Capítulo 35
M: Snow Patrol - Chasing cars.
Maggs mencionó a una decena de abogados que me podían dar una orden de alejamiento para que pudiera obtenerla en favor de Cristin, y de Nash. Les había contado lo ocurrido de aquella tarde, el casual resurgimiento de las fechorías de Upsilon y el novedoso interés que presentó Nash porque me guardase el nombre de Clarisa.
Una parte de mí se arrepintió de habérselos dicho: mamá quería hablar con el rector de la universidad. Ni siquiera había pensado en ir con el decano, sino que ella consideraba la amenaza de Cris la mejor manera de comprobar que la escuela no cumplía su labor enteramente.
Mi otra parte decidió quedarse callada, porque, a decir verdad, no tenía manera alguna de resolver nada sin la ayuda de mi familia.
—Encima me quedé sin teléfono —comentó mi madre.
Parecía león enjaulado.
Arrugué la frente para observarla con más atención, confundida por lo que acababa de decir.
—¿Cómo que te quedaste sin teléfono? —inquirí.
Yo deseé que fuera una casualidad.
Suzanne me miró durante un par de segundos y al final, con gesto de aflicción y los brazos cruzados en el pecho, me dijo—: Pues ha sido lo único que despareció de mi bolsa, cuando me olvidé dónde había aparcado el auto del aeropuerto.
Eso le dijeron las autoridades. El guardia del fraccionamiento no recordaba haberlo visto salir, y las cámaras de vigilancia habían comprobado la teoría; pero mi madre aseguró que sabía muy bien dónde había dejado del auto. Yo preferí, en ese sentido, no jugar a llevarle la contraria, pero tampoco me lo creí del todo.
A veces podía llegar a ser despistada y olvidadiza. Sin embargo, la noticia de que su teléfono había desparecido en ese lapso, me hizo consciente de que quizás no estaba mintiendo. Jugué con mis dedos al tiempo que contemplaba la cara de rareza que había puesto Daryel.
—Mamá, un abogado va a necesitar de pruebas para presentar delante del juez —dijo.
Tía Margaret se volvió hacia su hijo y, con las manos en la cadera, sacudió enérgicamente la cabeza, como si no pudiera creer que le estuviese llevando la contraria.
—Tal vez lo exageré —murmuré. Clavé la vista en el suelo y emití un gemido; me dolía la cabeza por tanto pensar—. Estaría conforme con mudarme del campus, y listo.
No quería levantar la mirada; sabía que me iba a encontrar con expresiones llenas de preocupación. Y no tenía ánimos de enfrentar nada semejante; pero parecía que su deseo era obligarme a permanecer en la intemperie de una situación que nos sobrepasaba. Mientras ellos discutían sobre lo que era mejor para mí, escuché la voz de mi interior.
Linda me había dicho en repetidas ocasiones que ninguno de mis allegados podía tomar una elección por mí, aunque me doliera decirlo en voz alta. Mi tía y mi madre aseguraban que podían mover un par de influencias para que la orden saliera sin necesidad de presentar una prueba contundente; bastaría con mi palabra y mi tranquilidad sería el resultado.
—No voy a mentir delante de un juez —murmuré.
En lugar de mirar a mi madre, busqué el rostro de Sam entre los presentes. Se encontraba sentado en el apoyabrazos del sofá más grande. Tenía los brazos alrededor de su pecho y me observaba con aire dubitativo. Esbocé una sonrisa trémula y él torció una también. Me inyectó un poco de energía, así que me atreví a volver la atención a mi madre.
Su cara era de confusión, pero estaba de pie a un par de metros de distancia. Aguardó pacientemente a que yo quisiera hablar.
—Puede que sea lo mejor, cariño. No es lo más ético, y... —se excusó mamá.
—Sí, no es ético. Pero esa no es la razón por la que me estoy negando a cometer perjurio —le respondí, hundiéndome en mi sitio.
La voz de mi tía Maggs llenó el espacio de la sala. Fue un siseo por parte de Dary lo que la hizo callarse. Mis ojos se anegaron en lágrimas en cuanto oí que mi tía mencionaba que había cosas que sucedían porque una se las había buscado.
Mamá la miró con un aspecto amenazante.
—Penélope no tiene la culpa de que la chica esté tan perturbada —dijo Sam, interviniendo.
