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CAPÍTULO TRECE


El motivo por el que Fritz nos citó a Ignacio y a mí a su despacho me tuvo todo el día con la mente ocupada, lo que constituye un gran logro teniendo en cuenta que hace solo unas horas había leído el mejor libro de Mateo Salvatierra. Probablemente por los nervios tuve que ir al menos unas seis veces al baño; a la quinta, Nathan me sugirió que mejor me quedaba allá, así no lo interrumpía mientras releía sus partes favoritas de "El Club de los Seres Abisales" acostado en su cama.

Quince minutos antes de las seis, Ignacio fue a buscarme al dormitorio. Como era fin de semana, no llevaba el uniforme, pero le faltó poco. Se había puesto una camisa de color gris claro, encima un suéter verde y pantalones negros. Estaba más peinado que nunca, su pelo rubio paja brillando a causa de una loción cuyo olor nunca pude definir. A pesar del tiempo que al parecer le tomó estar listo, no lucía nervioso.

—¿Vamos?

—¿Para qué crees que nos llama? —dije mientras terminaba de anudarme los zapatos bien lustrados, el único rasgo formal de mi atuendo. Era como la décima vez que le preguntaba, así que Ignacio rodó los ojos.

—No sé, pero no creo que sea algo malo. Habló de nuestras excelentes notas.

—Tus excelentes notas. Las mías son buenas no más.

—Mejores que las de estos dos. —Miró alrededor, pero solo se topó con Nathan echado en su cama, vestido con calzoncillos y una camiseta, indiferente al frío—. ¿Dónde está Daniel?

Yo me encogí de hombros. Nathan bajó el libro un momento para responder.

—No lo veo desde el almuerzo. Debe estar practicando para aprender a hacerlo sin meter ruido.

—¿Practicar para qué? —pregunté con inocencia.

Nathan alzó el libro con la mano izquierda al tiempo que con la derecha hacía un gesto bastante elocuente a la altura de sus genitales.

—Lo mataste con esa, Lara.

Ignacio no pudo evitar sonreír complacido.

—Alguna vez que me toque a mí. Ya, vamos. Es tarde —dijo con una calma exasperante.

—Claro, como todavía tenemos que tomar el tren.

A mi espalda, Nathan soltó una carcajada.

—Ya te imagino yendo donde Fritz por un castigo. Te mearías en los pantalones.

Ignacio me sacó de allí antes de que pudiera contestar, arrastrándome hasta el pasillo. Durante todo el viaje me habló de cosas con la intención de hacerme pensar en otra cosa, pero no lo logró. Hasta que sacó el tema de Mateo Salvatierra.

—Buen libro.

—¿Te gustó?

—Sí, mucho. —Se rascó la nariz, uno de sus tics para mostrar que tenía vergüenza. No supe de qué hasta que volvió a hablar—. Tú sabes que yo no leo libros así siempre.

—A menos que sean los de Ágatha Christie.

Sonrió tímidamente.

—Esos los leí por la prueba que hizo Bascuñán el año pasado.

—Pero si entraba solo Diez negritos.

—Si sé, pero yo...

—Entiendo —lo interrumpí—. Te conozco.

Él se tomó como un halago mi cara, aunque estoy seguro de que esta estaba más cerca de la sorpresa ante su obsesión con los estudios que de la simpatía. Comenzamos a subir la escalera que llevaba al segundo piso del Edificio Norte, donde estaba el despacho de Fritz. Ignacio continuó con el tema del libro.

—Me dieron ganas de conocer Valparaíso.

—A mí también —respondí con una sonrisa.

—Podríamos ir los cuatro después de graduarnos... ¿cierto? —Dudaba que pudiéramos hacerlo, pero no dije nada. Ignacio de todas formas notó mi vacilación—. No es necesario un viaje muy largo. Una semana o algo así, tal vez dos... ¿qué mierda hace este acá?

Solo existía una persona en Markham capaz de hacer que mi amigo dijera malas palabras. Y no era Daniel.

Desde su llegada al internado, Ignacio tuvo el mínimo de problemas con Bill y, cuando los tuvo, fue por culpa nuestra. No sé explicar la razón, pero el matón nunca se interesó en el muchacho, a pesar de tener todas las características para ser una de sus víctimas habituales. Pero no por pasarle desapercibido a Bill, a Ignacio le era indiferente el grupo de este. Entre sus miembros había uno que era su enemigo natural, con quien competía constantemente por el primer puesto del curso: Julio Bustamante. El sentimiento era mutuo, lo que quedó demostrado cuando ambos se miraron en el pasillo.

—Lo debe haber llamado Fritz —susurré para que el muchacho no nos escuchara.

