CAPÍTULO SEIS
Supe que él había susurrado en mi oído la advertencia sobre la sala abandonada cuando lo escuché hablar con un profesor un par de semanas después de la bienvenida. Me quedé paralizado en medio del pasillo al reconocer el timbre de voz y, sin poder contenerme, me giré hacia los hombres, mirando al más joven con atención. Era Patricio Olmedo, uno de los mejores amigos de Salvador Mackena, lo que terminaba por confirmar que había estado presente la noche en que nos llevaron al Edificio Oeste. Después de mirarlo por casi un minuto, él notó mi presencia. Iba rumbo al comedor antes de que se pudiera grabar mi cara.
Lo vigilé el resto del día, principalmente durante el almuerzo y la cena. Se sentaba en el centro de la mesa de los próceres, la más cercana a los profesores, ocupando el puesto a la izquierda de Mackena. A simple vista parecía atento a todo lo que este decía, riéndole los chistes y comentando algo de vez en cuando. Pero, desde mi puesto tres mesas más allá, me di cuenta que su atención era solo fingida, aunque de forma bastante hábil. Sin embargo, no podía evitar que a ratos sus ojos se desviaran por las paredes o hacia la puerta del lugar. En esos momentos, lucía impaciente por algo, seguramente por irse de ahí.
En los días siguientes ese fue el sentimiento que vi más seguido en su rostro: impaciencia. A cada instante, no importaba lo que estuviera haciendo, lucía como si quisiera estar en otro lugar, haciendo otra cosa. Esta sensación parecía intensificarse aún más cuando pasaba el tiempo con sus supuestos amigos, en especial Mackena. La única vez que lo vi calmado fue esa mañana en que por fin hablamos. Ambos leíamos en la biblioteca, sentados en mesas distintas. Yo levantaba los ojos del libro en cada punto aparte para mirarlo. Creí ilusamente que él no se daba cuenta, como tampoco se había dado cuenta de mis persecuciones. Pero Patricio lo sabía, aunque no tengo claro desde cuándo.
De repente lo tuve sentado frente a mí. Me engañó haciéndome creer que se iba, pero en el último momento se desvió hacia mi mesa. Me quedé inmóvil, sin saber si comportarme como un hombre y bajar el libro, o seguir escondido detrás de sus hojas.
—¿No eres muy chico para leer El guardián entre el centeno?
Abrí la boca un par de veces, para cerrarla al comprender que no salía ni una palabra. Parecía un pez fuera del agua.
—Yo nunca he podido leerlo. Ya sabes, es demasiado... no sé, se supone que te cambia la vida si lo lees. Y no estoy seguro de querer que me cambie la vida.
Asentí, buscando desesperadamente algo inteligente que decir. Cuando pasaron unos treinta segundos, me convencí que con decir algo bastaba, ya fuera tonto o inteligente.
—Es la segunda vez que lo leo.
—O sea que te gusta— dijo sonriendo. Al hacerlo, tendía a fruncir el ceño, así que no sabías si la sonrisa era un gesto sincero o de burla—. ¿Y te cambió la vida?
Me encogí de hombros y él me imitó. Puso las manos sobre la mesa, acomodándose en la silla. En la izquierda descansaba el libro que leía hace un momento. El tomo estaba manoseado hasta el punto de que el lomo se desprendía en los extremos. No alcancé a leer el título, así que se me encendió la curiosidad.
—¿Y tú qué lees?
Patricio miró la portada como si lo hubiera olvidado. Luego sus ojos de color pardo, más verdes que castaños, se posaron en los míos.
—Se llama El Club de los Seres Abisales.
—No lo conozco.
—No me sorprende.
—¿Es bueno?
—No sé todavía. Empecé a leerlo hace poco.
Nos quedamos en silencio un rato, cada uno mirado hacia esquinas diferentes de la mesa. Cuando volvió a hablar lo hizo en un susurro y el mismo tono que usó esa noche, antes de empujarme hacia la escalera que llevaba al cuarto piso del Edificio Oeste.
—Fue mi idea llevarlos a ese lugar.
—Yo... yo pensé que había sido Mackena.
—Él quería una bienvenida peor. Yo lo hice cambiar de idea.
—¿Peor?
