CAPÍTULO DOCE
El libro de Mateo Salvatierra pasó de mano en mano durante esa noche. Leímos hasta que se nos secó la garganta y hasta que nos dolieron los ojos. Cuando no podíamos seguir, se lo entregábamos al que estuviera más cerca, junto con la linterna, y él continuaba la lectura. Debíamos hacerlo en voz baja, atentos por si escuchábamos los pasos de Manríquez, el inspector de nuestro pasillo. En caso de oír un ruido extraño, guardábamos la interna bajo las mantas a la espera de que el hombre volviera a la habitación que tenía junto a la escalera. Afortunadamente, a pesar de ser conocido como uno de los inspectores más estrictos del internado (no por nada estaba a cargo del piso de los próceres), Manríquez se estaba haciendo viejo y rara se despertaba cada vez menos a mitad de la noche. Tuvimos solo un par de interrupciones, sin contar aquellas a las que la historia nos obligaba. Porque paramos muchas veces, mirándonos sorprendidos a la tenue luz amarillenta, a causa de algún pasaje o escena.
El libro contaba la historia de Mateo S., el hijo de una adinerada familia viñamarina que solo soñaba con ser escritor, destino que se le niega por tener que dedicarse a la empresa de su padre. El joven, al principio muy obediente y apagado, cambia al conocer a Joaquín S., un pintor que se había escapado de la casa de sus padres en Santiago para dedicarse a sus cuadros con libertad en Valparaíso. El Club de los Seres Abisales era completado por Álvaro L., Elías F. y Amanda C., artistas también del Puerto. Eso sí, ellos nunca se autodenominaban como el título del libro sugerían, ni escribían un manifiesto como el que Nathan encontró en el sobre de cuero. De todas maneras, no nos fue difícil identificar las escenas o diálogos que inspiraron a Amaro y a los demás para la redacción del documento. Todo estaba ahí, escondido pero a la vista, listo para quien quisiera encontrarlo. El libro completo era una declaración de principios y una oda a esos abismos de la existencia a los que sus personajes parecían dispuestos a lanzarse.
Las últimas páginas las leímos sin pausas, leyendo tan rápido que las palabras estaban a punto siempre de atascarse en nuestras gargantas. No queríamos comentar nada y preferimos no intercambiar miradas cómplices entre nosotros. Excepto por el epílogo.
—Espera —dije cuando Nathan, que era el lector de turno, marcó el punto final del último capítulo. Mis amigos me miraron como despertando de un mal sueño—. Leamos el epílogo otro día.
—¿Por qué?— preguntó Daniel.
Busqué desesperado un argumento de peso en mi mente, pero no encontré ninguno que no llevara consigo el nombre de Patricio Olmedo. Me encogí de hombros levemente.
—No leerlo no hará que desaparezca —dijo Nathan, observándome con el ceño fruncido.
Y luego, sin más preámbulo, continuó con las tres últimas hojas, en las que el narrador parecía no solo despedirse de la historia, sino de la vida misma. Al terminar, Nathan cerró el libro con cuidado, lo dejó sobre sus piernas extendidas sobre la cama y miró hacia la ventana tras la que un cielo anaranjado anunciaba el amanecer.
Daniel e Ignacio se fueron a su dormitorio antes de que fuera completamente de día. Nathan y yo nos acostamos en nuestras respectivas camas, para intentar dormir un poco. Sabíamos que era una empresa imposible, teniendo aún las palabras escritas por Mateo Salvatierra en la cabeza, pero debajo de las mantas era más fácil combatir el frío que se colaba por la ventana.
No dijimos nada por un buen rato. El único sonido que salía de la boca de Nathan era un débil silbido que pretendía ser una melodía. Yo, con el libro sobre el pecho, miraba un punto indefinido de la pared tratando de poner mi mente en blanco. Pero la historia me pesaba demasiado. El último párrafo se repetía sin descanso en mi cabeza.
—Hay tantas cosas, que no sé por cuál empezar... —escuché que decía Nathan a mi derecha—. Mateo Salvatierra, los papeles del club, Amaro y sus amigos, sus muertes, el libro... no entiendo cómo tengo que encajar todo.
—Quizás no tienen que encajar.
—"No existen las coincidencia" —dijo Nathan imitando la voz de Ignacio.
Sonreí.
—Quizás no. Pero sí existen los hechos aislados.
—A ver... dime lo que tú crees.
Giré mi cabeza hacia él, topándome con su mirada. Bajo los ojos tenía las ojeras más grandes que le vi nunca. Y, aun así, no lucía cansado, sino todo lo contrario, como si una corriente eléctrica lo recorriera para terminar escapando por sus pupilas. Yo, en cambio, me sentía aletargado, incapaz de imaginarme fuera de la cama y en posición vertical.
—No sé... —susurré.