—¿Y por qué? —Ignacio, sin tener el mismo cuidado que yo, se detuvo a un par de pasos de las sillas donde Bustamante esperaba a que el director nos atendiera. Miró hacia el escritorio vacío de Belén Donoso, en busca de alguien que le contestara la pregunta que había pronunciado en voz alta. Pero a falta de secretaria, el muchacho no tuvo más opción que dibujar una mueca de hastío con la boca.

—Lo habrán llamado para lo mismo que a nosotros —dije.

Me lanzó una mirada ácida, como si yo tuviera la culpa de lo que estaba pasando. Preferí mantener la distancia, porque conocía pocas cosas más peligrosas que Ignacio Lara enojado. Pensé en sentarme, pero el gesto agrio en la cara de Julio Bustamante y la posibilidad de que mi amigo considerara una deslealtad estar a tan poca distancia de su rival lograron hacerme cambiar de idea. Así que me quedé parado, a la espera de que nos llamaran, ojalá de uno en uno. Había comenzado a jugar con una hilacha de mi pantalón cuando del despacho salió la señorita Donoso acompañada de Fritz.

—Hola, muchachos —dijo el hombre y nosotros murmuramos un saludo de respuesta, mientras la mujer nos correspondía con un asentimiento de cabeza antes de ir hacia su escritorio y sentarse detrás de su escritorio—. Pasen.

El director se hizo a un lado para dejarnos sitio en la puerta. Ignacio se adelantó para pasar primero, luego entró Julio con la boca fruncida; maldije mi mala suerte antes de seguirlos. Mis pasos se vieron interrumpidos apenas crucé la puerta, ya que los otros dos se quedaron inmóviles al ver a las tres personas que esperaban dentro, frente al escritorio de Tomás Fritz. Cuando los vi, tampoco supe qué hacer. Ellos, si cabía, estaban más confundidos que nosotros. Es que eran unos niños, novatos de doce años. Y cuando tienes diecisiete, personas de esa edad te parecen liliputienses, como si los veinte o treinta centímetros que te separan de ellos fueran mundos enteros. Una estupidez, por supuesto, pero no pude evitar mirarlos desde la distancia que me daba mi estatura y el que ellos estuvieran sentados mientras yo permanecía de pie. ¿De verdad yo era tan pequeño al entrar en Markham?

—Me imagino que se preguntarán por qué los llamé hoy —dijo Fritz al tiempo que cerraba la puerta a nuestra espalda—. Pero primero, siéntense.

Lo obedecimos en silencio, tomando algunas de las sillas desocupadas que los novatos habían dejado para nosotros. Lo malo fue que como ellos no quisieron sentarse todos juntos, terminamos mezclados. Yo quedé al lado del muchacho más moreno, tan delgado que debía pesar como veinte kilos. Me miró de reojo hasta que el director volvió a hablar.

—Bueno, al grano. —Fritz cruzó los brazos sobre el pecho y nos miró con atención—. Este año implementaré un programa especial que se enfocará en reforzar a aquellos estudiantes nuevos que tengan ciertas dificultades en lo académico. Este programa constará de clases especiales a cargo de la planta de profesores, pero, sobre todo, implicará a estudiantes de años superiores. En este caso, a ustedes tres- nos apuntó a los mayores, sonriendo ante nuestras caras pasmadas.

—¿Vamos a ser sus tutores? —preguntó Ignacio.

—Exacto. Serán sus tutores. Así tendremos un trabajo personalizado con cada uno de ellos.

La mano de Bustamante se alzó con languidez, tal como en las clases. Fritz lo observó con curiosidad antes de darle la palabra.

—Señor, tengo una duda —dijo el chico con esa pronunciación forzada que buscaba esconder que aún estaba en la etapa de los gallitos. Su voz era lo que peor me caía de él—. ¿Cómo haremos para que esto no nos perjudique en nuestros estudios?

Me pareció escuchar que Ignacio emitía un bufido. Como lo conocía, no tuve duda de que era su forma de burlarse de su enemigo y su miedo a bajar las notas. Pero lo que inhibió a Julio no fue la risa de Ignacio, sino el ceño fruncido de Tomás Fritz.

—¿Por qué tendría que perjudicarlos?

—Bueno... es que... ya sabe, el tiempo para estudiar será menor...

