CAPÍTULO TRES
Tenía la mala costumbre de despertarme unos veinte minutos antes de que el reloj despertador comenzara a chillar. Me quedaba en la misma posición en la que había abierto los ojos, adaptándolos a la luz de la mañana. La habitación que compartía con Nathan en el último piso del Edificio Este iba a apareciendo poco a poco: primero el techo blanco, luego la pared que tenía a mi izquierda, donde un afiche de los Beatles tapaba el dibujo de una mujer desnuda hecho por Daniel el primer día de clases. Después, como un rito, miraba a mi derecha, donde Nathan dormía, a poco más de un metro y medio. Solo entonces me permitía disfrutar del silencio que me rodeaba, un bien tan escaso durante el resto del día. Siempre me pareció que, en momentos como ese, Markham contenía el aliento, fundiéndose con la quietud del bosque que lo rodeaba.
Ese día el único sonido que se escuchaba era la fuerte respiración de mi amigo, interrumpida a ratos por un leve ronquido que escapaba de su boca abierta. Nunca me cansaba de reír ante esa imagen. Cada vez que Nathan sacaba su lado altanero, yo comenzaba a describirle su forma de dormir. Era mi arma secreta, y su efectividad se basaba en el hecho de que él no podía debatir lo que yo dijera. Debo reconocer que todo lo hacía como venganza por los dolores de cabeza que me acarreaba despertarlo cada mañana. Esos minutos en silencio y poder contemplarlo en sus poses más ridículas eran mi retribución.
El despertador sonó con tanta fuerza que me sobresaltó. No lo apagué de inmediato, porque no perdía las esperanzas de que algún día ese timbre infernal lograra interrumpir el sueño de mi compañero de cuarto. Pero ese no fue el día, así que con un suspiro detuve el sonido y me levanté. Del escritorio tomé la ropa que había preparado el día anterior y con toda la calma del mundo me fui al baño. El agua de la ducha salió caliente, así que dejé que me corriera por la espalda unos segundos, disfrutando el premio por levantarme temprano. Salí cinco minutos después con una sonrisa en el rostro, me sequé con la toalla y me puse una camiseta y los calzoncillos. Mientras atravesaba el pasillo de vuelta a mi habitación, escuché los primeros ruidos tras las puertas de mis compañeros. Nathan no se había movido ni siquiera un centímetro.
—Nathan, levántate. Ya es tarde.
Saqué del ropero los pantalones grises, la camisa blanca y la chaqueta burdeos del uniforme y me los puse antes de que el calor de la ducha me abandonara por completo.
—En serio, Nathan. Te vas a atrasar.
Supe de inmediato que la corbata que estaba en mi colgador no era la mía. Yo no había manchado la punta con salsa de tomate. Miré a mi amigo con rabia antes de lanzarle su corbata a la cama. Encontré la mía entre su uniforme arrugado, con el nudo deshecho. El maldito sabía lo que me costaba hacer los nudos y aun así lo había desarmado. Antes de ponerme los zapatos le quité las mantas de un tirón. De inmediato se puso en posición fetal para combatir el frío.
—Te ducharás con agua helada si no te levantas ahora— dije, pensando que ojalá así fuera.
—Cinco minutos más— respondió el chico con la voz bien articulada que utilizaba para hacerme creer que estaba con sus sentidos alertas.
Suspiré otra vez mientras me sentaba en el borde de mi cama para ponerme los zapatos. Mientras anudaba los cordones del derecho, la puerta de la habitación se abrió y entró Daniel, con la camisa a medio abrochar, sin chaqueta ni corbata. Era evidente que no se había duchado; su cabello negro, más largo de lo que era permitido en el internado, se disparaba hacia todos lados. Me saludó con un gesto de la cabeza, para luego enfocarse en Nathan.
—Levántate, imbécil. Son casi las ocho de la mañana.
—No pierdas tu tiempo— dije mientras me ponía de pie—. ¿Ignacio?
—Ya se fue al comedor. Le dije que te guardara cuatro tostadas.
