1.
Octubre de 1915
Amor y odio. Esperanza y desesperanza. Sentimientos tan unidos que, en el Colegio de las Sombras, se vuelven cotidianos. Al poner un pie en aquella propiedad, sientes una atracción abrumadora, un hechizo que envuelve y cautiva, cegándote con cada día que pasa. Pero al cerrar los ojos, la desesperanza susurra en la oscuridad. Al abrirlos, se desvanece, dejando solo el rastro de un sueño lejano.
Si alguien me hubiese advertido que escaparme de casa una noche me llevaría al destierro, jamás habría dado aquel paso. Pero aquí estoy, en un internado perdido en medio de Karelia, una región en el noroeste de Rusia, colindante con Finlandia. Famosa por sus vastos bosques y lagos, Karelia siempre ha tenido un aire místico y sombrío, con su clima frío y neblinas constantes, creando una atmósfera tan inquietante como seductora.
Mis padres, siempre empeñados en controlar cada detalle de mi vida, nunca toleraron mis desobediencias, pero nunca imaginé que su enfado llegaría a tanto. Para una muchacha de diecisiete años, quedar confinada entre desconocidos en este paraje olvidado no es precisamente alentador.
El verdadero horror, sin embargo, no fue el castigo en sí ni el lugar al que fui enviada, sino la soledad. Era la primera vez que me separaba de ellos, y esa idea, tan sólo al concebirla, me llenaba de escalofríos. Criada bajo reglas férreas, mi dependencia hacia ellos era una jaula que, aún rebelde, no podía romper.
Llevaba un mes en aquel sitio, y mis únicas compañeras eran cinco muchachas: Evelina, Irina, Laika, Nina y Likita, hijas de familias igualmente ricas y controladoras.
—¿No vamos a clases hoy? —preguntó Laika, la más joven de nosotras.
Era una chica de piel clara, ojos grises y cabello castaño, apenas de quince años, con un espíritu inocente que contrastaba con nuestro entorno.
—Por favor, no nos saltamos nada... —respondió Irina, con esa manera siempre tajante.
Irina, extravagante como era, cambiaba el color de su cabello constantemente. Ese mes, se lo había teñido de blanco, lo cual resaltaba en su piel lechosa, pero el verde intenso de sus ojos y su altura de modelo le conferían una gracia particular.
—La directora, con su "sabiduría," decidió convocarnos a clase esta noche —añadió Nina, con tono burlón.
Nina era una devota del color morado, tanto que incluso sus lentes de contacto variaban en esa gama. Solo en nuestras escapadas nocturnas dejaba ver su verdadero color de ojos: grises, al igual que los de su prima Laika.
—Supongo que a muchos les fascina deambular por la noche, igual que a nosotras —musité con un suspiro—. Al menos, somos de las pocas que solo se divierten en el río, mientras otros... exageran sus escapadas.
—Cierto, aunque no estaría mal explorar las montañas —replicó Likita, brincando emocionada.
Likita, la más vivaz del grupo, tenía esa energía infantil que mutaba a una madurez sorprendente cuando la situación lo requería. Con su cabello rojizo, ojos ámbar y pecas salpicadas en su nariz, emanaba una vitalidad que a veces resultaba contagiosa.
—Más vale que descartes esas ideas. Ir a la montaña es temerario; déjalo para quienes no tienen nada que perder —comentó Evelina con tono grave—. ¿Recuerdan lo que pasa cuando nos castigan?
Todas asentimos en silencio. Apenas dos días después de mi llegada, unos guardias —seres de rostros imperturbables— se llevaron a dos estudiantes. Se rumoreaba que los habían dejado en el bosque, solos, sin comida ni agua durante una semana. Otros decían que habían sido expulsados, aunque lo cierto es que, cuando regresaron, sus miradas vacías y gestos apagados hablaban de algo peor. Ahora, eran los más destacados en clase, pero la chispa en sus ojos se había apagado.
—Creo que deberíamos quedarnos en el río —propuse, distante.
