Capítulo 19
M: Lana del Rey - Young and beautiful.
Tuvieron que pasar varios minutos para que yo alcanzara al menos a entender lo que ocurría. Al parecer, Sam y Nash tenían cosas pendientes. Cosas que, en el fuego cruzado, terminaron por golpearme a mí: lo cual no resultaba ni lógico ni predecible.
—Vámonos, Pen —dijo Sam.
Me sujetó el brazo otra vez.
—No vamos a ninguna parte —exclamé. Retrocedí dos pasos, poniéndome en medio de ellos. Por su lado, Nash se había cruzado de brazos y me observaba, calmado y expectante—. ¿A qué te refieres?
—Que te lo cuente él ya que está aquí —susurró, la voz ronca.
Examiné a Sam en ese momento. Pero este se limitó a negar con la cabeza y a sacudirse el fleco después. Se puso las manos en la cadera al tiempo que daba un par de zancadas atrás, cerca de la cama de Nash.
Se quedó mirándome con expresión adusta, tal vez para estudiar sus opciones o preguntándose qué tanto me había afectado lo que La calamidad decía.
—Pasó hace mucho y no tiene nada que ver contigo. —Sam apretó la mandíbula. A través de su mirada, que seguía clavada en mí, pude ver que decía la verdad.
Quise recordar sus expresiones durante aquel tiempo. Pero ninguna me parecía extraña salvo el que supiera tantas cosas de Nash, sobre su vida. Además, al ser mi primer año en la universidad, los tiempos no cuadraban. Cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos no era de mi incumbencia y, por lo que pude entender, Nash lo había hecho así.
—Dile que nos deje solos —murmuró Nash, con tono apremiante. Se dejó caer en su cama y observó con parsimonia mi reacción.
Pude ver que quería probar algo frente a Sam.
Era consciente de lo que hacía; su forma de mirarme bastaba para comprobar que quería ejercer un poder sobre mí. Y, aunque mi conciencia me dijo exactamente cómo responder, de qué manera salir librada de la fuerza que emanaba, no pude dar batalla en contra de ella.
Fui perfectamente capaz de comprender lo que me aguardaba tras cruzar, de nuevo, la línea con él.
—Solo necesito unos minutos —le aseguré a Sam.
Una de sus cejas rubias se enarcó; en su rostro vislumbré la terrible decepción que le cayó encima. Y, entretanto me hundía junto a la desesperación por saber qué rayos ocurría en la vida de Nash, vi que se me agarrotaban los músculos a causa del gesto de Sam.
En esa máscara que me mostró antes de darse la vuelta y marcharse, noté que se rompía la relación que habíamos forjado desde que yo le permití entrar en mi día a día. De manera que clavé la mirada en el suelo apenas entendí que las cosas que te iluminan no conviven nunca con las tinieblas del dolor. Entendí que solo si admites que la necesitas, la salud viene a ti; tal vez poniéndose el nombre de Siloh, Daryel y Sam; tal vez con el nombre de un psicólogo o de mamá. Eso solo si admites que estás mal.
Yo no lo admití porque hacerlo era dar un paso lejos de Nash. Y Nash implicaba... todo: la prueba exacta de que se puede ser un demonio y un genio al mismo tiempo; la excepción a la regla; el escepticismo comprobado de los ateos; la teoría del todo de un físico; la unificación de los sentimientos que no son recíprocos pero que se entregan, aunque no tengan pies ni cabeza.
No necesitaba que nadie me entendiera. Lo que necesitaba estaba frente a mis ojos, mirándome.
—¿Qué es lo que te sucede? —pregunté.
—Ven —dijo y señaló la cama—. Necesitas escucharme.
De dos pasos llegué hasta allí y me senté a su lado, nuestras rodillas rozándose. Un par de segundos en silencio después, Nash se giró para mirarme a los ojos y escudriñar mis gestos; recorrió con su mirada cada parte de mi cara e inspiró varias veces en el proceso. Cuando por fin agachó la vista, a mí se me habían entumecido los labios y los muslos a causa del deseo. El mismo deseo que vibraba en él y que me era perceptible al estar tan cerca.
—¿Ya te has dado cuenta de que te gusta Sam? —musitó. Miró al frente, la pared en la que se encontraba arrinconada la otra cama—. Porque, si me lo preguntas a mí, es bastante obvio.
Pestañeé varias veces. Nash continuó en silencio, a lo mejor creyendo que le iba a confesar las cosas que Sam me provocaba. Pero no iba a hacerlo. No porque me fuera difícil, sino porque yo sabía cuán ridículo iba a sonar.
Una persona nunca suena más ridícula que cuando dice una verdad y esa verdad no tiene consistencia con sus actos. De ese modo yo me veía: ridícula. Por mentirme. Por estar allí en un sitio en el que no encontraría nada bueno, y en el que, Nash personalmente, me había guardado trozos de miseria. Esos que se sacaba del alma y le daba a la gente —a mí, en lo especial— a manera de palabras.
Era todo lo que estaba dispuesto a dar y, tras todo lo vivido en aquellos meses, había comenzado a darme cuenta. Justo cuando ya era muy tarde y me encontraba revestida del imán de sus manos.
