Capítulo 4
Tenía diecisiete años la última vez que me planché el cabello. Diez años después había olvidado el calor de la plancha al recorrer los mechones, lo estaba haciendo tan mal que fue una especie de milagro Miriam me detuviera antes de arruinarlo por completo. Solo había una cosa que odiaba más que mi cabello rojo, no tenerlo.
Me limpié las manos en el vestido dorado que Miriam me había prestado de su guardarropa. No me sentía como Alba, quizás porque no estaba usando nada que ella llevaría encima. Ella jamás se hubiera prestado para esta ridiculez. Sin embargo, mi compañera lucía contenta con el resultado, tanto que fue imposible llevarle la contra cuando quise arrebatarme todo de encima. Según sus propias palabras estaba perfecta, perfectamente irreconocible era lo que debió decir. Se había esmerado queriendo sacar una imagen diferente mía, lo había logrado.
Cuando me vi en espejo, mientras ella ajustaba la prenda a mis medidas, no podía creerlo. Incluso caminando a su lado, comprobando que alguno de los pendientes no se hubiera caído en el estacionamiento, tal vez como una excusa idiota para huir, tenía la impresión de que mis dedos rozaban otro cuerpo. Era como ver una película, sin formar parte de ella, al menos eso me sucedió hasta que topé con Arturo esperando a su novia en la entrada.
Sí, sólo alguien con mi suerte podía toparse con alguien como él en la vida.
Arturo le dedicó una de esas sonrisas boba que tenía reservadas solo para Miriam.
Era esa clase de hombres que las otras mujeres, que por fortuna nunca habían cruzado palabra, considerarían lindo. No de los que protagonizarían una película romántica o una cinta de acción. La palabra que le haría más justicia era adorable, de esos tipos simpáticos con una tierna sonrisa, de buenas intenciones que traspasaban la mirada.
—Miriam... —pronunció su nombre como si no lo hubiera visto esa mañana, cuando así pasó. Trabajaban juntos, no sabía cómo no se aburrían de estar pegados todo el tiempo. Yo no podía compartir más de quince minutos con alguien sin sofocarme.
Giré la cabeza a un costado. Odiaba ser el mal tercio.
Arturo me sonrió con amabilidad cuando reparó en mi presencia, pero su rostro cordial fue transformándose a uno asombro. Tenía esa clase de miradas que hablaban sin palabras. Y para desgracias de todos, Arturo hablaba demasiado.
—¿Alba?
Rodeé los ojos fastidiada por su estúpido broma antes de darle un empujón para abrirme paso al interior. Siempre hacía ese tipo de comentarios tontos.
—No puede molestarse por eso —cuchicheó a mi espalda.
—No la retes, Arturo.
El restaurante estaba lleno, no había espacio ni para caminar. Era pequeño, con mesas alrededor de una pista de baile que alguien sin sentido había metido a la fuerza. Manteles blancos, claveles en todas partes, luces. "Arturo se superó", admití porque solía tirar la casa por la ventana, de acuerdo con sus posibilidades, en los cumpleaños de Miriam. Debía significar algo especial para ellos, yo solo recordaba que ese día descubrí que era un mentiroso.
Dándole un vistazo a la vestimenta de todos los demás invitados, la mayoría desconocidos, acepté que Miriam había acertado con mi cambio. Si venía con mi pantalón relavado tal vez pensarían que les pediría dinero. "Al menos así lograría sacarles una moneda", pensé divertida.
La sonrisa se borró al escuchar un chiflado a mi dirección. Busqué a los lados el origen hasta que di con el club de los cobardes. El alborotador no podía ser otro que Emiliano. Un chico un poco más joven que yo, arrasador como un terremoto. De cabello negro, el más negro que había visto en mi vida, y alegres ojos que te engañaban porque daban la impresión de no haber llorado nunca.
—Alba. Viniste con todo —me alagó divertido. Yo entrecerré los ojos, torcí la boca. Otro chiste sobre mi aspecto y habría un par de dientes sueltos.
—Tú no quisiste quedarte atrás —respondí. Había dejado sus chaquetas de mezclilla por una camisa vino.
Él se encogió de hombros con una sonrisa, sin llevarme la contra, destacando ese par de hoyuelos que adornaban sus mejillas.