—Sí sabes. Tú siempre sabes, aunque te quedes callado.
Trató de hablar con un tono liviano, pero no logró evitar cierto reproche. Como me hizo sentir un tanto culpable, me quedé callado unos minutos en busca de eso que supuestamente yo sabía y no quería decir. La blancura del techo no me ayudó demasiado, pero me obligué a dar una respuesta, por tonta que sonara.
—Amaro debe haber estado obsesionado con el libro...
—Hasta el punto de armar el club con sus amigos.
—Claro. Lo raro es que Mateo Salvatierra sea tan desconocido —dije, entrelazando las manos detrás de la nuca—. El libro no es tan viejo, pero no hay copias por ninguna parte.
—¿Buscaste otros libros de él?
—No. Acuérdate que recién hoy supe el nombre. —Nathan asintió—. No es raro que un escritor publique solo un libro.
—¿Y sí es raro que desaparezcan todas las copias?
—Bueno, no creo que Patricio Olmedo haya buscado por todas partes. —Hice chasquear la lengua contra los dientes mientras pensaba—. Pero Markham tiene una buena biblioteca...
De forma inconsciente, mi mano se fue hacia el libro. Estaba cálido al tacto.
—¿Y qué pasa con las muertes? —dijo Nathan en voz baja.
—¿Las muertes?
—Sí, Amaro y los otros. —Nathan se sentó en la cama, supongo que para mirarme mejor—. Como que nos olvidamos de eso.
—También olvidamos que Amaro era hermano gemelo de Fritz.
Mi amigo arrugó el ceño y bajó la mirada. Tenía el pelo revuelto después de haberlo apoyado en la almohada. De repente alzó la cara y me miró de una manera extraña, el tipo de mirada que ponía justo antes de hacer algo contra el reglamento del colegio.
—¿Y si le preguntamos a Fritz?
—¿Qué cosa?
—Su hermano —dijo Nathan con impaciencia—. Le podemos preguntar qué le pasó a Amaro.
Me senté en la cama de golpe.
—¿Estás loco? ¿Qué mierda te pasa?
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? —dije alzando la voz—. No puedes ir donde Fritz y preguntarle así como así por su hermano.
—¿Por qué no?
—Porque no tienes idea de cómo se lo va a tomar. —Nathan aún no parecía reaccionar, lo que me exasperó—. ¡Es su hermano muerto!
Nathan abrió la boca un momento para luego volver a cerrarla. Estaba buscando con desesperación algo que decirme, pero no lo encontró. Su voz estaba llena de desilusión cuando volvió a hablar.
—¿Cómo vamos a saber qué les pasó entonces?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Curiosidad.
Dejé escapar un bufido de agotamiento. Tuve ganas de agarrarme la cabeza, pero me contuve.
—Pudo haber sido una enfermedad, un accidente... quizás los llevaron de paseo a un lago y se ahogaron, qué sé yo. Pudo haber sido cualquier cosa.
—Tienes razón —dijo con ese tono arrastrado que guardaba para cuando debía dejar su orgullo de lado.
—Sí... además, lo importante es el Club —murmuré, volviendo a recostarme.
Me llamó la atención que Nathan se quedara callado, así que lo miré. Él tenía una sonrisa amplia en la cara.
—¿De verdad te importa el Club?
—Eh... —Estaba atrapado, así que no tuve más remedio que sonreír como un idiota y confesar—. Sí, si me importa.
—¿Es genial?
—Sí, lo es.
Mi amigo dejó la sonrisa, pero su cara no perdió la expresión de triunfo, solo que esta se concentró en los ojos verdes.
—¿Por lo de la escritura? —dijo, mientras desviaba la mirada hacia nuestro ropero.
Se me hizo un nudo en el estómago. Siempre tuve la sospecha de que conocía mi secreto y la caja que lo contenía. No era tonto, sin contar que era la persona más inquieta y curiosa que he conocido en mi vida; o al menos lo fue por mucho tiempo. Si alguna vez, buscando un calcetín perdido, se topó con la caja donde guardaba mis intentos literarios, estoy seguro de que no demoró más de medio minuto en mirar dentro y leer a la rápida un par de hojas. Nunca me dijo nada hasta ese día, aunque debía morirse de ganas por hacerlo.
—¿Qué cosa de la escritura? —dije, optando por seguir haciéndome el tonto por un rato. Antes de confesar quería tener claro cuánto sabía.
—El libro obviamente es autobiográfico y cuenta cómo Mateo Salvatierra se vuelve escritor... — Nathan alzó las manos con las palmas hacia arriba y puso cara de circunstancias.
—¿Y qué tiene eso?
—¿No te inspira? Aunque sea un poco...
Noté que quería decirme algo, pero no pude entenderlo en ese momento, lo que me hizo sentir frustrado.
