Capítulo 15
En multimedia: Seether - Save today.
Cuando cometes un error grave, la mayoría de las personas a tu alrededor lo notan. Sobre todo si los errores tienen nombre y apellido. La gente que conformaba mi círculo social, aunque no eran cercanos a mí ni mucho menos, me miraba de forma extraña. Lo hacía mientras yo miraba en otra dirección, o mientras charlaba con alguien más.
A estas alturas sentir el escarnio en carne propia había dejado de importar. Mucho más estando frente a la madre de Sam y Siloh, que era una mujer cálida, sonriente y despreocupada; también era igual de glamorosa que mi madre y mi tía, pero en ella los lujos no parecían obscenos.
La observé al tiempo que me llevaba el vaso a la boca, para fingir beber un poco de agua. No había querido hablar mucho porque estaba embelesada con el trato de la señora Mason, cuyos modales se parecían en cierto modo a los de Holly Golightly. También tenía aspecto de haber vivido muchísimo tiempo en Malibú pues su tez estaba bronceada y cada vez que la luz le tocaba los hombros desnudos me daba la impresión de que alguien le había esparcido cosillas doradas allí. Pero eran solo sus lunares.
Descubrí que me gustaba la mujer apenas me preguntó por qué había decidido estudiar psicología y no hacer lo mismo que había venido haciendo toda mi familia; dedicarse a los bienes raíces. A mí me encantaba repetir que mi mayor anhelo era no depender de nadie en lo absoluto. Ni económica ni sentimentalmente.
Justo en ese instante, una vez que pedimos la comida, ella insistió en hablar de cómo se había casado con el señor Mason, que había muerto de un infarto unos cuantos años antes de que Sam ingresara en la universidad. Así, me hizo saber que no era la única en el mundo dejando los estigmas del sexo atrás.
Ella poseía un negocio de cáterin. Era repostera y le encantaba el océano. Por eso había decidido mudarse a Malibú tras la muerte de su esposo. El resto de la plática se centró en Sam; orgullosa de su hijo, Katherine Mason comentó cuán feliz estaba de que él se fuera a hacer cargo de las cosas pendientes que había dejado su padre. Personalmente, era de lo que había huido, pero en Sam se veía correcto, usual, incluso necesario. Era tan analítico y seguro de sí mismo, que no me extrañó que se fuera a marchar de Connecticut luego de graduarse. Y, como yo no estaba enterada de ese detalle en particular, sus miradas se volvieron más furtivas que de costumbre. Por mi parte, no paraba de recordar lo que le había prometido a Daryel.
Ahora la primavera estaba cerca y con ella el verano se volvía más próximo. Lo que quería decir que Sam se marcharía a San Diego sin importar que yo le dijera si me interesaba en serio o solo me gustaba su pasividad.
Dejamos a Kathy en su hotel y nos marchamos al campus; Siloh texteaba animosamente en su móvil, sentada en el asiento del pasajero. Afuera, a través de la ventana, había un paisaje tremendo; New Haven era famoso por ese tipo de escenarios. Casas construidas para comodidad y lujo, edificios del siglo pasado y árboles de tonalidades vivas.
—¿Vas a aceptar? —le escuché preguntar a Sam mientras conducía por la calle de la facultad de arquitectura.
Clavé la mirada en la edificación brutalista al otro lado de un campo de pasto que comenzaba a ser verde, y respiré hondo. Aquella conversación ocasionó un vaivén de emociones en mí, sin que pudiera controlarlo. La madre de los muchachos me había pedido que los visitara en Malibú. Yo sabía que era muy mala idea, por más razones de las que podía enumerar.
—Mi madre es imposible, Sam —le dije. No era que estuviera mintiendo del todo, pero no quería decirle la razón por la que me sentía reacia a permanecer un mes bajo su mismo techo. Ya me provocaba suficiente confusión como para terminar de finiquitar las cosas. No estaba lista para él, y esa era mi única verdad—. Y recuerda que voy a hacer un curso de verano.
—Sí, bueno —dijo y apretó las manos la volante para virar en una callejuela—, podrías tener mejores excusas. Tu promedio ya es excelente.
