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CAPÍTULO CATORCE

Los lunes por la mañana solía levantarme lleno de energía y ese lunes en particular lo hice más que nunca. Había dormido de corrido ocho horas, sin despertarme en mitad de la noche y, al parecer, sin soñar. Sumado a todo eso, algo que no supe definir elevaba mi ánimo, tal como solía hacerlo la nieve cuando era un niño. Nathan estaba igual, aunque en su caso el entusiasmo no lograba sacarlo de la cama con más facilidad.

Decidimos de forma tácita hablar con Daniel e Ignacio sobre lo del Club en el almuerzo, ya que el desayuno solía ser más caótico y para esa charla necesitábamos tiempo y calma. Lo malo es que cuando yo tenía tiempo, comenzaba a replantearme las cosas con más seriedad y, algo que Nathan odiaba con todo su ser, pragmatismo. En esa ocasión, sin embargo, ninguna de las dos cosas apareció en mi mente. Después habría momentos en que pensara todo con lejanía y sensatez, pero ese día me dejé llevar por el instinto tal como hacía mi amigo.

Las clases pasaron rápido, sin quedarse en mí. Ignacio, siempre atento a mi tercer puesto del curso, me pegó unos cuentos codazos a lo largo de la mañana para que me concentrara, sin lograr sacarme de mis cavilaciones. Luego cambió de táctica, preguntándome directamente si me pasaba algo durante la primera pausa del día. Yo negué con la cabeza, aludiendo a una ficticia noche de mal sueño. Él no puso en duda mi historia. Supongo que con la idea de despertarme, sacó el tema de los novatos que desde el día anterior teníamos a nuestro cargo.

—Hay que armarse un horario... podríamos estudiar los cuatro juntos. —Íbamos caminando lento hacia la banca que habitualmente ocupábamos, la que estaba junto a un sicomoro. Al llegar, el chico se sentó en la mitad que recibía la luz del sol, alzando la cara hacia el cielo—. Se me va a hacer raro estar con un novato...

—Pero si tienes hermanos menores, ¿o no?

Ignacio casi nunca hablaba de la familia que tenía en Concepción, por lo que se hacía difícil hablar con total seguridad, incluso de los datos que uno conocía. Dudaba sobre el número exacto de hermanos que tenía, si eran niños o niñas o una mezcla de ambos.

—No los veo nunca. Aparte, el que viene después de mí tiene nueve.

—Ah. —Me senté a su lado, bajo las ramas del árbol. No me gusta la luz solar, ni siquiera la que se filtra apenas entre nubes de lluvia—. Habrá que acostumbrarse.

—¿Dónde están estos dos?

—No tengo idea. Dijeron que iban al baño...

El "par" llegó unos minutos después, riendo de una broma que solo ellos entendían. Daniel se sentó junto a mí, en el poco espacio que quedaba en la banca; tuvo que conformarse con eso, porque detestaba el sol con más ahínco que yo. Nathan, en cambio, permaneció de pie, frente a nosotros.

—¿En qué andaban? —preguntó Ignacio, mirando a los chicos con curiosidad.

—Por ahí... —Nathan se encogió de hombros—. ¿Qué nos toca ahora?

—Literatura —dije—. Debe faltar poco, mejor vamos caminando.

Me obedecieron, a pesar de que Daniel torció la boca por tener que levantarse de inmediato y no poder descansar. Teníamos la clase en el tercer piso del Edificio Este, al que muchos otros alumnos se dirigían con el mismo ritmo desganado que nosotros. Desde la reunión con el director había comenzado a fijarme en el grupo de primer año. Cuando los identifiqué entre el gentío que se dirigía a clases, busqué entre ellos a Vicente Santander. Entre sus compañeros se veía aún más pequeño de lo que en realidad era, tal vez por caminar ligeramente encorvado. No hablaba con nadie, pero lucía muy interesado en escuchar lo que decían los otros. Por la distancia leve que mantenía, me pareció que los demás lo aislaban. Lo seguí con la mirada hasta que él y los otros se perdieron en el pasillo del primer piso.