—¿A qué? ¿A escribir un libro que nadie conoce y del que apenas hay copias? No sé a ti, pero eso me suena a fracaso.
—A mí no. —Iba a preguntarle por qué, pero leyó mi mente y contestó antes de que pudiera abrir la boca—: Él lo logró, aunque fuera solo un libro. Y lo logró porque lo deseaba de corazón. Cuando alguien quiere mucho algo no puede fracasar.
Sentí que mi cara se ponía roja a causa de la rabia por la estupidez que acababa de decir.
—¿De qué mierda hablas? A la gente le va mal todo el tiempo. Tiene cosas planeadas... o sueños... pero simplemente no lo logra. Está lleno de gente así.
—Y tú piensas que te va a pasar lo mismo. Por eso escribes escondido y no le muestras tus cosas a nadie.
—Pero tú igual las leíste —dije con tono acusatorio.
Nathan se levantó de la cama y con un par de pasos llegó hasta el ropero. Del interior sacó la caja de cartón donde estaban mis cuentos. La puso sobre mi cama, a pocos centímetros de mis pies.
—No, no lo hice. Sé qué tienes la caja ahí y sé lo que metes dentro, pero no porque haya espiado, sino porque somos amigos desde hace tres años y te conozco. Sé cuando terminas tus tareas y empiezas a escribir otra cosa. Lo sé por tu cara.
—¿Mi cara? —me escuché preguntar.
—Te ves feliz, Frank. —Nathan estaba serio al decir esto, serio como pocas veces—. De verdad. Cuando escribes lo que metes en esta caja, te ves feliz.
No supe qué decir. Miré la caja que aún estaba a los pies de la cama, mientras con la mano izquierda seguía acariciando el lomo casi inexistente de "El Club de los Seres Abisales". Nathan observó en silencio mi intento inútil de meterme dentro de un caparazón y hacer como que sus palabras no me habían afectado. Cuando me atreví a levantar la cara, la que, por supuesto, estaba roja como un tomate, él no había cambiado de posición. Al parecer esperaba que yo dijera algo más. Yo, sin embargo, tenía la mente bloqueada. Suspiró.
—¿Sabes? No voy a poder convencerte para que lo intentes en serio. —Dejó caer las manos a los costados con aire cansado—. Pero por lo menos me gustaría que me los mostraras... no sé, un día de estos. Y quizás a Daniel y a Ignacio también les gustaría. —Asintió con la cabeza lentamente, al tiempo que se volteaba hacia la puerta—. Voy al baño.
Se detuvo cuando estaba a punto de salir. Habló sin girarse.
—Ah... y creo que Salvatierra no es un fracasado... no por nada estamos leyendo su libro después de tantos años, ¿o no?
Apenas escuché cuando cerró la puerta; mi mente estaba en otra parte. Tomé el libro de Mateo Salvatierra y me lo acerqué a la cara para mirar por enésima vez lo que decía la portada. El nombre del autor era prácticamente invisible, pero ahí estaba. Por más que el libro fuera viejo y estuviera manoseado, no desaparecería del todo. Me pregunté qué se sentiría sostener un libro con tu nombre escrito en la tapa, aunque este haya perdido el color.
Me levanté de la cama, tomando la caja al pasar. Nathan no cerró la puerta del ropero, como siempre, así no tuve mayores obstáculos para sacar de mi vista ese cubo de cartón. Me quedé mirando hacia un espacio indefinido entre el mueble y la pared por un largo momento. Luego, en un arranque que aún no logro comprender del todo, abrí el ropero y saqué la caja, dejándola encima de mi escritorio junto a la máquina de escribir que ambos compartíamos.
Apenas mi amigo volvió del baño, yo salí de la habitación rumbo a las duchas. Él habrá visto mi caja y su nuevo lugar, el que por fin no era un escondite. Estoy seguro que sonrió al comprender el mensaje.
Ese domingo fue muy lento a causa del sueño que todos teníamos. Para nuestra desgracia, a los profesores e inspectores de Markham no les gustaba que durmiéramos más allá de las nueve de la mañana y, por supuesto, haberse quedado leyendo durante toda la noche no era una excusa. Tampoco estaban permitidas las siestas, ya que el fin de semana debía ser usado para avanzar en nuestras tareas. Ignacio fue el único que, a pesar del sueño, se dirigió a la biblioteca de forma voluntaria. Lo malo fue nos arrastró con él después de la cena. Intenté de verdad poner atención en el libro de latín que mi amigo puso frente a mí, pero mis ojos se paseaban por las hojas sin entender nada. Daniel y Nathan estaban al otro lado de la mesa, dormidos.
—Si los pillan se van a ganar un castigo.
—¿Ah?