—Los próceres son el curso que tiene más tiempo libre. A diferencia de los otros, ustedes no tienen clases los fines de semana. Fui estudiante en Markham antes de ser profesor, y sé que ni siquiera el mejor alumno se pasa sábado y domingo leyendo en la biblioteca. Hasta Ignacio, que es el primero de su curso, puede tomarse un día libre para ir a visitar a la familia de un amigo, ¿no es cierto? —Miró a Ignacio, quien se demoró un par de segundos en reaccionar y asentir. Bustamante, rojo no solo por la respuesta hostil del director, sino también porque acababan de restregarle en la cara que era el segundo de nuestro curso, abrió la boca para decir algo. Fritz lo cortó antes de que armara una palabra—. Y si les preocupan los exámenes de fin de año, les recuerdo que en ellos entran materias de todos los niveles, así que no les vendrá mal hacer memoria mientras los ayudan a ellos. De todas formas, quiero que sepan que no es obligatorio.

La mirada que nos lanzó no iba acorde a sus últimas palabras, pero lo dejamos pasar. Ignacio asintió, dando su consentimiento, yo lo imité y Julio Bustamante, después de los últimos segundos de duda, también lo hizo. Fritz sonrió triunfal mientras los niños presentes se removían inquietos como durante toda la charla.

—Excelente. Me parece que lo mejor será que este trabajo sea uno a uno, para sacarle el mejor provecho. Por eso he armado parejas... —Del bolsillo del pantalón sacó un papel pequeño, donde tenía escritos nuestros nombres y el del novato que nos tocaba; seguramente fue idea de Belén Donoso que lo mantuviera lo más a mano posible, para así no perderlo en el caos de su escritorio—. Ignacio estará a cargo de Ramiro Aránguiz, Julio de Martín Sánchez y Francisco de Vicente Santander.

Supimos quien era quien por las caras que pusieron al ser nombrados. El niño a mi cargo era el que tenía al lado, el moreno que no dejaba de mirarme por el rabillo del ojo. Ahora que sabía que sería su tutor, me observó sin pudor. En su boca no alcanzó a aparecer una sonrisa, pero sus ojos, de color castaño claro, brillaban como solo pueden hacerlo a los doce años. Me dieron ganas de decirle que aún le quedaba por delante la bienvenida de los próceres, para la que ya debía quedar poco, porque solían hacerse a mediados de Abril. Entonces, al pensar en eso, se me hizo un nudo en el estómago. ¿Qué iba a ser un chiquillo tan flaco y pequeño frente a un grupo de indiscriminados próceres?





—¿Tutores?

Nathan y Daniel no pronunciaron la pregunta al unísono, pero casi. Los dos tenían la misma expresión de falsa seriedad, ya que a apenas les contáramos de qué se trataba todo, se reirían de nosotros hasta hartarse. Ignacio, que nunca aprendió del todo a interpretar esas señales, les relató con lujo de detalles lo ocurrido en el despacho del director.

—Fritz tiene ideas muy raras... —murmuró al terminar, ganándose nuestras miradas sorprendidas. No era habitual que él criticara las ideas de los profesores, por muy raras o derechamente estúpidas que fueran. De golpe pareció darse cuenta de lo que había dicho, porque se acomodó en mi cama con una mueca—. Raras pero buenas.

—Tiene que estar aburrido.

Ignacio miró a Daniel con el ceño fruncido.

—¿Aburrido?

—Ajá. Tiene que ser una mierda trabajar de director de un colegio como este. Por eso se pone a experimentar con nosotros... de aburrido.

—No creo que...

Nathan rodó los ojos antes de mirarme, como siempre hacía cuando nuestro par de amigos se largaban a discutir eternamente sobre cosas sin importancia. Por suerte, él y yo teníamos la capacidad para hacer oídos sordos e intentar una conversación paralela mientras ellos terminaban la suya.

—¿Cómo se llama el tuyo? —me preguntó.

—Vicente Santander.

—¿Y cómo es?

Hice un gesto indefinido con mis hombros y manos.

—No sé, ni hablé con él. Apenas Fritz terminó se fueron corriendo los tres­.

Mi amigo sonrió, burlándose.

—No vas a ser un buen tutor si lo asustas.

—A esa edad uno se asusta de todo en este colegio. —Lancé sin darme cuenta. Nathan me observó con atención, así que tuve que buscar algo que decir. En esa búsqueda me topé una vez más con la bienvenida de los próceres de ese año y su cercanía—. Oye, hablando de eso... este año somos próceres.

—¿En serio? No me acordaba...

—No, en serio —dije, esquivando su sarcasmo—. Ahora nos toca hacerle la bienvenida a los novatos.

Abrió la boca para decirme algo, pero luego de un par de segundos, volvió a cerrarla. Puso esa mirada perdida de cuando estaba pensando algo importante, y bajó las piernas de la cama, adoptando una pose de alerta. Todo su lenguaje corporal me decía que hasta ese momento no se había preocupado del asunto de la bienvenida, que ese año estaba a cargo de nosotros. Acababa de caerle como una losa encima.

—¿Es obligación? —preguntó con voz titubeante.