Lo miré con incredulidad, seguro de que se reía de mí.
—Cualquier cosa que salga de la mente de Mackena es peor. Evítalo. No te acerques a él.
—Me dijiste lo mismo de la sala del fondo. Y después me encerraron ahí.
—No pensé que harían eso... se supone que solo era el pasillo.
Sus manos estrujaron el libro, desprendiendo un poco más el lomo. Lo dejé sentir culpa un par de minutos antes de hacer la pregunta que me rondaba la cabeza.
—¿Qué es más peligroso? ¿Mackena o la sala?
—No lo sé. Pero Mackena es más real.
Se levantó de la silla e hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida. Había dado unos cuantos pasos cuando hablé otra vez.
—Me gustaría leer tu libro.
—En unos días, cuando lo termine.
Se demoró en leerlo, a pesar de que no lo soltaba. Parecía que siempre lo llevaba en las manos. Esperé a que un día se acercara para entregármelo, pero ese día no llegó. De haber encontrado el libro en la biblioteca lo hubiera leído, ya que la curiosidad era bastante fuerte. Pero no figuraba en los registros y Patricio nunca me dijo el nombre del autor. La noche en que sus gritos despertaron a todo el internado, yo planeaba el momento perfecto para preguntárselo al día siguiente.
Mis amigos continuaron preguntándome cosas sobre Patricio Olmedo y sobre la bienvenida en la cena. Solo les conté hasta la parte del pasillo, cuando los próceres comenzaron a arrastrarnos hacia la sala abandonada del fondo. Lo que vino después me lo callaba, porque mis recuerdos eran fragmentados y no quería esforzarme por recordar más. Ellos comprendieron mi silencio, aunque la curiosidad los carcomía, sobre todo a Nathan.
—He ido muchas veces a ese lugar... nunca sentí nada extraño.
—¿Seguro?— preguntó Ignacio, quien intentaba entenderlo todo como si se tratara de un problema matemático. Ya había empezado a usar términos que recordaban mucho a Sherlock Holmes.
Nathan asintió con la cabeza casi de inmediato. El "casi" se debe al par de segundos en que dudó, mirando su plato de comida como si recordara algo. Yo me di cuenta, pero no sé si Daniel e Ignacio lo hicieron, así que preferí no indagar más. Terminé mi arroz con pollo mientras guardábamos silencio, intentando ordenar la información que cada uno tenía en la mente. Sentí que me zumbaba el cerebro de tanto pensar.
—Frank— dijo Nathan cuando aparté por fin el plato.
—Dime.
—¿Crees que los papeles que encontré tienen que ver con Patricio Olmedo?
—Obvio... Su libro se llama igual al club que formaron los dueños del sobre. No creo que sea coincidencia.
—Además de que no existen las coincidencias— acotó Ignacio mirándonos con las manos entrelazadas frente a su cara.
Daniel lo observó con una sonrisa irónica.
—¿Ah, no? Yo pensé que era una coincidencia que estuvieras comportándote como un detective literario justo ahora.
—Imbécil.
—Es verdad... sería demasiada la coincidencia— preguntó Nathan.
—Todo parece estar relacionado: Patricio Olmedo y su libro, los papeles del club que Nathan encontró en la sala abandonada, que fue justo el lugar que sugirió Olmedo para que los llevaran por la bienvenida...
Ignacio tenía razón y yo lo sabía, pero aún había cosas que no terminaban de encajar para mí.
—Supongamos que de verdad hay una relación— dije—. Supongamos que Patricio Olmedo, su libro y la sala abandonada están conectados.
—Tal vez Olmedo encontró el libro en la sala— opinó Daniel, teoría que Nathan aprobó con un entusiasta asentimiento de cabeza.
—Puede ser— continué—. Pero si fue así, ¿por qué Patricio no encontró también el sobre de cuero?
—Quizás lo encontró y lo dejó donde estaba.
—Sacó el libro, ¿por qué no sacaría el sobre también? Esos papeles son más interesantes que un libro.
Los tres se quedaron meditando sobre mis palabras, incapaces de darme una respuesta. Yo tampoco podía. O Patricio había encontrado el libro en otro lugar, tal vez fuera del internado, o los papeles estaban muy bien escondidos para que él los encontrara.