—Hay muchísima gente —opinó Miriam llegando hasta donde estábamos. Emiliano también le rindió honores aunque con más fascinación. Ese chiquillo la adoraba—. ¿Dónde están los otros?
—Tía Rosy brillando en la pista —mencionó señalándola con la cabeza. Yo quise alzarme de puntillas, pero los estúpidos tacones me lo impidieron. Casi me voy de frente en mi impulso. Arturo se rio discretamente creyendo que no lo vi, yo le enseñé el puño para que se anduviera con cuidado. Él era la torpeza en persona—. No quería desperdiciar un minuto —agregó riendo, volviendo la atención a nosotros. Luego ladeó un poco la cabeza—. Ahí viene Pao.
Pao era la más chica de todos, apenas superaba los veintiunos, pero aparentaba menos con ese aire de niña. Supongo que estar entre nosotros hacía más evidente su juventud. Esa noche llevaba un vestido color verde que combinaba con el color miel de sus ojos. Cuando estuvo frente a nosotros abrazó con fuerza a Miriam para felicitarla. A pesar de ser tímida, con las personas que entraba en confianza, era de lo más afectiva.
Una bonita escena que interrumpió la llegada de otra persona. Rubia, pequeñita, delgada como un alfiler, pero con un rostro de muñeca.
—Miriam, al fin te encuentro —celebró Dulce arrebatándola de sus brazos.
La guapa chica trabajaba antes con Miriam, y pese a cambiar de compañía seguían frecuentándose por su cercana amistad. Era de baja estatura, pero tenía la energía de una hormiga y vocecita de princesa de Disney de última época. Estaba un poco loca, pero todo aquel que convivía con ese grupo padecía el mismo mal. Supongo que era contagioso porque el hombre que la acompañaba, que supuse se trataba de su marido, parecía tener alguna clase de demencia por ella.
—Te estaban buscando tus padres —le avisó.
Arturo volteó a otro lado para esconder una mueca desagradable. Lo detestaban, aunque pocos sabían las razones. Eran difíciles de predecir si no conocías toda su historia, imposible si lo hacías.
—Por favor, ve con ellos, ya no sé de qué hablar. Se me acabaron los temas interesantes para mantener una conversación con personas de monosílabos —le pidió uniendo sus manos en una súplica dramática.
Arturo escondió una sonrisa. La entendía, mejor que nadie lo hacía. Por eso no siguió a Miriam mientras su amiga la arrastraba deprisa entre el gentío.
—¿Al menos has hablado con ellos? —le cuestioné al verlo aliviado por no verse en ese aprieto. Mientras más distancia hubiera entre ellos mejor.
—Lo necesario —admitió desinteresado—. Me hicieron un par de preguntas sobre el lugar, ahí murió la conversación. Tampoco decidí sacarles mucha plática, no fuera a ser que sí se interesaran en continuarla. Por cierto, Alba, necesitaba hablar contigo de algo importante...
—¡Mis chamacos! ¿Cómo la están pasando? —nos interrumpió Tía Rosy apoyando su brazo en sus hombros.
Ella era regordeta, pero fuerte como un roble. Incluso con la blusa formal y el pantalón negro delataba su locura. Siempre me pregunté si había escapado de un hospital psiquiátrico, quizás había sobornado a alguna enfermera, tal vez incluso había huido sin dejar rastro.
—No. No. No. No —comentó deprisa sin quitarme la vista de encima. Fruncí las cejas nerviosa por su repentino interés, odiaba que me miraran de esa manera, como si los malditos ojos les fueran a estallar—. Tú eres la pelirroja. Es ella, ¿verdad? —le preguntó a Arturo. Él asintió con una sonrisa, burlándose de su expresión de sorpresa cuando hace un momento tenía una igual—. Recomiéndame a tu hada madrina.
—La novia de este —respondí desganada.
Arturo sonrió orgulloso de los buenos gustos de Miriam. Él era su excepción.
—¡La canción! ¡Mi canción! —se alarmó haciendo una pausa a mis comentarios. Esa debía ser su frase, la había escuchado de sus labios centenar de veces. Movió la cabeza, agitando su cabello corto negro, sin contener el ritmo antes de jalar del brazo a Arturo que estaba descuidado.
