Prólogo
No puedo asegurar cuando fue que escuché por primera vez sobre el internado Markham. La verdad es que no tengo demasiados recuerdos de mi infancia, ni siquiera relacionados con ese colegio. La buena memoria que me caracteriza parece haber comenzado alrededor de los ocho años o incluso después. Casi todo es difuso antes de eso, excepto por aquellos sucesos capaces de quedar para siempre en la mente de cualquiera, a pesar de los esfuerzos que uno haga para olvidar.
Es muy probable que haya escuchado hablar del internado desde que nací; saber sobre Markham era para mí tan natural como saber que el fuego quema o que la lluvia cae del cielo. Así solía ocurrir entre la gente de mi pueblo. Allí todos hablaban de ese sitio, a pesar de que la mayoría no lo había visto a menos de un kilómetro de distancia, porque solo a los profesores, apoderados, alumnos y empleados les era permitido cruzar sus puertas. Pero su nombre lo precedía, como es usual decir en estos casos.
Incluso de niño me impresionaba la cantidad de historias que contaban sobre el lugar y la gente que lo habitaba. Parecían no agotarse nunca. Ahora me parece haber pasado mis primeros años escuchando únicamente rumores de ese colegio privado y elitista, escondido en medio de un bosque para que así los afortunados jóvenes que estudiaban en él no tuvieran que mezclarse con los lugareños. Se decía que venían estudiantes de todas partes, principalmente de Santiago y Viña del Mar, pero también del norte y de países cercanos como Argentina, Perú, hasta Uruguay. Todos eran hijos de familias ricas, futuros herederos de empresas, ministerios o imperios intelectuales. Chicos con esas características no suelen mirar a la gente común a la cara, ni dirigirle la palabra a menos que puedan servirle en algo. Eran momios en el sentido más estricto de la palabra, o eso se pensaba y se transmitía. No era raro, entonces, que se hablara mal de ellos y que se les odiara a escondidas. Sobre todo, no era raro que a los muchachos con pocos recursos como yo, para quienes era imposible estudiar en Markham, se nos llenara la mente de resentimiento contra quienes sí podían. Se creía que así la desilusión no sería tan grande. En realidad, con lo mal que se hablaba del internado, uno hasta agradecía las condiciones que te cerraban sus puertas.
Pero eso no funcionó conmigo. Lejos de crear resentimiento, lo que fue creciendo dentro de mí tal vez pueda llamarse obsesión. La obsesión de un niño, claro. Pensaba en el internado Markham como pensaba en Nunca Jamás o en la Isla del Tesoro, pero como ese sitio en realidad sí existía y quedaba relativamente cerca de donde vivía con mis abuelos y mi hermana, la atracción que generaba en mí era mucho mayor. Cada vez que podía me escapaba en bicicleta hacia el bosque de alerces que custodiaba el colegio, frontera natural que el fundador del establecimiento había escogido con mucha sabiduría más de un siglo atrás. No me atrevía a traspasar siquiera los primeros árboles, lo que de todas formas no era necesario. Mi mente, contaminada en demasía por historietas y libros, me ayudaba a ver lo que mis ojos no podían. Y aunque nunca fui muy dado al dibujo, ilustraba Markham todo el día, añadiendo detalles imposibles e innecesarios, los que me ayudaban a llenar en algo el vacío que me provocaba la certeza de nunca poder estar más cerca de lo que me encontraba, allá, al otro lado de los árboles.
Lo que sí recuerdo muy bien es el día en que mi abuelo entró a mi pieza y vio pegados en la pared mis dibujos de Markham. Entendió de inmediato de qué se trataba, aunque aún me pregunto cómo. Por esa época yo creía que mi mente era infranqueable para los adultos que me rodeaban, en especial los dos que me criaron. Después de eso, mi memoria salta hasta la mañana en que se me notificó de la increíble noticia de mi ingreso en el internado. Sin que nadie lo supiera, mi abuelo se armó de valor, cruzó el bosque y, tras golpear la puerta, consultó por la posibilidad de ver y hablar con el director del colegio. No lo voy a negar, mi cara se pone roja de vergüenza al imaginar lo que deben haber pensado de él al verlo caminar con su camisa de franela y sus bototos sucios de barro hacia el despacho cubierto de madera noble de Tomás Fritz.
Mi abuelo tuvo que repetirlo muchas veces antes de que su familia le creyera. Pero era cierto, a pesar de lo ilógico que sonaba: yo había sido aceptado en Markham. Mis notas, que el director revisó personalmente, fueron el motivo de que me abrieran las puertas. El costo de la matrícula y las mensualidades serían cubiertos por una beca. Si algo más se dijo durante esa conversación, mi abuelo y Fritz se lo callaron por muchos años.
Al final no me importaba demasiado cómo lo había conseguido. Lo único que me importaba era que en Marzo, un mes antes de cumplir los doce años, iba a entrar por primera vez a Markham. Era el niño más feliz. Tan feliz que era incapaz de ver la pena en los ojos de mi abuela al imaginar mi ausencia de casa durante diez largos meses, o la rabia infantil que iba creciendo dentro de mi hermana al saber que yo, su único hermano y mellizo, tendría aventuras y conocería gente nueva mientras ella se quedaba sola en la misma casa de siempre. Debió advertirme lo que pasaba, lo que significaba mi partida, el hecho de que varios vecinos, más sorprendidos que nosotros con la noticia, se acercaran a mi abuelo para preguntarle si estaba seguro de lo que hacía. Debí fijarme en esas cosas, debí escuchar con más atención esas conversaciones de grandes. Sin embargo, todo me resbalaba. Y aunque hubiera puesto atención, es probable que lo achacara a la envidia que carcomía a los que no gozaban mi misma suerte o, peor aún, a ese conformismo que ataca a veces al chileno de clase trabajadora y que le hace pensar que es mejor quedarse donde está, que hay sueños que es mejor no cumplir.
Yo estaba cumpliendo mi sueño y eso me volvió muy ingenuo. En ese momento no le temía a nada. Ni a la posible rigidez de los profesores ni a mis futuros compañeros, aunque todos dijeran que eran momios sin corazón. Tampoco temía a la falta de niñas; en esa época les temía más a ellas que a su ausencia. Ni siquiera temí a ese edificio, oscuro de lluvia y tiempo, que se erguía frente a mí y que era muchísimo más grande de lo que podría haber imaginado. Mi confianza era inmensa, al igual que la sonrisa con la que me despedí de mis abuelos frente a la puerta de Markham. Crucé el umbral con el pecho hinchado de felicidad, sin saber que me introducía voluntariamente en las fauces de una bestia. Y becado, además.
Fui muy, muy ingenuo. Markham, sin embargo, se encargó de disolver esa inocencia desde el primer día, poco a poco. Cuando me di cuenta, ya era tarde para volver a los brazos de mis abuelos. Hacía mucho que ellos se habían perdido entres los alerces que separaban el internado del resto del mundo.
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