La sala de Literatura era la tercera puerta a la izquierda, la que permanecía abierta. Entramos sin fijarnos en los ruidos que llegaban desde el interior, pensando que eran simplemente muchachos que habían llegado antes que nosotros. Como yo iba de los últimos, no vi de inmediato lo que ocurría, aunque deduje que era algo malo por la manera en que las espaldas de mis amigos se tensaron de golpe. Al ver el motivo, yo también me tensé como la cuerda de una guitarra.

Dentro, al final de la sala, estaba el grupo de Bill, la nómina completa, acorralando a Víctor, quien sostenía su bolso contra el pecho. El muchacho estaba pálido, pero con una expresión neutra, tan perdida que no lograba traslucir miedo. Las caras de los demás mostraban sonrisas falsas, propias de quien se divierte a costa de otro. Apenas sintieron nuestra presencia, todos se voltearon con gestos asustados, seguramente pensando que era algún profesor. Cuando vieron que éramos nosotros se relajaron notoriamente. La sonrisa de Bill se ensanchó, tal como hacía en mi primer año antes de golpearme. Sus ojos pequeños se enfocaron en Nathan.

—¿Desde cuándo llegas temprano a clases, Guagner? —Pronunció mal el apellido, como siempre. Al principio lo hacía por ignorancia, luego para molestar. Y a mi amigo le molestaba mucho—. Apuesto que Fritz te la metió bien fuerte para que aprendieras.

—Tú eres el experto en el tema, no yo. —Nathan apuntó con el mentón hacia Víctor—. ¿Quieres que sea tu nuevo pololo?

—¿Este? —Bill miró hacia atrás, donde su víctima lo esperaba—. Solo le estamos dando la bienvenida...

Sus amigos fingieron reírse, ya que Bill no lograba ni siquiera divertirlos a ellos.

—La bienvenida es para los novatos, imbécil —masculló Daniel, que estaba mi lado con las manos en los bolsillos.

—No estoy hablando contigo, maricón.

—Yo sí, ahueonao. ¿Por qué no asumes que te humilló y lo dejas tranquilo? ¿O por último le pegas tú solo y no con este montón de hueones para defenderte?

Jorge Montesinos, que era el que estaba más cerca de Víctor, dio un paso hacia delante. Hasta ahí llegaba siempre su intimidación; era incapaz de pelear con nadie. Bill simuló que lo agarraba de un brazo, supuestamente para detenerlo. Daniel lanzó una carcajada.

—Un día deberías dejar que camine, para ver si es capaz de hacer algo.

—Te saco la chucha si quieres, hueón.

—Venga, Montesinos. Aquí estoy.

Nathan, aún serio, adelantó a Daniel, como si quisiera interponerse en la pelea que aún no había comenzado. Sin embargo, cuando llegó a la mesa más próxima, dejó encima el bolso, signo claro de que el dispuesto a empezar el conflicto era él. Ignacio, a mi lado, suspiró.

—Déjalo tranquilo, Bill. A menos que quieras correr el riesgo de que te pegue de nuevo —dijo mi compañero de cuarto en voz baja.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Ernesto Saavedra, el miembro del grupo que tenía la voz grave de tanto fumar.

Entonces Bill miró a Nathan con los ojos entrecerrados, pensando. Cuando las piezas encajaron por fin en su cerebro, la cara se le puso roja de rabia.

—Tú fuiste... obvio que fuiste tú el hijo de puta que salvó a este maricón la otra noche. Típico de ti el salvar maricones. —Al decir esto, me miró, logrando que sintiera el estómago aún más pequeño.

Fue esa mirada tan poco oportuna la que me delató, ya que al escucharlo, mis amigos solo mostraron confusión; no tenían la mínima idea de lo que Guillermo Fuentealba hablaba. Yo no gozaba de la misma ignorancia y los ojos azules de Víctor Lassner clavados en mí no me ayudaron cuando quise simular. Había que ser muy tonto para no darse cuenta de lo que estaba a la vista.