—Y de todas formas la única manera en la que podemos evitar que la molesten es si ella así lo desea —replicó Maggs.
En ese momento, la paciencia de Daryel estalló. Lo vi ponerse de pie para quedar justo frente a su madre. No me sentí orgullosa al escuchar cómo le hablaba:
—Me importa una mierda la reputación de la familia. ¿Entendiste o no lo que le dijeron a Pen? La hija de tu hermana, me permito recordarte.
—¡Claro que lo entiendo! Pero me doy cuenta de que, sean cuales sean sus motivos, siempre intenta buscar la forma de que no embarremos al susodicho —insistió mi tía. Se llevó una mano a la frente y, tras hacer un ademán de indiferencia, se dio la vuelta para decir—: Necesito un trago.
Vi que se contoneaba al alejarse de la estancia. Mi madre se había desplomado en el sofá en el que se encontraba Sam. Él, en su misma postura, negó con la cabeza, tal vez para sugerirme con un silencio y una mirada que guardara mi lengua. Quizás eso era precisamente lo que tendría que haber hecho; pero no pude.
Me levanté, inhalé profundo y, mirando a mi madre, dije—: Voy a salir del campus sin hacer ninguna denuncia. A Myers le diré que estoy en todo mi derecho de guardarme lo que sé porque, en su momento, a mí no me prestaron la ayuda que pude haber necesitado. Y, si no te importa, mamá, preferiría que respetaras mi decisión al escoger dónde voy a vivir.
Di un paso lejos de ella e ignoré su gesto de estupefacción. Luego cerré los ojos y, al abrirlos, me acerqué a Sam para pedirle que me llevara de regreso a mi edificio.
—¿Quieres que te enseñe mañana los mejores sitios cerca de Stiles Hall?
Asentí hacia Daryel. Mamá se puso de pie y se acercó para abrazarme. La rodeé con mis brazos e inhalé profundamente su aroma.
—¿Vas a vivir sola? —inquirió ella.
—Si te hace sentir mejor, quiero algo que tenga dos habitaciones para cuando estés en la ciudad.
Al instante, su semblante cambió de tono e intensidad. Se obligó a sonreír mientras yo le juraba que iba a estar bien. También me mencionó que no quería marcharse sin saber que todo no era más que una falsa alarma.
Seguida por Sam, caminé por el corredor de la casa y salí al porche. Oí que Dary también trataba de tranquilizar a Suzanne. Habíamos acordado que no haríamos nada hasta que yo me presentase en las oficinas centrales de mi facultad para dar mi versión de los hechos sobre las fotografías esparcidas en mi habitación.
Iba a lanzar una moneda al aire con eso.
Tras despedirme de mi madre, y de mi primo, entré en el auto que conducía Sam; una vez dentro, deglutí saliva con mucha fuerza y aferré los bordes de mi abrigo a las manos. Empuñé entre mis dedos la impotencia que me provocaba el no poder controlar mis emociones; estaba comenzado a cansarme de que todo mundo creyera que Nash era mi punto álgido en la presente situación.
Traté de convencerme de que no era mi culpa que la gente a la que amaba desconfiara de mí, y que tuvieran tanto miedo de que ignorara otra vez el acoso del que antes había sido víctima. Hacía dos años, si hubiera querido, las pruebas tangibles —el gato decapitado y mi foto subida al internet— hubieran bastado para dejar huella sobre la carrera de Nash.
Pero yo no quise. Ni quería hacerlo todavía. Por eso me sentía tan culpable al respecto. Y, no obstante, era Cristin la que me causaba más incertidumbre; le tenía una aversión inexplicable; de esos sentimientos que germinan cuando tratas de comprender a alguien que solo te ha infringido daño.
—Es una estupidez —murmuró Sam; conducía por la calle principal del fraccionamiento, a una velocidad disminuida. Mi corazón bombeaba en mi pecho, dormido, como si no tuviera ganas de alimentar mi flujo de sangre. Le lancé una mirada de soslayo a Sam, y volví la vista a la calle de inmediato—. Lo que dijo Margaret: tú no tienes la culpa de absolutamente nada.
Sonreí.
A veces, Sam podía ser muy galante. Pero ese particular defecto suyo, el de querer adornar todo con flores, no me gustaba nada.
Se lo dije ya...
—¿No estábamos jugando tú y yo a la sinceridad mutua? —pregunté.