—A mí no me apetece mucho bailar... —le explicó en vano porque no lo escucharía. Yo mordí mi labio compadeciéndome de él, terminaría mareado con ella dirigiéndolo. Bien merecido se lo tenía.
Le dediqué una sonrisa victoriosa cuando los vi alejarse, después negué sin que pudieran observarme.
—¿Tú no bailas, Alba? —me preguntó Emiliano al verme tan interesada en las parejas del centro.
—No.
Hace años que no lo hacía. Y si algún día me nacía intentarlo no sería en estos zapatos. No entendía cómo Miriam podía soportarlos todos los días, parecía un método de tortura medieval. Estaba segura de que no aguantaría ni un par de horas más, ya estaba pensando cómo pasar desapercibida estando descalza.
—¿Tú, Pao? —le preguntó a la otra chica que golpeteaba el pie con su zapatilla dorada.
—No soy buena —se justificó apenada.
—Vamos, inténtalo —insistió tomándola de la mano. Ella pegó un respingo por la sorpresa—. ¿Crees que no puedo defenderme? Sé que no me llamarán para bailando por un sueño, pero tengo...
—No, sé que lo haces muy bien —le explicó avergonzada. Pao siempre estaba sonrojada, era como un tomate andante. Me agradaba esa chica—. Es solo que... Es que no soy buena —repitió tímida. Yo reí por su torpe explicación. Seguro lo había aprendido en el centenar de libros que leía, era toda una romántica—. Tú lo haces mejor que yo. En realidad el mundo entero lo hace mejor que yo —argumentó, enredándose. Emiliano le sonrió de esa forma traviesa haciéndola sonrojar aún más, creí que en cualquier momento le explotaría la cara—. La última vez que me salió algo decente fue cuando me gradué de la secundaria, medio decente —repitió—, y fue porque lo ensayamos durante un mes...
—Podemos superar ese récord —comentó él optimista. Eso la hizo rendirse. Emiliano no le importaba hacer el ridículo, no le interesaba nada más que ser feliz. Eso fue suficiente para ganarse un sí de su parte.
Él empujó su silla de ruedas al centro con una tímida Pao a su lado que no sabía ni qué hacer.
Ese chico debía tener un pacto con alguien porque era inexplicable su energía y vivacidad. Todos en el club éramos almas desgraciadas que luchábamos por mantenernos a flote, pero él era una llama que no se apagaba, ni siquiera se agitaba ante el primer soplo. No sabía lo que había sucedido en su vida, tampoco esperaba saberlo, pero merecía un monumento por sonreír con tanta sinceridad.
Observé a las personas divertirse al quedarme sola. Siempre hacía eso, empujaba a los demás a que se marcharan. Analizándolos, recordé que era la primera vez en muchos años que venía a una fiesta así, es decir, una fiesta en la que pudiera participar más allá de comer detrás de la barra. La última fue en el cumpleaños de Miriam y la anterior cuando estaba embarazada de Nico, ayudando a Dena con su hijo de cinco años, en mi idea de ir practicando para cuando me tocara a mí.
Había olvidado muchas cosas que antes hacía con frecuencia, cosas que no deberían quedar en el pasado. Bailar, tomarse una fotografía, sonreír, plancharse el cabello, elegir aquel vestido que te gustaba, sentirte parte del mundo. Todo eso había quedado atrás cuando la vida me empujó al presente. Parpadeé alejando la absurda tristeza. No era momento para dramas baratos, estaba ahí por Miriam y Arturo. Ellos eran felices. El único consuelo de quien no puede serlo es ver a otros obtener lo que añoran.
"Arturo", recordé su petición. "¿Qué querría decirme?" No tenía conocimiento qué pudiera serle de utilidad, tampoco se lo diría.
Contemplé a Tía Rosy a lo lejos, pero estaba con otro tipo que nunca había visto. Segura a ella le pasaba igual. Tenía esa característica de creerse de amiga de todos, de convencerte de serlo antes de poder negarte.
Me alejé para buscarlo entre la multitud, cuidando de no rozar a ningún extraño en el reducido espacio que amenazaba con aprisionarme, odiaba la cercanía de la gente, me ponía los pelos de punta sentir la piel de otras personas tocando la mía. Me esforzaba por no despertar viejos recuerdos, sin embargo, apenas había dado unos pasos cuando choqué con un cuerpo de frente. Maldije en voz baja, regañándome por mi descuido hasta que identifiqué una voz familiar.
