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Especial 1: La acaramelada vida de Sia y Joseph

Sia y Joseph caminaban por las calles de Laseal, en su característico recorrido a la universidad. La chica temblaba por el frío que invadía el ambiente y fútilmente intentaba calentar sus manos con su aliento. Joseph la observó de reojo al notarlo. Ella llevaba encima un ligero abrigo rojizo que le cubría hasta la mitad de las caderas, complementado por una minifalda negra y pantimedias del mismo color.

―Normal que te estés congelando si te vistes así ―comentó el chico, sonriendo burlonamente―. ¿Qué pasó con tus ropas usuales de invierno? Esas que parecen de peluche.

―A veces las chicas queremos cambiar de estilo, no lo comprenderías ―espetó ella con los mofletes hinchados, pero luego bajó la mirada―. Sólo quise ser un poco más femenina... ¿Me queda mal?

Joseph tragó saliva y desvió la mirada.

―Para nada, te ves genial.

Sia sonrió, ruborizada y ambos continuaron el resto del camino en silencio. Al arribar a la entrada de la universidad retomaron una conversación casual sobre los trabajos y demás obligaciones académicas, hasta que finalmente llegaron a su salón. Se sentaron juntos en la fila trasera y buscaron con la mirada a Hans, quien también estaba matriculado en esa clase.

―No está ―concluyó Sia, confundida―. Él siempre llega antes que nosotros.

―Qué raro... ―Joseph tomó su celular al notar que había recibido un mensaje―. Increíble.

―¿Qué pasa?

Joseph le mostró la pantalla del aparato, donde estaba abierto el chat grupal del Club del Terror. Edward, Lilian y Hans habían mandando un mensaje prácticamente al mismo tiempo, anunciando que estaban enfermos y que no podrían ir a la universidad ese día. Luego Edward acusaba a Lilian haberlos contagiado porque el día anterior ella había estado un poco resfriada. Eso dio inicio a una discusión virtual repleta de mensajes de ambas partes que terminó por hacer colapsar el chat.

Las clases de la mañana transcurrieron sin mayores sorpresas. Joseph y Sia almorzaron en la cafetería de la universidad y, tras una última clase en la tarde, quedaron libres de más obligaciones.

―¿Qué hacemos? ―preguntó Joseph―. ¿Vamos a casa?

―Hay que ir un rato al salón del Club ―propuso Sia―. No podemos romper la tradición diaria.

Así lo hicieron y, al llegar a la sala, se sintieron incómodos de encontrarla tan solitaria y vacía.

―Es extraño. ―Sia sonrió―. Me he acostumbrado a que todos estemos juntos.

―Tampoco es muy distinto ―opinó Joseph―. Casi siempre va cada uno a su bola hasta que alguien propone ir a otro lugar.

Sia hizo un puchero.

―Así arruinas el ambiente.

Ambos rieron y se sentaron en un mullido sillón frente a una mesa baja y un televisor pegado a la pared. Su Club era de los pocos que tenían tantas comodidades, gracias a los humildes donativos de Lilian y Hans, y al apoyo que Ericka les brindaba como presidenta del Consejo.

Como les sobraba tiempo, decidieron ver una película corta antes de regresar a casa. Mientras Joseph colocaba su laptop en la mesa y la sincronizaba con el televisor, observó que Sia se frotaba las manos con desesperación. El ambiente del salón era gélido, incluso con la puerta y las ventanas cerradas, de modo que era normal sentir tanto frío.

―No mueras de hipotermia, Sia ―dijo Joseph, quitándose su abrigo―. Toma.

―Pero te vas a congelar tú.

El chico se encogió de hombros, afirmando que daba igual, pero ella no quiso aceptarlo.

―Ya sé. ―Sia tomó un lado del abrigo y se cubrió con este, dejando a Joseph con la otra parte―. Así los dos estaremos bien...