—Nathan, ¿en qué parte de la sala encontraste los papeles?
El muchacho me miró un momento, pensando.
—En el escritorio que hay al fondo. En el primer cajón.
—¿Tan a la vista?— exclamó Daniel—. Hasta un tonto podría haberlo encontrado.
—Pero Nathan lo encontró solo hasta ayer— murmuré, sintiendo que el incipiente dolor de cabeza que tenía se intensificaba.
—Es que no podía abrir el cajón. Lo intenté varias veces, pero no hubo caso. Estaba atascado. Ayer, se atascó también el segundo, donde guardo... donde tengo las velas. Y al tirarlo, abrí también el primero.
—O sea que fue un golpe de buena suerte— dijo Ignacio con una sonrisa de niño complacido.
Daniel otra vez lo miró con ganas de burlarse.
—¿Existe la suerte pero no existen las coincidencias?
Mientras esos dos intercambiaban opiniones de forma un tanto violenta, yo me devanaba los sesos, mis doloridos sesos, tratando de decidir si efectivamente la suerte había sido la causa del hallazgo de Nathan, y, más importante aún, si esta había sido buena o mala. Frente a mí, él parecía pensar lo mismo.
Faltaba poco para que nos mandaran a apagar las luces, así que Nathan y yo leíamos como posesos los papeles del club. Nos habíamos dividido el montón, dejando aparte solo el Manifiesto.
Yo llevaba unos diez cuentos leídos, de los cuales cinco pertenecían a la misma letra que había escrito el documento con las firmas. Los cinco restantes se repartían entre las otras tres letras, una de las cuales era tan nerviosa que me demoraba alrededor cinco minutos en leer cada párrafo. Los cuentos eran de temas bastante diferentes entre sí y algunos francamente no tenían sentido. La calidad también era variada. Lo único que podía decir con seguridad hasta el momento era que los mejores cuentos estaban escritos con la primera letra, la de ligera inclinación hacia la derecha. Pero también los peores. Era extraño, porque ese chico mostraba en algunos cuentos un talento innato para la narración y un estilo poético que me hacía sentir un tanto frustrado. En otros, en cambio, era un bodrio. Aburrido, repetitivo, de ideas demasiado grandes para sus capacidades. Era como un escritor bipolar, genio y mediocre dependiendo de con cuál de sus textos te encontraras.
Cuando terminé el último de los relatos que venían en mi montón, me estiré hacia la cama de Nathan y tomé el manifiesto de encima de su almohada. Miré las firmas que ocupaban la parte de abajo hasta que los ojos me ardieron. Pero conseguí lo que quería, así que una sonrisa apareció en mi rostro.
—Nathan...
—¡Son las diez! ¡Apaguen las luces!
Me levanté antes de que repitieran la orden y apagué la luz de la habitación.
—¿Qué pasa?— me preguntó mi amigo mientras volvía a mi cama.
—Amaro F. es el que es escribió el Manifiesto.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su firma. Mira.
Me arrodillé al costado de su cama, extendiendo la hoja antes de alumbrarla con la linterna. Él observó la firma que le apuntaba con atención mientras yo hablaba sin parar.
—Las mayúsculas son iguales, grandes y adornadas. Y mira la M. Tres curvas redondas igual que aquí y aquí.
Nathan asintió, encontrándome razón. Hasta que sus ojos bajaron hasta el final de la hoja. Con su dedo índice apuntó la última firma, la de Diego R.
—Él también escribe así.
Tenía razón. Las letras eran bastante similares, casi iguales de hecho. Cualquiera de los dos pudo haber escrito el Manifiesto.
—Eso lo explica.
—¿Qué cosa?
—¿Te diste cuenta que esta letra escribió la mayor parte de los cuentos? Algunos son muy buenos, pero otros son... terribles...
Nathan revisó con premura el montón que le había tocado, quitándome la linterna para alumbrarse mejor.
—No me fijé en las letras, soy un tonto.
—Si quieres ser un buen detective tienes que fijarte en todo. Eso diría Ignacio.
Ambos sonreímos, pero el gesto se borró de su cara cuando alzó uno de los cuentos. Hasta podría decirse que hizo una mueca de asco.