—Disculpe.
Alcé el rostro para mirarlo directo la cara. Era más alto que yo, por lo que tenía que elevar un poco la barbilla. Formal con su camisa blanca, pero sencillo, como seguro Arturo le había pedido asistiera.
—Álvaro, no sabía que ya habías llegado —le saludé en confianza, feliz de encontrar un rostro amigo, pero él no respondió a mis palabras. Permaneció en un silencio que me desconcertó.
Me observó extrañado, como si hablara en otro idioma, como si las palabras no llegaran a su cabeza, hasta que sus ojos profundamente negros se fueron abriendo poco a poco. Acomodó sus lentes en el puente de su nariz.
—¿Alba? —preguntó incrédulo, con una expresión que detesté.
Tomé un respiro porque era el único que faltaba.
—No seas payaso, sabes que soy yo —mencioné sin pizca de gracia.
Estaba hartándome de ese chistecito. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo para recordarme que daba la impresión de haber usurpado la identidad de otra persona.
Lo rodeé sin deseos de hablar más del tema, porque tampoco quería desquitarme, pero él me siguió de cerca sin captar el mensaje.
—Perdón, no te reconocí —se disculpó sin necesidad de hacerlo. "Me había arreglado el cabello solamente, un poco de maquillaje no era una maldita cirugía estética". Siguió hablando a mi espalda—. Es que... no sé qué decir... Te ves preciosa, Alba. No me malinterpretes, tú siempre eres hermosa, pero hoy...
—¿Sabes dónde está el bobalicón de Arturo? —interrumpí su parloteo.
En mi repentino freno casi me llevó de encuentro. Cerré los ojos, pero sus manos nunca se posaron en mí. Agradecí el detalle de no tocarme mientras recuperaba el equilibrio. Eso era lo que me agradaba de él, sabía respetar mis reglas. Álvaro nunca me presionaba, no exigía respuesta. Era paciente. Recordarlo hizo que olvidara el coraje.
—No. Hace un rato lo vi, pero me dijo que esperaría a Miriam en la puerta.
—Sí, después de eso me dijo que quería hablar conmigo —le platiqué. Él asintió distraído, tuve la impresión de que no me estaba poniendo atención. Afilé la mirada cansada de su mirada—. Deja de verme —le ordené.
Álvaro carraspeó incómodo al verse descubierto antes de voltear la cabeza hacia otro lado.
—Quizás solo quería pedirte un consejo —habló en voz alta para que pudiera escucharlo.
—¿Qué clase de consejo puedo darle yo? ¿Cómo convertir una papa de supermercado en una caja de anillo?
Él rio divertido por la opción. No lo había dicho como algo gracioso, pero fue bueno oírlo.
—No sé, podría ser respecto a Miriam. Tal vez confesarte su sorpresa. Tiene una, hay plena seguridad, aunque no quiso decirme de qué se trata. Tal vez piensa que puede estropearlo.
Arturo podía arruinar todo sin abrir la boca.
—¿Crees que le pida matrimonio?
—Es posible —admitió. Yo tenía la misma corazonada. Miriam se podría a saltar en un pie llegado el momento, ni siquiera terminaría de preguntárselo cuando le daría el sí—. ¿Estaremos ante una propuesta memorable o un fallido intento?
—Conociendo a Arturo un poco de ambas —contesté de buen humor. Él me dio la razón viéndome discretamente.
Negué escondiendo una involuntaria sonrisa. No entendía cómo podía ser tan listo en unos temas, presentar argumentos elaborados, sostener con firmeza sus ideas, pero tan bobo en otros.
—Vamos, puedes verme —le dije para que se dejara de tonterías. Acabaría con una lesión de cuello—, pero no de esa forma que me pones nerviosa y sabes que cuando estoy nerviosa termino de mal humor.
—Alba, hay muchas cosas que te ponen de mal humor —argumentó feliz en su defensa.
—No te conviertas en una.