Bill soltó un bufido de sorpresa. Luego sonrió lentamente, con las venas de las sienes hinchadas a causa de la tensión. Lo conocía lo suficiente para tener claro que en ese momento no sabía qué hacer, si intentar pegarme de inmediato, con Nathan y Daniel presentes, o esperar. Después de meditarlo unos segundos, se decidió por lo último. Les lanzó una mirada a sus amigos para que lo siguieran hacia la puerta. Julio Bustamante y Alfonso Cereceda lo hicieron sin pensar, pero Montesinos, se giró una vez más hacia Víctor. Le quitó al nuevo su bolso de un tirón, abriéndolo para botar su contenido al suelo.

Todos salieron por la puerta después de un instante tenso en que Bill cruzó miradas con Daniel, luego con Nathan y finalmente conmigo, usando sus pupilas para dejarme claro que me guardaba lo de Víctor para más adelante. Yo quise fundirme con la pared más cercana, pero los años me habían enseñado que era físicamente imposible, de modo que me quedé inmóvil hasta que Montesinos, como siempre el último, cruzó el umbral. Solo después de eso volví a respirar. Casi de inmediato Daniel, Ignacio y Nathan se voltearon a mirarme. Iban a comenzar a interrogarme cuando un ruido de papales nos interrumpió.

Era Víctor que recogía sus cosas en cuclillas. Además de un estuche y un par de libros, lo que más había en el suelo eran hojas sueltas, algunas de los cuales llegaron casi hasta la mitad de la sala. Agarrándome de esa oportunidad para esquivar a los chicos y sus preguntas, fui a ayudarlo. Nathan me imitó, mientras Ignacio murmuraba que la clase estaba por comenzar, que nos diéramos prisa. Daniel, apoyado en la pared, le dijo que si no se callaba le pegaría un puñetazo.

—¿Qué es esto?

Alcé la mirada hacia Nathan, quien se puso de pie con lentitud, unos metros a mi derecha. Tenía varios papeles en las manos, los que miraba con el ceño fruncido. Revisó algunos con rapidez antes de levantar la vista y clavarla en Víctor.

—¿Qué es esto? —repitió, dejando de lado el tono de confusión. De pronto sonaba enojado, furioso en realidad. Al nuevo la reacción de mi amigo no pareció sorprenderle. Lo miró durante unos segundos, como si lo analizara, y luego se puso de pie. Nathan alzó los papeles a la altura de su cara antes de decir una vez más—: ¿Qué mierda es esto?

—Dibujos —dijo Víctor con calma, aunque sin burlarse. No pretendía otra cosa que contestar a la pregunta que le hacían—. Dibujos de ustedes.

Instintivamente, miré los papeles que tenía en las manos, y entendí todo de inmediato. Eran, tal como dijo Víctor, dibujos de nosotros. Siempre los cuatro, en distintos lugares de internado, viviendo el día a día. Víctor tenía talento, no hacía falta ser un experto para darse cuenta. Y era esa habilidad lo que impedía que uno se equivocara al reconocer a los retratados. Nuestras expresiones, rasgos físicos, posturas; todo estaba dibujado con fidelidad. Era perturbador.

—¿Por qué? —Nathan dio un par de pasos hacia Lassner, tal vez con la intención de intimidarlo. Pero el nuevo no se movió ni siquiera un centímetro. Quien sí lo hizo fue Daniel, terminando a mi lado. Me quitó un par de hojas y las miró con un rictus tenso en la boca.

—Porque me interesan.

En un segundo, Nathan estuvo frente a Víctor, a la distancia suficiente para ponerle los papeles en el pecho con brusquedad.

—No te acerques a nosotros, ¿entiendes?

—Nathan... —dijo Daniel.

—¿Entiendes? —preguntó otra vez Nathan, como si Daniel e Ignacio nunca hubieran hablado. A él, en ese momento, solo le importaba el nuevo.

—Sí, entiendo.

