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CAPÍTULO CUATRO



Sabía que no era el único que visitaba las salas clausuradas. En sus recorridos veía habitualmente colillas de cigarro o botellas de vino en el piso, mal escondidas debajo de alguna silla o mesa. Incluso una vez, el año anterior, encontró un calzón de mujer en la cuarta sala de la derecha en el tercer piso. Con una sonrisa en el rostro se preguntó cuál de todos sus compañeros había tenido el coraje de entrar a una chica a Markham y donde estaba él mientras ocurría eso. Sabía que eran muchos, seguramente gran parte del colegio, los que rompían reglas en esos dos pisos. Sin embargo, nadie además de él parecía acercarse nunca a la última sala del cuarto piso.

En una de sus primeras exploraciones llevó un par de velas que robó de la despensa de la cocina para evitar quedarse ciego. Después de usarlas las guardó en uno de los cajones vacíos del único escritorio que había sobrevivido dentro de la sala y las fue renovando con regularidad. También ordenó las sillas, arrimándolas a las paredes. Incluso una tarde, en un arranque de higiene inexplicable, sacudió un poco el polvo de los muebles con un trozo de cortina. Cada vez que iba, encontraba todo tal cual lo había dejado. Solo una fina capa de polvo esperando ser removida demostraba que algunos días mediaban con su anterior visita. Al final del año anterior había hecho la prueba, dejando un par de sillas muy cerca de la puerta para que cualquiera que no supiera las botara al abrir. Pero, tal como esperaba, encontró las sillas intactas y las velas en su sitio. Le provocaba curiosidad el hecho de que se usaran clandestinamente todas las demás salas y esa no. Es cierto que era la más alejada y la más oscura, sin duda gracias a las tablas que cubrían la gran ventana que estaba en el lado opuesto a la puerta, dejando que solo algunos hilos de luz polvorienta se colaran por las rendijas. Nathan a veces tenía la sensación de que la oscuridad absorbía toda la luz, la que provenía de las rendijas, la que prodigaban las velas, hasta aquella que podría haber entrado por la ventana descubierta. Era como si ese sitio solo existiera en la penumbra y únicamente cuando mi amigo, sin nosotros, se iba allí a escribir en su diario.

Después de la prueba con las sillas, el chico se convenció de que ese era el lugar indicado para guardar la libreta. No era que no confiara en mí, su compañero de cuarto, o que temiera que alguien entrara en nuestra habitación y lo leyera. De hecho, en el fondo, no le hubiera importado mucho que alguien lo hiciera. Nathan Wagner no le escondía demasiadas cosas al mundo. Pero cuando escribía abandonaba su careta de muchacho indolente para convertirse en alguien totalmente abierto y franco. Escribir en su diario era verse a sí mismo de otra manera y en esa sala abandonada mi amigo sentía que le era más fácil hacerlo, aunque no sabía explicar porqué.

Esa mañana, lunes 31 de Marzo de 1969, Nathan se sentó frente al escritorio en su silla favorita, la que estaba menos destartalada. Había encendido una de las velas, la que ya lagrimeaba cera sobre la madera. Del segundo cajón de la derecha sacó su diario y uno de los cuatro lápices que tenía de repuesto. Sin detenerse a pensar, con su letra grande, escribió un resumen de los tres últimos días, en los que nada importante ni extraño había sucedido, excepto la llegada de Víctor Lassner. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero la vela se acercaba a su final cuando la campana sonó, marcando el fin del primer bloque de clases. El muchacho seguramente se sobresaltó al oírla a pesar de que en ese lugar se escuchaba lejana. Decidió, a regaña dientes, que era mejor dejar la escritura para otro momento.

Le costó un poco abrir el cajón donde guardaba la libreta. La madera era vieja, así que no le sorprendió. De hecho, nunca había logrado abrir el primero, ni siquiera usando toda su fuerza. Pero esa vez, quizás por un capricho de la madera o del destino, al tirar de su cajón el primero también se abrió. Solo un poco al principio, luego del todo cuando él dio otro tirón. En el fondo no esperaba encontrar algo allí. Por eso se quedó mirando el sobre de cuero como si no comprendiera de qué se trataba. Después de varios segundos, estiró la mano hasta rozar el objeto para comprobar si era real o no. Lo sacó y sopesó antes de abrirlo. Dentro había un montón de hojas sueltas con bordes amarillentos a causa de la antigüedad.

