Capítulo 25
M: Greta Svabo - Circles (Ludovico Einaudi tribute).
Tus seres queridos no te aman porque te lo merezcas. Te aman porque está en su naturaleza hacerlo. No hay lógica alguna en ello. Si todo se basara en la lógica, nadie se amaría entre sí: porque no tiene lógica que una madre ame a su hijo delincuente, o que una hija ame y necesite a su madre a pesar de su abandono.
Te aman y ya. Sin vueltas.
El amor es ese proceso químico que produce sensaciones similares al éxtasis de una droga, y por eso es tan adictivo; por eso se necesita tanto. Pero yo comprendí que no hay amor más valioso que el propio. En las miradas de preocupación de mis amigos, vi que nada era suficiente porque no me amaba a mí misma.
Había descuidado lo más valioso que tenía, y ahora me encontraba lejos de la cura. Ni siquiera los ojos armoniosos de Sam, que se quedó hasta bien entrada la noche en la habitación, lograron tranquilizarme como tantas veces lo habían hecho. Ahora, a través de la ventana, observé al mundo que seguía su curso aun cuando mi vida parecía un mecanismo roto.
—Intenta dormir, Pen —dijo Siloh, levantándose de la cama y caminando hasta mí.
Era mi cuarta noche de insomnio. El ciclo escolar estaba a poco de dar término. Yo iba a permanecer en el campus por los cursos de verano, pero Siloh se marcharía apenas cerrar las clases. No quería que se fuera, y tampoco se lo dije. No lo hice porque era injusto que cargara con mis culpas.
Mis decisiones me habían alcanzado para que les diera salida; tenía que hacerlo sola, por muy hondo que pareciera el hoyo en el que me había metido.
—Ahora voy —me excusé.
Ya sabía que si me recostaba en mi cama sería nada más para mirar el techo, la oscuridad alrededor de la pieza y las sombras de las esquinas. Tal vez diera un par de vueltas en el colchón, y tal vez trataría de visualizar el futuro que antes me había parecido alcanzable.
Aun así, hice un esfuerzo para no preocupar a Siloh y me metí en mi cama después de que ella hiciera lo mismo en la suya. Estaba segura de que me aguardaba una noche larga, llena de espurio, de pesadillas y de recuerdos.
Mi madre se había dado cuenta, por fin, de lo sucedido. Su reacción inmediata fue de estupefacción. Pero luego hizo algo que jamás me cruzó por la mente: se puso a llorar con desconsuelo. Lloró hasta que mi tía Maggs la consoló y Daryel le aseguró que todo estaba bien.
No le conté mucho. Solo... me limité a decirle lo básico.
Y lo básico era que amaba a un ser descarriado, con el alma rota, cicatrices en el cuerpo y la cabeza llena de humo; de ese humo que repercute en los sentidos hasta que ahoga la parte responsable de tus sentimientos.
—A lo mejor —había dicho Siloh ayer— Nash sí tiene sentimientos, pero no le funcionan como a otras personas. Quiero decir —se corrigió al ver mi semblante y el de Shon; ambas no coincidimos con su concepto—: ¿Por qué tendría que ser como nosotros?
No le había visto en esos días, por supuesto, y la escuela había hecho de la vista gorda. Como siempre. Pero a mí me bastaba con tenerlo en mi mente.
—Tengo que hacer algo antes de que acaben las clases —musité, suspirando; ellas me escucharon atentas. Nos sentamos a la mesa de estudio—. Nash me regaló un libro, y quiero devolvérselo.
Al cabo de un cuarto de hora, la plática se volvió más tranquila. Decidimos ir al día siguiente, por eso el insomnio. Verlo frente a frente me sacaba la peor parte. Pero tampoco podía prolongar lo que se sentía como el inicio de mi desintoxicación.
Mamá había sugerido una terapia. Y, de cualquier forma, decidí ir a la habitación de Sam para finiquitar mi adicción. No era para nada fácil. Ni me alentaba la promesa de libertad que venía detrás de un adiós...
Me removí en la cama, consciente de que las cosas estaban mal, que era como un adicto desesperado por su siguiente dosis. Con esos pensamientos logré alcanzar un poco de sueño, y cerré los ojos a la espera de hacer descansar mis músculos.
*
Con el día nuevo, me vinieron nuevos síntomas de la abstinencia; estaba absorta. No podía poner atención al discurso de Clarisa sobre la importancia de la literatura en la vida del ser humano como ser pensante; me había removido en varias ocasiones para buscar una posición cómoda, pero acabé clavando la mirada en el pizarrón, y traté de memorizar lo que iba a decirle a Nasty.
No sabía qué iba a ser de él al graduarse, porque nunca hablamos sobre ello; como me había dicho, esas cosas las dejaba para tener de qué hablar con la gente que sí era digna de su confianza. Yo no pude ni merecer su respeto, lo que dejaba en claro cuál era mi posición en su vida.
