Capítulo 31
M: Touch the sky - Hillsong.
Abandoné Cedar Street en compañía de Daryel y Sam una vez que acabó mi cita con el decano de la facultad. La cita era para hacerme unas cuantas preguntas acerca de una investigación sumamente privada. Yo todavía estaba preocupada por el robo del auto de mi madre. Ella continuaba en la ciudad con la intención de buscarle una razón lógica al hecho de que se hubiese encontrado el coche a unas pocas calles de la casa de mi terapeuta.
Ese día —nos vimos más tarde— le conté lo que le había escuchado decir a Clarisa. Mi madre volvió a proponerme que rentásemos un departamento fuera del campus; le prometí que me lo iba a pensar siempre y cuando no fuera a ser un prisionero en mis propios territorios.
Usualmente, no me gustaba admitir que mamá tenía razón en alguna cosa, pero estaba claro que las rarezas de mi vida no se habían ido del todo.
El decano me lo había confirmado.
Tocamos el tema de mi fotografía por primera vez. El hombre, que había conocido a mi padre y que conocía al de Daryel, me contó que había una nueva acusación sobre una alumna que acababa de abandonar el campus. Le narré lo que sabía; en mi caso, que tuve un problema muy personal con Nasha Singh, y él era el único poseedor de mi foto.
El decano indicó que no había manera de relacionar a la muchacha, que se llamaba Aida, con él, con Nasty, de manera que, como me indicó antes de marcharme, necesitaban de toda mi discreción.
Al contrario de la mía, que había sido colocada en las redes y compartida como un hecho viral, la fotografía de Aida le había sido entregada a sus padres directamente; también los miembros de la directiva estudiantil recibieron una copia. Y es que, en esta ocasión, se trataba de una alumna modelo, miembro de una de las familias más adineradas del país.
—¿Crees que Nash lo hizo? —preguntó Daryel, después de que entramos en su auto.
Sam se colocó en el lugar del compañero y yo abrí la puerta trasera. Desde mi lugar, emití un largo y pesado suspiro. Dary me miraba a través del espejo retrovisor. En cambio, Sam, que no había dicho una sola palabra, no se molestó en mirarme para compartir su opinión al respecto de aquel asunto.
El decano Myers había mencionado que no era la primera vez que cosas como esas ocurrían. Pero estaba claro que la universidad nunca se sintió tan amenazada como cuando una familia con bastante poder, hizo uso de sus escrúpulos.
Mi primera reacción fue imaginar que Nash seguía contribuyendo al planeta con algo de basura, a través de su ser; pero, en el fondo, yo sabía que la cosa estaba más inclinada por el lado de Sam. Él era el más versado en ese aspecto; su antigua fraternidad había utilizado prácticas de ese tipo para que pudieran ingresar los novatos.
—Sea lo que sea —murmuré, completamente hastiada de todo—, quiero mantenerme al margen.
—Es lo mejor —Dary dijo y puso en marcha el automóvil—. ¿Quieres que hagamos todo en mi casa? Podríamos comer algo... —le preguntó a Sam.
—Sí, sí. Como quieras —respondió el aludido, segundos después
Parecía que lo habíamos sacado de una cavilación bastante profunda. Aún con la punzada de incomodidad que percibí al notar su ensimismamiento, sentí que no tenía derecho alguno de preguntarle si él pensaba lo mismo que yo.
Después de Cristin, y gracias al estrago ocasionado con ella, la fraternidad a la que Sam había pertenecido no dio señales de vida, al menos no de la manera en la que Sam había logrado ingresar. Pero aquello parecía ser un intento por renovar sus intensas sesiones de pruebas a los novatos que querían militar en su historia.
Era obvio que Sam lo sabía, y si yo le contaba la reciente visita de Cristin, cobraría aún más sentido.
Aun imaginándome una discusión acerca de ello, decidí esperar a que sopesara las cosas. Si fuera yo, en su sitio, y tuviera la información necesaria que la escuela requería para encontrar a un culpable —aunque fuera de forma tan estúpidamente favoritista—, seguro que me estaría sintiendo la peor de las personas.
Esa era una de las mejores cosas de Sam.
Me alegró mucho el darme cuenta de que, al menos en ese aspecto, no había cambiado ni una pizca.
—Pensé que querías algo sencillo en el centro —comentó Dary ya que habíamos llegado a la casa. Entré en el despacho del que estaba provisto su hogar de siempre, y me senté al lado de Sam frente a mi primo.
La madre de Siloh no había rescindido de la compra del regalo de graduación de su hija, pero Sam se negaba a contar cualquier detalle. Según mi compañera, su madre no le respondía las llamadas y Shon se encontraba evitándola con desfachatez. Por lo que solo quedaba un gran amasijo rubio de ojeras violetas, muy pronunciadas, y humor voluble, en mi habitación.
