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Capítulo 23




M: TIAAN - Devils touch.




Cristin era una de esas bravuconas que suelen encontrarse en lugares muy íntimos: te esperan hasta que estás sola. Podía escuchar sus chistes acerca de mí, mientras me bañaba. Las otras chicas, un par solamente, se limitaron a reír cada uno de sus chascarrillos.

En mi interior vibraban las emociones apretujándose las unas con las otras. La regadera del baño seguía con su flujo de agua, que se deslizaba por mi piel muy rápido. No quería salir a enfrentarme con aquella persona; podía sentir lástima por ella. Parecía que le faltaba mucho por superar a Nasty.

Y yo, pensativa, traté de verme a mí misma frente a un espejo de recuerdos.

¿Me escucho como ella cuando trato de justificar las acciones de Nash para conmigo?

No conseguí interpretar mis propios pensamientos; cada día dormía menos, y cada día me preguntaba más si era una obsesión o un apego emocional destructivo, que no eran tan diferentes el uno del otro. Sin embargo, tenía mezclados los que eran sentimientos sanos con aquellos que causan dolor de cabeza.

Nash no necesitaba mi ayuda o, mejor dicho, no la quería. Y estaba determinada, a pesar de ello, a demostrar que no era dueño de sus acciones como la mayoría de la gente pensaba. Para eso estudiaba materias versadas en las personalidades.

Las risas se detuvieron y el sonido del habla humana fue acallándose poco a poco, mientras el correr del agua en la regadera emitía el mismo repiqueteo en el suelo. Cerré la llave y tomé la toalla que había dejado colgando del percho.

Luego, tras secarme el cuerpo y anudarme el cabello, me puse la ropa que había llevado para poder irme a la cama. El calor de mayo se intensificaba conforme junio nos pisaba los talones. Pero mis extremidades se helaron apenas abandoné la regadera. No había un alma en las otras duchas.

A punto de salir del baño, la figura de Cristin se cruzó en mi camino. Era guapa de una forma extravagante. Tenía un pirsin diminuto en la nariz, y el cabello lo llevaba amarrado en un moño descuidado arriba de la cabeza. Su vestimenta consistía en un pijama de color negro con notas musicales en el pecho. Y, por si fuera poca toda la imponencia que emanaba, medía probablemente quince centímetros más que yo.

Era tan alta como Nash. Y se la veía igual de siniestra...

—A las cucarachas también les gusta salir más de noche —dijo, cruzándose de brazos.

—Estorbas —me limité a decir.

Entorné los ojos cuando ella hizo una reverencia en mi dirección, pero al pasar por su lado, sujetó mi hombro con una de sus manos. Nuestras miradas, luego de enfrentarse durante varios segundos seguidos, se clavaron en los detalles más notorios de las facciones de la otra.

Y ese era mi espejo; busqué en ella las cosas que Nash le veía, y era muy seguro que ella estuviese buscando las cosas que La calamidad encontraba atractivas en mí. No obstante, al apartar la vista y desviarla hacia el pasillo, me vi en la necesidad de carraspear para que hablara de una vez o me dejara ir.

—A ti solo te vienen los golpes duros, por lo que veo —señaló la chica—. ¿Alguna vez Nash te dijo por qué terminamos? —preguntó, soltándome.

—No —dije.

Esa era la verdad. El que me había relatado el motivo de esa ruptura había sido Sam, no Nasty. Por lo que, frente a Cristin, me sentí ligera como una pluma. Por primera vez en mucho tiempo acababa de salir de una interrogante que me estrujaba el pecho, sin haber tenido que mentir.

—Claro que no te dijo —se rio ella—. Si no vales tanto la pena como para contarte algo así. Y apuesto a que de su boca no ha salido ni una declaración sobre su madre, ¿me equivoco?

