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Parte 19: Miedo, Caos y Brujería

Sia y Joseph llegaron a las cercanías de la Casa de la Colina completamente agitados. Sin perder tiempo, rodearon la edificación hasta plantarse ante el tupido bosque que allí se erigía. Por lo general era un lugar agradable de visitar durante el día, pero en aquel momento se mostraba tétrico y amenazante.

―No tienes la obligación de continuar, Sia ―dijo Joseph, tomándola por los hombros―. Yo iré por Kathe. Tú quédate...

―No me hagas repetirlo. ―Ella se soltó suavemente y entrelazó sus manos con las de él―. Te acompañaré a donde sea.

El chico suspiró, consciente de que no podría hacerla cambiar de opinión. No quería que su amiga se metiera más en el asunto porque sabía que no podría protegerla. Ni siquiera tenía un plan concreto para salvar a su hermana, de modo que le angustiaba la simple idea de perderlas a ambas.

―Vamos ―susurró Sia, desprendiendo a Joseph de sus inquietudes―. No podemos seguir perdiendo tiempo.

Se adentraron al bosque por un penumbroso camino de tierra que se abría paso entre los árboles. No fueron capaces de avanzar a gran velocidad debido a la maleza y los matorrales que se atravesaban en su camino, además de que sentían que estaban caminando sin un destino determinado. Dado que cada segundo contaba, no podían darse el lujo de explorar cada centímetro del lugar hasta hallar su objetivo.

Mientras proseguían con el angustioso recorrido, Sia no pudo evitar que su preocupación creciera a pasos agigantados. No sólo se debía al peligro que corría Kathe en manos del brujo que quería sacrificarla, sino que su aflicción estaba dirigida a las acciones que tomaría Joseph para evitarlo. Estaba segura de que él, incluso, podría llegar a dar su vida para protegerlas a ambas.

Por lo general Joseph no era alguien a quien se le pudiese calificar de "amable". Más bien al contrario, su actitud común con otras personas era de desinteresada hostilidad. No existía una razón concreta ni un trauma del pasado que lo hubiera llevado a despreciar a la sociedad, por lo que podía decir que era parte de su retorcida personalidad. Pero, incluso con su dificultad para desarrollar empatía por los demás, Joseph era capaz de sentir verdadero afecto por sus amigos y por su familia.

Sia sabía perfectamente cuan amable y maravilloso podía llegar a ser él cuando se lo proponía. Más de una vez, Joseph había sido capaz de sacarle una sonrisa cuando la depresión la embargaba, y siempre estaba con ella cuando más lo necesitaba. Sia apreciaba a todos los miembros del Club del Terror, pero sin lugar a dudas lo que sentía por Joseph era especial e incomparable.

La chica no pudo mantenerse perdida en sus reflexiones, porque unos fuertes aullidos guturales los hicieron sobresaltar a ambos. Aquello, sin lugar a dudas, debía de tratarse de algún tipo de señal, por lo que se apresuraron a perseguir el posible origen del sonido. Continuaron avanzado con mayor rapidez, hasta que se vieron obligados a detenerse al encontrar lo que parecía ser un miembro del culto del brujo. O, mejor dicho, el cuerpo de uno de los cultistas tirado boca abajo en medio de unos matorrales.

―¿Está... muerto? ―preguntó Sia, horrorizada.

Joseph se acercó lentamente al hombre vestido con una larga túnica roja con capucha. Temiendo una reacción inesperada, el chico tomó una larga rama que encontró en el suelo y tocó la espalda del sujeto varias veces. Al ver que no reaccionaba, le lanzó la vara y, con sumo cuidado, empujó el cuerpo con un pie hasta darle vuelta.

―Santo cielo...

Apenas quedaba algo reconocible del cultista. Sus extremidades estaban destrozadas y su rostro había sido arrancado de cuajo, dejando al descubierto una sanguinolenta calavera quebrada. Aquello que lo había asesinado no podía ser humano.

―¿No son ellos... los peligrosos?

―El Embaucador mencionó algo sobre el depredador natural del brujo ―recordó Joseph, tragando saliva con dificultad―. Supuestamente nos va a ayudar... Pero ojalá no lo encontremos en persona.