—Excelente. ¿Vamos?
Daniel volvió a mirar al chico en la cama con expresión de aburrimiento.
—¿Y este?
—Llegará tarde, como siempre. Sobrevivirá. O quizás no. Monje ya le ha perdonado dos atrasos y llevamos dos semanas de clases. Creo que lo hace a propósito.
—Por supuesto que lo hace a propósito. Es Nathan.
Sabiendo que nos escuchaba atentamente, nos fuimos hacia la puerta y salimos. El pasillo era un verdadero caos, con próceres a medio vestir yendo de un lado a otro, la mayoría con el pelo mojado o las toallas sobre el hombro. Cuando pasamos frente a la puerta del baño, Daniel produjo un ruido de hastío con la lengua.
—No me lavé los dientes.
—Ven después, cuando haya menos gente.
Markham ya no contenía el aliento. De cada pasillo salía un bullicio enervante, pero al cual ya estábamos acostumbrados. Lo que aún me molestaba era el tiempo que llevaba bajar por la escalera debido a los chicos, en especial novatos, que nos impedían el paso. Nunca sentía la necesidad de comportarme como los próceres que me precedieron excepto en esos momentos. Tenía que reprimir las ganas de empujarlos, sobre todo al escuchar el ruido que hacía mi estómago por el hambre.
Cuando por fin llegamos al comedor, vimos a Ignacio sentado en nuestro rincón de la mesa, la más alejada de la puerta. Ya había dejado de lado el desayuno y le daba la última repasada a sus apuntes y tareas de matemáticas. Apenas levantó la mirada cuando nos sentamos; solo nos saludó con un murmullo muy semejante a un "hola". Las cuatro tostadas me esperaban frente a mi silla, junto a un vaso de leche. Me dediqué a ellas sin pensar durante unos segundos, escuchando solamente el crujido del pan en mis oídos. Daniel, frente a mí, bebía café a pequeños sorbos.
—Si Nathan vuelve a llegar tarde a la clase de Monje lo castigarán— dijo Ignacio tras un par de minutos.
—Los castigos ya no le afectan como antes— mascullé.
—Es la repetición— acotó Daniel.
—¿Lo dices por experiencia propia?
—Por supuesto.
Sentí unos pasos que se acercaban a mi espalda. Albergué la esperanza de que fuera Nathan hasta que escuché la voz resonante de Fritz.
—Daniel, la higiene es parte esencial de la presentación personal. Lo sabes, ¿verdad?
—Me bañé anoche.
—Y luego sudaste durante ocho horas en tu cama.
—Cinco horas. Soy un poco insomne.
El director dejó escapar un bufido entre los labios, señal inequívoca de que quería reírse. Le puso la mano en el hombro a Daniel, como si quisiera planchar con ella las arrugas que la prenda tenía.
—Dúchate en la pausa de la mañana. Es en serio. Si no tendrás que lavar los baños de todo el Edificio Este- el hombre hizo una pausa para mirar el asiento vacío a mi lado—. Supongo que Nathan está listo para asistir a clases en diez minutos.
Estuve a punto de atorarme con el trozo de tostada que tenía en la boca. Por suerte Ignacio estaba atento y respondió a la pregunta de Fritz con un asentimiento y su mejor cara de culpabilidad. Fritz se alejó de nosotros con una ceja enarcada y un atisbo de sonrisa en los labios.
Nathan, tal como yo me lo esperaba, no llegó en lo que quedaba de desayuno, ni lo vimos en el patio cuando caminamos hacia el Edificio Sur. Solo nosotros tres estábamos sentados en las sillas de siempre en la sala de matemáticas cuando algún profesor hizo sonar la campana a las 8:30 en punto, dando inicio a la jornada académica.
