Capítulo 34
M: Mikky Ekko - Feels like the end.
Afortunadamente, dormí bastante bien anoche. Por la mañana, cuando desperté para asistir a mis clases habituales, tuve la certeza de que iba a tomar la decisión correcta respecto a Cristin. A su visita. Podía no significar nada, o bien podía significar mucho. Pero lo cierto era que no poseía ningún ánimo de seguirle la corriente. Le conté a Siloh sobre mi cita con su hermano, esperando que no se opusiera.
Se mostró muy respetuosa en cuanto a ello, pero sus mohines anunciaron una ilusión que yo ya conocía.
Tampoco me importó que malversara mis intenciones con Sam. A decir verdad, en cuanto a él, no había mucho que decir. Iba a contarle sobre Nash y punto. Siloh también creyó que era lo mejor para mantenernos a raya en todo ese embrollo, cuya índole y gravedad nos eran desconocidas todavía.
Nos marchamos a las clases de cada una sin decir más... En el fondo, deseé con toda mi alma que me creyera (acerca de que no me importaba lo que había dicho Nash).
—Todo esto durante una semana —dijo la profesora de mi curso de psicología positiva.
Me había costado mucho decidirme a tomarlo, pero, gracias a Daryel, que había sido uno de los primeros en anotarse durante su generación, tenía muchas ganas de saber qué pensaba una psicóloga hecha y derecha sobre el cómo conseguir la felicidad. Hice un par de anotaciones antes de que ella diera por terminada la clase y, tras levantarme de mi sitio, eché un vistazo alrededor.
Los alumnos comenzaban a dejar sus sitios, en mitad de pláticas que estaban en pro y en contra de la lista que nos había pedido la profesora que hiciéramos como proyecto aquel mes.
Cuatro semanas escribiendo una lista de las cosas que nos hacían sentir agradecidos. Mentalmente, al dejar el salón, fui enumerando aquellos detalles de mi vida que se habían convertido en pilares para mí. Como, por ejemplo, mi familia. Aunque mi madre estaba ausente la mayor parte del tiempo, siempre se aseguraba de llamarme cada tercer día, o yo lo hacía también.
Pero había aprendido a comunicarme con ella de manera que el lazo que nos unía no se tensara ni amenazara con romperse. La docente había dicho que no hacía falta tener una lista enorme; sino que bastaba con ser consciente de que, dos o tres de ellas, eran más que suficientes para ser feliz.
Abandoné el recinto de la escuela todavía hundiéndome en un par de recuerdos. El sol despuntó a lo largo de los jardines frente a mí, así que engurruñé los párpados para intentar protegerlos de los rayos. Había quedado de que estaría afuera del campus a las tres en punto; Sam me esperaría en el estacionamiento ubicado justo detrás de mi edificio. Me dije que aún tenía tiempo para recogerme el cabello y dejar mi bolsa escolar en la habitación.
Corrí por las escaleras, impresionada por el latido de mi corazón mientras me acercaba. La consternación se cernió a mí en cuanto vi que Cristin se encontraba de pie junto a mi puerta.
—Vaya —dijo, sonriente, al tiempo que examinaba su reloj—, qué demora, Penélope.
Lucía ojeras muy pronunciadas. Su cabello oscuro iba colocado en un moño desprolijo, a la altura de sus oídos. Aun así, no era su apariencia física, de cansancio, lo que hizo rechinar mis dientes. Sino la marca que tenía alrededor del cuello. Era un signo muy claro de una caricia para nada civilizada.
Al notar mi escrutinio, Cristin se encogió de hombros para que el cuello de su camisa le cubriera las líneas amoratadas. Su estatura le permitía mirarme hacia abajo sin problema alguno. Pero de cualquier manera, la chica parecía estar lejana a ser la criatura aprovechada que una vez arrojó café caliente sobre una de mis manos.
No evité sentir algo que no se le debe dar a nadie, aún en las peores circunstancias: lástima.
El sentimiento se arraigó en lo más profundo de mi ser mientras la rodeaba a ella para abrir mi puerta. Seguí examinándola con precisión, preguntándome qué me diría si tratara de hacerle preguntas referentes a los hematomas que rodeaban su cuello. Acabé por comprender que su presencia allí significaba algo terrible. Y, por eso, evadí su mirada y abrí la puerta, para adentrarme sin esperar nada por su parte.
—Myers, es seguro, te va a preguntar quién subió tu foto al internet —murmuró a mis espaldas—, de modo que, una vez que te conté que fui yo, debería de quedarte claro que si...
—No voy a decir nada —dije, tras suspirar.
—¿Y vas a permitir que esto se quede así? O sea, no debe de ser agradable que la gente te recuerde lo que hiciste en el pasado. Mucho menos si hay pruebas fidedignas de que no solo las becadas se convierten en putas.
