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Capítulo 18



M: Ruth B - Lost boy.





Aquella tarde en la que Fred me dijo que no podíamos seguir juntos, descubrí que estaba cansada de ser un cartón con pies, y tuve ganas de tomar una decisión descabellada. Durante los primeros meses en la universidad, Nash se había comportado como esa decisión que atrae, pero que ninguna persona cabal quiere tomar por miedo.

Al qué dirán, al riesgo, a todo lo que promete una mirada como la suya.

La mirada de Sam no me causaba ningún desasosiego y estas semanas se había convertido en el ancla de la que no quería soltarme. No hacía insinuaciones y se limitaba a preguntarme cosas de las que a mí me gustaba hablar. Por ejemplo, mi carrera. La atención que Sam me prestaba —la manera en la que preguntaba si el estrés no me estaba consumiendo poco a poco— era mi analgésico.

—Es desgastante —sonrió. Caminábamos por el campus; el edificio de la escuela de psicología se levantaba a no menos de cien metros; Sam estudió su largo unos segundos, y luego volvió a mirarme—. Pero siempre he creído que así es mejor. Yo no haría algo que no me gusta. Mi madre lo entendió al final.

Me reí también. La madre de Sam había dudado mucho de la carrera que eligió Siloh. Para ella hubiera sido mejor que estudiase algo referente a los negocios. Pero Sam era muy bueno respecto a esos temas: acabó por convencer a su progenitora de que aquello no era lo mejor para su hermana.

Así entendí que aquel era un poderoso motivo por el cual Siloh le guardaba tanto respeto.

—A mi madre no le interesa lo que elegí —dije cuando él me preguntó acerca de la actitud ausente de mamá.

Si hubiera sido otra persona, habría fruncido las cejas como reprimenda por entrometerse en algo tan privado (algo de lo que a mí no me gustaba hablar en lo absoluto). Pero como era Sam la plática se me antojó relajante. Incluso mi mente se aligeró al grado de que me embargó la paz y un sentimiento de añoranza.

—A lo mejor deberías hablarlo con ella —murmuró Sam.

En mitad del amplio jardín que se extendía a lo largo y a lo ancho de los terrenos del campus, me detuve a examinar la expresión seria de Samuel Mason, cuyo semblante no permitía entender si era broma o si de verdad creía que con una charla madre-hija los problemas, el abandono, y la frialdad de todos esos años se iban a terminar.

Él se cruzó de brazos, desafiante, al reconocer mi cara de irritación.

—Y ya que tienes una opinión al respecto, ¿qué tendría que decirle para que ella recuperara la memoria y pudiera hacerse a la idea de que los hijos no subsisten solo con dinero?

—¿De verdad la necesitas tanto? —preguntó.

Lo observé mientras se sentaba en una banca. No cambié mi postura ni intenté mirar más allá de lo obvio. Probablemente lo que Sam trataba de hacer era que no me pesara la ausencia de mi madre, pero lo que él no sabía era que esa etapa de niña me había aplastado hacía muchísimo tiempo. Tal vez no era la única que vivía una situación semejante, pero sí sabía que era de las pocas que se armaban de valor para encontrar una salida.

Hice un par de aspiraciones profundas hasta que conseguí evadir el enojo en contra de mis propios deseos. Quería, en efecto, hablar con mi madre y explicarle por lo que estaba pasando.

Pero no hace caso nunca.

—Muchas personas matarían por tener la independencia que tú tienes —dijo Sam.

—¿Tú, por ejemplo? —me interesé.

Luego de sacudir la cabeza, Sam respondió—: Nash, por ejemplo.

La mención de su nombre envió lo que quedaba de mi buen humor lejos, quizás hasta Argentina. Sam se había recargado por completo en la banca y yo estaba sentada de manera que pude colocar mis manos en el regazo. Mis palmas sudaban por los nervios. Pero la congoja por recordar que hacía casi un mes que no veía a Nash, ni siquiera en las clases de literatura, se hizo presente no importaba cuánto de mi empeño pusiera en tratar de evitarlo.

Sam era consciente de que hablar sobre él a mí no me causaba cosas buenas.

—Nash... —susurré—. Dudo mucho de que alguien pueda ejercer un control sobre él.

—Eso lo dices porque no conoces a su familia; particularmente a su padre —dijo, con los labios curvados en una sonrisa irónica—. Lo conozco hace mucho. Sé por las cosas que el tipo lo hace pasar. Me imagino que te das una idea.

Antes, Sam ya me había contado sobre el supuesto asesinato de la madre de Nash. Pero no sabía en lo absoluto nada del padre. Dado el comportamiento de Nash, y por mis conocimientos, me di cuenta de que muy pocas veces había contemplado la idea de que continuara bajo el insuflo del poder de alguien.

