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Miriam

Conocí a Arturo hace casi dos años cuando por azares del destino terminamos laborando en el mismo edificio. En aquel entonces estaba perdida por mi jefe, el hombre perfecto que llevaba robándome el sueño más de cinco años, una eternidad que parecía nunca acabaría, hasta que apareció mi compañero de oficina. El tipo que rompía todos mis pronósticos, el único capaz de adueñarse de mi corazón sin que pudiera evitarlo. No fue un camino sencillo, pero al final me rendí a mis sentimientos.

Amaba a Arturo tanto como una persona podía amar a otra, la prueba era que tiempo después cada que pensaba en él mi corazón seguía latiendo con el mismo frenesís que la noche que le declaré mis sentimientos. Con tanto amor de por medio pensé que comprometernos era el siguiente paso al interminable camino que deseaba recorrer a su lado.

Aceptaba que era un tema que debíamos poner sobre la mesa antes de considerar se hiciera realidad, simplemente el domingo la ilusión me superó, confundiendo mi cabeza. Ahora, la tarde siguiente tenía la certeza que la desilusión no había sido en vano, me había dado una gran lección, poner el dato discretamente en las conversaciones. Arturo nunca sabría lo que quería si no lo hablábamos, aunque no planeaba hacerlo esa noche, encontraría el momento perfecto.

Y como si pudiera llamarlo con el pensamiento ni siquiera habían pasado quince minutos de mi llegada al departamento cuando tocaron a mi puerta. Dejé la bolsa sobre una mesita mientras me acercaba a atender, curiosa porque no esperaba visitas, pero adelantando de quién se trataba. Solo él tenía acceso ilimitado a mi piso, el guardia nunca le hacía preguntas.

—Arturo —le saludé con una sonrisa cuando me topé con el umbral—, ¿terminaste los pendientes? —pregunté porque había sido más rápido de lo pensado. De haberlo sabido lo hubiera esperado en el negocio para marcharnos juntos.

—Hola, Miriam. Sobre eso, te mentí un poco —admitió. Llevé mis manos a la cintura—. No hice nada malo. Vine hasta aquí porque creo que es un buen momento para que hablemos de un tema complicado.

—No lo digas así que me asustas —le pedí nerviosa tomándolo del brazo para que entrara.

Esa frase tenía miles significados, todos catastróficos, que me limité a no considerar los peores. Eliminé el que me terminara, al menos no sería lógico cuando anoche lucía tan enamorado, ¿qué lo harían cambiar en menos de veinticuatro horas?

—Estoy preocupado por ti, por nosotros —se corrigió a sí mismo. Alcé una ceja sin comprender qué estaba diciendo. Toqué su frente con la palma de mi mano examinando que no tuviera fiebre—. Miriam, aún estoy bien —bromeó tomándola entre las suyas para besarla—. Es sobre la fiesta del sábado, sé que algo no salió bien —mencionó, siendo más específico.

—Todo salió bien —respondí soltándome poco a poco para rodearlo, no quería verlo a la cara, no fuera a ser que descubriera mi mentira—. Los invitados quedaron contentos.

—Miriam, no me importan los invitados, me interesas tú. Cuando llegaron los músicos tú no...

—Arturo —frené sus suposiciones. No valía la pena revivirlo, todavía me sentía apenada por no disfrutar mi momento deseando vivir otro—, no esperaba tu sorpresa.

—Esperabas otra cosa —dedujo, atrapándome. Yo torcí la boca en una mueca, no se rendía—. Pensé que... Tal vez querías que te pidiera matrimonio...

—¿Matrimonio? —exageré nerviosa por su atinada suposición. Mis manos acomodaron mi cabello—. No, claro que no —mencioné con un ademán fingiendo que estaba lejos de la realidad.

—¿No?

—No —repetí tajante para que dejara de interrogarme.

Sabía que si lo pronunciaba con firmeza abandonaría el interrogatorio.