Quizás si no hubiera estado sumergida en mis pensamientos acerca de la horrible apariencia que tenía, me habrían lastimado sus palabras. Pero noté, casi de inmediato, que le había impreso un veneno muy particular.
Entrecerré los ojos para admirar su semblante, ahí recargada en el marco de la puerta donde se hallaba.
—¿No estás preocupada por el hecho de que Nash fue quien tomó esa fotografía? Podrías perjudicar gravemente su carrera.
—Lo sé —admitió ella. Miró en otra dirección que no fuera mi rostro. Yo me encontraba junto a mi cómoda. Iba a sacar una blusa más ligera, después de haber dejado la bolsa en la cama—. A veces necesitas gritar más fuerte para que las personas entiendan... Y no me refiero a él.
Volví a mirarla con gesto inquisitivo. Ella no se movió ni trató de acercarse. Comenzaba a confundirme. En sus facciones, no había nada más que ansiedad, frustración, y emociones retorcidas. Tal vez la observaba con un ojo que no debía de otorgarle, pero me fue imposible no culpar a Nash por su estado de perdición.
Una parte de mí me pidió que no fuera extremista, y también me susurró que mi balanza siempre se inclinaría imparcialmente si se trataba de inculpar a Nash por cosas tan tórridas como volver dependiente a una persona.
No.
No es culpa de él, ¿o sí?
Mi terapeuta dijo que una persona manipulable, usualmente no se da cuenta de que está siendo manipulada. Hasta que es demasiado tarde.
—¿Te refieres a mí, entonces? —le pregunté—. Porque no tendría sentido...
—Para mí, sí que lo tiene —refutó Cristin, más ansiosa—. Es que, aunque el amor sea enfermizo y cadencioso, no deja de ser amor.
—Sí, claro —me reí—. Desearía poder quedarme, pero tengo una cita muy importante y no puedo retrasarla.
—¿Con Sam? —susurró.
Hice de mi cabello una coleta alta, me quité los tenis que llevaba puestos y me calcé con unos zapatos de suelo que tenía a la mano. El corazón me palpitó más fuerte al saber que Cristin ya se hacía una idea de mi itinerario. Respiré profundo, mirándola, y negué con la cabeza.
—¿Qué ha pasado para que ustedes vengan, de nuevo, a joder conmigo? —inquirí.
Cristin no dijo nada durante varios minutos. En mitad de su silencio, oí las murmuraciones de varias chicas en el corredor. Nadie se detuvo a echar un vistazo al interior de mi pieza y fue entonces que me percaté de que el aspecto de Cristin daba miedo.
Le tengo miedo...
Tomé mi teléfono, mi billetera y me planté delante de ella; cuando estuve demasiado cerca, su semblante cambió a uno analítico, de consciencia.
—¿Sabías que, en cinco páginas de su diario, Nash te describió completa? —dijo.
Yo solo había leído una página. Y eso había sido suficiente para quedarme asustada, pasmada y llena de interrogantes. Esa era la razón por la que estaba dispuesta a creer en Cristin. La tristeza —¿o era impotencia?— brilló en sus ojos. Sacudió la cabeza y sonrió.
No era aterrador que Nash hubiera escrito algo sobre mí, pero sí lo era el saber que a Cristin le importaba mucho.
—La verdad no me interesa nada que tenga que ver con él —dije, con voz tembleque.
—Acabas de preguntarme qué ha pasado para que hayamos vuelto a joder contigo —murmuró ella, moviéndose al exterior de la habitación. La seguí y cerré la puerta detrás de mí, tratando de que no me viera las manos: me temblaban horriblemente—. Y ese es el maldito problema; con él parece que el tiempo no pasa. ¿No lo ves?
Sin parpadear en lo absoluto, estudié su postura, el cómo se abrazó a sí misma a continuación y cómo sus rasgos se llenaban de melancolía.
Di un paso hacia el lado derecho del pasillo. Tomé una inhalación fuerte antes de decirle, para irme por fin—: Lo que yo veo es que tienes un problema grave de obsesión con un tipo que no merece la pena.
—¿Qué sentías tú al estar con él? —preguntó.
Le di la espalda y, con la mirada puesta en las escaleras, medité su pregunta.
No quería responderla, pero lo hice. Me armé de valor y, segura de que de ello dependía algo muy importante, dije—: Sentía que estaba vacía y que solo él podía llenar eso que me faltaba. —La miré por encima del hombro, me había dado alcance—. Pero era una mentira, Cristin.
