Conocía tanto a mi amigo que sabía con qué ánimo andaba por la forma en que abría la puerta de la pieza que compartíamos. Cuando volvía de un castigo solía entrar como un vendaval, dejando claro que nada podría interponerse entre él y su cama. Pero esa noche abrió la puerta despacio y eso me puso en alerta desde el principio. Que dejara que una rendija de luz lo precediera casi parecía la escena de un libro de terror, pero a mí me provocó risa, sobre todo cuando vi que asomaba la cara antes de entrar.
—¿Qué te pasa, idiota?
—Nada.
Con dos zancadas llegó a su cama, mirándome al pasar de una forma rara. Se estiró hasta alcanzar el bolso que durante la tarde había dejado encima del escritorio y lo puso sobre sus rodillas. Pasaron varios segundos antes de que por fin lo abriera para contemplar lo que había en el interior. Durante todo ese tiempo lo observé con una ceja enarcada.
—¿Cómo estuvo el castigo?— pregunté, principalmente para romper el silencio extraño que de golpe se había hecho en la habitación.
—Asqueroso. No quiero ver un plato en mi vida.
Pronunció su respuesta con una voz lejana y su manera de mover los ojos me hizo concluir que evitaba posarlos en mí. Lucía pensativo, lo que por un instante atribuí al cansancio que produce lavar platos durante más de una hora. Hasta que sin cambiar de posición separó las manos del bolso y clavó su esquiva mirada en ellas. Ahí fue cuando empecé a asustarme.
—¿Qué pasa?
—Encontré algo.
—¿Algo? ¿Un tesoro?
Sonrió levemente antes de sacar en silencio un sobre de cuero viejo del bolso. Lo sostuvo un momento antes de tendérmelo. Dudé varios segundos si debía o no tomarlo, desconfiando del objeto de forma instintiva. Si Nathan no me hubiese mirado con una ligera expresión de reproche, seguramente me habría negado a tocarlo. Pero como siempre cedí y lo sopesé, sin atreverme a abrirlo. Ninguno dijo nada durante casi un minuto, tiempo que yo tardé en formular varias preguntas en mi mente, hasta encontrar la única que importaba. La correcta.
—¿Dónde lo encontraste?
La simulación sostenida por casi tres años se había caído por fin, así que Nathan decidió no mentirme.
—En el Edificio Oeste.
Asentí.
—¿Cuándo?
—Hoy.
Hice girar el sobre entre las manos, mirándolo con atención por primera vez. Parecía estar lleno de papeles. Se lo devolví.
—Te dije que te iban a expulsar si ibas ahí.
—He ido desde mi primer año y nunca me han pillado.
Su tono fue seco, molesto, igual que la mirada que le lancé al escucharlo.
—Si quieres correr el riesgo...
Abrí las mantas de la cama, preparando las cosas para dormirme. Quizás leyera un poco antes de que nos mandaran a apagar las luces a las diez. Nathan observó mis movimientos en silencio, aún con el sobre en las rodillas. Habló cuando estaba abriendo el libro para empezar a leer.
—Hace años me dijiste que ahí penaban. Pero yo nunca he sentido nada.
—Tienes suerte.
—¿A ti te han penado alguna vez ahí?
Dejé de buscar la página en la que había dejado mi lectura la noche anterior. Fue esa pausa la que me delató.
—No, nunca.
—Entonces, ¿cómo puedes decir con tanta seguridad que ahí penan?
Suspiré, la que era mi forma de darme por vencido.
—Está bien. No estoy seguro. Solo sé lo que me han contado. Y te lo dije para que no fueras allí... lo que obviamente no funcionó.
Nathan, en vez de escucharme se empeñaba en recordar algo.
—La señora Rosa me dijo que los habían clausurado por los ratones. Fantasmas, ratones...
"Termitas", pensé. Con los años había escuchado otras teorías, como que los últimos pisos del Edificio Oeste fueron clausurados por problemas en las cañerías o por filtraciones de humedad o porque su antigüedad hacía temer a la directiva del colegio que se nos cayera un trozo de techo encima. Cada persona a la que le preguntabas te decía algo distinto. Yo sabía que mentían, por supuesto. Y sabía cuán tontas sonaban esas respuestas para Nathan; para mí también sonaban tontas. Por eso hace dos años había decidido mentirle solo a medias.
Pero él no tenía porqué saberlo.
—¿En qué parte encontraste el sobre?- pregunté cuando volvimos a quedarnos callados demasiado tiempo.
—En el último piso. En la sala del fondo.
Lo miré de golpe, sin poder contenerme.
—¿En la del fondo?
Nathan asintió, más atento que nunca a mis gestos. Había notado el cambio en mi rostro, se dio cuenta de que mi tono era distinto en esa última pregunta. Lo dejó pasar, sin embargo. Comenzó a prepararse para dormir y, al cabo de unos cinco minutos, estaba en mi misma posición, simulando mirar el techo de la habitación con interés.