—Bascuñán debe estar por llegar. Nos va a castigar —acotó Ignacio, quien no se había movido de la puerta durante toda la escena. Miraba al nuevo como si este tuviera una enfermedad grave y contagiosa. Tal vez para dejar de hacerlo, caminó hacia su silla habitual y puso a sacar cosas de la mochila.

Nathan y Víctor, ajenos a lo que ocurría a su alrededor, se miraron un instante larguísimo, o al menos eso me pareció a mí, que volvía a contener la respiración. Después, Nathan se alejó de Víctor Lassner, dejando que los papeles cayeran una vez más al suelo, los que se desperdigaron a los pies de su dueño. Pasó junto a mí sin mirarme y fue a sentarse cerca de Ignacio seguido de Daniel.

De repente me sentí muy solo en medio de la sala, como si mis amigos estuvieran al otro lado del internado y no a unos cuantos metros. La única presencia que sentía era la de Víctor, parado frente a mí, sus ojos clavados en mi cara, como siempre. Incliné la cabeza para esquivar su mirada, incómodo, y sin querer observé los dibujos que aún tenía en las manos una vez más.

El primero nos mostraba en una sala de clases cualquiera, sentados en las sillas del fondo. Solo nuestras caras eran distinguibles, ya que los demás alumnos eran siluetas poco definidas. Los rostros de mis amigos estaban tan bien dibujados a pesar del tamaño que se les reconocía al instante: Daniel e Ignacio compartiendo pupitre, el primero con la frente despejada como cuando se peinaba sin querer el pelo negro hacia atrás, el segundo con los lentes en la mano, porque según él así pensaba mejor; detrás de ellos estaba Nathan, con su flequillo haciendo sombra a sus brillantes ojos y una sonrisa asomando apenas en los labios. Y a su lado, se supone, estaba yo, aunque era difícil decirlo, porque también era un silueta poco definida, más una sombra que una persona.

—Eres difícil de dibujar. —Víctor, no sé bien cuándo, había caminado hasta donde yo estaba, quedando a un par de pasos. Tuve el impulso de alejarme, pero no lo logré. Era como si el muchacho tuviera algo que me mantenía en el puesto.

—¿Por qué? —dije en un susurro.

—Porque siempre te escondes.

Quise reírme de la estupidez que acababa de decir; sin embargo, lo único que salió de mi boca fue una especie de quejido casi inaudible. Tenía la garganta seca y los pensamientos embotados. Después de unos segundos de lucha conmigo mismo, dije lo primero que se me vino a la cabeza con voz grave.

—Ya escuchaste a Nathan. No te quiero cerca.

Me alejé de él antes de que dijera algo más, llegando al sector donde mis amigos estaban sentados. Al pasar frente a Nathan, mis ojos se toparon con los suyos, que aún brillaban de furia. Supe que había escuchado mi breve diálogo con Víctor y supe también lo que pensaba al respecto. La manera en que desvió la cara terminó por confirmarlo.

Nathan me ignoró durante toda la clase y eso que tuvimos que responder una serie de preguntas sobre Martín Rivas en conjunto. Solo me hablaba por obligación, y si lo hacía era con una voz monótona, como si fuera un extraño. Daniel, desde el puesto del frente, nos observaba de vez en cuando por encima del hombro, luciendo una expresión preocupada. Ignacio, en cambio, estaba muy ocupado haciendo el trabajo, su parte y la de Daniel.

Afortunadamente, leí por placer varias veces el libro antes de esa clase, lo que me permitió responder las preguntas de forma mecánica, sin comprometer mi mente en el asunto. Así pude pensar en qué hacer respecto a lo que acababa de pasar. Traté de ser lo más empático posible, valiéndome del conocimiento que tenía de Nathan para hacerme una idea de lo que debía estar pensando. Y me encontré con la misma respuesta que hace unos días, cuando también buscaba las razones de su enojo hacia mí: el muchacho se sentía traicionado.

