Capítulo 27
En multimedia: Christina Perri - The Lonely.
—Eíza no me hizo ningún daño que yo sepa. Fue su hijo el que tomó las decisiones.
—Como sea —repuso Maggs, desdeñosa—, si hubiéramos sabido de quiénes se trataba tal vez habríamos tenido idea de en lo que te metiste.
El Moon in Water había acumulado más fama en aquellos dos años. Era el cumpleaños de mi madre y mi tía había decidido festejarlo en aquel lugar. Sin decirme. Así que fuimos hasta allá conmigo en la ignorancia de saber el nido de víboras al que iríamos a caer durante la velada. Ambas mujeres estaban enojadas conmigo por no haberlo dicho antes.
Eíza Singh se había aproximado a nuestra mesa, con gesto ufano y una sonrisa de comercial; mi madre, que no era indiferente a los halagos que resaltaban su belleza joven, le sonrió sin saber que el tipo era el padre de una persona a la que a mí no me gustaba traer a colación sin sentir náuseas.
En veinticuatro meses, Nash se había atravesado por mi camino en más de una ocasión; no bajaba la vista, no se amedrentaba, no parecía avergonzado por haber mostrado mi fotografía; por suerte, ya no me importaba mucho la ruina social, ni sus miradas. Trataba de hacerle caso a la terapeuta: expresar mis verdaderos sentimientos.
—Si quieres nos vamos a otro lugar —propuso mi madre y miró alrededor—. Tampoco me siento cómoda al aceptar que nos perdonen la cuenta; no somos amigos de esta gente, y que Dios me libre antes de tener que darles las gracias por algo.
Por supuesto que, cuando vimos mi foto en todas las redes sociales habidas y por haber, tratamos —mi madre— de aminorar la afrenta pública. Con la escuela me fue muy fácil lidiar porque mis compañeros sentían más lástima de mí que ganas de burlarse. Después de todo, Nash ya poseía un currículum despreciable antes de haberme conocido.
Especialmente con Cristin, había mantenido una relación llena de actitudes enfermizas. Control, celos, humillaciones. Y ella, como yo, había aceptado eso.
—Estoy bien —admití.
No mentía. Hacía ya un tiempo que no me permitía pensar demasiado en Nash, salvo si los recuerdos del verano de hacía dos años, después de haber abandonado el campus sin decirle a nadie, me embargaban. Una de mis profesoras, de las pocas a las que les tenía la suficiente confianza, decía que era correcto y normal echar un vistazo de vez en cuando (al pasado).
Lo que no me recomendaba era estar allá mucho tiempo como si fuera más importante que mi presente. Y hasta cierto punto había comenzado a hacerle caso. Algunos meses antes de que se terminara el tercer año de mi carrera, Siloh me lo había preguntado directamente: ¿de qué cosas te arrepientes ahora que lo tienes más claro?
Ella se refería a mis sentimientos. Se refería a lo que pensaba sobre mí, sobre mi madre y sobre Nash. Principalmente a lo que pensaba sobre Nash. Pero cada vez que la plática se desviaba por esos rumbos, yo quería encarrilar mi mente por el lado más sano posible: aceptar que nada que te haga sufrir, por muy adictivo e intenso que sea, puede traer buenas consecuencias.
Mi madre entendía que no quisiera hablar mucho sobre el tema, pero siempre había insistido que dejara de vivir en el complejo estudiantil perteneciente a la universidad. Por lo que, hacía como seis meses, le pedí a mi terapeuta que hablara con ella y le explicara la magnífica importancia que tenía el que ella respetara mi decisión de seguir adelante en ese aspecto.
De cualquier manera, a pesar de que Nash rondaba muy seguido la biblioteca —estaba con lo de su máster—, siempre supuse que le bastó con ver mi cara de vergüenza por todos lados. Pocos amigos, ninguna salida por diversión, cero planes de comenzar a tener una vida social más amplia.
—Ve por partes —había comentado mi psicóloga—. Entender que nada de esto fue tu culpa es la primera. Y tómate el tiempo que necesites —acabó por decir.
Mi tía Margaret había hecho hincapié en algunas maneras de ayudarme, pero las suyas siempre tenían que ver con la supuesta superioridad de su estatus en la sociedad. Lo cual me causaba acidez.
Al terminar de cenar —juraron nunca volver—, las seguí a la salida del restaurante, sumergida en el silencio que solo los recuerdos te proporcionan. Ambas mujeres a mi lado discutían qué tanto les tomaría distribuir entre sus amistades la mala calaña del dueño del sitio a nuestras espaldas.
—Les acabo de decir que Eíza no tuvo nada que ver con lo que su hijo y yo hicimos —dije, acomodándome en el asiento del pasajero del coche—. Además, me imagino que todo este tiempo fue suficiente para que comprendieran que ya no hay nada peor que pueda suceder.