Con mucho cuidado tomó el primero de los papeles y se acercó un poco más a la vela para poder leer la pequeña letra con la que había sido escrito. En lo alto, a modo de título o encabezamiento, se leía: "Manifiesto del Club de los Seres Abisales (1944)". Una especie de testamento se extendía abajo hasta terminar con cinco firmas. Nathan, sin poder evitarlo, recitó en voz alta los nombres, siendo esas las primeras palabras que pronunciaba en la sala abandonada:

—Amaro F., Fernando H., Martín C., José I. y Diego R.

La llama de la vela tembló un poco en su sitio, desplazando la luz a través de las paredes. Nathan pensó que había sido su aliento, o el movimiento rápido que hizo al levantarse cuando se dio cuenta de lo que tenía en las manos. No podía decir con seguridad lo que era el papel que aún sostenía y todos aquellos que aguardaban en el sobre de cuero. Pero eso era lo mejor, ya que implicaba tener que averiguarlo.

Lo imagino incapaz de quedarse quieto de la emoción, pensando en lo que diríamos nosotros al ver esos papeles. Es casi seguro que corrió hacia la puerta después de apagar la vela de un soplido, agarrando el sobre de cuero con fuerza en su mano derecha. Seguramente fue la prisa lo que le impidió sentir en esa ocasión la inquietud que lo embargaba siempre que se iba de la sala abandonada, como si el lugar no quisiera que se fuera. Esa mañana, sin embargo, Nathan no sintió nada y de todas formas no le hubiera importado.

En ese instante solo le importaba "El Club de los Seres Abisales".



Nathan no tenía una memoria especialmente buena. Solía olvidar los nombres de más de la mitad de sus compañeros y nunca les acertaba a nuestros cumpleaños. A veces, a la mitad de una frase, la palabra que estaba a punto de pronunciar se borraba de golpe y él comenzaba a hacer gestos con las manos fruto de la impaciencia. Para qué decir cuando le pedía que hiciera algo, como por ejemplo llevar su ropa y la mía a la lavandería o botar los restos de fruta que iba dejando bajo su cama. Puedo apostar que mi petición desaparecía de su mente solo unos segundos después de haberla pronunciado. Por eso, su diario era más un ejercicio de memoria que una tentativa literaria. Algo más práctico que poético. Había cosas, sin embargo, que Nathan lograba mantener guardadas en algún lugar de su mente, aunque él no sabía dónde. Bajo las circunstancias correctas lograba acceder a esos recuerdos y, de ser necesario, utilizarlos para su beneficio.

Posteriormente, me contó aquel día, mientras caminaba hacia la próxima clase, recordó de manera sorpresiva nuestra primera conversación sobre las salas clausuradas del Edificio Oeste. Ese día había estado interrogándome sobre todo lo que no había averiguado por sí mismo acerca de Markham. Debo reconocerlo, me tenía un poco agotado. Quizás si hubiera comenzado por el Edificio Oeste le habría contestado de una manera más amable.

—Oye, ¿por qué no se ocupan las salas de ese edificio? ¿Las de los últimos pisos?

—No importa por qué, solo no te metas allí. Está prohibido.

—Ya, pero, ¿por qué?

Suspiré. Comenzaba a dolerme la cabeza, lo que no era bueno cuando uno tenía que armar una mentira capaz de ser creída por Nathan Wagner.

—Porque ahí penan.

Mi amigo (nos conocíamos hace menos de un mes pero ya lo consideraba mi amigo; así funcionan las cosas a los catorce años) me miró con una cara extraña, como si estuviera decidiendo si reírse de mí o seguirme el juego. Se decidió por lo último.

—¿Quién es el que pena? ¿Cómo se llama el fantasma?

—Markham, obvio. Él y su esposa.