El silencio a nuestro alrededor se hizo más pesado a causa de todas las cosas que él no se atrevía a decirme. Yo, en cambio, sentía que mi mente estaba llena de sonidos, susurros asustados en su mayoría. Recuerdos de aquella primera y única visita que hice al cuarto piso del Edificio Oeste. A la que me forzaron los próceres la noche de su bienvenida.
Apenas llegué a la cima de la escalera, choqué con un par de muchachos, los que se habían quedado paralizados en medio de la oscuridad. Yo, por supuesto, también me quedé inmóvil, hasta que alguien también chocó con mi espalda. De repente éramos diez chiquillos empujándonos unos a otros, sin saber qué hacer, asustados tanto de ese lugar como de los próceres que nos esperaban en el piso de abajo.
Mis ojos se acostumbraron a la falta de luz, de modo que comencé a ver los contornos de las puertas y las siluetas de mis compañeros. Eso debió darme más tranquilidad, pero tuvo el efecto contrario. No quería ver. Porque es cuando ves las sombras que estas empiezan a darte miedo. Cada movimiento que hacía alguno a mí alrededor dibujaba formas espectrales en las paredes. Todo era alargado, indefinido y terrible. Y en medio de todo eso, la puerta de la sala del fondo se volvía más y más grande, acercándose.
Tardé en darme cuenta que nos arrastraban hacia el final del pasillo. Mi cerebro salió del shock cuando los susurros a mí alrededor se transformaron en gritos. Los leves empujones adquirieron nueva fuerza y comenzaron a desplazarme hacia adelante. Nos resistimos, a lo que ellos respondieron con golpes. Como si el pasillo se hubiera encogido con el fin de ayudarlos, las otras puertas desaparecieron y solo quedó la última, a menos de dos metros de nosotros. En ese punto ya no sabía cuál era mi voz y cuál la del chico que lloraba a mi lado; éramos una masa de niños asustados. Ellos se reían. Todos se reían, menos uno. Entre el bullicio escuché que alguien repetía lo mismo, una y otra vez. No logré entender lo que decía.
A veces alguien nos salva de lo que está a punto de ocurrirnos. Creo que esa noche esperé que así fuera. Tal vez el prócer que había susurrado en mi oído o incluso Mackena en un arranque de humanidad. Pero nadie impidió que las puertas dobles de la sala del fondo se abrieran ante nosotros para dejarnos pasar. Y nadie impidió tampoco que estas se cerraran cuando el último de mis compañeros cruzó el umbral. Solo hubo risas antes de que nos invadiera el silencio y la oscuridad de ese lugar. Y el olor. Un hedor a sangre a acumulada.
No recuerdo mucho de lo que pasó después. Solo recuerdo que la voz que antes me había aconsejado que no entrara en esa sala, fue la que nos dijo, cuando la puerta se abrió, que ya podíamos salir y volver a nuestra habitación. Tardé varios días en quitarme del todo el olor de la piel.
Me desperté en medio de la noche, asustado, con la sensación de haber tenido un sueño extraño y perturbador. Pero, como suele ocurrirme casi siempre, no pude recordar los detalles de la pesadilla.
Nathan roncaba a mi lado, sonido que me fue calmando poco a poco. Sin embargo, ya no tenía ganas de dormir, así que me senté en la cama, no sin antes sacar de debajo de ella la linterna que mi amigo y yo guardábamos para ese tipo de situaciones. Las luces nocturnas estaban prohibidas en Markham y los castigos eran desagradables si algún inspector de pasillo te sorprendía. La linterna era lo más práctico y fácil de apagar o esconder en caso de ser necesario. De esa manera podíamos leer durante las noches que nos atacaba el insomnio. Algunas noches, armado de esa linterna, incluso me atrevía a escribir.
Mi idea al principio era continuar leyendo el libro que descansaba encima del velador (si la memoria no me falla, era Grandes Esperanzas), pero en cierto momento tuve la mala idea de mirar hacia la cama de Nathan, donde el chico, como si temiera que alguien se lo robara mientras dormía, agarraba con su relajada mano derecha el sobre de cuero. Me quedé un rato largo mirando el objeto, antes de desviar los ojos con esfuerzo y tomar mi libro.
Tardé unos diez segundos en encontrar la última página leída, sosteniendo la linterna entre el mentón y el pecho. Tardé también diez segundos, tal vez un poco más, en darme cuenta que no podía concentrarme, porque lo único en lo que pensaba era el sobre de cuero que me llamaba desde la cama de mi amigo, a un brazo de distancia.