En ese momento, sin que lo supiéramos, un auto negro se detenía frente a la verja que separaba los terrenos de Markham del bosque de alerces. Lo manejaba un hombre de expresión neutral, al que no le importaba el muchacho que llevaba en el asiento trasero, ni los motivos que este tenía para ir a meterse a ese colegio de apariencia un tanto siniestra. Estaba cumpliendo con su trabajo, nada más. Sin embargo, cuando se bajó para ayudar al chico con las maletas, no pudo evitar fijarse en que la expresión de este era demasiado triste para alguien tan joven. Le dieron ganas de decir algo, lo que fuera, pero recordó que no le habían pagado para que hiciera eso. Así que cuando terminó con las maletas volvió al auto sin decir nada y se alejó rápido de allí.
Víctor Lassner quedó solo frente a las puertas de Markham, tratando de abarcar todo el lugar de una sola mirada. Me lo imagino sonriendo levemente, solo con los labios, mientras daba los pocos pasos que lo separaban de su nuevo colegio.
Nathan llegó quince minutos tarde a clase. Entró como si nada, o al menos lo intentó. Abrió la puerta y avanzó un par de metros hasta su asiento en la última fila, pero Monje lo detuvo con un grito que rivalizó un poco con las carcajadas de la mayoría de nuestros compañeros. Ignacio y yo fuimos los únicos que aguantamos la risa. Se supone que debíamos estar acostumbrados; la verdad, sin embargo, es que las escenas de mi amigo con el profesor de matemáticas aún no dejaban de ponerme nervioso. Para Ignacio, obviamente, era algo moral, aunque en el fondo sé que se divertía.
Tal vez Nathan hubiera podido evitar un castigo de no haber contestado con un "porque quise" cuando Monje le preguntó el motivo de su retraso. Esa respuesta lo envió directo al despacho del director por segunda vez desde el inicio de clases. La primera fue por encontrón con Bill en pleno almuerzo. Ese año iba como avión. Se despidió de nosotros con un gesto antes de cruzar la puerta un minuto después de haber entrado. Solo Daniel le correspondió, mientras Ignacio y yo mirábamos nuestros cuadernos, negando con la cabeza.
El camino hacia el despacho de Fritz se lo sabía de memoria, por supuesto. De hecho, conocía un par de atajos, aunque es probable que esa palabra no sea la adecuada, ya que habitualmente le hacían demorar más tiempo en llegar. Aun así, los tomaba a veces, para hacer el viaje un poco diferente. Es probable que ese día tomara como camino el pasillo que conectaba el Edificio Sur con el Este, para luego torcer a través del patio rumbo al Norte. Debía subir tres pisos de escalera y recorrer medio pasillo para por fin encontrarse frente al escritorio de la secretaria del director, la única mujer guapa del internado.
Su nombre era Belén Donoso. Edad, indeterminada; se creía que apenas había cruzado la barrera de los treinta, pero no podíamos estar seguros. De lo que sí estábamos bastante seguros eran de que sus largas piernas, su cabello rojizo y sus labios pintados nos traían a todos de cabeza. Ella actuaba como si no lo supiera. Y nosotros, para que sus esfuerzos no fueran en vano, intentábamos mirarla ocultando el deseo mal reprimido. Nathan no era la excepción. El hecho de que la viera más que el resto de sus compañeros, sin embargo, le daba más confianza. Quizás excesiva confianza.
—Cada vez que la veo me doy cuenta de que hago lo correcto.
La mujer sonrió sin levantar la cabeza de los papeles que tenía en las manos. Solo le lanzó al chico una mirada por encima de los anteojos.
—¿Lo correcto?
—Sí. La mayoría me dice que no debería portarme mal, que algún día le provocaré un infarto a Monje. Pero si los castigos implican verla, entonces todo tiene sentido.
—¿De qué libro sacaste ese discurso?
—¿No me cree capaz de inventarlo? Soy más inteligente de lo que parezco.
—También más descarado. —Le echó un rápido vistazo a su reloj de pulsera antes de continuar—. ¿Llegaste tarde otra vez?
—Solo quince minutos. No es para tanto.