—Gracias al cielo, por un momento consideré que... —suspiró aliviado.

—¿Gracias al cielo? —murmuré apretando los dientes al verlo tan feliz por mi negativa. Esperé un segundo para que se retractara, no lo hizo—. ¿Te horroriza tanto la idea de casarte conmigo que hasta le pides ayuda a Dios? Pues, perdóname, Arturo, no sabías que te quitara el sueño.

—No, no, no —aclaró deprisa al notar que lo estaba estropeando. Demasiado tarde—. Miriam, es solo que tú misma lo dijiste, nunca nos casaríamos, los matrimonios nos condenan al fracaso. No nacimos para eso. ¿Lo recuerdas? —repitió mis propios argumentos para usarlos en mi contra. Odié el momento en que consideré hablaba con lógica—. ¿No estamos bien ahora?

—Eso es lo mismo que pienso. Si estamos bien ahora, ¿por qué no?

—Eso significa que quieres casarte —concluyó ante mi reclamo.

—Eso significa que quiero que me respondas, Jiménez —le exigí para que dejara de hacerse el tonto. Necesitaba una razón válida.

—Miriam, sabes perfectamente que no creo en el matrimonio. No es noticia de última hora.

—No, sí creías en él —recordé porque toda esta historia había empezado en una boda. Él negó perdiendo también la calma, no podía creer que trajera esa amarga memoria al presente. Yo no pensé si eso podía lastimarlo, porque era evidente lo haría—, se lo pediste a Ana.

—Y tuvo un pésimo final. No cometeré ese error dos veces.

—¡Arturo, yo no soy Ana! —le reclamé furiosa al pagar por hechos que no había cometido. Arturo no respondió, prefirió esquivar mi mirada. Yo comencé a caminar desesperada por la habitación, deseosa de que rompiera el silencio. Si él no tenía nada que hablar mal por él, yo estaba a punto de reventar—. Si piensas que voy a hacer lo que ella te hizo, ¿por qué sigues conmigo?

—Miriam...

—Piensas que firmar una miserable hoja es un castigo.

—Pues estamos peleando por esa miserable hoja —alegó en su defensa.

—No, estamos peleando porque tú crees que soy como tu exnovia. Parece que el tiempo que llevamos juntos no te fue suficiente para darte cuenta la clase de persona que soy —le reproché por su falta de fe—. Yo sí creo en ti, dejé atrás el matrimonio fallido de mis padres, empecé a tener fe en lo nuestro.

—Creo en lo nuestro, Miriam, no estaría aquí si no fuera así. Yo también creí que no necesitabas un anillo como prueba. Y lamento no poder pensar como tú, no sabía que la boda era tan importante para ti —dijo. Ese era el problema, tendría que serlo para ambos—, que discutiríamos por esta razón.

—Deja de echarle la culpa a la boda, Jiménez. A estas alturas no me importa la ceremonia —escupí fastidiada encaminándome al sofá para plantear distancia.

No sabía manejar el enfado, era la primera vez que peleábamos de esa manera.

Me dejé caer derrotada. Más molesta conmigo misma por ser yo la que inicié, por no contenerme y explotar como una bomba de tiempo. Por si fuera poco le había revelado mis deseos en un arrebato. Tomé un suspiro para calmarme, necesitaba que la furia le diera paso a la calma. El silencio se extendió por unos minutos.

De pronto sentí que había hecho una tormenta en un vaso de agua. Le había dicho cosas dolorosas en un arrebato, toqué un tema delicado sin tacto. Me sentí espantosa.

—Lamento mucho que llegáramos a esto, Miriam —habló Arturo a lo lejos, después de un rato. Yo no pude verlo a los ojos—. Nunca quise hacerte sentir mal.