—Perdona —intervino mi madre, que me miraba por encima de su hombro. Estaba sentada en el asiento del acompañante del auto—. ¿Insinúas que tú tuviste parte de la culpa? ¿Por las cosas que te hicieron?
No me atreví a responder. Tampoco me fijé en la expresión de mamá, pero, por el suspiro que le escuché después de mi silencio, me sentí dispuesta a apostar por su decepción.
Aquella no era la primera vez que se me escapaba sugerir que los problemas con Nash también habían sido mi culpa. Sin embargo, no estaba dispuesta a aceptarlo a todas luces frente a dos personas que vivían a través de las apariencias.
Porque no podían ver en mi interior.
Sí, yo creía que parte de lo ocurrido había sido mi culpa, aun cuando no poseía ni la menor información acerca del gato muerto. Pero con la fotografía, yo sentí que era más que suficiente.
Maggs condujo hasta su casa. Afortunadamente, no preguntaron nada más ni hablaron sobre derruir la reputación de un sitio que, en realidad, no le pertenecía a Nash, sino a su padre. Y por muy extraño que me pareciera, la sensación de tranquilidad era vigorizante.
*
Era la cuarta vez que oía la voz de Siloh en un día, preguntándome a qué hora llegaba a su casa —dos antes de subir al avión, dos apenas bajar de él—. Después de estar encerrada en casa de mi tía, durante toda una semana tras la partida de mi madre a Nueva Orleans, tomé una decisión bastante difícil.
Los dos últimos veranos me había costado mucho entablar una conversación larga con Sam; porque me daba vergüenza, en primera instancia, y porque los últimos meses tampoco había mostrado tanto interés por comunicarse conmigo.
Estaba en todo su derecho. Y, si se había cansado de buscar palabras inexistentes en mí, yo le daba la razón cada vez que Siloh mencionaba que su hermano era un cabeza de chorlito. Por supuesto, a ella yo no le había contado que mi principal advertencia con Sam, fue la de no cruzar la misma línea que había cruzado con Nash.
Soy una persona a la que le faltó cariño... Me decía cada mañana, haciendo uso del valor que mi terapia me había otorgado. Dos años atrás, huir después de que la foto viajó a través del internet, fue mi mejor opción. Me refugié en mi antigua casa, y permití que fuera mi madre quien diera la cara.
Luego de recibir el correo electrónico, lo más sencillo para mí fue hacer las maletas, plantar el curso de verano, y decirle a mi madre que me sacara de allí. También le permití que mantuviera una charla larga con el decano, quien insistió en que presentáramos una denuncia ante el consejo estudiantil.
Si no lo hice, no fue únicamente por el escarnio, sino porque ya no valía la pena. Era como un estigma, y yo era consciente de que no se me iba a quitar. Para el regreso a clases, me quedó claro que la ignorancia era mi mejor arma. De modo que acabé con la mirada baja si me la sostenían, y escondiéndome en los rincones si Nash estaba en la biblioteca.
Mi colmo, lo que me impulsó a tomar terapia, fue escuchar el rumor —confirmándolo más tarde— de que Cristin y Nash estaban de nuevo en una relación. Así fue que el vacío de mi interior se hizo más grande. Si había comenzado a rellenarlo con seguridad, metas y cariño fraterno de mis seres queridos, todavía no tenía la menor idea de cómo diferenciarlo.
Arrastré la maleta por medio de sus llantas luego de recogerla en la banda del aeropuerto en Los Ángeles. Siloh y su madre tendrían que estar ahí, buscándome entre la masa de gente que se movía a través del lugar, como si el apocalipsis se estuviera llevando a cabo afuera.
Tras abandonar la sala de espera y mientras revisaba la hora en mi teléfono, alcé la vista determinada a salir a la acera para facilitarles la llegada a mis anfitrionas. Pero lo que encontré en el camino no fueron dos melenas de mujer, sino una figura que me parecía familiar... y al mismo tiempo desconocida.
Sam había cambiado mucho en apenas dos años. Sí, tenía la misma mirada cristalina de siempre, y su piel era de un tono apiñonado. Pero su manera de observarme ahora era más... casual.
Abrí los ojos, impresionada por la decepción que se anidó en mi pecho cuando él, ya habiéndose acercado a mí, sujetó mis hombros y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Esbozó una sonrisa al retirarse, aun con los ojos clavados en los míos.
—Las mujeres estaban seguras de que estarías muy sorprendida de verme —dijo.
—Y no se equivocaron —sonreí.
Después de fruncir los labios y el ceño, él se agachó para agarrar mi maleta y, cuando le bajó la manija, me instó a andar hacia la salida del aeropuerto. Lo seguí con paso calculado, imaginándome lo que le habrían dicho Siloh y su madre con tal de convencerlo de venir.