Rápidamente se percataron que, incluso si la prenda era lo suficientemente ancha como para envolverlos a ambos, estaban obligados a mantenerse muy juntos. Los dos se mantuvieron quietos y silenciosos, uno al lado del otro, olvidando que iban a ver una película. En eso, un pitido rompió el silencio y Joseph tomó su celular con molestia.

―Vaya, Kathe quiere que vaya a comprarle un dulce ―masculló el chico―. Que pérdida de tiempo.

―¡Oh, es el bollo de los cinco sabores! ―afirmó Sia, mirando el mensaje en la pantalla―. Es de edición limitada.

―Si tiene más sabores que el dulce debe ser asqueroso. ―Joseph suspiró―. Voy a ver en el centro comercial, ¿quieres venir? Te puedo comprar otro a ti si gustas.

Sia ladeó la cabeza, con una ceja enarcada.

―¿En serio? ¿Vas a gastar tu dinero en mí?

―Lo dices como si fuera tacaño. De todas formas, eres como mi hermana así que no hay problema.

La sonrisa que Sia había mantenido en su rostro hasta el momento se borró al instante. Se liberó rápidamente de la envoltura del abrigo y se levantó del sillón para dirigirse a la puerta del salón.

―Eh, ¿qué pasa? ―Joseph se puso de pie―. ¿A dónde vas?

―Regreso a casa ―respondió ella con seriedad―. No me sigas.

La chica salió de la sala dando un portazo, dejando a Joseph solo y confundido.

...

Al día siguiente, Joseph estaba yendo a su universidad en solitario, todavía muy desconcertado por la actitud de Sia. No había respondido a los mensajes que le había enviado durante la noche y tampoco había ido a despertarlo por la mañana. Él tenía muy en claro que su amiga estaba realmente enojada, pero no podía encontrar razón alguna que explicara el porqué.

Esa primera clase no la llevaba junto a alguno de sus amigos del Club, por lo que recién se reunirían al mediodía. Supuso que esa sería la ocasión perfecta para preguntarle a Sia qué diablos le sucedía. Por mientras, Joseph supuso que lo mejor era rememorar lo ocurrido el día anterior para encontrar el posible detalle que la había hecho enfadar a tal grado.

Luego de unas horas de tortura, la clase finalmente acabó y Joseph se dirigió a la rotonda de la facultad de literatura. Antes de llegar a su destino se encontró casualmente con Edward y Hans.

―Buenos días, Joseph ―saludó Hans.

―Qué ven mis ojos, es el Gran Maestro Irolev ―dijo Edward―. ¿Te has topado con algún demonio ofídico en el camino? ¿O acaso alguna cosa morada intentó embaucarte?

―No, y espero que nunca vuelva a pasar algo así.

Los tres fueron juntos a la rotonda, donde se encontraron a las chicas ya esperándolos. Joseph levantó una mano para saludar a Sia, pero ella ni siquiera lo miró.

―Por fin llegan ―dijo Lilian―. Sia y yo pensamos ayudar a los otros clubs para el festival. ―Miró a Hans―. Vamos a apoyar con el vestuario del Club de Teatro, tienes que ayudarnos, Hans.

―Iré ―contestó el aludido, bajando la mirada.

Lilian observó a los otros dos chicos con desdén.

―Si prometen no molestar, ustedes también pueden venir si quieren...

―No es necesario ―indicó Sia repentinamente―. Será mejor si vamos sólo los tres para no incomodar a nadie.

Sus amigos la observaron, sorprendidos.

―Bueno, tienes razón ―Lilian ladeó la cabeza―. Nos vamos, entonces.

Así lo hicieron, dejando a Edward y Joseph solos y desconcertados.

―¿La amable Sia se acaba de deshacer de nosotros? ―Edward se colocó una mano en la barbilla y miró a Joseph―. Comprendo que cualquiera quiera deshacerse de ti, camarada, pero... ¿Quién querría estar lejos de alguien tan genial como yo?