En eso, una cantidad inconmensurable de gritos invadió cada rincón del bosque. Sia y Joseph se mantuvieron estáticos y expectantes durante varios segundos, mientras los alaridos iban y venían desde distintos puntos. Esos desagradables sonidos parecían unirse en un patrón que apuntaba directamente al centro del bosque, por lo que los chicos se resignaron a tomar esa dirección. Habían avanzado demasiado como para echarse para atrás.

En el camino volvieron a ver más de los cuerpos masacrados de los insensatos cultistas que habían tenido la desgracia de enfrentar al misterioso ente que buscaba a Mercurial. A algunos de ellos les faltaban partes del cuerpo, y otros pocos se retorcían con las tripas al aire, pidiendo a gritos que los mataran. Sia y Joseph hicieron su mayor esfuerzo para ignorar a todos aquellos desdichados y no se desviaron de su destino inicial, hasta que finalmente arribaron a un claro del bosque que bullía de actividad.

Sia, instintivamente, se ocultó tras unos arbustos para ver qué sucedía en el lugar, pero Joseph no fue tan precavido. Con un rápido vistazo había podido distinguir a una multitud de cultistas, reunidos alrededor de una blasfema estructura de madera negra adornada con un sinfín de símbolos cabalísticos. El monumento, con su grotesca forma de monolito piramidal invertido, retaba por completo a la geometría euclidiana de los objetos y no parecía poseer ningún tipo de soporte que le permitiera mantenerse de pie.

No obstante, no era su incompresible apariencia lo que afectó el sentido común de Joseph. Incluso con la poca iluminación que las antorchas clavadas en el claro brindaban, el chico pudo ver que Kathe, inconsciente, estaba amarrada de brazos y piernas a la atroz estructura. Frente a ella se erigía quien indudablemente debía de ser el brujo Mercurial, destacándose perversamente de entre los sectarios comunes que lo rodeaban entonando cánticos desincronizados.

Llevaba una túnica roja como los demás, pero de un color tan intenso y oscuro que parecía estar compuesta de sangre coagulada. Su larga barba, mitad blanca y mitad negra, junto a la atroz cicatriz que le atravesaba un ojo, le brindaban un aspecto sumamente imponente y aterrador, como si se tratara de una criatura sobrehumana y monstruosa. Como toque adicional, llevaba un extraño pájaro negro con diez ojos y seis patas posado en su hombro, lo cual elevaba la imagen del sujeto al nivel de la más absoluta locura.

Joseph se tambaleó, pero al instante emergió de la espesura del bosque, causando conmoción entre los cultistas. Sabía perfectamente que actuar sin pensar era prácticamente un suicidio, pero fue incapaz de razonar al notar que el brujo sostenía en sus manos una daga negra de tres puntas. El chico, consciente de que la vida de Kathe corría peligro, solo atinó a lanzarse contra los sirvientes del mago, logrando noquear a un par de ellos. Pero rápidamente perdió la ventaja de la sorpresa y fue inmovilizado violentamente por los demás sectarios. Sia, que lo había seguido para intentar detenerlo, también cayó presa.

―¡Maldición! ―exclamó Joseph, obligado por sus captores a quedarse con el rostro pegado al piso―. Mercurial... si tocas a mi hermana... te juro que las pagarás...

El pájaro negro del brujo lanzó un hostil graznido, pero su dueño se mantuvo impasible. En cualquier otra situación posiblemente se hubiera tomado la molestia de explicar sus motivaciones a detalle. No buscaba un sacrificio por simple sadismo o maldad, más bien al contrario, su objetivo era beneficioso para el mundo entero. Pero no tenía tiempo para lanzar un discurso idealista, debía concluir con la faena cuanto antes.

Mercurial empuñó la daga ceremonial con firmeza y se preparó para dar la estocada. Todo estaba calculado, el arma envenenada abriría el vientre de la chica y le causaría una muerte instantánea para evitar que sufriera. Pero, aun sabiendo eso, el brujo dudó, ya que hasta el momento siempre habían sido sus siervos o su pájaro los que se habían encargado del trabajo sucio. Sólo había tomado una vida humana con sus propias manos, hace ya muchos siglos, y las pesadillas relacionadas a aquel acto continuaban persiguiéndolo sin piedad.