—Siloh va a hacer una especialidad así que tiene que estar cerca del campus de todas maneras —respondió Sam, con gesto indiferente.
Lo admiré teclear un par de veces en su móvil y, una vez que levantó la mirada hacia Dary, me atreví a decir—: ¿Sabes de qué me acordé? —Él me miró de reojo y levantó también la vista hacia mi primo, que clavó la mirada en mí. Como ninguno respondió, dije—: Es muy común para Upsilon el haberse quedado fuera de los radares después de que Cristin les armara un problema. Y luego, con la publicidad que le hicieron a mi foto, tal vez decidieron descansar mientras la marea bajaba.
—¿Crees que ellos fueron los responsables de la foto de Aida? ¿O tratas de exentar a Nash de tener cualquier culpa en ello? —preguntó Daryel.
La sorna en su voz era evidente, pero igual me irritó escucharlo.
—Nash no es el tema —repuse. La mirada de Sam se posó en mí, al tiempo que entrecerraba los ojos—. No tendría por qué subir la fotografía de una chica con un perfil tan alto. En cambio, los Upsilon están adiestrados en el arte del escándalo. Mientras más desastrosa sea la ruina, más honorable será el miembro, ¿no, Sam?
—Desearía tener alguna prueba —musitó—, pero sería mi palabra contra la de ellos.
—Además, la familia de la chica es muy poderosa —consideró Daryel—. Seguro que pueden con algo como esto.
—¿Y si no?
—No te correspondería a ti arreglarlo —insistió mi primo.
Sam se frotó la nuca con una mano tras echar la espalda por completo en la silla. Se lo veía más cansado que hacía unas horas, cuando llegué a casa de Daryel para que me acompañara a la oficina central de la escuela de medicina. En aquel momento de apenas medio día antes, pensé que Sam ni siquiera habría tenido la intención de llamarme como propuso en California.
Tal vez iba a hacerlo más tarde...
—¿Y si esto tiene que ver con la visita de Cristin? ¿Con lo que escuché entre Nash y Clarisa? —pregunté.
Hice un esfuerzo monumental por no sacar a relucir el miedo que tenía de que las cosas volvieran a removerse. No solo porque los dedos se apuntarían en mi dirección otra vez, sino porque era mi último año y también mi última oportunidad para demostrarme competente a la hora de elegir una especialidad en psicología.
—Tú viste a Cristin, ¿hay algo mal con ella? —inquirió Sam, como si tal cosa.
Parpadeé varias veces para intentar recordar las muecas, las respuestas, las recepciones en el rostro de la muchacha.
—Parece estar siempre ansiosa. Y, si tuviera que darle un diagnóstico previo, diría que está demasiado ocupada siendo la sombra de Nash.
—A lo mejor solo está enamorada de él, Pen —se lamentó mi primo.
—Es posible. En lo personal no comprendería que estuviera enamorada de él...
Los ojos de ambos escudriñaron mi semblante. La mera suposición de que ellos estuvieran etiquetándome en la misma casilla en la que acababa de poner a Cristin, me hizo sentir culpable. Por juzgarla. Tal vez su comportamiento posesivo, y sus acciones en mi favor, eran la prueba fehaciente de que cosas no tan sanas pasaban en su cabeza.
Era imposible no acusar de responsable a Nash.
Había vuelto con ella después de que me marché, y también la había mantenido en ese estado de obsesión perpetua, jugando con ella como un gato con su presa.
—Clarisa dijo que la había amenazado —murmuré—, lo cual quiere decir que Cristin está al tanto de lo que ocurrió...
—O les sabe otra cosa, ¿no? —me interrumpió Daryel. Se levantó de un tirón y apiló un montón de fotos de los departamentos que le había mostrado a Sam—. Como sea, déjalo por la paz.
Me encogí de hombros. Yo sabía que no era para tanto sin importar las sospechosas circunstancias. Pero mi instinto me advertía de que dejara todo así como Dary había dicho.
—Si el decano te llama otra vez, ¿qué vas a decirle? —preguntó Sam, cuando salíamos del despacho.
Guardándome las manos en los bolsillos traseros del pantalón, observé en derredor de la estancia. La mujer que le ayudaba a mi primo con los quehaceres le ofreció el teléfono local y Daryel, disculpándose, regresó al interior de la biblioteca. Entretanto que lo esperaba, Sam estudió algo en su móvil y apenas mirarme, le sonreí.
Sus cejas se hundieron hacia el centro de su frente, confundido, y la expresión de suavidad que adoptó su rostro me sorprendió tanto, que incluso el rubor de mis mejillas resultó novedoso.