—Lamento que tengas pensamientos tan malos sobre ti misma, Pen, pero no te estoy mintiendo; diría lo mismo de mi hermana o de mi madre. —Sam suspiró, como si estuviera cansado, pero por fortuna continuó enseguida—: ¿Por qué le tienes que pedir perdón a la sociedad cuando no ha hecho nada más que atormentarte? —Vi que apretaba los dedos al volante, hasta que se le pusieron blancos los nudillos—. En lo personal —prosiguió—, me basta con que enmiendes tus errores: eso demuestra que los aceptas como tales.
El nudo que habitualmente se me formaba en la garganta, al tocar el tema de dichos errores, se hizo más grande; entonces recordé las palabras de Linda respecto a lo que se siente atravesar el muro de contención que divide al país de la gente sana y al de la gente con tendencias autodestructivas.
Una vez, gracias a ella, descubrí que mi más grande anhelo era poder llamarme autosuficiente. Pero me di cuenta de que ese mismo anhelo me hizo ponerme una venda en los ojos; una vez, además, pensé que podía ayudar a que Nasha diera el paso correcto: confiar en mí. Y él decidió no hacerlo. Porque, ¿cómo confías en alguien que está igual o más indefenso que tú frente a sus propios fantasmas?
—¿Cuáles son los errores que cometí, según tú? —dije.
Eché la cabeza atrás.
Sam ladeó el rostro y puso el codo en la puerta, sin dejar de conducir.
—Actualmente, creo que te martirizas demasiado con esto de las terapias; me atrevería a decir que no las necesitas tanto como piensas.
—Eso es muy cruel, Sam —mascullé.
Él negó con la cabeza, al tiempo que decía—: No me lo tomes a mal. Lo que trato de decirte es que no tienes que ser lo que la gente espera. Si eso es lo que quieres, me temo que no lo vas a conseguir nunca.
—Mi terapeuta no me exige nada —dije. Sam sonrió. A mí me alivió que no estuviera enojado como mi tía o triste, como mi madre. Su aire de valentía me infundió unas ganas inmensas de romper el protocolo marcado para recuperar el tiempo que habíamos perdido, pero las retuve como a un bicho indeseado. No era el momento, así que me limité a espetarle—: Pero tienes razón. Hace dos meses que me dice que puedo tomar la elección de terminar la terapia.
—¿Y por qué no lo has hecho? —se interesó él.
Estaba segura de dos cosas; la primera tenía que ver con Sam, por supuesto: sobre su interés por mí, sobre su apoyo, sus sonrisas diáfanas; o tal vez todo eso era un resumen inconexo de lo que yo sentía por él y no quería aceptar. La segunda, no menos siniestra, era referente a mí: al miedo que me daba no ser lo que siempre había deseado.
Confesarle eso a Sam era mostrarle mis fragmentos: los débiles, los que me obligaban a estudiar psicología.
—Tengo miedo.
—Como toda la gente —susurró él.
Detuvo el automóvil en un semáforo. Casi llegábamos al complejo estudiantil.
Con el pretexto de estar detenidos en mitad de la calle, ambos buscamos la mirada del otro. La oscuridad del coche era de mucha ayuda; ocultó, por ejemplo, mis mejillas sonrosadas por el calor oportuno de estar expuesta.
—¿Cuándo te marchas? —pregunté.
—La próxima semana. El viernes. —Sentí que sus dedos tiraban de los míos; era una caricia sutil y suave, como su ligera aproximación—. ¿Por qué lo preguntas?
—Tal vez podamos tener una cita más convencional. De esas que se te dan a ti —le dije.
No respondió nada, sino que sonrió y volvió su atención al frente, adonde el semáforo anunció que podíamos continuar.
Cuando el auto entró en el estacionamiento trasero de mi edificio, le conté a Sam que al día siguiente iría a la oficina de Myers y le daría a conocer mi opinión sobre todo aquello. Él se bajó del auto y me acompañó hasta la entrada de los dormitorios. Una vez estar en la puerta y mucho antes de que él se pudiera despedir, vimos una silueta que atravesaba el jardín delantero.
La luz del farol golpeó su rostro, de facciones duras y con un rictus de frustración.
Era Eíza Singh, y llevaba en las manos el cuaderno negro, de piel, que yo conocía perfectamente.
El diario de Nash.
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