Repentinamente, un potente aullido cubrió cada centímetro del claro. Los cultistas, preparados para una nueva intromisión, intentaron asumir posiciones de combate, pero uno a uno fueron arrastrados a la penumbra del bosque por rápidas siluetas que aparecían y desaparecían desde todos los linderos. Los hombres que sostenían a Joseph y Sia, al ver que sus compañeros caían sin dar lucha, soltaron a sus víctimas e intentaron acercarse a Mercurial para actuar como escudos de carne, pero terminaron igual que los demás. Al final, el numeroso grupo de sectarios fue reducido por completo, quedando únicamente sus desgarradores gritos que, poco a poco, se fundieron con la tensa calma del bosque.

Mercurial sonrió, aceptando su derrota, y guardó la daga ceremonial entre sus ropajes. Para bien o para mal, el sacrificio no iba a llevarse a cabo, lo que le quitaba un enorme peso de encima, pero le añadía otros a futuro. Sin nada más que hacer en el lugar, el brujo susurró algo a su pájaro negro y ambos se fusionaron en una gigantesca sombra alada que desapareció volando en el cielo nocturno.

Viéndose libres de obstáculos, Sia y Joseph se acercaron a Kathe y la separaron de la amorfa estructura que la mantenía apresada. La chica respiraba agitadamente y tenía los ojos fuertemente cerrados, pero no parecía haber sufrido ningún daño. Joseph la abrazó con fuerza, agradeciendo que su hermana siguiera con vida. Sia se unió al abrazo, sollozando de felicidad.

Pero su alivio finalizó al oír múltiples gruñidos a su alrededor. De entre los árboles que rodeaban el claro emergieron unas bestias cuadrúpedas similares a rojizos lobos deformes. Su sucio pelaje estaba manchado de sangre y algunos incluso sostenían partes humanas desmembradas entre sus colmillos. Cada uno tenía una cantidad distinta de ojos y colas, pero todos compartían una extraña similitud: un par de delgados brazos terminados en tenazas triples emergían de sus espaldas, ayudándolos a desplazarse con mayor velocidad.

Sia y Joseph se mantuvieron paralizados, observando con horror cómo las hostiles criaturas se acercaban a ellos con las fauces abiertas. Afortunadamente, los monstruos se detuvieron al escuchar un desafinado y agudo silbido, dirigiendo todos sus múltiples ojos hacia un punto específico del follaje.

De tal lugar emergió un hombre vestido con una simple tela escarlata alrededor de su cintura, dejando al descubierto sus brazos, piernas y pecho. Cada centímetro de su pálida y maltratada piel estaba cubierto de diversos símbolos arcanos y representaciones de animales inidentificables. Si bien aquellos dibujos parecían ser tatuajes ordinarios a simple vista, no era complicado determinar que cada raya y punto que los componían realmente eran profundas y antiguas cicatrices.

El aterrador personaje avanzó con parsimonia hasta quedar a tan solo un par de metros de los atónitos chicos. Los observó tendidamente con sus ojos sin iris y luego miró a su alrededor, prestando atención a las incontables manchas de sangre que cubrían el suelo del claro. Su rostro, hasta el momento inexpresivo, se torció en un extraño gesto que parecía expresar placidez y desolación al mismo tiempo.

―Yhered-Ined ha segado suficientes almas ―dictaminó con una profunda voz gutural, similar al gruñir de un chacal y al sisear de un caimán―. Yhered-Ined se retirará ahora.

Al instante, las bestias deformes que se mantenían expectantes soltaron un aullido al unísono y se zambulleron en el suelo, causando un chapoteo carmesí que se esfumó al instante. El hombre de las cicatrices, con su mirada clavada en los chicos, estiró una mano con los dedos índice y medio apuntando hacia abajo, tras lo que dio media vuelta, alejándose tan lentamente como se había acercado. Finalmente, desapareció entre la maleza y tanto Sia como Joseph suspiraron con inmenso alivio.

―Realmente... ―susurró Sia luego de unos minutos, sonriendo―. Todo salió bien.

―Así es. ―Joseph abrazó con mayor fuerza a su aún inconsciente hermana―. Todo salió bien...

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