Era el infierno para él casi en la misma proporción en la que lo era él para mí. Éramos un resumen de las cosas que duelen y matan, pero no se necesitan, aunque se sienta de esa forma.
Al final de la asignación, acabé arrastrándome hasta allá solo porque quería empezar de una vez. Ya no estaba dispuesta a mentirme a mí misma.
Me paré delante de su puerta y toqué dos veces. Siloh y Shon se encontraban a mis lados, expectantes. El sonido de los goznes lanzó un latigazo de nervios por toda mi columna. Quien abrió no fueron ni Sam ni Nash, sino un hombre de cabello ralo y muy oscuro.
Tan oscuro como el color de sus ojos, que destellaban desconfianza.
Tenía arrugas en los párpados y en las comisuras de los labios. Su boca era delgada, nariz respingada; facciones duras en conjunto.
De un vistazo examinó mi rostro, descendió con una mirada podrida de petulancia hasta llegar a mi cuello, y entonces se detuvo a mirar mi lunar. Entornó los ojos, airado. Su ceño se frunció y la mueca que mostró a continuación se me antojó tan familiar que me fue imposible no saber quién era.
—Qué lunar tan peculiar —murmuró.
El sonido fue ronco, sin temor de sonar arrogante. Sujeté el libro con fuerza entre mis dedos, y de pronto las cosas me quedaron claras.
Si el padre de Nash había leído alguno de sus poemas, seguro que se habría encontrado con la descripción perfecta de mi lunar en la clavícula. No necesité que me explicara nada: mucho menos cuando Nash se asomó al umbral y su mirada cambió. Se puso más lívido de lo que ya era por naturaleza. Mientras se pasaba la mano por el pelo, me descubrí atenta a la cara de su padre.
El hombre no le quitó la mirada de encima a su hijo, que salió al corredor y se cruzó de brazos.
—¿Qué sucede? —inquirió.
No había señal alguna del Nash que yo conocía; junto a su padre no era más que un cachorrito indefenso. Sentí lástima de su actitud, de su falso control. Sentí asco de la manera posesiva en la que su padre esperaba por él.
Estiré la mano sin decir nada. Nash observó el libro, pero no lo tomó. Una de sus cejas se arqueó mientras estudiaba mis gestos.
—¿Qué con él? —dijo luego.
—Es tuyo. No lo quiero —musité.
—No. No es mío —sentenció Nash—. Estás muy confundida estos días, Penélope.
—¿Penélope? —intervino el papá de Nash. Se nos quedó mirando de hito en hito. Yo bajé la vista para no permitir que me escrutara. No obstante, sí le escuche decir—: Es interesante que haya tantas coincidencias. La madre de Nash tenía un ejemplar casi idéntico.
—Penélope, ya vámonos —me pidió Siloh.
Di un par de pasos atrás, consciente de la mirada sombría de Nash. Su padre sabía lo que había escrito sobre mí, y por lo visto no le agradaba en lo absoluto la información.
Resignada, nos regresamos a nuestro edificio.
—Se llama Eíza Singh —me dijo Shon, que se había sentado en la cama junto con Siloh—. La mayoría de la gente que lo conoce sabe que le falta un tornillo. Muchos comentan que la sobredosis de la madre de Nash fue culpa suya.
—¿Sobredosis? —pregunté, azorada.
—Sí, de insulina —respondió—. El caso es que se le imputaron cargos, pero salió ileso.
—¿Hace cuánto que pasó? —proseguí.
Para entonces, Siloh ya me miraba con aprensión. Tenía las cejas enarcadas y los brazos cruzados en el pecho. Estaba enojada, eso seguro, pero no tenía ganas de entrar en ninguna discusión acerca de Nash y todo lo que girara alrededor de él.
Su última retahíla había sido el día que me tomé la foto que reproduje después, en copias. Pero como las había quemado el tema ya no era de importancia. En cuanto a Nash, nadie lograba entenderme del todo.
Nadie sabía que tenía sueños pesadillescos con él, y que, por lo regular, en esos sueños estaba otra persona de la que nunca había podido distinguir el rostro. Algunas veces me dije que podía ser el demonio, que venía para vigilar las acciones de su ángel caído.
Otras, cuando me sentía menos aletargada, atribuía los sueños a los síntomas de anhelo que aun podía sentir en su favor.
—Pen —Shon se acercó a mi cama, su rostro fundido en emociones de disculpa—, Nash tomó su decisión hace mucho tiempo. No todas las personas con pasados tormentosos tenemos que ser... malas.
Era verdad. Shona provenía de una familia no muy acaudalada. Tenía una buena beca, trabajaba diario, a veces doble turno; se esforzaba mucho por ser una mejor persona todos los días, sin importar cuál hubiera sido la educación que le dieron sus padres.