Tuve que parpadear para ahuyentar el escozor de mis ojos. Cristin chasqueó la lengua al ver que no respondía, y quizá con ello comprendió que no podía hacerlo. Su cara adoptó un gesto de burla y yo decidí no quedarme para ser su bufón. Mientras me dirigía a mi cuarto, enumeré las veces que le había preguntado a Nash sobre su familia. Habían sido muy pocas; y, sinceramente, siempre había tenido una extraña sensación de asfixia cada vez que se mencionaba el tema.

Sam, por estos días, no hablaba más de él. Yo todavía lo pensaba mucho. Mis sueños más turbios tenían que ver con sus cicatrices, con las marcas de su alma que no había podido ver. Era parte de mi imaginación más mórbida. Nash se había convertido en la pesadilla más tangible de mi existencia. Era como tener los pies metidos en un pantano. Todos me sabían allí, pero yo no podía estirar las manos para intentar superarlo.

En cuanto cerré la puerta de mi habitación detrás de mí, tomé mi teléfono, y le envié un mensaje a mi madre preguntándole si tenía planeado venir pronto.

Sam me había dado el consejo de que hablara con ella, pero yo había estado renuente al respecto; quizá por orgullo, quizá porque pensaba que, si le cedía un poco de control sobre mí, de nueva cuenta perdería la independencia en la que podía regocijarme ahora.

Pero, ¿de qué me ha servido toda esta libertad si mentalmente estoy hecha polvo?

Rendía en las materias tan solo porque me metía de lleno en lo presencial, pero sabía que mi empeño no estaba al cien por ciento como en un inicio. ¿Y a quién iba a culpar de eso? ¿A Nash? ¿A mi madre?

Era perfectamente capaz de reconocer que tenía un problema de autoestima, y que tal vez debía de hablar con un psicólogo o con alguno de mis profesores que poseían doctorados incluso en las más altas ramas de la psiquiatría. Yo sabía qué cosa hacer para ir por un camino correcto, pero no tenía fuerzas de voluntad para llevarlo a cabo.

Siloh dormía a sus anchas en la cama. La luz de su lámpara se encontraba encendida, así que antes de apagar la mía después de haberme secado el cabello, también apagué la de mi compañera.

Ya metida en la cama, y arropada solo con las sábanas, sentí que mi teléfono vibraba en la mesa. Me erguí para agarrarlo y leí el mensaje en mitad del cuarto oscuro.

Era mi madre. Decía que venía la semana siguiente.

Aquello se sintió como una premonición.

Había un mensaje oculto en el libro de Los Miserables. Rezaba algo muy contradictorio que no quería aceptar, y por si fuera poco la profesora en turno acababa de dejarnos un último ensayo antes de que la clase diera término. Teníamos que entregarlo al final del curso y serviría para conseguir un poco más de créditos.

Me sumergí en el relato que había leído en la frase «ni negro ni blanco, sino gris; tú eres gris y yo soy ambos». Pero Nash era así de complicado siempre. Y había comenzado a creer que nunca iba a poder entenderlo del todo. Sus acciones, para mí, eran más aberrantes cada vez.

Tomé las anotaciones necesarias de la pizarra y abandoné el aula. Tenía mucha tarea aquel día así que, mientras le enviaba un mensaje a Siloh para que se reuniera conmigo en la biblioteca, me dirigí hacia allá con pasos tranquilos.

Hacía un día muy fresco afuera. Nubes grises, pero austeras, habían cubierto el cielo. Los árboles se movían a causa del viento y este soplaba a cada segundo con mayor fuerza. Aun así, no se escuchaba ningún estruendo en el firmamento y el ambiente tampoco se sentía húmedo, como siempre que la lluvia se aproximaba. Con el clima que había, me dije que tendría que apresurarme a terminar de sacar mis resúmenes en copias.

No quería que la tormenta me pescara a más de un kilómetro lejos de mi dormitorio. Por lo que decidí acortar la distancia, tomé un atajo hacia la biblioteca, y me marché a través del estacionamiento. Crucé un paraje lleno de árboles. Estaba más oscuro allí.