Durante esa hora de clase, mientras mi mano escribía las respuestas a preguntas parecidas a ¿edad que tenía Martín Rivas al llegar a Santiago?, y Nathan era una versión silenciosa de sí mismo, traté de grabarme bien en la cabeza que la moraleja, de ahí en adelante, era no guardar ningún secreto, que debía contarle todo. No importaba si el asunto tenía o no que ver con él, mejor decírselo y ahorrarme problemas posteriores. Sin querer busqué a Víctor Lassner en la sala, en su asiento habitual en la fila del centro, en el último puesto. Lo hice a pesar de saber de antemano que no estaba, que tras nuestro encuentro el chico había salido para no asistir la clase.

Roberto Bascuñán, el profesor de castellano, lució incluso más feliz que yo cuando sonó la campana. Su rostro, demasiado transparente para tratarse de un docente, mostró alivio, lo que le hizo todavía más joven de lo que era. No debía pasar de los treinta y cinco. Hasta era más joven que Fritz. Una vez, en mi primer año en Markham, durante una clase sobre Shakespeare, confesó que su sueño siempre fue dedicarse a la actuación. Pero su padre se lo impidió, prometiendo dejarlo en la calle en caso de no estudiar algo que valiera la pena. Así terminó siendo profesor, aunque nunca dijo si a esa carrera le pareció a su padre lo suficientemente buena. A él, eso estaba claro, le aburría bastante. De modo que apenas escuchó la campana, agarró sus cosas y se fue con una sonrisa en la boca, libre al fin de nosotros.

Un poco más lento, mis amigos y yo también agarramos los cuadernos y los lápices, metiéndolos al bolso de cuero reglamentario del internado. Salimos rumbo al patio en silencio. Aún faltaban alrededor de veinte minutos para el almuerzo, tiempo que pasaríamos seguramente en el patio. En un día normal haríamos eso, hablaríamos cosas sin importancia, aprovechando la breve libertad antes de comer. Pero esa tarde, apenas dejamos el edificio Este, Nathan se despidió con un murmullo y desapareció con rumbo desconocido. Daniel lo siguió con la mirada durante un momento, antes de girarse hacia mí con cara de pregunta.

—¿Y este?

—No tengo idea.

—¿Cómo que no? Si está enojado contigo —dijo Ignacio con cara de aburrimiento.

Quise hacerme el ofendido, pero Daniel me cortó de antemano.

—¿Qué pasó con el nuevo?

—Nada.

—No te hagas el hueón.

—No me hago el hueón... es que...

—Ya, no importa. —Daniel se colgó su bolso al hombro y comenzó a caminar hacia el edificio de los dormitorios—. Nos vemos en el almuerzo.

Desapareció con la misma rapidez que Nathan, dejándonos a Ignacio y a mí en medio del patio, sin saber muy bien qué hacer. Cuando noté que el chico abría la boca para probablemente seguir hablando del asunto de Víctor Lassner, decidí que sería yo el que escogiera el tema de conversación.

—Oye, es buena idea eso de estudiar los cuatro juntos.

—¿Cierto que sí? Yo creo que con una hora al día vamos a estar bien.

—¿Ya hablaste con el tuyo?

—No. —Ignacio arrugó el ceño—. Ni lo he visto.

—¿Te acuerdas de su cara por lo menos? —dije, intentando reírme. Lo logré a medias.

—Obvio. Y pregunté sobre él a un par de profesores.

Supe a qué profesores sin que él me lo dijera, ya que cada vez que Ignacio tenía contacto con algún docente era con los mismos: Thompson, el de historia, y Heredia, el de química. Eran sus favoritos y, por lo que sabía, el sentimiento era mutuo.

—¿Qué te dijeron?

—Que nunca lo habían escuchado hablar. —Cuando lo miré con las cejas enarcadas, Ignacio asintió. Sin ponernos de acuerdo, comenzamos a caminar hacia el comedor, ya que faltaban unos diez minutos para el almuerzo—. Creo que se sienta al final de la sala y apenas contesta cuando pasan la lista.

—¿Tiene malas notas?