Él me sonrió con dulzura, tomándolo con un cumplido, fingí no darme cuenta, obligándome a ignorarlo. Si planteaba distancia todo era más sencillo, así entendería que no estaba siendo amable. Álvaro era esa clase de tipos que tenían una dualidad complicada de controlar. Por un lado era el hombre más bueno que conocía, el tipo con el que podías hablar de todo sin que te juzgara, su amabilidad debía ser ilegal. Posiblemente lo fuera en otro país. Estaba segura de que si le llamabas a las tres de la mañana iría a buscarte importándole poco el mundo y lo peor, no te lo echaría en cara. Por eso a veces huía de su compañía, por no darme razones para odiarlo.
Además, tenía un no sé qué que lograba ponerme ansiosa, vulnerable. Me hubiera gustado atribuirlo, al menos eso hice al inicio, a que era atractivo físicamente, porque entonces perdería el hechizo con la costumbre, lo arruinaría al abrir la boca. Otro hombre bobo con suerte, sin cerebro, fácil de hacer a un lado. Me equivoqué, era su personalidad la que me ponía las cosas difíciles. Siendo honesta, todo él me ponía las cosas difíciles.
Seguía pensando en él cuando un ruido me alarmó. Giré la cabeza al centro donde la gente comenzó a acercarse. Miré a Álvaro para saber si tenía información, pero por su mirada deduje que no asomaba ni la mínima sospecha. Me abrí camino, aprovechando que todavía había espacio entre los curiosos, presenciando a un Arturo tomando el micrófono. Busqué a Miriam por todos lados, la hallé porque el resto la empujó para que ocupara el primer lugar.
—Buenas noches. Hoy es un día muy especial, es el cumpleaños de Miriam Núñez.
—¡Hurra! —exclamó Dulce a su lado zarandeándola emocionada. Arturo le dio las gracias con un ademán de manos.
—Esta fiesta es en honor a la mujer que cambió mi vida —continuó—. Hace unos años, en mi peor momento, estaba convencido de que nadie podría quererme como ahora tú lo haces, que jamás llegaría a amar la mitad de lo que te amo a ti. Tengo que celebrar por la suerte de toparme contigo —comentó robándole una genuina sonrisa.
La mayoría suspiró por sus palabras bañadas en azúcar mientras yo sonreí negando con la cabeza. Arturo siempre que hablaba de Miriam parecía haberse tragado una caja de bombones. Estaba colado por ella hasta los huesos. Había presenciado muchos fracasos en el amor, algunos escasos triunfos, pero no tenía ningún recuerdo de ningún hombre que estuviera tan perdido por una chica.
—No solamente eres inteligente, sino la mujer más buena y generosa que conozco. Debí suponerlo el primer día, desaprovechaste la oportunidad de mandarme al corralón y preferiste darme trabajo —bromeó ganando una mirada de fingida severidad de Miriam que se cruzó de brazos. Sus padres hicieron una mueca con más amargura que un limón, lo sabría yo.
—Es un sinvergüenza de lo peor —le murmuré a Álvaro a mi costado que tuvo que encogerse un poco para escucharme. Me regaló una sonrisa en respuesta—. Y aquí es cuando él dice...
—Te tengo una sorpresa, Miriam —se adelantó Arturo captando la atención de todos.
Observé a Miriam morderse el labio, la conocía bien, debía estar a punto de escupir el corazón de la emoción. Tal vez llevaba sin respirar desde la primera oración. Yo, que no tenía nada que ver, también sentí mis latidos acelerarse por la tensión. Necesitaba que escupiera la maldita pregunta de una buena vez.
—Habla ya —susurré apretando los dientes. Álvaro rio por mi impaciencia.
Su risa fue interrumpida por un sonido que me hizo pegar un respingo. Miré hacia todos lados buscando su origen, lo encontré en la puerta del lugar.
—¡Eso! —celebró entre aplausos Tía Rosy porque habían dado en su punto débil.
Contrario a los pronósticos no apareció el esperado anillo, ni el arrodillamiento frente a la multitud, ninguna propuesta de compromiso. Fue un mariachi el que hizo su entrada triunfal con la música por todo lo alto.
Horrorizada llevé mis manos a la cabeza, después busqué la mirada de Álvaro, compartíamos la misma expresión. Ambos sabíamos lo que significaba. No tuvimos una sola duda al contemplar a Miriam, que pese a sus intentos por mostrarse feliz, no logró disimular que la decepción le había dolido.
¿Qué creen que suceda con Miriam y Arturo?
¿Qué pasará con Álvaro?
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