IV: Lo bello y lo obsceno del primer amor
Para cuando la primavera comenzó a girar con sus trinos y bochornos, yo ya me miraba ante el espejo portando el vestidito rosa de Laura. El olor de las gardenias me embriagaba; me recordaba al único perfume de tapón extraviado que mi amiga colocaba sobre su tocador. Una noche antes de celebrar los quince años de mi prima, contemplé sobre mi cuerpo el vestido prestado una vez más. Evoqué sobre la tela barata, satinada, las risas de Laura bajo el tragaluz de su cuarto; el colchón ajeno de rosas grabadas, los roces inocentes, accidentales, de su piel morena; sus rodillas redondas, su mirada fija en mis labios mientras deslizaba sobre ellos una tinta gastada. Recuerdo haber girado en mi alcoba sin motivo aparente, sobre mis dedos, con los brazos extendidos; mi sombra de falda al viento y yo, las dos dedicadas al contacto con la tibieza del aire en movimiento. Mareada, sudorosa, me tumbé sobre mi cama y pensé en la suciedad del vestido. Yo no me explicaba por qué, pero mis ojos se llenaban de lágrimas; mi cuerpo entero parecía incendiarse en un calor omnisciente nunca experimentado. Y en la cúspide de mi quema, su nombre venía a mis labios como un canto sagrado:
—Laura... Laura... ¡Laura, amor, Laura, amor!
Recuerdo haber salido al patio con el vestido arrugado y alzar la vista hacia la luna; suspirar, bañarme después con agua tibia, ser incapaz de dormir bajo el zumbido de dos mosquitos en la oscuridad. Me levanté a media noche y devoré solitaria, casi sonámbula, dos melocotones en la cocina. El jugo resbalaba por mi barbilla, por los brazos, tan dulce, y yo lo lamía con la desesperación de un perro. Supe que me había ensuciado una vez más y que, a pesar de todo, los frutos no habían saciado aquel sentimiento similar al hambre que se anidaba en mi vientre, y entre mis piernas. Reconocía, de alguna forma, mi origen animal.
Y mientras más transcurrían los días, la cercanía de Laura se hinchaba y parecía atraerme más y más, como la polilla con la llama que ante sus ojos representa al mismísimo sol. Mis otras amigas lo notaron, por supuesto, y se cansaron de preguntar mis motivos, mis intenciones, porque yo simplemente no los tenía; y si lo hacía, supongo que eran demasiado sagrados como para pronunciarlos en una lengua ajena a la de Dios, tan precaria e insuficiente. Como ellas eran incapaces de comprenderlo, sus miradas comenzaron a tornarse ajenas, a desconocerme... ¿pero aquello qué diablos me importaba si al ocaso acudía a la feria en compañía de Laura? Y nos hacíamos una foto que yo, embelesada, rota y llena, contemplaría como un rito bajo la luz fantasmagórica de los faros antes de dormir.
Y por si mi adoración fuese incapaz de crecer yaciendo ya desbordada, desde que mi amada apoyaba su frente sobre mi hombro en el camión, ocurrieron las confesiones. Tras la discusión exacerbada con un compañero durante el debate de Cívica y Ética, Laura me consoló:
—Ceci, no vale la pena —me dijo con esa sonrisa color de rosa—. Enrique está peleado con la vida, con el mundo entero, con su propio cuerpo... aquí, entre nosotras, erecta la tiene así —y con sus dedos, dedicándome aquella mirada de virgencilla perversa, me mostró lo que eran, más o menos, ocho centímetros.
Yo no estaba sorprendida, lo sabía. Sin embargo, una curiosidad punzocortante, morbosa, me obligó a preguntar. Y Laura, que confiaba en mí más de lo que debía, me lo narró todo: su incompetencia, las posiciones de los cuerpos, su olor salino, su sabor en la garganta, la textura y color; no solo de él, sino de todos. El escupitajo, la suciedad en sus bragas, el dolor, sus ojos tristes y la sonrisa vacía... todo me hizo recordar aquella imagen de la perra callejera que en un principio había dibujado en torno a ella.
—Y si no te gusta —le dije una tarde— ¿por qué lo haces?
—No lo sé, Cecilia —se encogió de hombros mientras columpiaba sus pies descalzos sobre la hierba— no lo sé. ¿Debería pedir dinero a cambio?
Permanecí callada, con una rabia amable que acariciaba mi pecho brindándome el inevitable sentimiento de corazón partido. En la noche, la imaginación desbordada daba vueltas en mi cabeza, y robaba mis sueños para dejar en cambio la semilla del horror, y la compasión, algo como la llegada de una decepción anunciada que, a pesar de todo, hería. Recuerdo que por aquellos días, a consecuencia de sus narraciones, me atreví a ver pornografía por primera vez. Lo hice con fascinación y extrañeza ante mis propios deseos; un renovado gusto por la decadencia y la perversión.
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