—Sí, claro. —Con expresión neutra, la mujer levantó el auricular de su teléfono y marcó el número uno. Esperó a que contestaran haciendo girar su lapicero entre los dedos, mientras Nathan observaba con atención el trozo de piel que dejaba ver el botón abierto de su blusa—. Señor, Nathan está aquí. Sí, exactamente eso... Muy bien.
La mujer sonrió antes de colgar y decirle con un gesto que podía pasar, lo que hizo que el chico meditara en esa teoría que rondaba en el internado de que el director se acostaba con ella. Se dijo a sí mismo que si algún día lo expulsaban, se lo preguntaría a Fritz.
El despacho estaba como siempre: desordenado. A Nathan no dejaba de sorprenderle que un hombre tan aparentemente correcto como Tomás Fritz fuera, puertas adentro, tan descuidado con sus cosas. Lo peor era el escritorio. A simple vista era imposible determinar donde terminaba un papel y comenzaba otro. En las horas que había pasado sentado frente a él desde su ingreso en Markham, mi amigo pudo comprobar que el director tenía continuos problemas para encontrar lápices o alguna hoja que no fuera importante para tomar notas. En varias de esas ocasiones el muchacho había sacado la estilográfica que solía llevar en el bolsillo con el fin de rescatar al hombre y, al mismo tiempo, burlarse de él. Sin embargo, esa mañana no sería una de esas ocasiones, ya que cuando entró el director firmaba una serie de papeles procurando no soltar el lápiz y así no perderlo en medio del desastre. Sin que lo invitaran a hacerlo, Nathan cruzó la habitación y se sentó en la silla de madera que había al otro lado del escritorio.
Esos momentos se desarrollaban de la misma forma cada vez, como si se tratara de una especie de ritual. El joven castigado se sentaba en la silla y esperaba que el director terminara lo que estuviera haciendo. El hombre no se apresuraba; de hecho, por el contrario, alguien lo suficientemente observador podía darse cuenta sin problemas que la mano se movía más lento al firmar o escribir, que los ojos no recorrían las letras con la rapidez usual. Era la pequeña forma que tenía Fritz de hacerle pagar. La primera pequeña forma.
—¿Llegaste tarde porque quisiste o porque aún no aprendes a levantarte temprano? —La pregunta fue formulada de repente, con el objetivo de tomarlo desprevenido. Pero Nathan estaba preparado, analizando cada gesto del hombre que tenía al frente.
—Un poco de las dos. No me gusta levantarme temprano y cuando supe que teníamos clase con Monje a la primera hora, decidí quedarme durmiendo un poco más.
Fritz alzó la mirada al escucharlo.
—El profesor Monje.
—Ese mismo.
—O sea que lo hiciste a propósito.
Nathan comenzó un evasivo gesto con los hombros que Fritz cortó en seco.
—Dime la verdad, ¿quieres que te expulse?
—¿Me está amenazando? —El muchacho sonrió con sarcasmo; aún más cuando el director suspiró.
—¿Sabes, Nathan? Algún día te cansarás de esa pose a lo James Dean. En serio.
—No me gusta James Dean.
—Lo que quiero decir es que deberías dejar de ser tan infantil. Recuerda que tu padre no está aquí. A nosotros no tienes que demostrarnos nada.
El hombre sabía muy bien que estaba tocando una fibra sensible; aun así el cambio en rostro de Nathan lo sorprendió. En realidad nunca dejaba de sorprenderle la manera en que los brillantes ojos verdes se opacaban de golpe, o cómo los hombros se ponían rígidos. Era una reacción tan rápida que solo podía ser instintiva, libre de esa planificación que parecía estar escondida en cada acción o palabra del muchacho.
—Él no tiene nada que ver con esto.
—Con mayor razón. No entiendo cuál es el afán de que te castigue una y otra vez o de estar siempre al borde de la expulsión. —Fritz se inclinó hacia atrás en la silla—. Yo sé que eres feliz aquí. Te adaptaste a Markham más rápido de lo que reconocerás ante nadie. Hiciste amigos. Francisco, Ignacio y Daniel son tus amigos. Por eso me sorprende tu actitud. No sé si lo haces simplemente para llamar la atención o si se debe a que aún no comprendes lo importante que es este lugar para ti.
