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VI: Lo que se encuentra prohibido

Supongo que durante aquel mes de mayo, una de las temporadas más ardientes de mi vida, estaba tan acostumbrada a la vorágine de eventos y emociones, que ver a Laura vomitar de la nada en la clase de voleibol me pareció lo más natural. La cuidé bajo la sombra del único árbol, con su cabeza apoyada sobre mi pecho, y los cabellos trenzados con ocio adolescente entre los dedos. Recuerdo los tonos cálidos en el asfalto, en el aire, y sobre la piel rojiza bajo el sol.

—Antes tenía muy claros mis deseos... ahora no. Esteban me ha pedido que sea su novia... pero le dije que no, que estaba con alguien más. Él me gusta, y en otras circunstancias hubiera aceptado; de hecho, podría tan solo... Pero estás tú, y ahora ya no pienso más que en ti. Sueño contigo, me alegra verte por las mañanas y ya hasta me sé de memoria la carta que me diste... ¿qué más necesito en la vida, Cecilia? Esto es tan extraño. —Y la musa reía—. Nunca pensé que hacerlo con una mujer sería tan placentero, tan sencillo e intenso... no pensé estar tan cómoda, ni que me fuera a gustar tanto. Y mira... ahora te lo pido yo, que no te vayas, que me quieras...

La comprendía, sí, porque los días nos arrollaban con ímpetu entre el baile de graduación, el vestido, las reuniones, los exámenes, los adioses, el sentimentalismo, las fotografías, las cuotas, las clases sin maestro, las sombras en el suelo, los besos a escondidas en el baño, los paseos en las vías, la incertidumbre, nuestras manos entrelazadas, los reclamos, las lágrimas... por lo que el amor en el ocaso era el único momento sagrado del día. Recuerdo la ventana abierta, las cortinas de encaje volando con el aire de una inminente tormenta primaveral. El cielo se tornaba amarillo, y mientras caía el granizo sobre las flores del jardín, el cuerpo de Laura ejercía la violencia más dulce sobre el mío, de piernas abiertas. La recuerdo arriba, erguida y voluptuosa, cuando la agudeza de nuestras ansias yacía a punto de estallar. Ella sonreía, jadeaba, y yo lidiaba complacida con aquellas tremendas ganas de orinar que se sienten cuando todo es demasiado...

De alguna forma, las labores de la casa y el colegio se me figuraban un juego de niños en blanco y negro; todo tan simple, tan superfluo. Recuerdo aquella vez en que un profesor nos llamó la atención porque no dejábamos de reír en el aula. Sé que lo miré con una arrogancia impropia en mí, una mirada que creía de mujer; porque yo poseía un secreto, yo había cruzado el umbral a temprana edad, conocía el matiz rojo del universo... y aquello, por algún extraño motivo, me otorgaba una superioridad y sabiduría propias de chiquilla altanera. Incluso mis padres debieron notar la soltura de mis piernas, la necesidad de bañarme en cuanto llegaba a casa, mi inútil y creciente insolencia. Supongo que algo o alguien debía frenarme; porque mi amor, mi deseo era tan grande, que comenzaba a interferir en mis actividades cotidianas. Cuando un ser humano aspira a la totalidad propia solo de quien yace en los cielos, este acto de soberbia es irremediablemente castigado. Pienso en Babel, pienso en... qué torpe soy.

—Tengo la menstruación —le dije a Laura cuando íbamos en el camión.

—¿De verdad? —respondió con su sonrisa de Gioconda angelical—. Yo también.

Aquello me pareció divertido. Incluso, en la frescura del paseo, procuraba sincronizar mis pasos con los suyos, imitar su porte cínico solo para imaginarme en su piel por breves intervalos. Admirándola en tirantes rosas, sentada a la pequeña mesa del comedor mientras arrancaba los granos a un par de granadas, me veía víctima de un enamoramiento atroz. Sus piernas desnudas, sus pechos redondos y erguidos, el vientre quizás un poco más abultado debido a todas las golosinas y comida chatarra que comíamos juntas.

Sí.

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