—No, perdóname tú a mí, no debí recordarte el pasado porque sé que aún te duele —me sinceré aceptando mi parte de la culpa. No había medido mis palabras—. Te aseguro que no soy como ella —me desahogué rompiéndome. Ese comentario me había dolido mucho más que saber que probablemente nunca nos casaríamos.

—No, no, no —aclaró enseguida aproximándose hasta mí. Ocupó un lugar a mi lado—. Te conozco, Miriam, sé que nunca harías algo así, es mi miedo absurdo el que no me deja ver más allá. Perdóname si te lastimé. Tampoco sabía que esto te importaba. De haberlo sabido... Es que antes del sábado lo disimulabas tan bien que no me pasó por la cabeza que... Eres buena actriz, eh —intentó bromear. Yo le dediqué una sonrisa tímida, ni aunque se estuviera acabando el mundo dejaría su humor. Él imitó mi gesto—. Miriam, si tú necesitas una boda, si eso es importante para ti, vamos a hacerlo.

—No, Arturo, no me lo pidas ahora —le frené antes de que lo pronunciara porque de hacerlo lo haría forzado. Quería que le naciera, que sintiera la misma necesidad que yo.

—No creas que no te quiero por no pedírtelo antes. Escúchame —me pidió tomándome del mentón para que dejara de esquivar su mirada. Me perdí en sus ojos miel—, tú eres la mujer de mi vida.

—Pero pensabas casarte con ella.

En verdad quería entender por qué con ella sí valía la pena arriesgarse.

—Y hubiera sido un terrible error, ahora no puedo imaginarme una vida sin que tú estés en ella. No puedo cambiar lo que hice en el pasado... Yo... —Arturo buscó la palabra adecuada, no la encontró. Suspiró—. Solo quiero que sepas que te amo. Si me conoces sabes que te hablo con sinceridad —me dijo. Lo sabía, podía sentirlo, las palabras eran bonitas, pero él me hacía feliz todo el tiempo—. Eres más de lo que pedí. Miriam, es tan fácil entregarte el corazón —susurró rozando mis labios. Cerré los ojos rindiéndome a su contacto—. Eres hermosa, tan dulce, inteligente y generosa... —añadió entre nuestros besos.

Yo dejé de escucharlo enredando mis manos en su cuello para atraerlo a mí. Arturo quiso separarse para retomar la charla, pero no se lo permití, no volvería a hundirme en la amargura cuando podía ahogarme en la miel de sus labios que me necesitaban tanto como yo a ellos. Su aliento cálido se mezcló con el mío al dibujar su boca. Mis manos ágiles desanudaron su corbata. No deseaba recordar la razón de nuestros desacuerdos, ni tampoco los sueños que no se cumplirían, los errores que posiblemente se repetirían. En aquel momento solo quería tener presente las razones para luchar por lo nuestro.

Callé el pasado y el futuro con el sonido de nuestras respiraciones, nuestros besos, los suspiros se escapaban de mis labios y los latidos acelerados de su corazón.

Agradecí el día que había decidido comprar aquellos sofás tan amplios. Poco me importó el precio, eran perfectos. Todo en ese momento me parecía perfecto. Estaba radiantemente feliz.

—Ahora me dirás quién fue el que te dijo lo de la boda —le pregunté con una risa a Arturo sentado a mis pies.

—En realidad lo deduje yo mismo...

Entrecerré los ojos sin creerlo. No se caracterizaba por ser un experto en adivinanzas. Él debió darse cuenta porque se corrigió dándole más realismo a su versión.

—Con un poco de ayuda —añadió con una sonrisa que me enamoró como una chiquilla.

—Alba —respondí. Era la única persona capaz de darle una mano siempre que lo necesitaba.

—Ella no me lo dijo, solamente me dio algunas pistas que yo le pedí. Por favor, Miriam, no te molestes con ella —me pidió creyendo que la acusaría de traición cuando nada estaba más lejos de la realidad. No era un secreto, de serlo no lo hubiera soltado a la primera oportunidad.