Aceptaron en silencio, y caminamos bajo la suave caricia del viento, que susurraba entre las hojas de los árboles. El olor de la tierra húmeda se volvía más intenso a medida que nos acercábamos al río, donde, entre risas, nos despojamos de nuestras ropas y nos zambullimos en la frescura de sus aguas, vestidas solo de ropa interior y arropadas por la luz de la luna.
—Esto es justo lo que necesitábamos después de una semana de exámenes —suspiró Laika.
—Esperemos que tanto esfuerzo tenga recompensa —concordó Likita.
Sonreí, perdida en la inmensidad de las estrellas. Entonces, un crujido alertó mis sentidos. Siempre fui la más nerviosa, la más paranoica, o al menos eso decían las chicas. Por un instante pensé que tenían razón, pero al erguirme y ver un destello rojo a lo lejos, mi pulso se aceleró, y comencé a respirar por la boca mientras escuchaba el chapoteo y las risas a mis espaldas. Al entrecerrar los ojos, un conejo surgió de entre la maleza, y mi inquietud se desvaneció.
—¡Deja de soñar despierta y ven a divertirte! —gritó Evelina, con una sonrisa.
Evelina, con su cabello negro como la noche y ojos oscuros, era la que más se me parecía, aunque nunca entendí por qué se teñía, siendo naturalmente castaña. Miré una vez más en dirección al conejo, percibiendo un aire denso y pesado que me puso en alerta, pero pronto me uní a las chicas, y la noche transcurrió entre risas y bromas. Exhaustas, salimos del agua y comenzamos a regresar al colegio.
—¿Qué creen que habrá sido la clase de hoy? —pregunté, inquieta.
—Quizá un castigo o simplemente horas extras —aventuró Laika.
—Sea lo que sea, creo que nos castigarán —respondió Irina, encogiéndose de hombros.
—¡Maldita sea, Irina! Eres experta en arruinar el momento —se quejó Evelina, con tono irritado.
—No quiero ser cruel, pero Evelina tiene razón... siempre tienes el comentario perfecto para hacernos sentir mal —murmuró Likita, mirándola con reproche.
—O, en otras palabras, solo nos ayuda a reflexionar sobre nuestras acciones —dije en defensa de Irina—. Seamos sinceras, sabemos que mañana nos castigarán por esto.
—Mientras solo sea limpiar el campo, todo estará bien —aseguró Likita, como siempre de mi lado.
—Ni lo digas, no quiero acabar en el bosque como aquellos otros. —Nina se frotó los brazos, intentando ahuyentar el escalofrío que recorrió su cuerpo al recordar.
—Basta ya... guarden silencio; estamos cerca, y saben bien que si nos descubren afuera, será peor —susurré, deteniéndome con cautela para observar a los guardias.
Nos agachamos al acercarnos a la entrada, esquivando a dos vigilantes que patrullaban a pocos metros.
—Esos hombres son tan altos... y transmiten una inquietud extraña —musité, sin quitarles la vista de encima.
—Exageras, solo son simples guardias —murmuró Evelina, quien se encontraba a mi derecha.
Esperamos pacientemente a que los dos guardias que custodiaban la puerta trasera se dispersaran para continuar su ronda, y entonces corrimos hacia la entrada, adentrándonos en el edificio. Al pie de las escaleras, comprobamos que no hubiera nadie, y subimos apresuradamente hacia nuestras habitaciones.
Las habitaciones, amplias y decoradas con detalles góticos, son compartidas entre dos personas. Al principio, no me desagradaba el estilo, pero tras un mes viendo los mismos tonos oscuros en paredes y mobiliario, comprendía perfectamente por qué Irina cambiaba el color de su cabello tan a menudo.
No pude negar que el lugar —un castillo en toda regla— tenía una belleza cautivadora: sus muros de mármol negro y detalles en rojo profundo parecían susurrar al pasar, en especial bajo la luz de la luna, cuando el resplandor plateado le otorgaba una vitalidad casi fantasmal. La escalera principal, de hierro negro con filigranas doradas —realmente de oro, como descubrí después de varios días—, conducía a salones decorados con pinturas y retratos que llenaban de vida el ala dedicada al arte. Como digno representante del folclore ruso, el internado también contaba con un salón de ballet, un homenaje a la profunda tradición cultural de la región.