—Sí. —El ceño de mi amigo se frunció de inmediato, reacción instintiva ante el mal rendimiento académico de alguien—. No contesta las pruebas.

—O sea que no habla y no escribe. ¿Qué hace entonces?

El muchacho se encogió de hombros mientras cruzábamos el umbral del comedor. El lugar estaba prácticamente vacío, excepto por un par de profesores y algunos empleados que daban los últimos retoques a las mesas. Ignacio y yo éramos los únicos estudiantes impacientes, o al menos eso pensé al principio. Al segundo vistazo vi que Víctor Lassner dibujaba de espaldas a nosotros, cerca de la puerta.

—¿Qué pasó con el nuevo? —preguntó Ignacio a mi lado, siguiendo mi mirada.

Me volteé un poco hacia él, viendo que su seriedad no lograba esconder del todo su interés.

—La otra noche Bill quiso hacerle una bienvenida de próceres —dije cuando Ignacio y yo nos sentamos a la mesa.

—Pero...

—Sí, sí sé. Él no es un novato, pero eso a Bill no le importa.

—Debe estar ansioso por hacer una bienvenida.

—Sí...

—¿Y qué pintas tú en lo que le hizo Bill al nuevo? —Ignacio me observaba con atención, mientras movía el tenedor entre los dedos—. ¿Lo salvaste?

—Algo así.

—¿Cuándo respondes las pruebas eres igual de críptico?

El uso de esa palabra tan extraña me dejó claro que Ignacio estaba molesto e impaciente. Gracias a ese mal carácter de buen léxico aprendí el significado de palabras como pusilánime o vernáculo, ambos improperios inspirados por Daniel. Simulé una toz para que él no se diera cuenta de que estaba a punto de reírme.

—¿Me vas a contar o no?

—¿Qué más quieres que te diga? Lo iban a dejar toda la noche en las canchas, vestido con puros calzoncillos y amarrado. Y entonces aparecí yo y lo salvé.

Ignacio asintió lentamente, mirando a Víctor Lassner por encima de mi hombro.

—¿Eran solo dibujos nuestros?

—Sí.

—Apenas lo vi supe que era raro.

—Pero no por eso se merece que Bill le haga algo, ni que...

—¿Ni qué?

Bajé los ojos hacia la mesa, recordando mi actitud con Víctor hace un par de horas, antes de abandonarlo junto a de sus dibujos.

—Nada.

El comedor se había llenado sin que nos diéramos cuenta, atentos a nuestra charla y no al ruido de alrededor. Comenzaron a servir la comida, que por el olor era cazuela de vacuno. Se me hizo agua la boca. Cuando ya teníamos los platos servidos al frente, llegó Daniel con cara de haber dormido una demasiado breve siesta en su dormitorio.

—¿Te fuiste a dormir? —preguntó Ignacio, a pesar de que no era necesario.

—Sí... ¿por?

—Debiste haberte lavado la cara.

—Y tú deberías meterte en tus cosas. —Acercando su plato de mala gana, Daniel me observó un momento antes de preguntar—: ¿Y Nathan?

—Ni idea.

Arrugó la nariz, observando su plato con gesto crítico. Usó el tenedor y la cuchara para sacar de su plato y ponerlo en el mío. Le agradecí con un murmullo.

—Fritz tampoco ha llegado —dijo al tiempo que comenzaba a partir la papa cocida, el único alimento sólido que planeaba ingerir—. ¿Qué piensan, Sherlock y Poirot? ¿Estará nuestro amigo con el director?

Ignacio y yo nos encogimos de hombros al unísono. Daniel sonrió, llevándose la primera cucharada de comida a la boca. Traté de hacer lo mismo y concentrarme en la cazuela. Ese plato se lo merecía, ya que la señora Rosa es la única persona que he conocido en mi vida capaz de hacer sopa para casi mil personas sin que esta quedara aguada. Pero no lo logré. Al igual que con las clases de ese día, tenía cosas más importantes en mi cabeza. 

GRACIAS POR LEER :)

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