—No para mí —me silenció—. Esto es como una enfermedad, ¿sabes? —se rio. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla derecha, la que quedaba a mi vista. El pecho se me comprimió al entender que la ayuda que ella necesitaba, Nash nunca iba a poder dársela—. Lo que yo siento por él, lo que él siente por ti. —Resoplé—. Lo bueno de todo: dicen que, muerto el perro, se acabó la rabia.
Me miró una última vez antes de empezar a bajar las escaleras. Yo, en cambio, sentí que las piernas no me respondían. ¿Aquello había sido una amenaza? ¿Para mí? ¿O era para Nash?
Llena de consternación, bajé uno en uno los escalones, sintiéndome entumecida y con las ideas embotadas. Un par de compañeras me saludaron a través del trayecto. No hice mucho caso de ellas, ni de sus intentos de pláticas; lo único que quise con todas mis fuerzas, fue salir de allí porque la asfixia previa al miedo comenzó a reptar por mis dedos de los pies. Era como estar rodeada del frío de enero. Solo que a finales de verano.
Varias veces sacudí la cabeza a la espera de que eso me ayudase a espabilar. No surtió efecto. Aun cuando vi el coche que Sam conducía, uno de alquiler, mis nervios no se tranquilizaron ni mi corazón dejó de bombear como si aquella fuera su última oportunidad de hacerlo.
Entré en el auto luego de dar un portazo sonoro. Sam, interesado en mi semblante, se removió en su lugar como para tomar una posición que le ajustase mejor...
—Esto... —musité. Las palabras se me ahogaron en el paladar, y tuve que inhalar muy hondo para poder proseguir—. El asunto de Aida —Sam asintió—; no tiene nada que ver con Nash. Cristin decidió que era una muy buena oportunidad para hacer que la escuela ponga todo su peso en él.
—¿Cristin decidió? —se extrañó Sam.
Lo miré un instante y luego, de un tirón, me bajé del auto.
No estaba de humor para su paciencia. Me encontraba muy preocupada como para encima tolerar sus manías desinteresadas, su temple incierto; Sam me sacó de quicio sin decir nada y hasta que no se bajó del auto y me encaró —me había recargado en contra de la puerta, para tomar aire—, no fui consciente de que él no era culpable de nada de eso.
Su responsabilidad había quedado en el pasado para mí. En cuanto a él, me olvidé de un puñado de errores para hacer caso únicamente de sus virtudes.
—Cristin hojeó el diario de Nash —murmuré—, y creo que leyó algo sobre mí que no le gustó nada.
—¿Qué cosas podría escribir Nash sobre ti? —insistió él.
—Cosas, Sam. Cosas que no importan.
Con la mano derecha me tallé la frente. Sam estiró la suya y sujetó mis dedos de manera conciliadora.
—Ok. Esas cosas no importan —explicó—, pero lo que sea que te haya puesto así, creo que tendrías que contárselo a tu madre.
—Me quiero mudar del campus —solté.
Sam volvió a asentir, me puso las manos en los hombros y se inclinó un poco para decir, mirándome a los ojos directamente—: Tu terapeuta vale cada centavo. Esto de tomar buenas decisiones se te da bien.
Entorné la mirada y, con ambas manos, me cubrí el rostro; cuando me sentí menos expuesta y Sam me había liberado de su toque, volví a mirarlo.
—Hay algo que Nash me dijo, y te concierne —musité.
Él, como era de esperarse, escuchó atento. Aun así, su cara de estupefacción no me pasó por alto. Frunció los labios y las cejas, de modo que sus facciones se endurecieron como nunca. Había algo en su semblante de adulto que me causó el mismo hormigueo que la noche anterior, mientras hablaba con Siloh acerca de él.
Esta vez, en lugar de empujar el sentimiento, lo acuné con fuerza para así poder contarle sobre Nash y Clarisa. También le dije que Cristin había utilizado un refrán poco convencional para referirse a la situación. Por supuesto, él palideció al ser consciente de que no era una exageración.
—Lo único que tienes que hacer es mantenerte alejada de ellos —dijo.
Abrió la puerta para dejarme entrar de nuevo al coche. Me quedé, parada, en mitad de la entrada y su brazo.
—¿Y sobre Upsilon...? —lo tanteé.
—Yo no puedo meterme en el asunto de Aida, y sé que lo comprendes —masculló—, pero si Nash quiere hacerme alguna advertencia al respecto, ya me aseguro yo de que me lo diga en mi cara para que a ti no te involucre.
Había pensado que contarle sería un alivio. Pero no fue así. Por el contrario, saber que mantendría una charla con Nash hizo que se me erizase el vello de todo el cuerpo. Él rodeó el auto para entrar a su sitio, mientras que yo imaginaba lo que Nash diría con tal de amedrentar a Sam.
O viceversa.
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