Al llegar a nuestra habitación, Evelina y yo nos dejamos caer sobre nuestras camas, contemplando el techo oscuro, donde diminutos puntos de luz simulaban un cielo estrellado. Poco a poco, el cansancio nos venció, y nos sumimos en un sueño profundo, solo para ser despertadas por el estridente sonido del despertador general.
—Odio ese aparato; quisiera destrozarlo en mil pedazos —gimió Evelina, hundiendo el rostro en la almohada.
—Buenos días para ti también —respondí con una sonrisa; su aversión matutina por todo siempre conseguía arrancarme una risa.
—Por eso me encanta ser tu compañera de cuarto —dijo, devolviéndome la sonrisa.
—Vamos a asearnos y prepararnos; quién sabe qué nos espera hoy —le propuse, levantándome de la cama.
Nos dirigimos al baño, compartido entre todas las estudiantes, aunque separado de los chicos. Después de terminar de asearnos y recoger nuestras pertenencias de los casilleros, nos encaminamos a nuestro salón. Como era de esperarse, la directora ya estaba en el aula, observándonos con severidad.
—Buenos días, jóvenes. —Saludó con su acostumbrada formalidad
—Buenos días —respondimos todos al unísono.
—Debido a que algunos estudiantes faltaron anoche a la clase programada, serán confinados en sus habitaciones bajo estricta vigilancia —anunció con voz firme, infundiendo un miedo sutil en el aire—. Así que, levántense y retírense de inmediato.
Sin mucho que decir, nos pusimos de pie. En total, éramos nueve los "ausentes" de la noche anterior; entre ellos, tres chicos se habían escapado junto a nosotras.
—¿Y ustedes, adónde fueron? —preguntó Laika, con esa curiosidad incansable que siempre buscaba nuevas aventuras.
—Hasta la cima de la montaña —susurró Alexey con una sonrisa divertida—. Dicen que es allí donde llevan a los castigados... solo hay una mesa de piedra, o eso parece.
Alexey era uno de los trillizos Romanov, junto a sus hermanos Dmitry y Faddei, que habían llegado por voluntad propia, pues el internado era considerado uno de los mejores. Su apellido sugería linaje real, pero nunca respondían a esa insinuación.
—¿Mesa de piedra? —intervino Likita, observándolos con una ceja levantada—. ¿Volvimos a la edad de piedra?
—No me sorprendería, pero lo de la mesa de piedra es intrigante. —Los miré, desconfiada—. ¿Lo vieron, o solo lo escucharon?
—Lo vimos —aseguró Dmitry con una firmeza inquietante.
Ellos tenían una apariencia peculiar: pálidos como la nieve, con cabello y cejas tan blancos como su piel, y ojos grises que parecían traspasar el alma.
—Tenemos que verlo —dijo Evelina con un brillo de expectación—. Ustedes ya estuvieron allí, llévennos.
—No creo que sea una buena idea, nos tienen vigilados —murmuró Likita, intentando frenar el entusiasmo de Evelina.
—Con un poco de ingenio, podemos hacerlo —argumentó Faddei, guiñando un ojo mientras posaba un brazo sobre los hombros de Evelina.
—Eso lo dices tú porque sabes que no se atreverían a castigarles —repliqué con seriedad—. Primero preferirían hacernos desaparecer a nosotras antes que tocar a la realeza.
—Por eso las acompañaremos. Nuestro "privilegio" se extiende hacia ustedes —afirmó Alexey.
—Si es así... —suspiró Evelina, decidida—. Nos vemos esta noche en el río cercano.
Cada uno asintió y se dirigió a su habitación con una sensación latente de anticipación y temor.