Claro, él no sabía cómo funcionaba, ya que ni siquiera le tocó padecerla. Iba a contestarle, cuando Daniel, desde su puesto habitual junto al escritorio, se me adelantó.

—¿Cómo va a ser obligación? Esa hueá de la bienvenida es una mierda inventada por no sé qué hijo de puta hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda. Se supone que hay reglas, pero...

—Entonces no tenemos que participar si no queremos... —reiteró Nathan y un poco más allá, Ignacio asintió.

—Se supone que no —murmuré.

—No va a venir ningún profesor a obligarte, ¿entiendes?

Daniel, se había puesto rojo al decir eso último, probablemente a causa de la ira contenida. Pero, tan pronto como vino, la emoción se fue y el chico, para desviar nuestra atención hacia otro lado, se puso a curiosear entre las cosas del escritorio. Hizo el ademán de abrir mi caja, la que ni Nathan ni yo movimos durante el día, así que de los puros nervios dije algo para detenerlo.

—Una vez escuché que a los próceres que no participan los otros les hacen algo... una venganza...

—Que se atrevan —dijo, con las cejas oscuras fruncidas como siempre que se enojaba—. Si Bill se me acerca le cago de nuevo la nariz, igual que el año pasado.

—¿Bill? —preguntó Ignacio en voz baja.

—¿Quién más? Ese idiota debe estar ansioso por meterse con los novatos. Él va a ser nuestro Mackena este año.

Me dio un escalofrío. A pesar de no imaginarme a Bill haciendo exactamente lo mismo que Salvador Mackena, eso me dio en qué pensar.

—¿Por qué Fritz no hace algo?

Me demoré un momento en averiguar cuál de mis amigos había dicho eso último. Fue el rostro de Daniel dirigido hacia Nathan el que me dio la respuesta.

—Porque Fritz es igual que los otros —dijo el muchacho, esta vez con más ironía que enojo—. No le importa lo que pase, mientras no lo vea y no vaya contra el reglamento.

Nathan y yo abrimos la boca para replicar. Sin embargo desistimos al reconocer, cada uno en la soledad de su mente, que carecíamos de argumentos que avalaran lo que queríamos creer acerca del director. Porque en el fondo, sabíamos que Daniel tenía razón, aunque nos doliera.





Hablar acerca de la bienvenida de los próceres nos agrió el carácter a todos. Además llevábamos alrededor de veinte horas sin dormir, así que luego de la cena no teníamos ánimo ni siquiera para charlar. Daniel e Ignacio se fueron a su habitación, mientras Nathan y yo nos escondíamos en la nuestra. Por primera vez sentí los ojos pesados a causa del sueño, así que me puse el pijama para echarme en la cama de inmediato. Mi amigo hizo lo mismo. El libro de Mateo Salvatierra estaba en el velador, entre ambos. Pasó un buen rato antes de que uno se atreviera a tomarlo, tentando una vez más al insomnio. En este caso, fui yo.

Hace menos de un día había leído ese libro y ya sentía ganas de hacerlo otra vez. No era que hubiera olvidado escenas o diálogos; de hecho, me parecía tener todo en la capa más superficial de mi memoria, a mano para cuando quisiera recurrir a cualquier pasaje. Dejé que mis dedos hicieran revolotear las páginas para comprobarlo y, efectivamente, no importó en cuál me detuviera, recordaba lo que decía al instante. Así estuve un buen rato, sabiendo que Nathan me miraba desde su cama, respirando lento, con calma. El sueño ya me ganaba cuando llegué a la primera hoja del libro, donde estaba la firma de Amaro F.

—¿Crees que él haya querido ser escritor también?

Pregunté en voz baja, prácticamente un susurro inaudible, pero mi amigo logró escucharme, respondiéndome en el mismo tono.

—Sí. Por eso habrá formado el Club... para escribir...

Asentí, desviando la mirada hacia la caja que aún esperaba encima del escritorio a que yo hiciera algo con ella. Recordé que dentro guardaba once cuentos, de los cuales solo ocho estaban terminados. Ninguno me gustaba; cada vez que los leía me daban ganas de romperlos, sin atreverme nunca a hacerlo. Me pregunté cómo me sentiría si se los leyera a mis amigos, si sería capaz de soportar sus opiniones, incluso las buenas. ¿Cómo se habrá sentido Amaro al leer sus cuentos delante de los demás? ¿Habrá tenido el mismo miedo que yo?

Hablé antes de darme cuenta de lo que hacía.

—¿Y si formamos el Club? Daniel, Ignacio, tú y yo...

Nathan, sin pensarlo siquiera un segundo, me contestó con un firme "Sí".



GRACIAS POR LEER :)

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