III: Lo cotidiano en lejana perspectiva
Fue durante un atardecer herbal, a principios de marzo, que conversé con ella por primera vez. Ambas íbamos de pie en el camión; yo contemplaba el transitar de las manchas verdes, hojas y ramas, a través de la ventana. Finalmente yacía inmersa en una admiración silenciosa desde que Romina se había mudado a la ciudad. Yo continuaba viviendo en el pueblo, y pensaba que lo haría siempre. Suspiraba. Mi vista oscilaba entre el sol, los árboles, y la silueta somnolienta de Laura, quien incluso entrecerraba los ojos y ladeaba la cabeza dejando volar sus cabellos en el espacio. Veía su cuello desnudo, con una que otra hebra enredada en la cadena de oro que escondía bajo la camisa. Así, abandonada, tomé el valor para descalzarme el pudor, y por fin le hablé. Pregunté cómo le había ido en el examen, ella se encogió de hombros y devolvió la pregunta. Mientras respondía, descubrí el lunar de su lóbulo izquierdo.
Desde entonces nos juntábamos camino a casa, sin darnos cuenta, gradualmente, sin pretender nada. A veces hablábamos sobre el calor y la lluvia de la madrugada anterior; a veces también sobre la suciedad en los baños del instituto. Un día, no recuerdo por qué, comenzamos a hablar sobre nuestras películas favoritas, y descubrimos que a ambas nos gustaba el horror. Me bajé a su lado en un arranque de osadía, y la acompañé a casa por las periferias verdes del pueblo. Laura escondía el cabello tras la oreja, esbozando una sonrisa tan extraña... el viento soplaba, alborotaba nuestras faldas, y la grava crujía bajo las suelas de los zapatos escolares. El cielo azul. El eco de su risa. Le pregunté por qué habíamos caminado sobre las vías del tren, yaciendo tan cercana su casa. Ella respondió que usualmente no deseaba retornar, y que disfrutaba mi compañía. Desvió su mirada hacia las aves, recordé su soledad... y me sentí dichosa.
Una mañana, Romina faltó a clases, por lo que Laura y yo decidimos trabajar en equipo para una exposición de Historia, mostrando por primera vez nuestros hilos ante los murmullos. A la salida, aliadas, fuimos al mercado. Recuerdo su figura tambaleante entre los caminos enrevesados, mientras procuraba no pisar las tarjeas mojadas e incluso las rayas en los mosaicos. El percatarme de aquellas manías fue, para mí, un privilegio. Entre las dos cooperamos para cocinar arroz y picadillo. En su casa solitaria, pequeña, desarreglada y encantadora justo como ella, encendimos el radio y cantamos el relato melódico de un crimen junto a la estufa. En realidad, Laura era mucho más simpática de lo que presentía. Más parlanchina, amable y alegre también; era como si hubiese estado ocultando en su vientre una cajita de secretos que solo entonces, en compañía, liberó a través de risas y suspiros. Sí, era tan linda. Se molestaba hasta rabiar cuando veía a algún chiquillo maltratando a un perro en la calle, y reía con vileza ante la fotografía sangrienta de un torero atravesado por el cuerno del animal herido en la arena.
—Mira su cara —me decía—. ¿Te imaginas lo que debió sentir? Qué bueno. Qué bueno.
Su alcoba probablemente había sido pintada de un amarillo limón mucho tiempo atrás; fragmentos de pared yacían manchados por la humedad. Se me figuró encontrar un gato y un rostro entre los manchones negros del techo. En la pared reposaban dos carteles igualmente desgastados por la luz del sol; Britney Spears y los Back Street Boys hallaban su silueta inmóvil en la alcoba de Laura. El desorden era auténtico, y la cama parecía incómoda, pero cuando me tumbé sobre su colchón y aspiré el aroma a jabón barato de las sábanas, experimenté una sensación de honda calidez en el pecho, entre los muslos. Afuera, veía lo que parecía ser un jardín enmontado con un camino de piedras, macetas repletas de flores, y un tendedero con pequeñas bragas y vestidos columpiándose en el viento.
—¿Qué hay más allá? —inquirí señalando el camino.
—Un terreno baldío —respondió la joven, escribiendo sobre nuestra lámina—. Un campo, supongo. De ahí brincan ratones, gusanos y tarántulas para la casa. Siempre que me acuesto o me siento en el sofá, vivo con el temor de hallar una bola de pelos.
—¡Qué horrible!
—Pero también consigo granadas gratis.
Tumbada en el asfalto, Laura habló sobre la madre de uñas largas y tacones rojos; fría, lejana, a menudo en el trabajo o de juerga con sus novios. Ella, mi nueva amiga, desabotonó suavemente la camisa del colegio y se despojó en un ademán negligente. Permaneció el resto de la tarde con una camiseta de tirantes color rosa que se ceñía a su torso. Solo entonces descubrí la delicadeza de sus hombros, la robustez perfecta de su abdomen. Mientras yo decoraba la lámina, vi a Laura caminar descalza hacia el patio, tomar una manguera y regar las plantas, recoger la ropa, dar vueltas entre las flores al tiempo que conversábamos. Pensé que sus pies mojados, dorados, eran preciosos.
—Ceci —llamó—. ¿Ya sabes a dónde irás saliendo del instituto?
Asentí con la cabeza.
—Iré a la escuela donde da clases mi tía. ¿Y tú?
—No sé. —Laura bajó su mirada—. Ni siquiera estoy segura de que mi mamá pueda o quiera continuar apoyándome. Quizás trabaje, quizás... solo quizás... consiga irme a la capital. O a donde sea. Cualquier sitio, menos este.
Mientras lo decía, entre rosas y jazmines, contemplé por vez primera el color de la granada que teñía su aura. Su amable melancolía, su desolación.
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