Abandonó la expresión de burla contenida y la transformó en una de genuino interés. Ya sabía varias cosas del fundador, pero después de eso le conté varias más, la mayoría inventadas por mí a la rápida mientras hablaba. Nathan era de los que afirmaba que la calidad de una historia era más importante que su verosimilitud, así que no se paró a pensar en si debía creerme o no. Por suerte. Sin embargo, mi vuelo imaginativo no funcionó demasiado, porque cuando acabé él seguía mirando hacia los últimos pisos del Edificio Oeste. Supe que estaba a punto de sugerir que fuéramos.

—De verdad, Nathan. No vayas. Si te pillan ahí te expulsan.

—Lo sé. —Cuando nos levantamos de la banca en la que estábamos sentados, él volvió a hablar—. ¿No es un poco exagerado clausurar dos pisos por unos fantasmas?

—Es que en Chile respetamos mucho a los fantasmas— dije, sintiendo que mis explicaciones no habían servido de nada.

Seguramente no pasó ni siquiera una semana antes de que se decidiera a ir. Y es muy probable que ya en esa primera visita centrara su atención en la sala abandonada del cuarto piso. Tenía olfato para esas cosas. Yo sospechaba que él desobedecía mi consejo; sin embargo, preferí no volver a sacar el tema. Era más fácil para mí así. Mi amigo, por su parte, se convencía a sí mismo de que yo era lo suficiente tonto como para no darme cuenta de sus escapadas. Llegar de repente con un montón de papeles viejos venidos directamente de la sala abandonada echaría por tierra su simulación y la mía, pero las ganas de compartir su hallazgo eran más fuertes. Pero las circunstancias quisieron que sus planes cambiaran. Cuando entró a la clase de Historia todos estábamos demasiado concentrados en el alumno nuevo que estaba sentado en el último asiento de la fila del medio.

Antes de que Nathan lograra alejarse más de cinco pasos de la puerta, Bill se levantó de su asiento y se dirigió al recién llegado con esa expresión que a mí, años antes, me provocaba unos deseos enormes de correr.

—Oye, ¿cómo te llamas?

Los ojos azules del muchacho se despegaron con aparente dificultad de la mesa y subieron por el cuerpo de Bill hasta posarse en su cara.

—Víctor Lassner.

Vi que Bill repetía el nombre en silencio, saboreando la extranjería de la pronunciación. Su gesto cambió entonces, volviéndose más amable. Casi cortés.

—Hola, mi nombre es...

—Guillermo Fuentealba. Sales en el mural de los deportes.

Se escucharon risas mal disimuladas. Una bastante cerca de mí. Habrá sido Daniel el que la produjo, seguro. Las venas del cuello de Bill se marcaron un poco más a causa de la rabia. El esfuerzo que hizo para que el sentimiento no se reflejara en su cara las hinchó aún más.

—Me gusta que me digan Bill.

—¿Por qué?

—Me gusta y punto.

Eso último era una orden y el nuevo se dio cuenta. Por primera vez sonrió, aunque solo un poco, por el costado derecho de la boca.

—¿No te gusta tu nombre porque es demasiado chileno para Markham, Guillermo?

De improviso la mano de Bill cayó sobre la mesa con fuerza, haciéndola retumbar. Varios pegamos un salto, pero Víctor Lassner ni siquiera pestañeó. Tampoco se inmutó cuando el otro joven se inclinó para mirarlo a los ojos y así intimidarlo mejor.

—Te dije que me llames Bill. ¿Entiendes, o eres hueón? Repite conmigo: "tu nombre es Bill"

—Tu nombre es Bill.

—Bien hecho. Parece que al final no eres tan hueón.

Le dio un golpecito en la mejilla e iba a dar el segundo cuando Víctor Lassner se puso de pie en menos de un segundo. A pesar de la rapidez, mis ojos alcanzaron a ver cómo el muchacho se estiraba para agarrar a Bill por la nuca, obligándolo a inclinar un poco la cabeza. Por unos segundos temí que le fuera a dar un beso; seguramente todos temieron lo mismo. Pero tras un momento larguísimo, Víctor acercó su boca al oído derecho de Bill y le susurró algo.

Cuando lo soltó, me preparé para que Fuentealba se abalanzara sobre el nuevo y lo hiciera pedazos con la determinación asesina de un toro. Pero este, enderezándose con dificultad, lo único que hizo fue mirar a Víctor Lassner con una expresión de verdadero terror. Un miedo que se extendió hacia nosotros, que veíamos al matón más temido del internado siendo humillado por un joven que pesaba la mitad y que, después de hacerlo, volvía a mirar al frente como si nada hubiera ocurrido. Justo en ese momento entró el profesor Thompson a la sala, demasiado apurado como para fijarse en nuestras poses rígidas.