Esa noche, el internado se envolvió en una niebla espesa, que parecía haberse asentado justo en los límites del bosque. Eran casi las tres de la madrugada y todo debía estar en silencio... hasta que Evelina me despertó de pronto, con el corazón martillando en mi pecho. Una sensación ominosa recorría el ambiente, un frío que se colaba bajo la piel.
Sin hacer ruido, me levanté y miré por la ventana, sintiendo una inquietud inexplicable. En el patio, distinguí tres sombras que avanzaban en silencio, como si fueran guiadas por una fuerza invisible. Dmitry lideraba el grupo con un paso seguro, seguido por Faddei, mientras que Alexey miraba a su alrededor, nervioso, como si supiera que debían detenerse pero no pudiera resistir la atracción.
Evelina también estaba observando, sus ojos reflejaban el mismo temor mudo que sentía. Con una mirada de entendimiento, supimos que debíamos seguirlos. Nos deslizamos por el pasillo, evitando cualquier ruido, y al abrir la puerta, encontramos a Irina, Nina, Likita y Laika, todas con expresiones de aprensión.
—¿Escucharon algo extraño también? —susurró Laika, su voz apenas audible y con el miedo latente a lo que negamos.
—Es mejor que nos apresuremos; los chicos se adelantaron —dije, señalando hacia el sendero que conducía a la puerta trasera.
La noche se tornaba cada vez más opresiva, y una sensación de terror primigenio se apoderaba de cada uno de nuestros pasos. Las seis avanzábamos en silencio, cuidando cada paso para no llamar la atención de nadie. Mis amigas confiaban en mí, aunque yo apenas me guiaba por intuición, siguiendo sombras y destellos en la penumbra del bosque. A medida que nos internábamos en la espesura, escuchábamos murmullos lejanos y veíamos cómo las figuras de Dmitry, Faddei y Alexey se desvanecían entre los árboles, envueltos en una niebla siniestra. El miedo a lo desconocido nos impedía llamarlos, y en cambio, seguíamos en un mutismo sepulcral, alejándonos del sendero del río para no perder su rastro.
Al llegar a un claro, la luna iluminaba apenas el espacio entre las ramas, y la atmósfera se volvió densa, opresiva. Nos detuvimos de golpe: frente a nosotras, los tres chicos permanecían inmóviles, rodeados de sombras que parecían tener voluntad propia.
—Dmitry... Faddei... Alexey... —Nina lo llamó en voz baja, pero ellos no respondieron.
Nina dio un paso hacia ellos, incapaz de contenerse.
—Algo no está bien... no parecen... ellos mismos —susurró Laika, su voz temblorosa.
Mientras la niebla los envolvía, los rostros de los chicos giraron hacia nosotras, sus miradas vacías, carentes de toda humanidad, como si algo oscuro hubiera usurpado sus almas. Irina, siempre la más valiente, apenas logró contener el aliento.
—Están... atrapados... como si fueran parte de... —murmuró Evelina, su rostro desencajado.
—Un ritual... —susurró Likita, retrocediendo aterrorizada.
Entonces, una voz baja y gutural rompió el silencio, susurrando en un idioma extraño que ninguna de nosotras comprendió, y los chicos desaparecieron, tragados por la oscuridad misma. Nos quedamos paralizadas, sin saber cómo reaccionar, comprendiendo que Dmitry, Faddei y Alexey no regresarían al internado. Algo mucho más oscuro los había reclamado.
Nos miramos aterradas; lo que acababa de ocurrir confirmaba nuestras sospechas más temidas: el internado ocultaba secretos profundos y peligrosos, y aquellos tres no serían las primeras víctimas. Solo deseábamos no vernos envueltas en el mismo destino.
—No podemos decirle a nadie lo que sucedió —dije con voz temblorosa, mientras un escalofrío recorría mi cuerpo—. Si alguien se entera... no sabemos qué harán con nosotras.
—Tiene razón —respondió Laika con seriedad—. Nadie debe saberlo. Será mejor que regresemos de inmediato.
