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Capítulo 32




M: Andrew Belle - In my veins.




—Tengo ganas de salir corriendo —le dije a Sam, sin moverme un centímetro.

Él enderezó la espalda y se cruzó de brazos, aguardando a que la mujer de la limpieza acabara con nuestra habitación. Había quedado hecha un desastre.

—No durará mucho —respondió.

—Pero igual quiero largarme de aquí, así que, por favor, dime que no tienes intenciones de irte —farfullé; abrí los ojos por completo.

Un profesor charlaba con las chicas de mi piso. Ninguna había visto ni oído nada, lo cual solo demostraba que quien hubiera entrado al edificio, sabía cómo pasar desapercibido y, además, cómo hacer que la gente ignorara su presencia: era alguien dentro del campus. Eso seguro.

Cuando terminaron de limpiar las paredes, la mujer me indicó que las fotografías estaban sobre la cama, amontonadas debajo de una toalla que había encontrado por ahí. Sentí que me ruborizaba hasta la frente. No conseguí emitir palabra alguna. Fue Sam quien, con voz decidida, le dio las gracias y prosiguió a charlar con la encargada.

Iba a tener que hablar con el decano de esto; le tendría que contar el origen de la foto, el porqué de mis malos comportamientos, y lo que más vergüenza me daba: Nash. Ese aún era un tema sensible para mí, aún se sentía verde por el dolor, por la angustia; solo tenía que atizar un poco los escombros y encontraría brasas ardiendo al rojo vivo.

Abrazada de mí misma, en compañía de Sam —Siloh tenía que asistir a una tutoría y se había marchado—, me adentré en la habitación que me habían asignado aquel año. No era muy diferente de las otras que tuve, pero esta daba una vista larga y frondosa de mi parte favorita en el campus; la enorme biblioteca que era símbolo de orgullo para el país.

El sol resaltó sus acabados góticos y lanzó sobre mi cara un latigazo de su luz. Abrí la ventana y puse las manos en el alféizar, contemplando los amplios jardines y envidiosa por la tranquilidad de las demás personas. Yo solo tenía que estirar los dedos e imaginar que alguna de ellas con cero problemas en sus vidas, era yo.

Suspiré, volviendo a la realidad y me di media vuelta para encontrar que Sam se había recargado en la mesa de estudio, con la cadera. No levantó la vista hacia mí, y de todas maneras lo sabía presente.

—Fue Cristin —aseguré.

Sam asintió, pero dijo—: ¿Por qué?

—No tengo idea —dije. Era verdad.

El cabo suelto que se me escapaba tenía que ver con Nash y con Clarisa, lo comprendí cuando escudriñé el montón de fotos que se encontraba apiñado en la cama, debajo de, como dijo la dependienta, una toalla de Siloh. No quería verlas. No quería tocarlas. Tampoco quería acercarme a un pedazo tan tangible de mi error.

Como dándose cuenta de lo que miraba, Sam caminó hasta el montón y quitó la toalla. Él no se deleitó en mirar la fotografía ni hizo ningún comentario mientras las ordenaba, una por una, en su palma. Yo me fijé en su semblante serio, en la determinación de sus manos al apilar las cosas que me causaban miedo y vergüenza a partes iguales.

Fue un error hacerlo, pero me pregunté si este hubiera sido el comportamiento de Sam de haberle permitido quedarse a mi alrededor. Consciente de que no ganaría nada planteándome los angustiadores "si hubiera", hice amago de todo el valor que me infundía mi terapeuta al decir: el que hayas cometido un error, no le da el derecho a nadie de obligarte a enmendarlo más de una vez.

Lo que me llevó a preguntarme si en verdad consideraba el hecho de no hablar para protegerme, como sugerirían, probablemente, mi madre y la tía Maggs.

—Voy a tirarlas muy lejos. Tal vez primero las queme —sonrió Sam; envolvió las fotos en su cazadora cuando se la quitó.

—¿No las vas a vender o algo por el estilo? —le pregunté.

Él esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.

Fui hasta mi cama y, como ya estaba libre de la prueba del delito, me eché sobre ella. Sam dejó el montículo de tela en la mesa y regresó a sentarse frente a mí, en la cama de su hermana. Negué con la cabeza, a la espera de escuchar en cualquier momento la voz de mi subconsciente; no pongas la mirada ahí, dijo, haciéndose notar.

Era inevitable. Sam puso sus antebrazos en los muslos, e inclinó la cabeza. El tono rubio de su cabello se envolvió en una danza muy bonita en conjunto con la luz solar, que entraba a través de los cristales en la ventana. Noté que respiraba por la nariz como si quisiera controlar el ritmo de sus exhalaciones.