—¿Qué te hizo? —murmuré.
Nash se inclinó para poner las manos en el regazo y cerró los ojos.
—A mí nada —confesó—. Pero teníamos que saldar una deuda.
Negué con la cabeza, más confundida que antes.
—Explícate —le dije.
—Es como un duelo donde pierdes algo que un día quitaste. Ojo por ojo, como en Mesopotamia —dijo.
—¿Y yo soy ese duelo? —pregunté.
Él se levantó de la cama. Aún me daba la espalda cuando dijo—: Lo eras de él, al principio. —Se giró en los talones y con las manos en su nuca, tal vez porque estaba muy tenso (no lo parecía), añadió—: La vida me jugó una vendetta.
—Sam y yo no tenemos nada —sentencié.
—Pero quieres —aseguró Nash. Entrecerró los ojos—. Es perfecto para ti.
—Eso lo dices tú —repliqué. También me erguí y, tras poner una mano en su pecho, le dije—: Estoy aquí, ¿no?
—¿Estás enamorada de mí? —inquirió él.
—Tal vez, Nash.
—Sí o no, Penélope. —Se acercó más y puso su palma en mi cuello. Le ejerció un apretón que me sacó un respingo.
No tenía idea de qué sentir, pero ¿y si confesaba una mentira? Lo observé varios minutos seguidos para leer la expresión de su mirada. No podía hacerlo. No podía seguir mintiendo...
—Estoy enferma por tu culpa —admití—. Esto que siento me deja sin energías. No hago más que pensar en lo que viviste y en lo que puedo hacer para ayudarte. —Contuve un suspiro—. A veces me pregunto si puedo autoanalizarme y me descubro recordando que tú me lees mejor que ninguna otra persona.
Para mi sorpresa, Nash esbozó una sonrisa; luego sacudió la cabeza mientras se daba la vuelta y avanzaba hasta la puerta, que seguía abierta de par en par.
—Ya vete —exclamó—. Y si me haces el favor, dile a Sam que te cuente él mismo si quiere hacerlo.
—A mí no me interesa saber nada —gruñí, adelantándome para salir al corredor.
Al enfrentarlo en el marco, él se limitó a mirarme, indiferente.
—Como quieras. —Suspiró—. Hazte un favor a ti misma: deja de creer que necesito ayuda. Hay cosas que ni con todo el amor del mundo se pueden arreglar.
Cerró la puerta de un azote. Yo me quedé allí parada, presa de un vacío existencial. Estuve tentada de tocar otra vez, pero las ganas de romper a llorar no demoraron y me vi obligada a echarme andar para que las lágrimas no pugnaran más por salir.
En cuanto abandoné el edificio, supe que el final del túnel no estaba ni por asomo cerca.
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Sam había estado evitándome. Ahora mismo lo tenía al alcance de mi vista, pero mis pies no lograban trazar un rumbo hacia él. Siloh y Shon se encontraban a su lado, hablando animosamente. Un par de compañeros cruzaron las puertas vaivén de la cafetería y me saludaron al pasar. Entonces, detrás de ellos, caminé lo más segura de mí que pude, hasta llegar a la mesa redonda, donde se encontraban mis amigos.
Siloh, sonriéndome, se recorrió para dejarme espacio entre ella y su hermano, pero este ni siquiera reaccionó a mi presencia. Hizo un ademán para separar su bandeja, y de todos modos no se volvió a hablarme ni nada.
—¿Vas con nosotras, Pen? —preguntó Siloh, luego de dar un sorbo a su té.
—¿Adónde? —inquirí.
Shon me explicó que su grupo de amigos realizaba una fiesta aquella noche. Lo sopesé unos instantes y acabé diciéndoles que sí después de que ellas me explicaran que era una reunión pequeña que planeaba despedir a la generación.
Al parecer, Sam no iba a ir.
Ellas continuaron charlando —con mucha efusividad— acerca de las personas que iban a acudir y el lugar en el que se iba a llevar a cabo. Así que aproveché mi ignorancia al respecto para volverme hacia Sam, que tecleaba en su móvil.
—¿Piensas estar así conmigo toda la vida? —dije.
Él me observó de soslayo, pero no se dignó a voltear.
—Así, ¿cómo? —musitó.
Siloh, tras escuchar el cómo había respondido su hermano, nos lanzó una mirada de extrañeza. Justo en ese instante, y después de decir al aire —sin dirigirse a nadie en especial— que tenía muchos pendientes, él se levantó con la mochila colgada del brazo. Su almuerzo se había quedado intacto, de modo que comprendí que si se marchaba era por mí. Por lo que, decidida a que afrontáramos la plática incluso si él estaba molesto conmigo, lo seguí a pasos rápidos.
En mitad del gran comedor, traté de agarrar su antebrazo. Le di un pequeño tirón para que se detuviera y, entonces, él se giró. Había un dejo de impresión en su rostro, pero no me dejé amedrentar y acabé por acortar la distancia entre nosotros.