La sonrisa displicente había vuelto a medias al rostro de Nathan, pero el director sabía que era una careta.
—Lo hago porque me aburro. Y porque Monje... el profesor Monje me cae mal. Eso es todo.
—Es evidente que te aburres y que el profesor Monje y tú no se llevan bien. Pero no creo que sea todo. Pero bueno, tal vez cuando madures podrás responderme eso.
—¿Cómo me va a castigar ahora?
—Lavarás toda la loza que se use en la cena de esta noche.
—¿Nada más?— preguntó Nathan simulando que no le importaba con su sonrisa un poco mustia.
Antes de que Fritz contestara sonó el teléfono. El sonido lo hacía fácil de encontrar, así que no demoró en silenciarlo.
—¿Ya llegó? Bueno, hágalo pasar. —Después de colgar miró a Nathan una vez más—. Tengo que atender a alguien más.
—¿Otro portándose mal tan temprano?
—No. Es un alumno nuevo.
El muchacho alzó las cejas por la sorpresa.
—¿De qué curso?
—Del tuyo. Ahora vete a clases y, por favor, evita venir a verme otra vez, al menos por hoy.
Cuando estuvo cerca de la puerta, con el pomo ya en la mano, Nathan se giró hacia Fritz y lo miró un par de segundos antes de atreverse a hablar.
—Quizás me porto mal porque en el fondo me gusta venir a verlo, director.
El hombre se rio al escucharlo.
—Déjate de bromas. Ambos sabemos que a quien vienes a ver es a Belén.
Nathan no pudo negar eso, aunque intentó una sonrisa de inocencia antes de abrir la puerta y salir. Pero el gesto se borró de su cara en el momento en que, apenas dado un paso afuera, se encontró con los ojos más fijos que había visto jamás. Eran de color azul intenso y pertenecían a un joven de su edad, un par de centímetros más alto y que llevaba un uniforme de Markham que parecía recién hecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse de esa mirada, y también para mover su cuerpo del lugar donde había quedado detenido. El alumno nuevo se hizo a un lado para darle espacio, sin dejar de mirarlo, lo que provocó un leve hormigueo en la mitad derecha de la cara de Nathan. Solo cuando la puerta se cerró y el muchacho desapareció dentro del despacho de Fritz, mi amigo pudo volver a respirar con normalidad. Caminó por el pasillo sin mirar hacia donde iba ni despedirse de la secretaria. A medio camino, como si despertara, volvió sobre sus pasos y se puso otra vez frente al escritorio.
—Disculpe. ¿Podría decirme el nombre del que acaba de entrar?
Belén Donoso hizo como que buscaba entre los papeles, pero Nathan estuvo seguro de que ya se sabía el nombre de memoria.
—Víctor Lassner.
—Gracias.
Mientras se alejaba por segunda vez, Nathan comenzó a jugar con las manos, como siempre que estaba nervioso o ansioso o invadido por la curiosidad. Lo extraño de esa ocasión es que el chico, de haberle preguntado alguien, no habría sabido decir cuál de las tres sensaciones era la que lo embargaba en ese momento. Tal vez, después de mucho pensarlo, su respuesta hubiera sido: "una mezcla de las tres".
No estaba en sus planes volver a clase. De todas maneras dudaba que Monje lo quisiera en la sala, al menos por ese día. Esa era otra de las cosas buenas de ir al despacho del director: a nadie le importaba donde te fueras después. De modo que disponía de más de una hora solo para él, algo que era casi tan difícil de conseguir en Markham como una mujer.