—Tal vez Nash terminó con ella y piensa que se debe a ti —consideró.

Yo sacudí la cabeza, incapaz de siquiera contemplar aquella aseveración.

—La última vez que Nash cruzó una palabra conmigo, fue para incordiarme en la biblioteca. Creo que lo hizo por impulso, porque palideció al instante —relaté, hundida en ese recuerdo que era uno de los que no traía a menudo para concientizar con él—. A lo que me refiero es que, si Cristin hizo esto, debe de tener una muy buena razón.

—¿Qué aspecto tenía cuando vino? —se interesó Sam.

Hice una inhalación bastante profunda, al tiempo que miraba el techo y torcía un gesto.

—Apurada, tal vez ansiosa —dije—. Quería decirme que Nash no había subido la foto al sitio, y...

—A lo mejor es que, con esa verdad, esperaba que tú le dieras algo a cambio.

—¿Cómo qué? —inquirí, fatigada.

Sam se mesó el cabello y, mirándome directamente a los ojos, respondió—: Hay que preguntarle.

Era cierto.

No podíamos hacer ninguna suposición e ir con ella ante el decano; ahora que estaba en juego la reputación de una muchacha cuyos vínculos familiares hacían temblar al concejo de la universidad. Allí mismo, fui consciente de que, quien hubiese jugado esa tarde conmigo, quería ponerme en los ojos de los directivos a como diera lugar.

Lo más loable era que Cristin, como había dicho Clarisa, quería meterlos a ambos en problemas. Y yo era su boleto más factible.

—¿Sabes qué? —dije, comprendiendo cuál debía de ser mi postura frente aquel altercado—. No voy a mover un dedo. La habitación ya está limpia así que no tengo por qué preocuparme por el resto.

—¿Cómo? —preguntó Samuel, su tono evidentemente preocupado.

De un salto abandoné la cama y recogí un cuaderno de la mesilla.

Sam no iba vestido como para andar por el campus sin que se notara que ya no formaba parte de él, pero aun así, le dije—: ¿Me acompañas a la biblioteca?

—¿Qué quieres hacer? —se extrañó.

Sin importar su semblante de escepticismo, se incorporó y le echó un último vistazo a su chaqueta hecha nudo, antes de cubrirla con la toalla de Siloh. Salimos de nueva cuenta de mi habitación y, sabiendo que varias personas nos miraban, descendimos las escaleras con facilidad; era muy probable que él se estuviese preguntando qué haría a continuación, de manera que aceleré el paso y dejé que viniera detrás de mí a zancadas.

El trayecto hasta la biblioteca tardó poco menos de tres minutos. Se encontraba muy vacía y silenciosa, excepto por la mesa en la que yo sabía que Clarisa impartía sus tutorías. Fui hasta allá sin vacilar, complaciendo mi sed de autodominio, control emocional y una autosuficiencia que jamás había sentido en los huesos.

Otro profesor se hallaba a su lado; Clarisa Danvert levantó la mirada y, acto seguido, escudriñó su alrededor.

Para convencerla de lo que iba a decir, traté de sonreír sin forzar el gesto.

—Acabo de deducir una cosa —le dije. Ella alzó el mentón, mirándome con imperturbabilidad. Yo tampoco iba a amedrentarme por su cabello peinado siempre con rectitud, sus mejillas coloradas y la línea delgada que se volvían sus labios, de manera que proseguí—: Y no te va a gustar nada. —Sam se colocó a mi lado, mirándome—. ¿No adivinas qué?

—Por tu actitud, supongo que ya sabes —se limitó a decir Clarisa.

Luego se puso de pie e intentó sujetar mi antebrazo. Le di un leve tirón para que notara que mi intención no era llegar a ningún acuerdo con ella. La muy cínica sonrió.

—Lo único que sé es que tu pequeño amante es, todavía, una sanguijuela. —Negué con la cabeza, a punto de quebrarme. Pero, por fortuna, analicé mi entorno y me di cuenta de que no tenía por qué tener miedo de nada. Menos de una profesora cuya ética se encontraba muerta.

O quizás nunca la había poseído.

—¿Amante? —preguntó, riéndose—. Penélope, no...

—No me interesa —la silencié, al tiempo que caminaba hasta un estante lejos del barullo. Clarisa me siguió. No obstante, Sam permaneció en su sitio y, pasados unos minutos, empezó a teclear en su teléfono al tiempo que se sentaba en una silla de madera—. Tú y Nash pueden...