En silencio, hundida en aquella consideración, sostuve la mirada en el atardecer que se desdibujaba frente a mis ojos.

—Las cicatrices —musité. No quería hablar de eso precisamente con Sam, pero su rostro impávido y sus ademanes estoicos, me dieron luz verde para continuar—: ¿Él se las hizo?

Sam me dirigió una mirada calculadora. Sus ojos entrecerrados y los labios apretados en una línea demasiado fina, fueron un aliciente para mí. Él sabía muchas más cosas acerca de La calamidad. Cosas intrigantes y, por lo visto, horribles.

—Por lo que sé —suspiró al fin—, Eíza Singh nunca ha tenido todos los tornillos puestos en su lugar. Y Nash tuvo que lidiarlo. O, mejor dicho: Nash ha querido lidiarlo una vez que faltó su madre. Hubo una ocasión en la que le partió la ceja tras forcejear en la habitación; no se había tomado el medicamento. —Negó con la cabeza, como si estuviera recordando la escena—. Siempre me dio la impresión de que el sujeto estaba enfermo, de que tenía una especie de apego raro con su hijo, como si no quisiera dejarlo ir. —Miró hacia arriba, dubitativo. Tras inhalar hondo, se arrellanó en su lugar y volvió a mirarme.

—Es un abusador —mascullé, consternada por las declaraciones—. Me pregunto por qué su familia no le ha prestado ayuda.

Aquello explicaba muchísimos de los comportamientos de Nash; su insolencia, su fingida imperturbabilidad, y la desconfianza hacia mí. Además, dejaba en claro el porqué de sus cicatrices.

—Quizás es porque no quiere que lo ayuden. Después de todo es su padre.

—Pero mira lo que le ha hecho, Sam.

—Tu madre te hirió. Y aquí estás, lejos de ella para buscar un futuro —me espetó, luego de acomodar un par de cabellos a los lados de mi cara—. Cada quien toma las decisiones que cree convenientes para su vida. Si Nash decidió perpetuar una condena de ese estilo, ¿quiénes somos tú, la sociedad y yo para contradecir su elección?

Recelosa por el desdén que le había impreso a su tono, me puse de pie, de pronto ansiosa.

Mientras había estado con él no pude ver que tuviera cicatrices nuevas. Y me pregunté por qué le había infringido cada una de ellas; me pregunté, ignorando el hecho de que Sam me miraba con detenimiento y de que la noche comenzaba a cernirse sobre nosotros, si Nash se habría dado cuenta ya de lo obsesiva que resultaba esa relación con su padre.

No soy de su confianza, y por eso no me lo ha contado. Entonces...

Entonces, ¿Nash y tú solían ser muy amigos? —inquirí.

Tras levantarse, Sam se encogió de hombros. El dejo de ira en su rostro iba en aumento. Pero yo no quería dejar por la paz el tema. Así que alcé mis dos cejas para que entendiera mi ansiedad.

—Cristin está en la misma facultad que yo —dijo. Se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza—. Presencié muchos de sus pleitos antes de que terminaran.

—¿Y por qué terminaron? —insistí.

Comenzamos a caminar de regreso por el jardín. Sam se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y yo me abracé a mí misma.

—Cris le fue infiel —murmuró.

Ya no me miró de nuevo. Tampoco logré sacarle más información. En realidad, su repentino hermetismo me causó curiosidad; Sam sabía mucho sobre Nash y Cristin, y sobre las cosas que habían girado en torno de ellos hacía años, cuando eran novatos en la universidad.

Qué sospechoso...

Al día siguiente, lunes, Nash tampoco se presentó a la clase de literatura. Me encontraba a la espera de que la fila en torno del escritorio de Clarisa se acabara para poder entregarle el último ensayo que había pedido; era el definitivo luego de hacerle muchas correcciones, de haber ido a infinidad de conferencias, y de haber recibido varias reprimendas por su parte.

Y ahí estaba el final de lo que había comenzado con tan poco arrobo...

—La diligencia mueve montañas —dijo la profesora.

Asentí al tiempo que me acomodaba el cabello detrás de las orejas. La docente revisó que mi ensayo estuviera bien esquematizado y entonces lo apiló con el resto.

—Así que Nash se ha perdido las últimas clases —susurré.

Clarisa esbozó una sonrisa. Se levantó de su asiento mientras leía un memo que tenía en las manos. Yo, abrazada de mi bolsa con fuerza, la seguí a la salida. El sonido de sus tacones sobre el suelo se volvió irrisorio. Parecía que el ambiente se había puesto de acuerdo con mi corazón para provocarme un espasmo de ansiedad.

No pude dormir la noche pasada pensando en lo que Sam me había dicho. Tenía una corazonada al respecto, pero no quería actuar sin antes haber comprobado ciertas cosas. Como, por ejemplo, que Nash había dejado la clase por mí y había roto su impecable y perfecta asistencia.