Su primera parada fue la cocina; su estómago estaba rugiendo a causa del hambre. Y cuando eso sucedía, Nathan no tenía más remedio que hacer caso. Ese era el trato que mantenía con su cuerpo: le era posible saltarse varias comidas, gastando hasta la última gota de energía, pero cuando el hambre llegaba por fin, debía alimentarse. Sus horarios extraños iban en contra de la estructura inamovible de Markham, pero una visita rápida a la cocina siempre lo salvaba del desmayo y la fatiga. En realidad, quien lo rescataba era la señora Rosa Quiroz, la encargada de alimentar los alumnos y profesores del internado.
La mujer era el habitante más antiguo del complejo, habiendo sobrevivido a tres directores diferentes. Aun así, no era un vejestorio ni nada parecido. La razón de tan larga carrera era que había comenzado a trabajar en Markham aproximadamente a los dieciséis años. Empezó lavando las sábanas y toallas, y luego fue ascendiendo sin detenerse hasta alcanzar el puesto que ostentaba cuando mis amigos y yo estudiábamos en el internado. Era de contextura gruesa y no superaba por mucho el metro y cincuenta centímetros. A pesar de eso, la mayoría de los estudiantes le temíamos más que a los inspectores generales y a los profesores. Tal vez era su mirada o el miedo a que te diera el peor trozo de carne en caso de merecerte su venganza. En fin, Rosa Quiroz era querida y respetada por todos, incluso por Daniel, que actuaba como si nadie le importara, o Nathan, que combatía abiertamente con cualquier tipo de autoridad. La señora también nos quería, quizás más a ese par. Por eso una expresión de alegría asomó por detrás de su habitual severidad al ver al chiquillo luchando por atravesar la cocina.
Se acercó a Nathan por entre el movimiento en apariencia caótico del lugar, limpiándose las manos en el delantal blanco.
—¿Hambre?
—Mucha. Aliménteme por favor.
—No tendrías hambre si desayunaras a la hora.
—Asumo toda la culpa. —Nathan dejó que su sonrisa más seductora actuara por él. Y la mujer, aunque conocía muy bien ese tipo de técnicas, se puso a trabajar en una mesa cercana.
—¿No tienes clase a esta hora?— preguntó mientras untaba mantequilla en un par de panes.
—Me castigaron.
—¿Otra vez?
El chico asintió.
—Esta noche me tendrá lavando los platos de todo el internado.
—Qué bueno. El que tengo a cargo nunca lava bien las ollas.
La risa de mi amigo solo desapareció cuando comenzó a engullir la comida que le pusieron delante. Charló con la mujer mientras comía, contándole cómo iban las cosas ese año, incluido el alumno nuevo que había visto hace un rato fuera del despacho de Fritz. A cambio, la señora Rosa le daba noticias del exterior, de cómo, más allá de los árboles, la gente tenía vidas normales que a nosotros nos parecían sacadas de libros. Dio las gracias cuando terminó, y antes de irse prometió que de ahí en adelante se portaría mejor.
Fuera de la cocina y con el estómago por fin lleno, dudó un momento sobre el lugar en el que pasaría el tiempo que le quedaba. Seguramente pensó primero en la habitación que compartíamos, donde podría esperarnos hasta el descanso de la mañana. Luego, tal vez, en aquel trozo de pasto al que íbamos de vez en cuando para escaparnos del bullicio del colegio y que quedaba detrás de los camerinos. Pero no se dirigió hacia ninguno de los dos. No le costó mucho decidirse por su última opción, aquella que siempre terminaba imponiéndose.
Prefirió no atravesar el patio por temor a que algún profesor desocupado lo viera y lo mandara a ser algo más útil con su tiempo. Así que tomó el pasillo del primer piso que conectaba todos los edificios, al que llamábamos El Óvalo. Habrá tardado menos de cinco minutos en llegar al Edificio Oeste y mucho menos en subir los cuatro pisos de escalera. La oscuridad de los últimos dos no lo molestaba; estaba acostumbrado a ella. Llegó al cuarto piso viendo muy bien a través de la penumbra. Incluso pudo ver la puerta doble de la sala abandonada a la que se dirigía. Esa que estaba al fondo del pasillo.
Gracias por leer :)
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