Pronto, cuando hube llegado a la parte trasera de la biblioteca, me detuve junto a un auto que estaba por salir del aparcadero. Del otro lado, al pie de las puertas de la edificación, Nash hablaba por teléfono. Su mirada se posó en mí en apenas unos segundos. Traté de no amedrentarme con su escrutinio y subí los peldaños uno por uno, confiada en que ya nos habíamos insultado lo suficiente.

En efecto, crucé el umbral de la puerta sin que me hubiera detenido.

Siloh me esperaba en una de las últimas mesas, lejos del ajetreo que se encontraba en las primeras mesas de estudio. Anduve hasta allá y me senté frente a ella. Shon se encontraba su lado, explicándole, en voz baja, ciertos términos médicos de virología que a la rubia se le complicaban pronunciar.

Les pregunté, también en voz baja, de qué tipo de ensayo se trababa el suyo: dijo que oral. Y, después de darle el pésame, me sumergí en mis propias letras. Una hora después, mientras trataba de encontrar un tema lo suficientemente agresivo como para dar la talla en la materia, un alumno que no conocía se acercó a mí. Me extendió una caja que bien hubiera podido ser la de unos zapatos. Estaba envuelta con un moño de regalo, de color gris.

Gris.

Le pregunté de quién era, pero él se limitó a decir que alguien, un tipo raro en la entrada, se lo había entregado. Me imaginé que la descripción «tipo raro» encajaba con Nash, así que no le hice más preguntas y le agradecí el paquete. Al tiempo que le quitaba el moño, sentí el palpitar de mi corazón; estaba furioso e impaciente, rugiendo como un león hambriento. Tuve que darle gusto y me apresuré a quitarle la tapa.

Nash... desde un inicio, había dado señales de no ser como el resto de las personas, pero cuando vi el interior de la caja llegué a la conclusión de que, enfermos mentales o no, todas las personas que disfrutan de hacerte daño caben en la misma descripción. Por eso mi profesora insistía en el análisis clínico.

Un paciente, por mucha lucidez que tenga, jamás puede decidir si sus ideas han abandonado por completo la enfermedad. Aquel regalo era la prueba de que, o bien La calamidad había perdido totalmente la razón, o alguien quería asustarme. El nombre de una persona que encajaba con el perfil de «loca obsesionada» se cruzó por mi mente. Pero Cristin tampoco podía estar tan... perturbada.

Me recorrí en la silla sin percatarme del chirrido e hice un mohín alejándome de la caja, cuya tapa arrojé al suelo. Al retroceder con el asiento a cuestas, este se incrustó en alguna imperfección del suelo, y se inclinó hacia atrás. Me caí de lado, con un estrépito que me hizo chillar de dolor. El ruido fue tan sonoro, que todas las cabezas que se encontraban en la biblioteca se volvieron a mí.

Siloh había contorneado la mesa de nosotros y ahora se encontraba acuclillada a mi lado. Otro alumno trataba de ayudar, pero yo no podía moverme. Las lágrimas pugnaban por salir. En ese momento alguien a quien no conocía, pero que parecía tener más fuerza que Siloh, me pegó a su cuerpo. Trataba de hacer que me tranquilizara, y de todos modos no lo conseguí a pesar del calor humano...

Shon estaba de pie junto a la mesa y echó una mirada al interior de la caja. Se llevó una mano a la boca cuando se percató de lo que había dentro. Muchos alumnos más estaban aglomerándose en derredor de mí. Siloh se puso a mi lado, para protegerme de las miradas. Entonces las piernas me fallaron; comencé a llorar, desconsolada y con la imagen de un charco de sangre formándose una y otra vez en mi mente. No fui consciente de la llegada de un profesor ni de que la bibliotecaria había comenzado a sacar a todo el alumnado. Cerré los ojos con fuerza, hundiéndome en el sopor del shock. Para cuando el muchacho se hizo partícipe de que yo no podía seguir de pie, el desvanecimiento me venció totalmente.

Las tinieblas me engulleron en su interior; allí, antes de perder por completo el conocimiento, me vi envuelta del color gris. El sonido de una voz tenebrosa inundó mis ideas, y la exigencia de alguien que decía detente ya. 

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