—Que si los pillan se van a ganar un castigo —repitió Ignacio mientras hacía un nuevo borrón en su tarea de francés—. Benítez odia que duerman acá.
—Tranquilo. Si viene alguien les doy un par de patadas por debajo de la mesa.
—¿Seguro que te alcanzan las piernas? —preguntó el muchacho con una sonrisa.
Cambié de posición sobre la silla, porque echado como estaba era más difícil dar una buena patada. Cuando estuve listo estiré mi pierna derecha lo máximo posible, tratando de no hacerlo con demasiada fuerza. Aún así, apenas recibió el golpe, Daniel levantó la cabeza con los ojos abiertos de par en par, mirando alrededor como si temiera que otro golpe le cayera encima. Vio que nos reíamos, así que frunció el ceño.
—Par de imbéciles —dijo antes de volver a dormirse.
Ignacio y yo nos reímos hasta que una silueta apareció por detrás de la repisa que teníamos al frente. Cuando vimos que era Fritz en persona, las carcajadas se quedaron atoradas en nuestras gargantas.
—Buenas tardes —dijo el hombre sin un atisbo de sonrisa en la boca. Sin embargo, en sus ojos grises podías ver que la situación no lo enojaba, sino todo lo contrario.
Que tu director tuviera esa capacidad para decirte algo con la mitad de la cara mientras te decía exactamente lo opuesto con la otra volvía las cosas muy difíciles. Uno no sabía qué hacer. Por suerte, reírse en la biblioteca era menos grave que dormir ahí, así que pronto la atención de Fritz se concentró en mis otros dos amigos. Poniéndose detrás de ellos, se inclinó un poco y les puso las manos sobre los hombros de forma brusca. Ambos chicos saltaron, Daniel por segunda vez, así que estaba más enojado que la primera. Se le escapó un garabato entre los dientes, por supuesto dirigido a Ignacio y a mí. Para su mala suerte, el director se lo tomó personal.
—¿En qué clase les enseñan esas palabras? ¿En latín?
Daniel, un par de tonos más blanco de lo que era habitual, se giró hacia el hombre mientras Nathan trataba de conectarse con el mundo que l0 rodeaba.
—No la aprendí en Markham.
—Ah, me alegra. Si no la aprendiste aquí, intenta no usarla aquí tampoco, ¿está bien? —La mano de Fritz volvió a posarse en el hombro de Daniel, apretando ligeramente. Mi amigo asintió lo más rápido que pudo. El director, satisfecho, nos miró a Ignacio y a mí, deteniéndose en las enormes ojeras que cada uno tenía bajo los ojos—. Qué caras. Si no los hubiera visto irse temprano ayer a los dormitorios pensaría que no durmieron nada.
—Es que nos levantamos temprano... —Ignacio se inclinó hacia el cuaderno y los libros que tenía delante, para que así el hombre no viera esa mirada fija y perdida que ponía siempre que mentía—. Para estudiar.
Fritz me miró a mí para corroborar la excusa de mi amigo, así que intenté una sonrisa.
—Con razón están entre los mejores del curso. —Se metió las manos en los bolsillos y por primera vez desde su llegada habló con total seriedad—. En relación a eso necesito que los dos vayan a mi oficina hoy en la tarde, a las seis. ¿Entendido?
Ignacio y yo asentimos; Daniel y Nathan nos miraban con caras de horror que el director no podía ver.
—Muy bien, los dejo para que estudien. —Sin sacar las manos de los bolsillos se fue por donde llegó, no sin antes lanzar su última broma—: Nathan, si quieres dormir en la biblioteca, intenta no roncar tan fuerte.
El aludido nos miró con los ojos abiertos como platos mientras los pasos del director se alejaban.
—¿Ronco? —me preguntó.
Yo, conteniendo la risa, asentí.
—Y duermes con la boca abierta.
A mi lado, Ignacio soltó una carcajada que le valió una mirada furibunda por parte de Nathan y una sarcástica por parte de Daniel.
—Tú también duermes con la boca abierta —le dijo este último con esa expresión de zorro con hambre que guardaba especialmente para burlarse de su compañero de dormitorio—. Tan abierta que tu almohada cabría dentro.
Me tapé la boca para que mi risa no fuera tan evidente, ya que con las carcajadas de Nathan y Daniel, Ignacio ya tenía suficiente. Los miró un momento, serio, a la espera de que la hilaridad los abandonara. Cuando ya no reían de forma histérica, el chico tiró su bomba.
—Y tú también roncas, Martínez. Sobre todo después de masturbarte. Ahí roncas como un oso.
Luego, como si nada, volvió al cuaderno abierto que lo esperaba, sin preocuparse por la forma en que Daniel lo miró, ni la lucha que este tenía con su cerebro para hallar una respuesta adecuada que darle. Sin conseguirlo, por supuesto.
GRACIAS POR LEER :)
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