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Todos nacemos con una luz que brilla sobre nuestras vidas.
Para los más favorecidos, la luz es como un gran faro que ilumina por completo su camino en la más intensa oscuridad y les ayuda a evitar cualquier tropiezo. Siempre envidié sus vidas llenas de dicha y ajenas a los sufrimientos.
Para otros, la luz es tenue u opaca, y a ratos suele apagarse. Es inevitable para ellos tropezar al menos con algún que otro obstáculo; a pesar de ello, logran salir adelante en su camino.
Pero en mi situación, esa luz permanece apagada todo el bendito tiempo, y cuando se le ocurre brillar es similar a un relámpago débil. No tienen idea de cuánto me cansa tener que andar a tientas y a ciegas en todo momento, sin saber hacia dónde me conduce el camino. Con el tiempo y cierta experiencia he perfeccionado un sistema que me ha permitido mantenerme en pie en mi camino; pero si algo he aprendido en mi vida, es que el sendero está lleno de sorpresas desagradables y obstáculos que a menudo son imposibles de sortear.
En cosas como esas suelo meditar durante largas horas por las noches mientras permanezco recostado en mi lecho en esos momentos en los que el sueño huye de mí, algo que sucede con tanta frecuencia que casi lo considero como una costumbre o un hábito. Y no es de extrañar que algo como esto suceda, sobre todo cuando debes cuidar de un padre desvalido y enfermo, y para ello debes trabajar durante largas jornadas en un trabajo miserable por una ínfima cantidad de monedas, suficientes como para pagar el alimento del día... al menos para una persona.
Esas cosas en verdad que quitan el sueño.
A lo lejos escucho las campanadas de la torre del centro de la ciudad, seguidas de los primeros rayos de luz, lo que anuncia la hora de iniciar el día.
Con resignación arrojo un suspiro quejumbroso y muy a mi pesar me levanto de mi lecho. No hay cama que hacer pues solo es un mueble de madera algo desvencijada con un par de mantas encima sobre las que recuesto mi escuálido cuerpo. Sobre mi poco agraciada anatomía llevo puesta mi vestimenta, una prenda similar a una sudadera con capucha de color gris claro y pantalones teñidos de un color gris oscuro, casi negro, ceñidos por un cinturón al que podría jurar que cada día le hace falta un agujero nuevo cada vez más cerca de la hebilla. Busco bajo la cama mis viejas botas y me las calzo.
Hecho esto paso a salir de mi cuarto, y al momento de dar un paso puedo escuchar un reclamo sonoro proveniente de mi estómago. Es posible que alguien que llegara a pasar cerca de mi casa a esa hora la hubiese escuchado y pensaría que dentro habitaba una fiera furiosa, por lo que huiría de inmediato. Por eso me dirijo hacia la cocina para preparar el desayuno. Abro la alacena y tomo dos platos viejos de cristal y dos vasos; luego abro la puerta del estante donde almacenamos nuestros alimentos y encontré allí dos piezas y media de pan, un par de frutas y algunos vegetales. Tomo uno de los panes enteros y una fruta y los coloco en uno de los platos. En el otro pongo la mitad de uno de los panes y la otra fruta. Luego, lleno ambos vasos de agua de un cubo grande de madera al que poco le falta para quedar vacío, y procedo a dirigirme a la habitación de mi padre.
En realidad, él no es mi progenitor. Mis verdaderos padres murieron cuando era un bebé, y mi destino hubiera sido el mismo que el de ellos de no haber sido por su intervención. Por desgracia, el precio que pagó por su misericordia fue perder un puesto de alto prestigio en el palacio, y fue sentenciado a una vida de penurias y ruina en esta comunidad marginada. Desde entonces me ha criado como a su hijo, me enseñó todo lo que sabe y me dio cuanto pudo. Todo el tiempo que me resulta posible hacerlo le expreso cuan agradecido me siento por ello; sin embargo, tengo que ser sincero: de haber tenido conocimiento de la miseria que sería nuestras vidas, y si en ese momento hubiese tenido facultades para hacerlo, habría deseado que no lo hiciera y dejar que muriera junto con mis verdaderos padres.
Allí lo veo, acostado en su lecho como bendito. Descansa con tanta paz que siento envida de él por su tranquilidad.
—Padre —le llamo en susurros.
—Pasa, hijo —me responde con sus ojos cerrados.
—¿No estabas dormido?
—Cuando estás tan viejo y enfermo como yo el sueño es un privilegio, no una necesidad —aclara—. Solo descansaba los ojos un poco.
—Traigo el desayuno —digo; entonces le muestro los platos.