El primer año que pasé sin hablarle, o hablándole muy poco, él se había mostrado paciente. Hasta que entendió que yo no estaba dispuesta a cambiar de actitud. Aún ahora no sabía si tenerlo cerca fuera mentalmente sano para mí, pero estábamos aquí y, si su hermana me había mentido —diciéndome que Sam no tenía pensado dejar San Diego—, ya era demasiado tarde para retractarme.
—¿Necesitas algo de la ciudad? —preguntó.
Él me abrió la puerta del acompañante.
Hice una cuenta mental de mis cosas íntimas dándome tiempo para ingresar en el coche. Sam rodeó el automóvil y se metió en su lugar. Lo preguntaba porque la casa de su madre se ubicaba en Malibú, y no había la misma cantidad de negocios como aquí.
Le dije que por fortuna no me faltaba nada y él se puso lentes de sol. Condujo por la carretera aledaña del aeropuerto. Hacía un día tan soleado que, incluso con el capote del auto colocado en su sitio y el aire acondicionado funcionando perfectamente, el calor resultaba abrasante.
O yo me sentía así por la bruma que se había dibujado dentro del coche: Sam estaba concentrado en conducir, y yo no tenía ganas de entablar ninguna conversación que pudiera llevar a antiguas rencillas, pláticas pendientes, o explicaciones que no quería darle.
Dejé que manejara con el único sonido de la radio como fondo, y al tiempo que recordaba cuándo exactamente le había visto por última vez, me planteé una manera factible para soportar una estadía de tres semanas, con él a mi alrededor.
—¿Te quedas todo el verano aquí? —pregunté con indiferencia, la vista clavada en el camino.
—Solo un par de días —musitó él—. Siloh dijo que vendrá Shon, y quiero estar aquí cuando le digan a mi madre.
—¿Decirle qué? —inquirí. Sam torció un gesto y se quitó las gafas con un movimiento hábil.
Una vez que las hubo dejado en la guantera, me miró de soslayo y suspiró fuertemente.
—Eres su amiga, ¿y no lo sabes? —dijo.
—Estaba en casa de mi madre. Siloh se marchó hace casi un mes —refunfuñé.
Sam hizo alto en una intersección. Aprovechó para mirarme directamente a los ojos.
—Y supongo que aún se te da fatal hablar con la gente que se preocupa por ti —murmuró.
Sentí el rubor en las mejillas, el nudo en la garganta, y varias ganas de gritarle acumuladas en el pecho. Por supuesto, había un leve dejo de ironía en su voz, lo cual no parecía ser adecuado en un reclamo como aquel.
No obstante, hice caso omiso de la recriminación, y bajé la vista a mirar el cuello de su camisa blanca. Llevaba puestas unas bermudas y su calzado era tan ligero como cualquier otro que se usa en los ambientes húmedos. Pero, aun así, lucía como recién sacado de un aparador.
Hice una inspiración de aire. No quería perder la paciencia con él.
—Hablo mucho con Siloh. Deberías saberlo. Y no, no tenía idea de que fueran a discutir con tu madre sobre su relación —comenté; el paisaje aburrido del exterior de pronto era más interesante—. Tal vez piensan que no puedo lidiar con los problemas de otros todavía. Si apenas cargo con los míos: imagíname buscando solución a algo tan delicado y especial como esto.
Se hizo el silencio y, por la forma en la que vi que apretaba las mandíbulas, me di cuenta de que abrir la boca para defenderme comenzaba a dárseme bien.
La terapeuta me dijo que un problema de autoestima nunca es tan grave como el problema de aceptar la realidad. Gracias a esa mujer, de nombre Linda Gómez, había descubierto que mi inseguridad no radicaba en el intelecto (ese que Nash calificaba como muy pobre), sino en los lazos afectivos que la gente me ofrecía.
Porque, si los acepto, y me hago dependiente de ellos, puede que se marchen un día; y cuando se marcha, la gente te hace daño, aunque lo hagan de manera inconsciente...
Al poco de llegar a la dirección, Sam detuvo el auto. La calle por la que transitaba se encontraba tan vacía como un cementerio, salvo por unas personas que caminaban a través de la acerca.
—A ver —susurró el ya hombre a mi lado (seguro que estaba por cumplir los veinticinco)—, le hice la promesa a Siloh de que iba a ser muy paciente contigo. Y, como eres su mejor amiga, no quiero arruinar su momento. Así que de verdad lamento cualquier palabra que se me pueda escapar a modo de despecho.
—¿Despecho? —pregunté, conteniendo la risa—. No tienes por qué estar despechado.
—Te fuiste —señaló él. Echó un vistazo por el espejo retrovisor, con aspecto ausente.