—Quiero suponer que ya terminó con sus notas —admitió Clarisa una vez que hubimos salido al pasillo—. Se exige mucho a sí mismo.

¿Notas?

Pero, ¿esto no le afecta para los créditos finales? —pregunté, atónita.

Con el gesto ensombrecido por la confusión, Clarisa se volvió a mirarme, deteniéndose en mitad del corredor.

—No hay crédito más alto que yo pudiera darle ya —se rio.

—Entonces ¿qué hace en las clases? ¿Por qué está asistiendo si ya tiene la materia cursada?

La profesora suspiró y, al tiempo que sonreía cándidamente, espetó, muy orgullosa al respecto—: Está en un proyecto social, como siempre. La clase es inicial, Penélope, y Nash está en su último año. Lo que necesita es un récord académico para el máster, no más créditos de los que ya tiene. Si ya terminó, es obvio que se saltará las clases.

Fingiendo entendimiento, ladeé la cabeza y la sacudí para que viera que ya había captado. Cuando se marchó, me quedé de pie en mitad del pasillo y contemplé la gran mentira a la que me habían sometido aquellos meses; casi un año mirándome, casi un año atormentándome con su voz, con sus asedios.

Hasta que obtuvo lo que quería de mí.

Pero la pregunta correcta era ¿por qué?

En cuanto logré espabilar, recorrí el tramo desde la facultad de letras hasta el edificio en el que se alojaba Nash. Muchos estudiantes me observaron mientras avanzaba a través del corredor en la segunda planta, donde se hallaba la habitación de Nasty. Pero ignoré todo. Ignoré también la voz insidiosa que me remarcaba cuán erróneo era ir hasta allá.

Lo único que supliqué al cielo fue que Sam no estuviera en la pieza.

No tuve que tocar porque la puerta estaba abierta. En el interior, y recargado en la esquina de su cama con la espalda en el muro, Nash levantó la mirada hacia mí. Un puñado de libros estaban abiertos y esparcidos por toda la cama.

Aterrada y colérica al mismo tiempo me planté frente a él, a un lado de la cama.

—No estabas en literatura para la clase —dije, terminante. Nash se limitó a observarme con una ceja enarcada. Un rulo oscuro le caía en la frente, del lado derecho. Traía puesta una camiseta blanca y jeans negros, vestimenta que hacía resaltar su piel blanquecina—. ¿Por qué?

—Porque no —gruñó.

Se hizo a un lado y, con habilidad, se bajó de la cama sin mover un solo libro de su lugar. Lo que sí movió con su aroma, fue mi cuerpo entero. Retrocedí un par de pasos, a la defensiva.

—¿Te gustan los relatos de terror? —preguntó, como si nada—. Porque estás a punto de escuchar el mejor de tu vida.

—Adelante.

—¿Estás segura? —Esbozó una sonrisa.

A mí me temblaron las piernas ante el gesto. Su semblante frío y la rigidez de su cuerpo quedaron en evidencia. Pero cuando echó la cabeza atrás y emitió una carcajada digna de él, luego de ver mi cara de susto, vi un detalle nuevo en su cuerpo; lo conocía bien. Lo había besado muchas veces, su cuello, y era consciente de que no había tenido ningún tatuaje allí.

Menos un par de alas pequeñas que simulaban proteger algo...

—¿Te ha hecho daño de nuevo? —murmuré, en un impulso.

Estiré la mano presa del desconcierto y del miedo porque su padre le hubiese puesto la mano encima otra vez.

Ni siquiera quería escucharlo...

Ni siquiera podía extirpar de mi sistema la impotencia. Y, no obstante, al tratar de tocar su piel, Nash sujetó mi muñeca y tiró de mí tan fuerte que sentí cómo mis tendones se estiraban más de su capacidad. Gemí por el dolor no solo del tironeo, sino que también ejerció un apretón fuera de lo permitido.

—Nash... —le dije, sin comprender.

—¿A esto te vas a reducir? —La voz de Sam, viniendo de atrás de mí, se sintió como un aire cálido en mi columna vertebral.

Al instante, mi muñeca aprisionada por la suya, Nash me soltó. No se movió a ningún lado. Apenas Sam se colocó junto a mí (me sobé la muñeca para tratar de aliviar el dolor), puso su atención en él.

—La niña está lista para escuchar nuestro cuento de terror —dijo Nash.

Ambos se miraron durante largos minutos. Yo me había pegado a Sam en la búsqueda de su protección, pero en cuanto vi que no se podía defender, supe que sus conocimientos respecto a la vida de Nash no habían sido gratuitos, y que me había metido en un lío mucho más grande de lo que era una fotografía. 

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