Bill volvió a su asiento en una especie de trance, el mismo estado en el que Nathan llegó a mi lado. Noté que mi amigo se guardaba algo en su mochila, pero en ese momento nada era más interesante que el chiquillo que estaba sentado a menos de un metro, mirando a mi amigo. Reconociéndolo.



Durante el almuerzo no se habló de otra cosa, así que pronto el resto del alumnado se enteró de lo que había sucedido. Víctor Lassner tuvo que soportar las miradas de sus compañeros mientras comía su puré con chuleta de cerdo. En Markham no nos enseñaban los beneficios de la discreción. Algunos, los más valientes o los que creían que el matón ya había perdido todo su poder, también miraban a Bill. Yo prefería ahorrarme problemas. Ya era suficiente con que Nathan y Daniel se rieran a carcajadas de su enemigo favorito.

—Ese tipo es un genio. Nos ganó. —Daniel, más hambriento que de costumbre, hablaba con la boca llena de comida, lo que le valía intermitentes miradas de asco por parte de Ignacio.

—¿Tú cuánto te demoraste en hacerle algo así a Bill?— preguntó Nathan.

—Un par de años. Cuando llegaste tú. El primer y segundo curso, Bill estaba muy ocupado con Frank.

Sonreí tensamente.

—Yo le dije idiota el mismo día que llegué... pero me agarré con él a la semana— dijo Nathan con cierto orgullo. Pero tras mirar por enésima vez a Víctor Lassner, perdió todo sentimiento de altanería. Incluso lució algo molesto—. El maldito nos ganó.

—Ahora tendrá que arrancar el resto del año.

Miramos a Ignacio con caras de pregunta. El chico bebió jugo de su vaso con calma.

—¿Arrancar?

—¿Creen que Bill se va a olvidar de lo que le hizo?

—Por supuesto que no. Pero ya le pegó una vez, puede hacerlo de nuevo— dijo Daniel.

—Yo creo que lo pilló desprevenido— continuó Ignacio—. Bill no se esperaba algo así; el nuevo lo sorprendió. Además, técnicamente no le pegó.

—Da lo mismo cómo lo haya hecho. Lo hizo y punto. Es un maldito genio.

Ignacio y Daniel continuaron su debate durante un par de minutos más, con Nathan acotando de vez en cuando. De repente se dieron cuenta de que yo llevaba todo el almuerzo callado. Ya había terminado de comer, así que no tenía excusas. Me miraron como si yo tuviera la culpa de algo.

—¿Qué piensas tú, Frank?— atacó Nathan, con esa sintaxis de libro que anunciaba que se estaba burlando o pretendía hacerlo.

—Pienso que no me gustaría ser Víctor Lassner en este momento.

Mentía, por supuesto. Desde los doce años, lo único que había deseado era poder hacerle frente a Bill. Ser capaz de ello en tu primer día en Markham era casi demasiado bueno para ser cierto. Por ello, el nuevo se transformó en una especie de héroe para el Francisco de doce años que aún vivía dentro de mí. Y mis amigos lo sabían.

Nathan intentó buscar el momento correcto para mostrarnos los papeles de la sala abandonada, sin encontrarlo. O, más que eso, con las horas lo fue abandonando la impulsividad y, cosa rarísima en él, comenzó a meditar en lo que debía hacer. Puede que incluso le haya ganado un poco el egoísmo. ¿En realidad quería compartir su descubrimiento con nosotros?

Prefirió esperar. Al menos hasta la noche, cuando volviera de su castigo en las cocinas.

A las nueve, cuando sus compañeros nos íbamos a la fuerza hacia los dormitorios a prepararnos para dormir, Nathan entraba por segunda vez en el día a la cocina y buscaba con la vista a la señora Rosa. La encontró raspando unas ollas con energía, maldiciendo su estúpida idea de hacer puré para casi ochocientas personas.

—Se supone que eso lo tenía que hacer yo.