—Se supone que yo tendría que estar molesta contigo, no al revés —dije—. Al fin y al cabo, fuiste tú el culpable de que Nash se fijara en mí, ¿no?
—Lo que hiciste fue humillante, Penélope —se justificó—. Sí, cometí un error, pero eso no quiere decir que puedes jugar al gato y al ratón conmigo.
Eché un vistazo alrededor para verificar si los alumnos nos dirigían sus miradas curiosas. Algunos lo hacían, pero no me importó. Me quedé en el mismo lugar, cruzada de brazos y sin entender lo que Sam trataba de decirme.
Quizá sí tenía derecho de estar enojado, pero...
—Te lo voy a preguntar a ti porque él no me dijo nada —dije—. ¿Qué le hiciste?
Sam me estudió unos instantes. Cuando se inclinó hacia mí y entrelazó mis dedos a los suyos, no me vi capaz de retroceder. Salió de la cafetería llevándome con él hasta que nos vimos rodeados por los edificios enormes del campus. Estaba nublado y hacía mucho viento; los alumnos corrían de un lado para otro por temor de que comenzara a llover.
Pasados unos minutos, Sam dijo—: Estuve en la fraternidad un año y medio. Y eso me bastó para ser testigo de cosas que no se le deben permitir a nadie. Pero es así, y yo no tenía poder para evitarlo.
Arrugué la frente. Sam se rio, pero el gesto no llegó a iluminar sus ojos. Al mirarme de nuevo, yo no pude creer que de verdad aquello le pesara tanto como para no decirlo de una vez por todas. Y luego recordé la vez que me había pedido tiempo para salir más convencionalmente. Porque, como toda persona que no conoce a otra, no confiaba en mí. Sin embargo, me vi involucrada en eso gracias a aquel secreto, y merecía saberlo.
De la boca de Sam.
—¿Sabías que Cristin es becada? —inquirió. Le dije que no con la cabeza—. Pues lo es. Ahora, ¿te puedes imaginar lo que le ocurre a una chica becada si la junta de la universidad ve fotos suyas, desnuda, pegadas por doquier?
Así que allí estaba, de la nada; la prueba de que la vida no te entrega más de lo que tú le has dado. Sam acababa de confirmarme lo austero y miserable que era mi mundo, el cual se me antojó hecho de cristal.
Asentí, entendiendo que él y su fraternidad le habían hecho esa foto a Cristin.
—Se la entregaron a Nash, ¿verdad? —le pregunté—. Ustedes le entregaron a Nash esa foto.
—Después de que Cristin hizo todo lo que pidieron —se forzó a decir—, se la mostraron anónimamente, claro.
—Así que, ¿participaste de un abuso? ¿Es eso? —exclamé.
—No, ¡Dios, Penélope! —dijo—. Uno de mis compañeros fue quien le hizo la foto... Cristin le dijo a Nash que yo sabía quiénes eran... Pero no dije nada. Lo único que hice para alejarme de todo eso, fue abandonar la fraternidad.
—¡Excelente! —sonreí, sin poder dar crédito a lo que me decía. Sam bajó la mirada y se pasó los dedos por el cabello—. ¿Y qué tengo yo que ver con todo esto?
Él se enfocó en mí otra vez, mientras el semblante de preocupación se aumentaba en su rostro.
—Cometí el error de fijarme en ti: aunque pensó que era broma, una vez, después de que te vi la primera, le juré a Siloh que me iba a casar contigo un día. Estábamos en la habitación y no pensé que Nash...
No pensó que Nash podría aprovechar la oportunidad de devolver el favor. Y de todas maneras para mí no tenía sentido que me hubiera elegido, siendo que en aquel entonces yo tenía novio.
Nash poseía la capacidad de leer a las personas y anticiparse a sus sentimientos, incluso; por lo que, convencida de que todo era más racional de lo que alcanzaba a ver, me dije que usar la foto de una persona que te gusta es mejor que dejar una factura pendiente.
—Apenas me conocías...
—Le dije que eras perfecta. —Hizo una mueca, al tiempo que cerraba los ojos, y al abrirlos añadió—: Supongo que quería arruinar mi definición de lo que es una chica perfecta.
Moví la cabeza lentamente y de pronto caí en algo...
—¿Viste mi foto? ¿Te la enseñó?
—¿Tú qué crees? —masculló Sam—. Penélope, puede que Nash no sea de piedra, y que sí sienta algo por ti; una vez quiso mucho a Cristin. Pero eso no lo exenta de haberte utilizado como la ley del Talión.
Estaba en lo correcto. Pero yo no podía mentirme. Las cosas no estaban como para entenderlas de golpe, así que inspiré profundo y me decidí a tomar un camino diferente. Solo para mí.
—Gracias por contármelo, creo —dije, apesadumbrada—. Y gracias por ayudarlo a arruinarme la existencia.
Le di la espalda y regresé al interior de la cafetería. A diferencia de lo que me cruzó por la mente, Sam no me siguió y tampoco regresó a la mesa.
Callada como nunca y esperando procesar todo, escuché atenta la plática de Siloh y Shon. Me sentía igual de enferma que antes, pero ahora por culpa de dos personas.
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