La decisión la había tomado ella.
Porque tuvo los pantalones para elegir un camino menos atropellado. Nash, por otro lado, había optado por seguir el rumbo de las decisiones de sus padres; oscuridad, tristeza y rencor. Además de un intelecto macabro.
—Nuestra relación fue limitada —dije, la mirada puesta en mis dedos, los que retorcí entre ellos para no tener que mirar a mis amigas.
Quizás no pasábamos tanto tiempo juntas, pero al menos los fines de semana —teníamos tarea y Shon podía permitirse un día de libre en el trabajo— siempre habíamos gozado de la compañía de la otra. Yo no estaba sola, o al menos había dejado de estarlo.
Los toques en la puerta de mi habitación interrumpieron la plática. Siloh se levantó para abrir, y se quedó en el umbral, estática, mientras Nash se guardaba las manos en las bolsas del pantalón. Por encima de Siloh, que era incluso más baja que yo, los ojos verdes de la Calamidad me miraron. Atrajeron mi atención como si fueran una llamarada.
Sin decir nada, y con la advertencia de las miradas de las chicas sobre mí, caminé hacia la puerta; salí al pasillo con las manos cruzadas para abrazarme de mí misma. Nash se recargó en el muro a un lado de la entrada. Observó a las inquilinas que atravesaban el corredor.
Cuando se quedó vacío, y los ruidos se redujeron a solo algunas voces en las habitaciones contiguas, él dijo—: ¿Fuiste nada más a devolverme algo que ya no quiero?
Me encogí de hombros, poniéndome delante de él sin bajar las manos de mi pecho. Él parpadeó varias veces antes de dejar caer la vista al suelo.
—No lo quiero tampoco —dije.
El nudo de mi garganta se apretó, las manos me temblaron y las hice puño, ocultándolas en mi pecho para que Nasty no se percatara del dolor corporal por el que estaba pasando. La certeza de que aquello rozaba la obsesión me era suficiente como para reaccionar a la defensiva frente a él, pero decidí que no quería mostrarle una vez más lo débil que podía ser a su lado.
Tras asentir, Nash levantó la mirada, poniéndola en mis ojos con la misma intensidad de cuando habíamos compartido las sábanas.
—Tíralo a la basura, entonces —murmuró.
La tortura en su voz no pasó desapercibida. Su tono envió un choque eléctrico por mis manos y, en automático, intenté abrir la boca para replicar.
¿Pero qué...?
—¿Recuerdas cuando te pedí que no fueras al bar de mi familia? —preguntó. Le dije que sí en un suspiro—. Lo hice porque...
—¿A ti ya se te olvidó lo que acaba de suceder hace unos días? —atajé, sin comprender nada—. Nash, ¿sufres de amnesia o algo parecido?
—No. Sufro de una obsesión aguda que ya se me salió de las manos —dijo; su vista se desvió a los lados del corredor.
Una chica cruzó por nuestro lado, y alcancé a notar, desde mi lugar frente a mi puerta, cómo Siloh daba vueltas en la habitación. Mi intención no era hacerlas pasar por un mal rato, de manera que respiré tan profundo como pude y me aferré a una sola idea; hurgué en mis pensamientos para buscar palabras que me sacaran limpia de todo lo que tenía al frente.
—Mi madre quiere que te ponga una orden de restricción —dije, también evadiendo el mirarlo—. Pero yo no quiero hacerte más daño del que tu padre te hace ya. Sé que es enfermo, que estoy mal, y que gran parte de esto es mi culpa. Aun así, no me puedo sacar este veneno del corazón.
Alcé la mirada, encontrando la suya en el camino. La sensación era similar a tener un hoyo enorme en el pecho; un gusano estelar que se había tragado mis ganas de independencia, mis ánimos, todo; estaba seca de sentimientos. También, para mi vergüenza, estaba apegada a él como nadie podría entenderlo.
Solo los que se han desprendido de algo tan grande como esto, me dije, son capaces de comprender si es fácil o no decir «ya no quiero».
—Esta es la reflexión que hace que la calamidad tenga tan larga vida —musitó él y ladeó la cabeza para buscar mis facciones. Era la cita de la obra de teatro que describía bien su tragedia y la mía; salvo que yo no era Ofelia—. Yo nunca te di nada. No te amé. Así que, si un día te enamoras, te doy como regalo esta maldición: no me vas a olvidar jamás.
—Haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo —recité. Él esbozó una sonrisa y comenzó a caminar, no sin antes lanzarme una última mirada—. Que los poderes celestiales te restauren —dije, para mí misma.
Siloh me revisó de pies a cabeza y yo caminé hasta la cama, a mi buró, y saqué mi teléfono para llamar a mi madre.
De pronto tuve ganas de abrazarla. O de acurrucarme en su regazo para confesar que estaba perdida, vejada; hundida en un océano. En el de Nash.
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