—Casi me quedo dormido cuando leí este.
Me lo entregó para que me fijara en la letra y no tuve más que echarle un vistazo para comprobar que sí, era la letra de Amaro. O de Diego. Arrugué el ceño pensando en cuál de los dos era el autor del Manifiesto y, sobre todo, quien era el escritor bueno y quien el malo.
—La misma letra. —Me rasqué la cabeza—. Entiendo que dos amigos tengan letras parecidas, ya que uno no siempre se da cuenta cuando imita al otro. ¿Pero iguales?
—Quizás el imitador se aplicó más. ¿Tú me has copiado alguna vez?
—Sí, la forma en que te pones los calcetines. Idiota.
Guardamos los papeles en el sobre de cuero y nos acostamos. Yo no tenía sueño y sé que él tampoco. Podía escuchar su respiración de persona despierta, no tan profunda, no tan acompasada. Salí de las dudas cuando me habló en voz baja.
—Estaba pensando que deberíamos contactar a Patricio Olmedo.
—¿Para qué?
—Para que nos aclare algunas dudas. Como por ejemplo de dónde sacó el libro.
—No sé si le gustará la idea de ver a alguien del internado. Acuérdate que se fue de aquí por la puerta de atrás. Debe odiar Markham.
—Sí, es lo más probable. Además, no sabemos donde vive.
Mi silencio me delató.
—¿Tú sabes donde vive?
—Sí.
—¿Dónde? —No podía verlo, pero supe que tenía la cara vuelta hacia mí, tratando de vislumbrar mi rostro a través de la oscuridad.
—En Carrera.
—¿Ese no es el pueblo de tus abuelos?
—El mismo.
—¿Es tu vecino?
—Algo así.
Nathan tuvo que tomarse un momento para asimilar esa información.
—Dime la verdad. ¿Lo has visitado?
—No. Nunca me atreví.
No sé si me creyó, porque no dijo nada más. Pasado un rato, tal vez una media hora, su respiración cambió. Se había dormido profundamente y ya nada podría despertarlo. Yo, en cambio, miraba el techo con los ojos abiertos de par en par, como si hubiera bebido muchas tazas de café. Ese insomnio fue el que me hizo escuchar algo que no debía y levantarme para hacer de héroe. Por eso nos aconsejan dormir lo suficiente, porque eso evita que te comportes como un imbécil.
Eran susurros y pasos; los susurros y pasos de muchas personas que caminaban por el pasillo. Comenzaron a la derecha de nuestra puerta y avanzaron hacia la escalera, en el otro extremo. El dormitorio que compartía con Nathan era el penúltimo, después de nosotros había solo una puerta, detrás de la cual se encontraba la habitación de Víctor Lassner. Concluir eso me ayudó a hacerme una vaga idea de lo que estaba ocurriendo. Aun así, cuando las voces y los pasos se alejaron, tuve la absurda ocurrencia de levantarme de la cama, abrir la puerta y mirar hacia afuera. Alcancé a ver cuando el último muchacho bajaba por la escalera. Era Jorge Montesinos, uno de los amigos de Bill. Regresé a mi cama y me senté en el borde.
—Maldito Bill— susurré.
Me paré otra vez y caminé un par de pasos entre mi cama y la de Nathan. No podía quedarme quieto, pensando en la cantidad de ideas macabras que Guillermo Fuentealba podía tener en su pequeño cerebro para dañar al muchacho que lo había humillado el día anterior. No me habría gustado estar en el pellejo de Víctor Lassner, ni de lejos. De hecho, haciendo memoria, había estado en su pellejo varias veces durante mis primeros años en Markham. Las cosas cambiaron recién cuando me hice amigo de Nathan, quien no le tenía miedo al matón y que de ser necesario podía agarrarse a puñetazos de igual a igual con él. A Bill se le hizo más difícil acercarse, más aún cuando a nuestro grupo se unió Daniel. Les debía a mis amigos mi supervivencia en los últimos tres años; de haber permanecido solo, las cosas hubieran seguido igual. Y quizás sería yo al que arrastraban hacia una muy mala experiencia. El que estaría resignado, seguro de que no llegaría nadie a ayudarme.
