeado nada, ¿ella te lo dijo? —pregunté, confundida.
—Fue muy vaga al respecto; cuando llegué, nos tomamos un café para hablar sobre Siloh —susurró él.
Dirigí la mirada a la rubia de las escaleras. Ahora tenía la cara entre las rodillas. Debía de irme ya si quería asegurarme de que sus trocitos cayeran en mis manos.
Así como ella había hecho en más de una ocasión: recoger mis piezas y unirlas.
—El que tú las apoyes ya hace una diferencia enorme, Sam —murmuré; levanté la mano y la puse en su mejilla, medio rasposa por un afeitado reciente—. Estoy orgullosa de ti, por ello.
—Un paso a la vez —suspiró, al tiempo que regresaba a su lugar.
Sujetó el volante del coche con ambas manos y miró al frente, con aire introspectivo. Si se sentía culpable, yo no podía hacer nada para cambiar sus pensamientos. O quizás no debía decir nada; porque Siloh significaba mucho para mí, y su felicidad era un logro que necesitaba de atribuirme en mi lista de pendientes.
Con la mirada clavada en Sam, me imaginé lo que Kathy tendría que escucharle decir para que cambiase de opinión.
—Tu madre nunca me ha juzgado por lo de la fotografía. Deberías ponerlo como ejemplo —dije.
El semblante de Sam se ensombreció, pero me mantuve firme en la decisión de que la gente a mi alrededor también podía sacar algo bueno de mi experiencia.
—Son cosas diferentes.
—No, no lo son. Tu hermana es mucho mejor ser humano que yo —aseguré.
Sin dejar de mirar al frente, Sam respondió—: El problema de mi madre es el tabú gay, Penélope.
—¿Alguna vez le dijiste que tuvimos intenciones de ser algo más que amigos? —pregunté, temerosa de oír su respuesta.
Se giró para mirarme y esbozó una sonrisa dulce, me di cuenta de lo mucho que me gustaba estar cerca de él; para bien o para mal, se sentía como si el puente que habíamos dejado inconcluso tiempo atrás, por fin estuviera abriendo sus puertas de nuevo; comenzaba a reconstruirse lentamente.
Eso, por mi parte, ya era decir mucho.
—Si alguien de mi familia no se dio cuenta —comentó él, su mirada puesta en mí—, eso quiere decir que tienen problemas de la vista.
—Excelente —dije.
El rubor de mis mejillas no se hizo esperar. Sam soltó una risa que a mí me provocó un escalofrío.
—¿Por qué le mentiste a Myers? —masculló él, cambiando la conversación de tajo—. Sobre el máster, niña.
Después de hacer una inspiración, me animé a decirle—: Fue un impulso. Quería parecer segura de mí misma y al desear eso, el primer sitio que se me vino a la cabeza fue California. —Parpadeé varias veces, consciente de que el ambiente estaba cada vez más tenso: Sam no dijo nada, y yo agregué—: Te lo aseguro, es algo que mi cerebro asocia de manera automática ya. Como un mecanismo de defensa. O sea, no lo dije para mentirle, sino para hacer una elección. Tú me entiendes.
Él carraspeó y miró al frente. Seguí la dirección de su mirada: y allí, junto con Siloh, estaba Nash. Gracias a la luz solar, su cabello oscuro parecía más negro que nunca. También se veía más alto en esa postura de seguridad. Mi estómago respingó apenas notarlo; lo que sentí a continuación fue una mezcla de confusión, enojo y miedo.
Sam abrió la puerta del auto, y yo lo imité.
Nos unimos al caminar hasta las escaleras, pero me vi en la necesidad de sujetar su mano para evitar cualquier exabrupto.
Siloh nos observó, atenta. En ese mismo momento, quizás al percatarse de lo que veía mi compañera, Nash me miró por encima del hombro; hizo eso de examinarme a detalle y luego, vacilando, clavó su mirada profunda en la unión de manos que afiancé cuando me sentí expuesta.
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