Saqué los pies de debajo de las mantas y los apoyé en el suelo de madera. Luego, con mucho cuidado, le quité el sobre a Nathan. No fue difícil, sobre todo conociendo lo profundo que era su sueño; aún así, mi corazón latió desbocado durante el tiempo que tardé en hacerme con el objeto. Lo sentí más pesado que la primera vez que lo sostuve, lo que quizás haya sido una señal de alerta de mi mente. Había logrado mantenerme alejado de los últimos pisos del Edificio Oeste durante cinco años y ahora tenía esa cosa en las manos.
Finalmente, abrí el sobre y vi que dentro se apilaban varios papeles envejecidos, los que saqué con toda la delicadeza que pude. Estaban todos escritos a mano, ya fuera con estilográfica o lápiz grafito. Hojeándolos a la rápida, detecté al menos cuatro letras distintas. Demoré en asumir lo que contenían esos papeles, aunque en el fondo lo supe desde el principio: eran cuentos, intentos literarios llenos de borrones y tachaduras, muy parecidos a los que yo guardaba en el rincón más oscuro del ropero. Sin poder evitarlo, la curiosidad me ganó. Pronto me encontré inclinado sobre la cama, con la linterna en la boca, pasando página tras página. ¿Por cuál empiezo?, me pregunté, mientras la ansiedad me provocaba un picor en las manos. Fue el papel más manoseado de todos el que me dio la respuesta. Estaba escrito con la letra que ya era mi favorita, una ligeramente cargada hacia la derecha, y con mayúsculas grandes y curvilíneas. Solo ocupaba una cara, pero no fue esto lo que llamó mi atención, sino el encabezamiento: "Manifiesto del Club de los Seres Abisales (1944)".
Hace cinco años había visto un libro con el título El Club de los Seres Abisales. Lo recordaba bien porque el tomo me obsesionó durante varios meses y porque al no conocer la palabra "abisales", tuve que ir a la biblioteca a consultar el diccionario más grande que pude encontrar. Después de ello, no dejé de pensar en abismos durante semanas. Soñaba con ellos o tenía la sensación, al despertarme, de haber soñado con alerces espectrales que movían su ramaje al ritmo imposiblemente lento del fondo del mar.
Entonces volvió a mi mente la pesadilla que había logrado despertarme hace un rato. La protagonizaba él, Patricio Olmedo. Aunque puede que sea más correcto decir que era solo su voz la que estaba presente en mi sueño, repitiendo sin descanso la frase, "no entres a la sala del fondo", muy cerca de mi oído. Pero yo ya estaba ahí, parado en medio del lugar, inmóvil.
No, inmóvil no. Moviéndome al ritmo imposiblemente lento de la sala abandonada.
—Ayer encontré esto.
Nathan extendió el sobre a Ignacio, que estaba sentado en mi cama, frente a él. El muchacho lo sopesó, lo abrió y miró dentro, aunque no sacó ninguno de los papeles. Cuando hubo terminado el examen, se lo entregó a Daniel, quien no se las dio de detective sino que fue directo al grano, como siempre.
—¿Qué es "esto"?
—Un sobre de cuero lleno de papeles— respondió Ignacio.
Daniel contuvo un poco el sarcasmo que le asomaba a los ojos.
—Me refiero a qué mierda se trae Nathan con el sobre de cuero lleno de papeles.
—Entonces debiste preguntar eso. Evitando el "mierda", claro.
Nathan habló en el momento justo en que a Daniel comenzaba a abandonarlo su exigua paciencia
—No me traigo nada con el sobre. Solo se los quería mostrar.
—¿Qué son los papeles?
—Cuentos... Y un manifiesto.
—¿Marxista?—preguntó Daniel un poco más interesado.
Nathan, sonriendo, sacó del sobre la hoja que contenía el manifiesto. Leyó el encabezamiento directamente de la hoja.
—"Manifiesto del Club de los Seres Abisales"— dejó que las palabras causaran efecto en nosotros antes de volver a hablar—. No me van a negar que se oye interesante.
—Mucho. Pero, ¿dónde lo encontraste?
Ignacio, como buen alumno que era, estaba haciendo la pregunta clave. Nathan, que tal vez temiera aquello, solo titubeó un momento antes de responder.
—En el Edificio Oeste, en la...
—No huevees.
Todos miramos hacia Daniel, cuyo rostro estaba un poco más pálido de lo que era habitual, lo cual parecía imposible. Por un segundo sus ojos oscuros se cruzaron con los míos, como pidiéndome ayuda.
—Dime que no se mete en los últimos pisos.
Me encogí de hombros y con eso él tuvo suficiente. Emitió un ruido que era mezcla de suspiro y quejido.
—Tú sí que no tienes respeto por nada, Wagner.
—Ya sé que está prohibido...
—No solo eso— dijo Ignacio con cara de horror—. Dicen que si te pillan ahí te expulsan de inmediato. Ni consejo disciplinario ni nada. Te pillan en las salas abandonadas y te vas directo a armar tu maleta.