―Tú eres el peor entre los dos, Ed. ―Joseph suspiró―. Aunque la verdad es que Sia está enojada conmigo.

―¿En serio? ¿Ella tenía la capacidad de enojarse? ¿Y contigo?

―Es que ayer creo que pasó algo...

Edward entrecerró los ojos.

―Suéltalo.

―La cosa es que, como ninguno de ustedes vino, fuimos a pasar el rato en el salón del Club...

―Ya veo.

―Y para matar el tiempo decidimos ver una película...

―Suena razonable.

―Y como hacía frio le presté mi abrigo, pero lo aceptó a la mitad...

―Maravillosa jugada, aunque no entiendo cómo prestas algo a la mitad.

―Y de repente Kathe me mandó un mensaje pidiendo que le comprara un bollo extraño.

―Intrigante. ―Edward chasqueó la lengua―. Ve al grano, no me aburras con el relleno.

―Entonces le dije a Sia que también le compraría un bollo a ella... Y se enojó.

―¿Sólo por eso? ―Edward sacudió la cabeza―. No tiene sentido, debiste decir algo más.

―Nada importante, simplemente añadí que no tenía problema en comprárselo porque la considero una hermana.

Edward alzó ambas cejas, miró a su amigo y abrió la boca. Se mantuvo con ese gesto durante algunos segundos hasta que lo tomó de un hombro.

―Lo que pasa es que eres medio imbécil, camarada.

―Si te pones así mejor no te cuento nada.

―No lo digo con ánimos de ofender ―Edward lanzó una carcajada―. Aunque creo que ambos tienen la culpa por lerdos. ―Se acarició el mentón, sonriendo con malicia―. Para que veas que realmente soy un tipo genial, te voy a echar una mano.

―¿Qué vas a hacer?

―Tú ve tranquilo, déjamelo a mí.

Edward procedió a retirarse, negándose rotundamente a dar mayores explicaciones. Joseph no confiaba plenamente en la buena voluntad de su amigo dado su temperamento jocoso, pero no le quedó más que resignarse a dejarlo ir. Al fin y al cabo, debía almorzar antes de que comenzaran las clases de la tarde.

...

Las clases restantes se desarrollaron sin complicaciones y Joseph finalmente pudo verse libre poco antes del anochecer. No había visto a Sia desde lo de la rotonda, a pesar de que ella también estaba inscrita en sus mismos cursos. Supuso que ayudar en la preparación del festival le brindaba la facilidad de saltarse las clases, además de que le permitía evitar encontrarse con él.

Suspiró, resignado a tener que seguir soportando el enojo de la chica. Almorzar y estudiar solo le había dejado un muy mal sabor de boca. Al fin y al cabo, él nunca antes había experimentado lo que era la verdadera soledad. Incluso antes de formar el Club del Terror, siempre había tenido a Sia a su lado. Era la primera vez que pensaba seriamente en la importancia que tenía ella para darle sentido a su vida, lo que lo llevó a concluir que era menester arreglar el problema cuanto antes. Pero primero debía encontrar la oportunidad de hacerlo.

Sus reflexiones fueron interrumpidas por el ruido de su celular, anunciando que le había llegado un mensaje. Al parecer el Club no se reuniría en su salón de siempre, sino que se juntarían en una cafetería del centro comercial cercano a la universidad. Aquel peculiar evento le resultó algo sospechoso, pero le restó importancia y se puso en camino.

No le tomó mucho tiempo llegar al punto acordado, pero para su sorpresa no halló a todos sus amigos reunidos. Simplemente estaba Sia, sentada ante una de las mesas cercanas a las ventanas del local. La chica lo observó con sorpresa, pero desvió la mirada al instante.

―Y yo que vine apurado ―comentó Joseph, sentándose frente a ella. Prestó atención a su rostro, pero no pudo interpretar su gesto neutral―. ¿Qué hay con los demás?