Regresamos temblorosas, aterradas por lo que habíamos presenciado, atentas a cada pequeño sonido que nos hacía dar un brinco, solo para descubrir que eran conejos, búhos y ardillas que, en aquella noche, parecían amenazas latentes. Cuando finalmente llegamos a nuestros dormitorios, Evelina y yo apenas pudimos dormir. Al amanecer, nuestras ojeras eran tan pronunciadas que solo un milagro podría disimularlas.
—¿Crees que alguien sepa lo que pasó? —me preguntó Evelina con voz temerosa.
—No, y no hablemos de ello —le respondí con firmeza, mirándola con dureza—. Recuerda nuestro pacto: nadie dice nada, y nosotras no sabemos lo que ocurrió. Porque... eso es lo que sucedió, ¿verdad? Nada. Nosotras estábamos dormidas... Será mejor que bajemos a bañarnos.
—Jamás pensé que pudieras ser tan fría —replicó con incredulidad.
—¿Quieres que confiese que fuimos testigos de cómo tres chicos de una familia noble desaparecieron? A ver qué nos sucede entonces —debatí. Aunque mis palabras la inquietaron, al final asintió. Ambas fuimos a los baños en silencio.
Ese día, la directora anunció que los hermanos Romanov habían sido castigados por sus actos. Algunos murmuraban que seguramente fueron llevados al bosque. La afirmación me resultó espeluznantemente cercana a la verdad... o al menos eso quise creer, para calmarme.
Las semanas que siguieron fueron tensas; nuestra amistad se resquebrajó, y el internado se volvió frío, opresivo. Evelina, Irina, Laika, Nina y Likita apenas me hablaban; entre nosotras se había levantado un muro invisible, apenas nos cruzabamos. Las conversaciones entre todos lo del instituto se volvieron distantes, mientras los susurros surgían en los pasillos sobre lo que podía pasar en la cima de la montaña y ellas me evitaban a toda costa, como si ocultaran algo.
Poco a poco sentía una creciente inquietud. La tristeza por la desaparición de Dmitry, Faddei y Alexey me consumía, pero aún más inquietante era la actitud de mis amigas. Sin embargo, empecé a notar cómo las miradas y las conversaciones entre ellas se cruzaban de manera fugaz, excluyéndome en cada momento.
Finalmente, decidí actuar. No soportaba más la incertidumbre y, al caer la noche, abandoné el edificio. Me dirigí a la montaña detrás del bosque, un lugar del que todos hablaban en susurros y que, desde la desaparición de los hermanos, parecía envolverse en un aire aún más oscuro. La niebla cubría el camino, pero continué adelante, el corazón latiéndome con fuerza.
Al llegar a la cima, me oculté detrás de unas rocas y quedé atónita ante la escena: en un círculo de piedra, iluminado por antorchas, un grupo de figuras encapuchadas realizaba un rito macabro. Al parecer, eran miembros de una secta oculta que operaba en las sombras del internado, murmurando en un idioma antiguo y desconocido.
Lo que me dejó sin aliento fue ver que, en el centro del círculo, estaban mis amigas: Evelina, Irina, Laika... y Likita, todas con una mirada vacía, atrapadas en algún tipo de trance. Sus movimientos eran lentos y rígidos, sus cuerpos sometidos a una voluntad ajena. Comprendí, horrorizada, que estaban a punto de ser sacrificadas en aquel extraño ritual.
«No puedo permitirlo.»
Con el corazón en la garganta, comencé a acercarme, pensando en cómo liberarlas. Pero justo cuando estaba a punto de llegar a Evelina, una mano helada me detuvo. Giré rápidamente y me encontré con los ojos apagados de Nina.
—Emily, no deberías estar aquí —susurró con voz vacía—. Todas deseamos esto... queremos ser parte del sacrificio —confesó logrando que sintiera una oleada de incredulidad.
—¿Qué estás diciendo? ¡Eso no puede ser verdad! ¡Nadie querría esto! —repliqué, aterrada por verla así de segura.