—No es por los créditos, bobo —refuté—. Mi currículo estudiantil tiene que ser impresionante si quiero ese máster, ¿lo olvidaste?
—Ajá —musitó, con voz sardónica—. Literatura y todo eso. ¿Qué tiene que ver con Psicología?
—Mis modales huraños —recité las palabras del decano y luego repetí lo que mi tutor me había dicho—. Necesito las cartas de recomendación. Para el doctorado.
Durante años había decidido no dejar entrar a nadie en ese espacio que a veces se me antojaba utópico. Pero al rechazar la solicitud de Sam, no me embargó el sentimiento de suficiencia que solía, sino que me sentí tonta, cobarde y pusilánime. Parecía que le tuviera miedo, a él, que no era más que un muchacho de buenas intenciones.
Buenas y claras intenciones, para variar.
—Ven solo por dos semanas —insistió, una vez que aparcó delante de nuestro dormitorio—. ¿Me vas a hacer suplicar?
—Me acabo de dar cuenta de que tú también eres imposible —le dije. Siloh se había bajado del auto y me esperaba al inicio de las escaleras. Por otro lado, Sam se inclinó para darme un beso en la mejilla y, al resentir la suavidad de sus labios y recordar cómo me había besado antes, supe que no podría cumplir mi promesa con Dary—. Nos vemos por ahí, Samuel.
Él se limitó a esbozar una sonrisa ufana, pero esta se desvaneció cuando volvió su atención al frente. Allí, en la escalinata de concreto del edificio en el que llevaba viviendo cerca de un año, se encontraban Nasty y Cristin. Los brazos de él estaban laxos a los lados de su cuerpo, pero sus puños se encontraban cerrados. Ella, por el contrario, estaba enrollada de manera posesiva a su cuello, con las manos.
El beso no parecía amistoso. Tampoco se veía como si Nash estuviera muy animado; además, mi intuición me dijo que era bastante obvio que lo habían hecho con el fin de que yo viera todo.
—Parece que esta será mi semana —me reí, mientras bajaba del auto.
Cerré la puerta y, maldiciendo por lo bajo, me apresuré a caminar hacia la construcción de ladrillo. Detrás de mí pude escuchar el sonido de los pasos de Sam, que me detuvo antes de que yo pudiera recrearme en la escena más extraña que hubiera visto en mucho tiempo. Traté de fingir indiferencia cuando él puso su mano en mi hombro, y lo que vi me hizo enfurecer. Al grado de que ninguna de mis sensaciones tóxicas se podía comparar en fuerza con aquel sentimiento de zozobra.
Está teniendo lástima de mí. Eso hace.
Porque soy patética.
—Solo quiero preguntar si mañana puedo pasar... —intentó decir.
—Tengo mucho trabajo —lo corté, tajante.
En un acto reflejo que me hizo admirarlo mucho por ser tan digno y presentable, se llevó la mano a la nuca; la misma mano que había utilizado para sujetarme minutos atrás. Me defendí ante su escrutinio y bajé la vista al suelo.
Estaba enojada, sí, pero no con él. Si era lástima lo que brillaba en sus ojos, no quise comprobarlo y me giré de vuelta. Cristin ya había entrado en el edifico y Nash se había sentado en las escaleras. Encontré su mirada de color aceituna en el camino hacia allá, pero me obligué a cambiarla de dirección.
El corazón me palpitó con un golpeteo doloroso tras ver cómo se ponía de pie y me obstruía el paso.
Intenté mirar por encima de mi hombro, pero Nash respondió mi duda sin que hubiera emitido una pregunta—: Se acaba de ir.
Con el pulso acelerado, di un paso atrás.
—¿Me podrías dar permiso? —dije.
Nash se hizo a un lado y, apenas cruzar —tratar de hacerlo—, sujetó con firmeza mi antebrazo. Ese día llevaba puesta una camiseta blanca en cuello uve; el cabello lo traía despeinado y una curva se formaba en el mechón que le caía en la frente.
Tenía las mejillas sonrosadas y los labios particularmente rojizos... Los tatuajes de sus brazos eran notorios así, con esa prenda.
—No es lo que piensas —musitó.