De inmediato se acomoda y se sienta sobre su cama, y entonces le entrego su plato.
—Gracias, hijo —susurra.
Toma el pan y comienza a comerlo mientras yo hago lo mismo con lo que me corresponde. En un momento las fuerzas le fallan y comienza a tener dificultades para tragar, así que le paso su vaso con agua para que pueda ayudarse a pasar los alimentos.
Algunos minutos después terminamos, así que llevo los platos de regreso a la cocina.
—Hay otra pieza de pan y algunos vegetales en el estante, para el almuerzo —indico—. Debo irme. El señor Gamboge me espera, y detesta que sea impuntual.
—De acuerdo, hijo. Cuídate mucho, y que tengas un buen día.
—Gracias, padre —me despido. Beso su frente y después abandono su habitación.
Salgo entonces de mi casa y coloco la capucha de mi vestimenta sobre mi cabeza. Con las manos en los bolsillos de mi prenda de vestir, comienzo a caminar a paso lento y pesado por la calle del viejo vecindario.
Avanzo a través de una pequeña calle vacía. El sitio donde vivo era el antiguo hogar de una colonia Verde, pero ellos se marcharon por su cuenta de la ciudad hace ya muchos años como una forma de manifestar su inconformidad ante las leyes de la la ciudad, en particular aquella que hace referencia a las mezclas. Lo que antes era una próspera comunidad llena de vida ahora es solo un recinto abandonado, designado como hogar para lo que la gente de la ciudad considera como la peor escoria. Sin embargo, a estas alturas ya no hay una sola residencia habitada. Muchos de quienes eran nuestros vecinos han fallecido debido a las enfermedades, el hambre y la pobreza, la condena que merecemos por nacer diferentes a los demás. Supongo que a los gobernantes les parece demasiado justo que los inocentes paguen por el error de los culpables. Otros no soportaron llevar una vida llena de privaciones y decidieron terminar con su sufrimiento, una puerta que en más de una ocasión he contemplado tomar, pero es el amor de mi padre, y el dolor que podría causarle, lo que me disuade de hacerlo.
Llego a los límites de la pequeña comunidad y me dirijo hacia el borde de la zona central de la ciudad, un sitio conformado por pequeños barrios suburbanos, pero sin adentrarme demasiado. Avanzo por un camino mientras de pasar desapercibido, meta casi imposible pues debido a mi color resalto demasiado entre la multitud como si fuese un faro que delata mi posición, pero eso no evita que haga mi mejor esfuerzo por no llamar la atención.
Conforme avanzo, es imposible no percatarme de las miradas de odio que me dedican las personas que alcanzan a verme. Me observan con repudio, como si fuese una plaga que debe ser erradicada. La mayoría se aparta de mi camino al percatarse de mi persona sin quitar esa expresión de su rostro; otros gritan palabras obscenas hacia mi persona y hay algunos de quienes tengo la desgracia de toparme que me escupen o empujan para que desaparezca de su vista, nada a lo que no me haya acostumbrado a vivir en mis dieciocho años.
Ya faltan muy poco para que sea la primera hora de la mañana. Continúo mi camino hasta llegar a un solitario callejón en el que me interno, no sin antes percatarme de que nadie me siga, y lo recorro hasta llegar a una puerta oculta detrás de láminas de metal y planchas de madera, una que no muchos, salvo mi jefe, conocen, y entonces ingreso a un cuarto lleno de cajas y muebles viejos.
Camino a tientas a través de dicho recinto hasta llegar a otra puerta que procedo a abrir, y esta me conduce a otro cuarto de paredes pintadas de blanco en cuyo interior se encuentran artículos de limpieza. Tomo mis efectos personales, como un delantal, un trapeador y un cubo que paso a llenar con agua de un barril cercano, entonces abro la puerta y allí se encuentra el señor Gamboge, con ese gesto amargo que le caracteriza.
—Es la segunda vez que llegas tarde, muchacho —me reclama. En realidad, no he llegado tarde, pero el carácter del señor Gamboge es en lo sumo estricto y es muy impaciente. Toda su larga vida ha sido un Amarillo adicto al empleo, característica común entre las personas de su color, razón por la que no tolera el mínimo retraso o la falla más insignificante.
—Lo lamento, señor —expreso con humildad en un intento por conseguir compasión de su parte.
—Ya, basta de palabras y comienza a trabajar —espeta. Yo asiento y comienzo a limpiar el suelo de inmediato.