―Lili y Hans dijeron que tenían que hacer algo antes de venir. No sé nada de Edward.

―Habrá que esperarlos entonces.

Un incómodo silencio se impuso entre los dos. Sia, con los brazos cruzados, se mantenía observando a las personas que pasaban fuera de la cafetería sin mucho interés. Joseph, por su parte, tamborileaba los dedos de una mano sobre la mesa, mientras que con la otra mano revisaba su celular con desgano.

―Oye... ―dijeron ambos al unísono tras unos tensos minutos.

―Tú primero ―concedió Sia.

―No, no, ve tú.

―Está bien. ―La chica suspiró―. La verdad es que no me gusta que estemos así. Incluso los demás se han dado cuenta de que nos pasa algo. De todas formas, me enojé por algo ridículo, así que volvamos a ser como antes, ¿sí?

―Me quitas un peso de encima, Sia. Yo también prefiero verte en tu modo alegre. Aunque me da curiosidad saber por qué te molestaste conmigo.

Sia se ruborizó y bajó la mirada, frotándose las manos.

―Es porque yo... No... No importa.

―Bueno, mientras todo vaya bien no hay problema. ―Joseph sonrió y estiró una mano hacia ella―. Entonces, ¿amigos de nuevo?

La chica lo miró con ambas cejas levantadas. Luego de unos instantes, forzó una sonrisa y le estrechó la mano.

―Está bien, amigos de...

―¡No, maldición, no! ―exclamó alguien cerca de ellos―. ¡Par de subnormales!

Joseph y Sia, boquiabiertos, se percataron que Edward, Lilian y Hans se habían aproximado a su mesa.

―Idiota, quedamos en observar sin interrumpir ―rezongó Lilian.

―Me llega altamente. ―Edward señaló a Joseph―. Tú, anormal, escoria de hombre sin dignidad, eres una vergüenza para tu nación ―Señaló a Sia―. Y tú, ni siquiera un conejo cojo y ciego es tan cobarde y patético, enana conformista.

Joseph y Sia permanecieron silenciosos, observando a su amigo con creciente estupefacción.

―Nos van a echar si armamos un escándalo... ―murmuró Hans, mirando a su alrededor.

―Les damos la ocasión perfecta y la malgastan así. ―Edward meneó la cabeza y tomó a Joseph por los hombros―. ¿Y tú te haces llamar hombre? Este es el límite de lo absurdo, así que aquí y ahora vas a declarar tus verdaderos sentimientos. ―Miró a Sia―. Y tú, quédate ahí y sincérate.

―¿De qué demonios hablas? ―espetó Joseph, apartándolo con brusquedad.

―No te hagas, camarada. Conoces a Sia desde años, ¿verdad? Incluso antes de que nuestro extraño Club de fenómenos existiera. Ustedes han estado toda la vida juntos, y seguro que quieren mantenerse así hasta que la muerte los separe, o alguna estúpida cursilería por el estilo Por eso... ―Edward tomó a Joseph de la cabeza y lo obligó a mirar a Sia―. Ahora le vas a decir cuánto la amas. Lo harás o le diré al maldito de Cheshire que te torture con sus poderes mágicos de gato monstruoso.

Dicho eso, Edward lo soltó y resopló. Consideró que su trabajo estaba hecho y se alejó de la mesa a grandes trancos, seguido por Lilian y Hans.

―Esta vez te pasaste de verdad ―opinó Lilian cuando salieron del local.

―No sé si los ayudaste o los saboteaste ―añadió Hans.

―Da igual, nunca antes había sido tan sincero. ―Edward lanzó una gran risotada―. Les apuesto que gracias a mi genialidad ahora tendremos que soportar la acaramelada vida de esos dos.

Y no se equivocaba, porque ese mismo día Joseph y Sia comenzaron a salir de forma oficial.

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