Fruncí el ceño, mirándolo con impresión, confusión y un sinfín de inseguridades. Al acercarse, un gusano de repulsión se hundió en mi estómago. El asco y la náusea se volvieron insoportables conforme más se acercaba.
Quería marcharme de allí y olvidar que su olor me demolía la voluntad.
—Ya debo entrar —susurré, ignorándolo.
—Pen... —insistió.
—¿Por qué finges que te importa lo que siento? —le pregunté, subiéndome otro escalón y cruzándome de brazos—. Es más fácil si te comportas como la bestia que en realidad eres. Así. Simple: no tiene caso que me molestes, porque no me importa. Puedes besarte con quien se te dé la gana si así me dejas tranquila.
Ninguna expresión dolorosa surcó su rostro. Una vena, no obstante, pulsó en su frente, y la sonrisa que se formó en sus labios fue casi como un golpe en mi estómago. Pestañeé varias veces, incrédula y temerosa de sus palabras.
Para sentirse mejor consigo mismo, para no perder el control, a Nash le gustaba hacerme sentir el ser más insignificante de la Tierra. Y lo lograba en un minuto. Lo conseguía sin esfuerzo, con las manos atadas detrás de la espalda.
—La gente dice que estamos en algo —dijo.
Dio un paso más cerca de mí. Con los ojos buscando mi mirada evasiva, y como yo estaba un par de escalones lejos de él (lo que me hacía estar a su misma altura), cerró los párpados.
Nash no era apuesto como Sam, que parecía modelo de revista. Era... especialmente pulcro. La piel pálida, la barba insípida, las pestañas espesas y oscuras, y un cabello rebelde como el mismo demonio. Tenía características que le daban el aspecto de un pueblerino. Su cuerpo delgado se me antojaba llamativo vistiendo en tonalidades grises y opacas. Y, de todos modos, ninguna de esas cosas era tan perfecta como su mirada clandestina.
Esparcía fuego en mí cada vez que me observaba.
—Corrección —suspiré, al tiempo que levantaba una mano para satirizar mi respuesta—: La gente dice que soy tu burla, que me acuesto contigo por una apuesta y que me quitaste lo frígida porque no era capaz de disfrutar de un orgasmo en regla. Ah —ignoré el nudo de mi garganta, mi tono quebrado por la impotencia y las ganas que tenía de pegarle en todas partes; para que sintiera lo que yo al menos en el primer nivel—, y, por si fuera poco, ¡soy tan puta como mi madre! ¿No es estupendo, Nash? —Una lágrima se resbaló por mi mejilla. Me la limpié en seguida. Él no se inmutó—. Tienes lo que quieres y nadie te va a poder quitar la satisfacción.
Lo más rápido que pude me giré en los talones y entré por la puerta. Dos minutos después, mientras avanzaba por el vestíbulo y en presencia de varias chicas, la mano áspera, caliente y temblorosa de Nasha Singh rodeó mi brazo y tiró de mí hasta que choqué con su torso.
—Abre los ojos —musitó, tan cerca de mi cara que se me erizaron los vellos de todo el cuerpo, un estruendo irrumpió en mis venas y el latigazo de sentimientos quedó agolpado en mi pecho. Nash negó con la cabeza y sonrió—. No estás ni cerca de saber lo que siento por ti.
Levanté el mentón, a fuerza de mi voluntad. Nash me soltó y entonces me sentí segura al espetarle—: Me das asco.
—Y tú me pareces hermosa.
—Imbécil —dije, gimoteando.
Acababa de besar a Cristin.
—En eso no te puedo contradecir —suspiró. Quiso tocar mi fleco, pero me aparté. Luego dijo—: Quiero hacerte mucho daño. Mucho. Y es que el amor es así: duele. Como una herida abierta. Como la muerte de un ser querido. —Puso su mirada en otra parte, lejos de mí—. Por eso es tan adictivo: algunos dolores sirven para comprender qué cosas no debes sentir.
Atónita, degusté el sabor de la amargura. Los ojos estaban puestos en nosotros. Toda la atención de un campus no me había bastado, y ahora me encontraba hundida hasta el cuello frente a La calamidad que había irrumpido en mi vida como un veneno.
De esos que te matan lentamente y con mucho dolor.
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