—Nos han mostrado la verdad —continuó Nina, sus ojos fijos y sin brillo—. Este ritual es necesario... y lo anhelamos. Seremos parte de algo más grande.
Intenté sacudirla, tratando de despertarla de aquel trance, pero Nina se apartó bruscamente y, con un grito, alertó a los demás. En un instante, los encapuchados se giraron hacia mí, y la atmósfera se tensó. Uno a uno, comenzaron a acercarse, sus ojos brillando con una mezcla de odio y fascinación al saberse descubiertos.
Con el corazón latiendo con furia, el viento revolvía mi cabello mientras las antorchas crepitaban a mi alrededor... No vacilé. Corrí hacia Evelina, buscando liberarla, pero antes de que pudiera alcanzarla, las manos de los encapuchados apresaron las mías. Rodearon a Evelina, y susurros llenos de una ira indescriptible se alzaron en el aire como un murmullo ominoso. Luché, desesperada, ansiosa por salvar a mis amigas, pero Evelina me devolvió una mirada glacial, como si no me reconociera, como si fuera una extraña.
—Es inútil, Emily —pronunció Nina con una calma siniestra mientras observaba la escena—. Estamos donde debemos estar. Nos han otorgado claridad. El sacrificio es necesario, y pronto lo comprenderás.
—¡No! —grité con todas mis fuerzas, forcejeando en vano contra uno de ellos—. ¡No puedo aceptarlo!
Con un impulso desesperado, logré liberarme golpeando a uno de los encapuchados y huí colina abajo. Los miembros de la secta me seguían, sus pasos rápidos resonaban en la oscuridad como ecos de un martilleo infernal. Sabía que, si me atrapaban, no sólo sufriría el destino que mis amigas deseaban, sino que me vería envuelta en él.
Fijé la vista en el internado, mi único refugio, y corrí con el propósito de pedir ayuda, de huir de aquel lugar, cuya naturaleza siniestra acababa de revelarse ante mí. Al llegar al portón, tropecé al ver dos figuras conocidas que me aguardaban en la entrada: mis padres. De pie, serenos, me observaban, como si hubieran previsto mi llegada. Sentí una chispa de alivio, pensé que finalmente podría salir de aquel lugar infernal. Me lancé hacia ellos con lágrimas en los ojos, sin aliento y presa de un miedo visceral.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Por favor, sáquenme de aquí! —balbuceé entre sollozos, sin poder contenerme—. Algo horrible está sucediendo. Hay una secta... están desapareciendo estudiantes y... Evelina, Irina y las demás... ¡Van a sacrificarlas!
Mis padres se miraron entre sí con una inexplicable calma. Mi madre, con sus ojos grises, parecía congelar el ambiente, mientras que la mirada oscura de mi padre era un pozo de sombras insondables, rodeado de esa elegancia intocable y porte perfecto.
—Cálmate, hija —dijo mi madre con voz suave. Posó una mano firme sobre mi hombro mientras mi padre esbozaba una sonrisa tenue, como si cada palabra ya estuviera escrita en su mente—. Emily, todo esto ha sido... necesario.
Retrocedí, atónita, mirando a mis padres con una mezcla de terror y confusión.
—¿Q-qué quieren decir? —pregunté, estremecida y con el pavor latiendo en mi pecho.
Mi padre suspiró, como quien se dispone a revelar una verdad incómoda.
—No estás aquí como un castigo, Emily. Eso fue sólo una máscara —confesó, mientras me sujetaba un encapuchado que había aparecido a mis espaldas—. Queríamos que presenciaras esto, que comprendieras el poder y el propósito que nuestra estirpe ha custodiado por generaciones.
Sentí como si el suelo se desplomara bajo mis pies. Mi madre continuó con un tono imperturbable:
—Somos los líderes de la Orden, Emily. —Intenté correr, pero el encapuchado me sujetaba con mucha fuerza lo que me llevó a darme cuenta que en realidad me soltó para que corriera hasta aquí—. Este internado es solo una fachada para nuestra comunidad. Una comunidad de élite, seres de la noche... vampiros... guardianes de la belleza y el poder que otros sólo pueden soñar.