La mujer dio un respingo, pero cuando vio de quién se trataba sonrió, al tiempo que se secaba el sudor de la frente.

—Anda a ponerte un delantal.

Esa era la amable invitación para que se pusiera a trabajar. La siguiente hora fue una de las peores de la vida de Nathan, o al menos eso decía él. A los veinte minutos también maldecía el puré que hace un rato le había parecido tan rico. Cuando finalmente acabó, tenía las yemas de los dedos arrugadas, dolor de espalda y el ánimo por los suelos. Se dijo que nunca más llegaría tarde a la clase de ningún profesor, muchos menos a la de Monje. Su determinación le duraría hasta la mañana siguiente. Se secó las manos, caminando hacia la oficinita que la señora Rosa tenía en la parte de atrás de la cocina. La puerta estaba abierta, así que el muchacho se apoyó en el dintel para mirar a la mujer.

—Terminé.

—¿Sirvió el castigo?

—Sí. Nunca me había sentido tan miserable.

La señora Rosa rio y Nathan no tuvo más remedio que imitarla. Ella lo mandó a dormir y, dado lo cansado que estaba, el muchacho obedeció. Pero cuando ya se alejaba rumbo a la puerta, mi amigo se detuvo en seco y regresó sobre sus pasos en una especie de trance ansioso. La mujer no se dio cuenta de que había vuelto hasta que habló.

—Rosita, tengo que preguntarle algo.

—Niño, ándate a dormir.

—Cuando me conteste una pregunta.

Ella levantó la mirada para darle su consentimiento.

—¿Qué pasa?

—¿Usted sabe por qué el cuarto piso del Edificio Oeste está clausurado?

Nathan era un observador atento, por lo que era muy difícil engañarlo. Y la señora Rosa no estaba acostumbrada a esconder lo que pensaba, por lo que era fácil leer lo que pensaba con solo mirarla a la cara. Tras escuchar la pregunta de mi amigo, su rostro perdió de golpe el color rosáceo que lo caracterizaba. Algo en sus facciones tembló y a Nathan no se le pasó inadvertido.

—Por los ratones.

—¿Ratones?

—Sí. Ese edificio está infestado de ratones.

—Nunca he visto ratones en la biblioteca. Qué raro.

—Están solo arriba. Unos guarenes gigantes por lo que dicen. Yo nunca los he visto.

Nathan habrá inclinado la cabeza, como siempre hacía cuando algo no le calzaba.

—Claro. —Simuló que se iba, girándose a medias, y desde esa posición hizo la última pregunta—. ¿Usted sabe qué es El Club de los Seres Abisales?

Ahí estaba. Un pestañeo indefinido que por un segundo escondió los ojos verdosos de la mujer. En ese mismo segundo armó su respuesta evasiva.

—No, no tengo idea. Debe ser uno de esos libros que leen ustedes.

—Debe ser— dijo Nathan, sonriendo—. Bueno, no la molesto más. Buenas noches.

—Buenas noches. —Cuando el muchacho ya se alejaba, la señora Rosa le gritó una cosa más—. Está prohibido subir ahí. No se te vaya a olvidar.

Nathan, aún de espaldas, alzó la mano como gesto de despedida. No se volteó, porque sabía que de hacerlo la mujer vería en su rostro que la prohibición de no subir al último piso del Edificio Oeste le importaba un comino. En ese momento, lo único que tenía en la mente era llegar a la habitación que compartíamos e interrogarme sobre ese sitio por segunda vez desde que nos conocíamos. Y en esa ocasión no se creería mis mentiras.



Ya que he visto a mucha gente nueva por aquí, y por recomendación de una lectora que tenía toda la razón, les dejo esta nota para contarles que esta novela no está completa en Wattpad ni tampoco publicaré los siguientes capítulos aquí, al menos en el futuro cercano. El Club fue publicado por Firgum Editorial y está disponible para su compra en formato digital en Kindle, o o sea Amazon. Estos capítulos están aquí a modo de muestra, para que los lectores puedan leer el principio y decidir si les interesa seguir leyendo. Esto está informado en la sinopsis, pero es mejor si además lo dejo por acá. Siento si hubo alguna confusión o inconveniente.

GRACIAS POR LEER :)

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