No me di cuenta de lo que hacía hasta que terminé de anudarme los zapatos. Tomé luego la chaqueta del internado de la silla del escritorio, me la puse, y salí por la puerta cuidando de no hacer ruido.
Malditos abuelos que me criaron leyendo la biblia. Maldito yo cuya historia favorita del Nuevo Testamento era la del buen samaritano.
Maldita vida.
Estaban al otro lado del patio cuando salí del Edificio Norte. Se dirigían hacia las canchas. Era el grupo de Bill al completo, incluido Julio Bustamante, el que les hacía las tareas a todos. Supuestamente, era el bueno del grupo, pero ahí iba, sujetando a Víctor para que no se escapara. Los seguí a varios metros de distancia, para tener la suficiente por si alguno se volteaba de improviso. Son el tipo de cuidados que se deben tener cuando no se es buen corredor. Cuando llegaron a la cancha del centro, yo me desvié hacia los camerinos y observé todo desde ahí.
Pusieron a Víctor Lassner en el centro del grupo, frente a Bill. Este habló un poco antes de golpear al nuevo dos veces en el estómago. El muchacho se dobló por la cintura como cualquier ser humano normal, lo que hizo que los otros se rieran a carcajadas, sonido que sí logró llegar hasta a mí. Antes de que Lassner se pudiera recuperar, lo agarraron entre todos y comenzaron a sacarle el pijama hasta dejarlo en calzoncillos. Montesinos sacó una cuerda de la mochila que llevaba y con ella lo amarraron de la manera más incómoda que pudieron idear. Como adorno final le pusieron en la cabeza una de esas bolsas de paño que los próceres dejaban en el internado como herencia que pasaba de generación en generación. Bill le dio una patada en la espalda antes de irse junto a sus amigos, dejando a su víctima tirada en el suelo, aterida de frío.
Esperé a que el grupo desapareciera tras una de las esquinas del Edificio Sur antes de caminar hacia la cancha donde Víctor Lassner se removía intentando liberarse. No gritaba, solo emitía un quejido débil fruto del cansancio y el dolor. Me agaché junto a él manteniendo al menos medio metro de distancia; aun así, se dio cuenta de mi presencia. No habló, pero dejó de moverse.
—No te voy a hacer nada.
—¿Quién eres?
Supe que si le decía mi nombre no me reconocería, así que estiré la mano y de un tirón le quité la bolsa de la cabeza. Sus ojos subieron por mi pecho hasta llegar a mi cara. Un poco del miedo que tenía desapareció de sus pupilas.
—Quédate quieto para poder soltarte.
Me puse manos a la obra, pero llevó más tiempo del que pensé. Se notaba que había al menos un boy scout en el grupo de Bill; esos nudos solo podía hacerlos alguien que tenía una buena cantidad de campamentos en el cuerpo. Eso, o un padre marino. Como le desaté primero las manos, me pudo ayudar con los pies, así que fue más rápido. Cuando estuvo libre le ayudé a pararse y le dije que moviera las extremidades para combatir el entumecimiento. Mientras me obedecía, le acerqué su ropa. Se vistió en silencio y nos pusimos a caminar rumbo a los dormitorios.
—Gracias. Pensé que me quedaría ahí hasta la mañana— dijo cuando llegamos al borde del patio central.
—Debiste haber gritado.
—¿Hubiera aparecido alguien?
—Probablemente no.
Asintió, sonriendo.
—¿Tú entraste acá a los doce años?
—Sí.
—Entonces te hicieron la bienvenida de los próceres.
—Sí.
—¿Y qué fue?
Sin querer, miré hacia el Edificio Oeste, que estaba a mi izquierda. Él siguió mi mirada.
—Nos llevaron ahí. A los últimos pisos.
—¿Por qué?
—Porque penan.
Víctor se detuvo y yo, un par de pasos más allá, lo imité. Sus ojos me observaban con tanta atención que parecía querer leerme los pensamientos.
—¿Te penaron?
—No lo sé.
Volvió a mirar hacia la cima del Edificio Oeste con los labios fruncidos. No habló durante el resto del camino, solo se despidió con un murmullo frente a mi puerta. Yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció dentro de su habitación y cerró la puerta a su espalda.
GRACIAS POR LEER :)
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