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Capítulo 13

Las horas siguientes a la conversación con mi padre las pasé tratando de serenarme, buscando la forma de evitar que me sigan afectando sus acusaciones y la falta de cariño que siempre he sentido de su parte. Cuando por fin logré estar más calmado, le marqué a Micaela para aceptar su oferta de la mañana. Tenía muy claro que nadie aceptaría defenderme muy fácilmente. El hecho de que ella estuviera dispuesta me parecía casi un milagro en medio de tanta tragedia, una señal que debía seguir, tal y como Abigail me había recomendado.

Acordamos reunirnos en su oficina el día lunes, lugar al que llegué con un auto de periodistas siguiéndome y otros tantos esperándome afuera de la firma de abogados, como si hubiesen sabido de antemano que yo estaría allí. Conversamos a grandes rasgos lo que yo necesitaba, firmamos el contrato y quedamos en que, a partir de ese momento, lo mejor era comunicarnos por videollamadas para evitar a los curiosos con sus cámaras.

—Incluso se evita accidentes, porque esos tipos están dispuestos a todo por una foto, aunque ponga en riesgo sus vidas.

Cerramos el acuerdo con mi firma en el contrato y un apretón de manos antes de despedirnos de forma más calurosa. De ahí me fui directo a mi casa y no volví a salir en varios días, a pesar de que la ansiedad casi me lleva a la comisaría más cercana, porque seguían llegando cartas anónimas donde la persona me describía mi día a día en la soledad de mi hogar. Opinaba sobre lo que tomaba, lo que comía, cómo me vestía, la cantidad de reporteros fuera de mi casa. En general, era cualquier nimiedad, que se transformaba en algo grande y grave porque yo vivía solo, acompañado únicamente por la amenaza de que pronto recibiría mi castigo.

Llamé a Amparo para pedirle que se detuviera, que no me parecía para nada gracioso que me estuviera espiando a través de cámaras que aún no lograba encontrar, porque no había otro modo de que pudiera averiguar mi rutina. Tampoco me parecía que usara a sus colegas para dejar los sobres en mi casa para pasar desapercibida, ya que aquel era el único modo de que llegaran las misivas sin que hubiera testigos. Sin embargo, por más que la acusé, ella no perdió la calma, asegurándome que quería ayudarme a encontrar al verdadero culpable.

—Yo misma estoy recibiendo cartas así —me aseguró luego de una larga defensa hacia su persona.

—Mientes.

—Si quieres, me crees. Pero en serio, si lo necesitas, dejamos los dos la constancia en la policía para que abran la investigación.

No acepté. No lograba creerle del todo a pesar de que sonaba muy sincera. El miedo me carcomía y era peor cuando se acompañaba de la rabia al ver a conocidos y desconocidos prestando declaraciones a la prensa que solo lograban encender más el fuego. Uno de los últimos que dio su opinión frente a las cámaras fue mi vecino de la acera contraria, el mismo que me aseguró que Amparo entregaba las cartas extrañas. A los periodistas les habló de mi día a día como si fuera mi mejor amigo o mi secretario personal que conoce mi agenda con exactitud. No me cabía en la cabeza cómo se enteraba incluso de las cosas que no le contaba a nadie. Aunque aquello no me molestó tanto como cuando empezó a mentir.

—Hasta hace poco andaba con una jovencita harto menor que él. La chiquilla a veces vino a verlo, pero él la botó. Le dejó unas cartas ahí bien tiernas para ver si así lograba recuperarlo —casi me reí cuando aseguró que las cartas de Amparo eran un detalle dulce, cuando la realidad era muy diferente—. Pero él no hizo caso, ahí la dejó.

—¿Sabe qué pasó después? —Lo animó a seguir una periodista que anotaba todo en una libreta.

—La cambió, por otra igualmente joven. Pero la chiquilla no sabe nada que este la está usando —siguió, refiriéndose a mí con tono despectivo.

—¿Por qué?

—Porque es abogada y él lo que más necesita es a alguien que le salve la vida luego de tremendo error que cometió en la corte.

—¿O sea que tiene nueva novia? —Quiso asegurar un hombre demasiado mayor como para estar lucrando con la farándula.

—Me parece que anduvo con las dos al mismo tiempo.

—Entonces, usted quiere decir que el señor Urriaga es infiel —aseveró otro periodista que sostenía el micrófono de un noticiero.

—Eso creo yo. Vaya Dios a saber si es así o no.

Después de aquello, mi vecino se puso un poco nervioso. Se lavó las manos diciendo que todo eran suposiciones y se despidió. Pero nadie prestó atención a que todo eran "suposiciones". La prensa lo tomó casi como un testimonio verídico y jurado como los que se presentan en la corte, y en base a ello siguieron haciendo migas de mí. Todos hablaban en mi contra, nadie me defendía.

"El ex juez Urriaga llevaba una doble vida en el tema amoroso".

"No era tan correcto como se mostraba en sus juicios".

"Si es capaz de mentir a un ser querido, ¿quién nos asegura que nunca mintió en alguna de sus otras causas".

"Esta es una prueba más en contra de este señor".

Se me había olvidado silenciar el celular, por lo que empezó a sonar repetidamente. Números desconocidos, mi hermana, la vecina de al lado, Amparo y tantos otros. Pero ninguno de esos timbres anunció que mi mejor amigo Carlos se quería comunicar conmigo. Me dolía, porque confiaba en él, me apoyé en él para muchas cosas y en el peor de los momentos de mi vida me había abandonado. Quería pensar que era porque mi antiguo puesto le generaba mucho trabajo, demasiado como para preocuparse por mí. No obstante, mi lado racional me recordaba las palabras que utilizó para referirse a mí en nuestra última reunión, con lo que caía en cuentas de que sus motivos eran otros.

La única llamada que contesté fue la de Micaela, un contacto por video que nos permitiera vernos las caras.

—Me imagino que está siendo muy difícil para usted —fue lo primero que dijo cuando acomodamos nuestros celulares frente a nuestras caras.

—Algo, pero nada insuperable —le resté importancia, a pesar de que por dentro sentía que me estaba ahogando.

—Cualquier cosa que necesite, no dude en pedirme ayuda. Sé que ahora nos están vinculando en una relación más personal en lugar de lo puramente profesional que es, pero podemos hacer algo para aclarar los rumores.

—Muchas gracias. Ya veré cómo lo hago, no quisiera perjudicarte más de lo que te afectará el solo hecho de defenderme.

—No se preocupe, que para eso estamos. Lo defenderé con todo lo que tengo y, si así lo quiere, podemos incluso demandar a su vecino.

Le agradecí nuevamente y me fijé bien en ella. Su boca sonreía hasta marcarle un par de hoyuelos, uno en cada mejilla, pero sus ojos no se veían alegres. Si tapaba sus labios, en sus ojos se veía algo muy diferente a la alegría y sinceridad con la que supuestamente me estaba hablando. Luego mi mirada bajó un poco más en la pantalla, hasta fijarme bien en su ropa. Vestía una blusa de color verde que casi camuflaba el collar, uno demasiado conocido para mí. Tenía la forma y el color del elefante que yo veía colgado del cuello de Amparo en mis pesadillas.

¿Qué significaba esto?

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