La jornada de trabajo comienza. Mi labor consiste en limpiar el suelo de la cocina y lavar las cosas sucias, como platos, cubiertos, ollas, sartenes y demás artículos. Es un empleo agotador y no tengo demasiado tiempo para descansar, o siquiera para comer algo. No puedo tocar los alimentos, frutas o vegetales en la cocina, por lo que suelo comer algunas de las sobras a escondidas cuando las hay. Debo hacerlo sin que mi jefe o mis compañeros de trabajo se enteren, o de lo contrario sería despedido. No faltan los gritos, las mofas y los abusos que sufro de parte de mis compañeros de trabajo; situaciones que se han vuelto cotidianas y que debo soportar si quiero llevar alimento a mi boca. Es un trabajo terrible, pero es lo único que pude conseguir; y no habría sido posible si no fuera por que el señor Gamboge le debía algunos favores a mi padre.
A la quinta hora de la noche mi jornada de trabajo termina. Es entonces cuando el señor Gamboge se acerca y me entrega algunas monedas como paga.
—Gracias, señor Gamboge —expreso, como tengo por costumbre.
—Sí, como digas, muchacho. Nos vemos mañana —responde un tanto hosco.
Hago una pequeña reverencia y me dirijo al cuarto de limpieza, donde procedo a dejar mis herramientas de trabajo y luego me retiro por el mismo lugar que ingresé.
Camino de regreso hasta mi hogar, con sumo cuidado de no encontrarme con los guardias Rojo. Seguro les parecería sospechoso que alguien de mi color ronde las calles a tal hora, y si las circunstancias no marchan a mi favor lo más probable es que termine dentro de la prisión para siempre, y con total posibilidad ejecutado.
Esta noche las cosas han marchado a mi favor, pues no he encontrado un solo guardia Rojo en mi trayecto y he logrado llegar a casa sin problema alguno. Suspiro lleno de alivio y abro mi puerta para ingresar a mi hogar.
—Padre, he vuelto —saludo al entrar con voz alta.
La casa está oscura, solo la débil luz de las lámparas de la calle entra por la ventana, por lo que tomo una vela y la enciendo para iluminar mi camino.
—Hijo —responde él con un hilo de voz, lo que me hace sentir un tanto preocupado, razón por la que me dirijo con presteza a su habitación.
—¿Te sientes bien, padre? —inquiero con preocupación al llegar hasta su cuarto.
—Estoy bien —contesta, pero su voz suena débil y cansada, y su respiración se percibe un tanto agitada.
Me acerco hacia él y coloco mi mano sobre su frente.
—Tienes un poco de fiebre —señalo—. Traeré agua.
Dicho esto, me retiro a la cocina, tomo el balde y salgo de inmediato de mi casa.
Me dirijo hacia el único sitio donde puedo conseguir un poco de agua sin meterme en problema alguno: el río que fluye por la parte sur de la ciudad, muy cerca de la antigua comunidad Verde.
Tomo dentro del cubo toda el agua que puede caber y procedo a llevarlo a casa sobre mi hombro. Me encuentro tan agotado y hambriento que parece como si cargara una tonelada y mis pies pesan como si llevara grandes cantidades de plomo. Estoy seguro que en cualquier momento desfalleceré por el camino; sin embargo, estoy dispuesto a evitar que esto suceda, así que hago todo el esfuerzo posible por regresar.
Llego a casa exhausto y con la respiración agitada. Me gustaría reposar y recuperar energías, pero no debo desperdiciar el tiempo. Presuroso, me dirijo a la cocina, tomo un recipiente, un trapo y un vaso. Lleno el vaso y el recipiente con agua, y coloco el trapo dentro de este último para que se moje. De inmediato paso a la habitación de mi padre, quien ahora parece respirar un tanto agitado.
—Tranquilo, padre —le hablo; entonces le doy de beber del vaso con agua. Después, tomo el trapo mojado, lo exprimo un poco y mojo su cuerpo con él para intentar enfriarlo. Hago esto en más de una ocasión, y cuando termino coloco el trapo húmedo sobre su frente—. No te agites demasiado, yo cuidaré de ti.
—Hijo... —murmura, pero le hago una indicación para que guarde silencio.
—Descansa; te pondrás mejor —respondo.
Mi padre cierra sus ojos y exhala con fuerza y pesadez. Mis manos tiemblan un poco, al igual que mis piernas, fruto del cansancio de ese día, por lo que dejo caer mi cuerpo sobre su cama. Me recuesto a su lado y exhalo con algo de alivio pues por fin logro reposar mi cuerpo en todo el día. No logro evitar que el cansancio se apodere de todo mi ser, y de inmediato me quedo dormido en sus pies.
Notas: La primera hora corresponde a las 7 de la mañana. La quinta hora de la noche corresponde a las 11 p.m.
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