Me enfurruñé en mi sitio por varios segundos, pero cuando logré sentir su mirada sobre mí, evoqué una de mis últimas sesiones de terapia—: Voy a seguir uno de los consejos de mi terapeuta —murmuré, mirándolo. Sam arrugó la frente. Aguardó paciente por una de mis respuestas—. Y me voy a abrir sin miedo a que me juzguen...
—Yo nunca te he juzgado...
—Salvo ahora, y no llevamos ni dos horas en el mismo espacio —sonreí entonces, él entornó la mirada.
—No puedes culparme por estar enojado —replicó.
Puso en marcha el auto otra vez. El aire no se sentía tan tenso como al principio. La marea desinhibida de él siempre me daba buenas vibras, aunque tratara de presionarme.
En el momento en el que aparcó delante de una casa de proporciones monstruosas —similares a las del resto en toda la calle—, fui consciente de que Sam formaba parte de mi círculo anteriormente vicioso.
—Fue lo mejor para ti, y para mí —dije, y me quité el cinturón de seguridad. Él había estado a punto de bajarse, pero dejó una pierna fuera del coche y la otra todavía sobre el pedal—. Irme. Te usé de ancla y no me quise sentir atada a nadie. Linda dice que actué muy bien en ese sentido.
—Pero huir no es la solución —repuso Sam—, y conmigo no tendrías por qué haberte avergonzado.
—Dios... —Cerré los ojos e hice un último esfuerzo por contenerme—. Sam, a veces puedes ser demasiado... —Al abrirlos, él estaba pensativo, con la mirada puesta en las puertas de la cochera en su casa— perfecto. Me pudre que te tomes las cosas tan bien y que me mientas con tal de hacerme sentir mejor. No ayuda. Las mentiras nunca ayudan.
—Haberlo dicho antes —dijo, saliéndose del auto.
Lo seguí, pero traté de empujar mi recelo al fondo de mi estómago. Él caminó hasta la portezuela del pasajero y sacó mi maleta. Mientras rodeaba el coche, y me aproximaba a él, los dedos me hormiguearon. Estaba nerviosa de nuevo. Por su culpa.
—Que me dijeras que Nash era el culpable de todo no ayudó. Me hizo sentir más... tonta ¿sabes?
—Es un aspecto psicológico que sigo sin comprender —musitó—. En fin. No me hagas tanto caso. —Sacudió la cabeza—. De verdad lo siento; era un momento difícil para ti y eso debería bastarme —agregó.
Me encaró con toda la decisión que puede tener una persona en el carácter. Sin embargo, detecté la manera iracunda en la que observaba la calle a lo lejos, adonde se atisbaba la cala.
El viento tenía un ligero aroma a salitre, y podía escuchar el romper de las olas detrás de la casa.
—No hay nada por lo cual tengas que pedir perdón —aseguré—. No tuve oportunidad de apegarme a Nash lo suficiente, de todos modos. Eso dijo mi terapeuta y yo le creo. ¿Sabes por qué? —Me crucé de brazos. Hice a un lado la bandolera que traía con mi móvil y otras cosas personales, como dinero. Él recargó su peso en la puerta del carro, yo alcé la mirada para buscar inspiración—. Porque lo aborrezco. Y a Cristin. Además, con ellos, aprendí que una persona insegura puede caer bajo, como todo el mundo.
—¿Y eso es lo que tú quieres? ¿Quieres que te diga que caíste bajo? —preguntó.
Encogiéndome de hombros, segurísima de que no quería que me insultara ni que se enojara —más— conmigo, me visualicé frente a él los próximos días. Tal vez mi presencia allí era una treta de Siloh para que volviéramos a hablarnos, o para que yo enfrentara este aspecto de mi vida, pero lo importante era que no tenía miedo de hacer ni la una ni la otra cosa.
—No quiero que la gente me excuse; esto... Quiero que la gente sepa que está bien sentir cosas por alguien como Nash, y que no te juzguen por ello —le dije.
Él empezó a caminar hacia la puerta de entrada tras activar la alarma del coche. Me miró por encima de su hombro, sonriente.
—Si quieres que juguemos a la sinceridad, me voy a tomar el derecho de exigir lo mismo —canturreó. Había diversión en su voz y eso me tranquilizó al instante—. Y, si quieres sacarme de tu vida, por ejemplo, me basta con que lo digas. Listo. Eso es mejor que ninguna respuesta, y un montón de pretextos.
Le correspondí la sonrisa al tiempo que aceptaba su ademán de dejarme pasar primero al interior. En cuanto puse un pie dentro de la enorme casa, cuya bienvenida la daba un amplio jardín, me puse a pensar en las virtudes de amiga y confidente que tenía mi terapeuta.
Y me dije que, en dos años, contar lo más oscuro y absurdo de mí, había sido la mejor decisión.
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