El horror se apoderó de mí. Las desapariciones, la apatía de mis amigas y su aprobación de los rituales cobraban un significado oscuro. Cada paso había sido calculado, cada encuentro planeado. Ahora comprendía la razón detrás del desapego de Evelina y las demás: habían sido moldeadas, preparadas para estos rituales y sometidas al influjo de la Orden.
—¿Entonces... ustedes planearon todo esto? —interrogué con voz quebrada—. ¿Las desapariciones, los sacrificios? —Mi padre asintió.
—Todo era parte del ritual. Lo necesitábamos para el paso final... para que tú, Emily, tomes tu lugar como líder de la Orden.
Di un paso atrás, asqueada y aterrorizada.
—No... No quiero ser parte de esto.
—Es tu destino —replicó mi madre, con voz implacable—. Y ya no hay escapatoria.
Antes de que pudiera moverme, los demás miembros de la Orden comenzaron a rodearme, cerrando cada posible salida. Me condujeron, junto a mis padres, al centro del patio, decorado con símbolos antiguos y velas encendidas. Mientras me sostenían, mi padre sacó un cáliz, que acercó a sus labios.
—Bebe, Emily —ordenó—. Únete a nosotros como lo dictan nuestro linaje. La sangre de nuestra familia corre en ti... y ahora será también tuya la tradición. —Negué horrorizada comenzando a llorar—. Bebe de mi sangre, hija.
Negué con desesperación, lágrimas silenciosas surcando mis mejillas. Intenté resistir, pero me sujetaron el rostro, forzándome a beber la sangre espesa que contenía el cáliz. Un dolor abrasador me invadió mientras mi madre murmuraba las palabras finales del ritual:
—Astra, vita, sanguis, unio. La sangre se une por la eternidad y te da vida, mi cuerpo.
El resto de los miembros colocaron sus manos hacia el cielo, unieron sus manos en un gesto de unión, mientras mi madre tocó mi pecho con la mano derecha sintiendo mi corazón desbocado a la vez que su mano izquierda se alzaba. Entonces, en un acto final y despiadado, mi padre colocó sus manos en mi cuello y le dio el último paso del ritual: la muerte, necesaria para renacer como parte de la Orden. Todo se desvaneció; la noche, los rostros de mis padres, el dolor... hasta que sólo quedó la oscuridad.
Al despertar, algo en mí había cambiado. Ya no era la misma. Mis ojos reflejaban la frialdad de la noche eterna, la sed de sangre y el poder que mi familia había codiciado. Desperté en un abismo profundo, más allá de la vida que una vez conocí. Mi corazón, antes lleno de terror, ahora estaba vacío, como si no necesitara latir.
A mi alrededor, los rostros de mis padres y los miembros de la Orden se veían iluminados por las altas velas, sus sombras retorcidas sobre el patio. El ritual había concluido, y con él, había dejado de ser humana. Una nueva y feroz sed ardía en mi pecho, amenazando con consumir mi alma.
Observé a mi alrededor, viendo ahora a todos los presentes con ojos nuevos. Cada miembro de la Orden tenía la misma expresión de satisfacción y orgullo en el rostro, una arrogancia que jamás había notado antes. Sus miradas vacías estaban llenas de una belleza fría e inhumana, y sus pieles pálidas, tersas y perfectas, lucían casi como estatuas de mármol. Eran figuras eternas, perfectas en apariencia y carentes de alma, mantenidas en ese estado por rituales oscuros, sacrificios y sangre ajena. Ahora comprendía que todos ellos lo deseaban, lo habían elegido voluntariamente, con la promesa de una juventud inagotable y una posición de poder en un círculo de élite.
Pero yo sentí algo distinto. En mi no había orgullo ni satisfacción. Mi transformación no había borrado el dolor ni el horror de lo que sus padres y la Orden habían hecho, la desaparición de mis amigos y del abandono de sus compañeras, todas manipuladas por la Orden. La sed que sentía no era sólo de sangre, sino de justicia, de venganza. Algo dentro de mí se había fortalecido en vez de destruirse; una furia silenciosa que ningún ritual podría aplacar.