—No voy a defender a Nash si es lo que piensas —me reí—. La verdad, me da mucha pena, pero...
—¿Le creíste? —atajó, circunspecto. Como sacudí la cabeza demostrando incomprensión, él se apuró a reponer—: Sobre que él no subió la foto. ¿Le creíste?
—Da igual —refunfuñé. No me gustó el tono de su comentario o, más bien, el rumbo que llevaba su comentario.
No sabía por qué. Pero me era imposible odiar a Nash.
Lo había intentado muchas veces. Tampoco podía compadecerlo.
Mi cuerpo entero se oponía a cualquier sentimiento desalentador, como si supiera algo que mi cerebro desconocía aún. No había sido solo la fotografía en internet lo que me hizo partícipe de lo enfermiza, ridícula e imposible que era cualquier relación con él —el mero planteamiento de esa relación acabó en una agresión física.
En una de mis primeras sesiones, reuní el valor suficiente para preguntarle a mi terapeuta si yo podía tener un poco la culpa por el arranque de Nash.
Su respuesta fue rotunda: dijo que no. Dijo que nadie es responsable de las decisiones de otro.
¿Por qué simplemente no se dio la vuelta e ignoró todos tus ataques verbales?
Eso me gustaba de Linda; tampoco me había puesto como una víctima de las circunstancias. Hizo de mí una persona capaz de racionalizar cada uno de sus movimientos —era como mi espejo—. Y, por consiguiente, consiguió hacerme desear el dedicarme a estudiar el comportamiento de las personas.
El mío, para empezar, no estaba exactamente limpio, pero me encontraba en el camino que lleva a la purificación luego de que has atravesado todo un valle de espurio.
—Aún si he elegido no pensar en ello todos los días —musité. Sam se dio la vuelta para mirarme porque había estado leyendo un periódico en la mesilla del recibidor—, de vez en cuando me permito recordar la manera en la que me humillé para poder estar con él. —Volví a sonreír. No quería hacerlo, mas el gesto me daba la seguridad que las palabras me exprimían—. Si hubiera seguido, no me habría quedado nada. Eso es lo que pasa si, personas como Nash, se atraviesan en tu vida. Por eso no puedo pensar mal del todo acerca de Cristin.
Si bien no me gustaba para nada la chica, era cierto que podía verme en ella. La diferencia entre nosotras era que yo había tenido a mi familia para empujar mi cuerpo fuera del hoyo. Ella no podía decir lo mismo al respecto. Y, aún si mis seres queridos no lo entendían, iba a volver a preguntarle por qué demonios era tan importante hacerme saber algo que ya no tenía importancia.
Cuando Daryel volvió, le dijo a Sam que tenía que salir y que, por desgracia, debían de posponer su comida. Así que nos marchamos con dirección a los dormitorios; Sam quería saludar a Siloh y preguntarle si deseaba comer con él mañana, por lo que tomamos un taxi afuera del fraccionamiento para que Daryel no se retrasara llevándonos.
En el camino, mis pensamientos fueron ocupados por las imágenes que Sam puso en mí, de California. Era un alivio: no tener que pensar en proyectos, en currículos, en compromisos; en el pasado. Yo todavía no acababa de hacerme a la idea de que me sintiera tan bien, y todo apuntaba a que casi había conseguido entenderme del todo.
Mis ambiciones ahora tenían más sentido y mi aversión por el cariño materno ya no me causaba miedo.
Mientras subíamos la escalera hasta la segunda planta, donde estaba ubicada mi habitación, advertimos que varias de las inquilinas me miraban, extrañadas, algunas confusas; pero yo ya conocía esas miradas.
Era consciente de que no se podía vivir la misma tragedia dos veces y sentir lo mismo en cada una. Cuando vimos a Siloh afuera de la habitación, abrazada de sí misma, y con los ojos desorbitados clavados en el suelo, fue cuestión de tiempo antes de que la sensación de aplomo se apoderara de mí.
—Si se atrevió... —dije, adelantándome a Sam.
Siloh apenas logró sujetarme por el brazo. Pero me bastó un vistazo al interior de la pieza, donde la encargada del piso estaba tomando un par de fotos, para entender que ya no iba sentir lo mismo que hacía dos años.
Fue rabia lo que inundó mi cuerpo. De esa rabia que no te quitas hasta que encuentras el origen para extraerla, o un sitio dónde vomitarla.
Yo sabía perfectamente quién era el origen de la atrocidad que tenía delante.
Había un centenar, quizás más, de fotos regadas por el suelo; muchas de ellas se encontraban pegadas en las paredes, con suciedad apestosa como adorno y remate.
En lugar de llorar, como hice la primera vez, me eché a reír.
Tiene que ser una maldita broma...
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