—No lo haré. Pensé que también podría ser Álvaro —opiné porque era el otro cómplice de todos sus planes.

—No. Él ya tiene bastantes problemas para meterse en nuevos —murmuró.

—¿Le sucedió algo malo? —curioseé intrigada por el tono pesimista que utilizó. No estaba enterada de las nuevas noticias.

—No. Es decir, no es una tragedia, nadie muere por un rechazo, pero conociéndolo sé que...

—¿Se le declaró a Alba? —pregunté sentándome de golpe. No podía creerlo, cómo se atrevió a dar ese paso. Y después de tanto tiempo se había ganado un no. Eso sí que era un mal fin de semana. Arturo no respondió a mi pregunta, se echó a reír por mi abrupta reacción. Acomodó uno de los mechones de mi cabello—. ¿Por qué le dijo que no?

—Tampoco me tiene tanta confianza, Miriam. Sabes que Alba es cerrada en sus sentimientos, tal vez simplemente no le interesa o no se sienta lista para tener pareja —me explicó justificándola.

Yo negué decepcionada, empecé a entender a Pao cuando quería cerrar el libro al enterarse su pareja favorita no se concretaría.

—Una pena. Me hubiera gustado que acabaran juntos —acepté resignada.

Arturo prefirió no opinar, seguramente en consideración a Alba.

Me acomodé con cuidado en el sofá para ayudarle a abotonar su camisa blanca, aunque podía empezar con la mía. Le sonreí, adoraba estar con él. De no tener tantas cosas por hacer me hubiera quedado ahí hasta la mañana siguiente.

Por desgracia teníamos que volver a la ciudad para bajar la cortina del local que teníamos a nuestro nombre. Haber invertido en aquel negocio en conjunto fue una buena idea, disfrutamos pasar tiempo juntos, además que funcionábamos bien en equipo de trabajo, teníamos experiencia en ese tema. Pese a todo lo positivo, nadie podía negar las responsabilidades. Aquí los únicos capaces de sacar el negocio adelante éramos nosotros.

—Yo creía que Alba le gustaba Álvaro —retomé la conversación. Arturo negó con una sonrisa al percatarse que la idea nadie podía quitármela de la cabeza—, no sé, lo veía diferente que al resto.

—Tal vez es porque tiene lentes —bromeó Arturo, aunque pronto recordó que yo también los usaba, aunque no tanto como debería—. No es que tenga nada de malo, eh. A ti se te ven increíbles.

—Deberíamos hacer algo por ellos —propuse divertida interrumpiendo su bobería.

Él se lo pensó, considerando qué tan buena idea sería. Pareció luchar entre darme la razón o seguir su convicción, esperé que escogiera la segunda.

—Podríamos, pero será mejor que no, Miriam. Conozco a Alba, le molesta mucho que interfieran en sus asuntos, lo más adecuado será respetar su decisión, apoyarla y no intervenir. Ella mejor que nadie conoce sus razones —comentó con sabiduría.

Asentí con un suspiro de resignación. Arturo había acertado, no tenía ningún derecho de hacerla cambiar de opinión.

Él notando que estaba pensativa me sonrió antes de tomarme del mentón con cuidado para dedicarse a mirarme durante un rato con tanta ternura que me fue imposible no imitar su sonrisa. Mis manos acunaron su rostro al no resistir las ganas de besarlo. Mi corazón se aceleró al sentirlo cerca de mí, al reencontrarme con esas sensaciones que solo él provocaba. Pensé en lo afortunada que era que alguien me amara con esa intensidad, consideré que todos lo merecían.

Involuntariamente recordé a Alba, en la oportunidad que perdería por miedo, en el cambio que necesitaba su vida. "No es intervenir si solo la ayudo a ver lo que ya existe, eso que se niega a aceptar", me dije, consciente que ese detalle no estaba en contra de ningún plan.


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