Mi madre se acercó, sus ojos reflejando un extraño orgullo.
—Ahora lo entiendes, ¿verdad, hija? —susurró, acariciando mi rostro con frialdad—. Estamos por encima de los mortales, más allá de su miserable existencia. Juntos, nuestra belleza y poder serán eternos.
La miré con una expresión tan fría y vacía como el mármol... tal y como ellos deseaban.
—Sí, madre —respondí con un murmullo glacial—. Lo comprendo... perfectamente.
Mis palabras parecieron haber complacido a mis padres y a los demás miembros de la Orden, quienes se reunieron en torno a mi con sonrisas de aprobación, convencidos de que había aceptado el destino que me impusieron. Pero lo que no sabían era que mi mirada escondía algo más: una determinación oscura y profunda, un deseo de poner fin a la crueldad de aquellos seres inmortales.
En un movimiento repentino, aparté a mi madre, y sin dudar, me lancé hacia el miembro más cercano de la Orden, mi padre que apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que le rompiera el cuello con una fuerza devastadora. Sus ojos se abrieron de par en par mientras el resto de la Orden me miraban, incrédulos, sin comprender el giro de los acontecimientos.
—¿Qué... qué estás haciendo? —preguntó mi madre, incrédula.
La observé con desprecio.
—No deseo una eternidad construida sobre la muerte y el dolor de otros. Sus sacrificios no les pertenecen, y esta belleza eterna es sólo una prisión disfrazada.
Uno a uno, los miembros de la Orden intentaron defenderse, pero fortalecida por la furia y la sangre que me quemaba por dentro, los derribé con una velocidad y ferocidad sobrehumanas, dignas de lo que me habían convertido. En cada golpe, sentía como si recuperara una parte de mí misma, rompiendo con cada muerte las cadenas invisibles que la habían atado a aquella vida que no había elegido.
El simbolismo de mi venganza resonaba en cada miembro de la Orden que caía. Sus rostros perfectos se quebraban como máscaras, y sus cuerpos inmortales, en los que tanto confiaban, se desplomaban en el suelo, mostrando su fragilidad bajo el peso de mi justicia inesperada. A medida que el patio se cubría de la ceniza de sus cuerpos desintegrados, pude experimentar una mezcla de alivio y tristeza. Había acabado con casi todos los responsables, pero también sabía que mi destino estaba sellado.
Finalmente, sólo quedaban dos figuras en el centro del patio: mi madre y yo, quien yacía en el suelo, herida, pero aún viva. Con los ojos llenos de temor, mi madre extendió una mano hacia mi intentando que me alejara, mientras caminaba lentamente hacia ella, a la vez que lanzaba la última cabeza que había arrancado.
—Emily... somos familia... por favor, comprende... todo esto era por ti... para tu grandeza...
La miré por última vez, con una mezcla de tristeza y decisión.
—La grandeza que ustedes me ofrecieron era una mentira... una cárcel disfrazada de eternidad.
Y sin más palabras, me incliné hacia ella y completé mi venganza. La Orden de vampiros que había buscado la belleza y el poder eterno había encontrado su fin. En ese instante, comprendí que yo sería la última de la Orden... una vampira sin secta, sin hogar, sin familia, sin amigos. Sola, pero libre. La luna iluminaba el patio vacío, mientras yo, con el viento acariciando mi rostro, aceptaba que mi historia como criatura de la noche apenas comenzaba. Con los ojos fijos en el horizonte, comprendí que, aunque mi vida como humana había terminado, mi historia como ser de la noche apenas comenzaba. Pero como las sombras que regresan con la caída de cada sol, los rumores persistieron, susurrando que la oscuridad que ella intentó aniquilar no había hecho más que resguardarse, aguardando el momento para resurgir en los años venideros, más fuerte y sedienta que nunca.
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