—Lo sé...
—¿Entonces por qué lo haces?
Nathan iba a contestar cuando Daniel se le adelantó.
—Él no estaba acá cuando pasó.
Una vez más me hablaba a mí. Ignacio y Nathan, por supuesto, se dieron cuenta.
—¿De qué están hablando?— preguntaron más o menos al mismo tiempo.
—¿No le contaste?
—¿Nos van a decir de qué están hablando?
Daniel y yo nos miramos, él sentado en la silla del escritorio, yo en los pies de la cama de Nathan. Me pregunté cuánto sabía él, si sabía o no más que yo. Sin embargo, sus ojos no me decían nada aparte de que tenía miedo, una emoción fácilmente detectable en el muchacho, ya que no era usual que la mostrara. Me imaginaba que Ignacio y Nathan no podían más con la curiosidad, y aun así, no fui capaz de hablar. La lengua no respondía a lo que mi cerebro le mandaba.
—¿Nos van a contar o no?
—¿Han escuchado hablar de Patricio Olmedo?— preguntó Daniel en voz baja. Los dos chicos murmuraron que no—. Bueno, a ver... Patricio Olmedo era un prócer cuando Frank y yo entramos en Markham. Era del grupo de Mackena, así que era conocido por todos. Yo nunca hablé con él, pero me contaron que era un poco raro.
—¿Raro en qué sentido?
—La verdad no sé. Bueno, no supe hasta que lo expulsaron.
—¿Lo expulsaron?
—Sí. Como en Abril de ese año.
—En Mayo. Fue el 13 de Mayo cuando lo expulsaron— acoté.
Nathan me observó y no despegó los ojos de mi cara ni siquiera en el momento en que Daniel volvió a hablar.
—No sé, no recuerdo tanto. El asunto es que lo expulsaron porque una noche despertó a todo el internado con sus gritos. Se supone que entró a una de las salas del cuarto piso del Oeste y sufrió un ataque o algo así.
—¿Él mismo se metió ahí?
—Yo creo. La verdad no se supo mucho, solo lo que vimos desde las ventanas cuando lo sacaron del edificio y se lo llevó la ambulancia. En la mañana nos dijeron que lo habían expulsado por romper el reglamento.
Nathan asintió con la cabeza, imitando el gesto pensativo de Ignacio. Se dirigió a Daniel con voz contenida.
—¿Qué crees que le pasó?
—No tengo idea. Solo sé que después de eso nadie se metió más en los últimos pisos del Oeste por harto tiempo. Yo nunca he ido.
—¿Te da miedo?— preguntó Ignacio con un ligero tono de burla.
Daniel lo miró secamente.
—Tú no le viste la cara, ni escuchaste cómo gritaba. No sé qué mierda le habrá pasado; quizás de verdad estaba loco. Pero ese lugar igual es raro.
—¿Por qué lo dices? ¿Le preguntaste a tu hermano?
Nathan de verdad tenía que estar muy interesado para meter a David, el hermano de Daniel, en la conversación. Este último, sin embargo, no cambió en nada su expresión. Solo asintió lentamente. Estuvimos un rato en silencio, evitando mirar al muchacho mientras pensaba. Cuando habló otra vez, se giró hacia mí y volvió a mirarme con mucha atención.
—En mi dormitorio decían que a ustedes los habían llevado ahí para la bienvenida de los próceres. A ustedes se las hizo el grupo de Mackena, ¿cierto?
—Sí.
—¿Estaba Patricio Olmedo?
—Sí.
—¿Los llevaron al Edificio Oeste?
No me la estaba haciendo fácil. En Markham existía un código que te impedía hablar sobre la bienvenida de los próceres. De ese silencio colectivo dependía que esa costumbre tan imbécil continuara en pie. Quizás mis compañeros de cuarto y yo fuimos los más obedientes a ese código, porque ni siquiera lo hablamos entre nosotros. Nunca. Hablarlo implicaba recordar y eso era precisamente lo que queríamos evitar. Pero, al parecer, ya no tenía más opción que contarles a mis amigos lo ocurrido esa noche, la misma que rondaba en mi cabeza desde que a Nathan había encontrado el bendito sobre de cuero.
—Sí. Nos llevaron al cuarto piso y nos encerraron en la sala del fondo.
Esa vez fui yo quien buscó los ojos de Nathan. Luego miré el papel que él tenía en la mano, recordando el tacto que dejaba en la punta de los dedos la textura de la hoja.
—Maldito Mackena.
—Fue idea de Patricio Olmedo. Lo hizo para evitar que a Mackena se le ocurriera algo peor. Fue con buena intención.
—¿Cómo lo sabes?
—Él me lo contó.
GRACIAS POR LEER :)
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