—Es mi sobrino —me interrumpió ella también.

Un cabo que ni por asomo me imaginé que siguiera suelto se bamboleó frente a mí de la misma manera en la que Nash había movido mi foto en mis narices. Era una total burla del destino, pero me dije que resultaba entendible que no hubiera podido ver el favoritismo que siempre había utilizado Clarisa en cuanto a Nash.

El sonido de los engranes en mi cerebro prorrumpió en mis oídos. Sam me miró desde su lugar, pero, aturdida y un poco desorientada con la información, le agradecí que no hiciera amago de acercarse. Qué vergonzosa estaba resultando mi intento de amenaza.

—Su madre era mi hermana —remató Clarisa.

—Pero...

—Nash siempre ha tenido un problema tras otro, pero Cristin es el mayor desde hace un par de años. Por desgracia, no deja que lo ayude —se rio, pero la expresión de sus ojos denotaba cansancio mental. El más grave—. Suele guardarse para sí todo el tiempo.

En eso también le di la razón, por eso el hombre (si se le podía llamar así) vivía tan sumergido en su ego; a lo largo de mi tiempo con él, o de las pausas que logré disolver con él, nunca dio indicios de querer contarme nada con lo que yo pudiera comprender su carácter. Las cicatrices, su personalidad atrofiada por la altanería; todo, reunido en un solo sujeto, era demoledor.

Mucho más para personas que no saben cómo lidiar a otras más hábiles que ellas en el arte de engañar.

—¿Por qué Cristin te tiene amenazada? —dije, tras pensarlo un poco.

Mi antigua profesora estudió mi rostro. Por un instante, creí que lo hacía porque estaba pensando cómo mentirme, pero al hablar, Clarisa me demostró que se puede pensar mal y, aun así, sentir empatía por una persona. Nunca me había caído mal y sus ganas de ayudarme para que obtuviera mis créditos habían sido amplios, casi dulces.

Por eso decidí darle una oportunidad...

—Porque es mi culpa que Nash y tú se hayan involucrado —musitó. El tono de su voz era de una ironía bastante obvia.

Reprimí las ganas de reírme; aquello sonaba muy en serio. Clarisa no bromeaba.

—Sácala de su error —le pedí—. Dile la verdad: Nash y yo no somos más... —Agaché la vista para huir de su escrutinio, y luego me corregí—: Nash y yo nunca compartimos nada. Cristin debería saberlo.

—Es un lío —masculló la mujer, dándose media vuelta. Antes de marcharse me dijo—: No te metas, Penélope. Haz lo que sea para no incluirte en lo que esos dos tienen pendiente.

Se marchó hacia la mesa en la que había estado y recogió un par de libros. Mientras abandonaba el área de estudio de los profesores y los estudiantes, Clarisa me lanzó una última mirada. Permanecí quieta junto a los estantes, protegida por el olor de los libros y el baño de oscuridad que otorgaban los vitrales de la construcción.

Sam se dirigió a mí y, frente a frente, le echó un vistazo a su reloj.

—¿Qué te dijo? —preguntó él.

Lo miré con disimulo y evité respirar bruscamente para que no se notase mi agitación.

—Que Nash y Cristin se traen algo, y que no debo meterme en ello —musité.

—Entonces tienes que hablar con el decano —propuso Sam, que se cruzó de brazos justo a tiempo para que yo percibiera el tono adusto de su voz.

—Probablemente ya habrá dejado las oficinas —dije.

También le indiqué que me quedaría un rato en la biblioteca para tomar unas anotaciones. Pero lo cierto era que no quería regresar a la habitación todavía. Sam me dijo que pasaría a recoger su chaqueta antes de irse, para poder deshacerse de las fotografías.

Una vez que me senté en una mesa apartada, adonde apenas llegaba la luz y las lamparillas le daban un aspecto lóbrego y antiguo a la sala, medité las palabras de Clarisa; en el parentesco que llevaba con Nash y en la terrible situación por la que atravesaba Aida. No obstante, en medio de esas cavilaciones, entendí que tal vez Cristin aprovechaba eso para coaccionar a Clarisa de alguna manera.

Así, si Cristin le decía al decano que Nash era el responsable de mi foto, también saldría a la luz el porqué de la intervención de Clarisa. Pero, deseosa de que fuera mi imaginación solamente, me encontré casi segura de que la Calamidad había hecho de esa mujer una persona dependiente y tóxica.

Era inevitable pensar que me había salvado de eso...

Por una bofetada. 

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