Capítulo 3
—¿Me traerás pastel?
No creía que en esas fiestas dieran comida para llevar, parecían tratarse de los restaurantes tacaños que preferían tirarla antes de regalarla a los invitados, pero obligaría a Arturo a hacer una nueva moda.
—Sí, eso haré —le prometí conociendo que era su perdición—. Pórtate bien con la abuela —le pedí, mirándolo a los ojos.
"Incluso cuando diga que tu madre se quemará en el infierno", pensé.
Tampoco me quedaba muy tranquila dejándolo ir con ella. Sabía que me odiaba y temía le metiera ideas malas en la cabeza, pero le tenía mucho cariño y hasta ahora no había mostrado alguna sospecha de juicio hacia mí, así que supuse que era cuidadosa frente a él. Un gran esfuerzo conociendo lo que le gustaba hablar de mí. Era su tema de conversación favorito.
—Temprano —me remarcó mamá cuando me acompañaron a la puerta donde me esperaba el taxi que Miriam había enviado. Asentí dándole un beso a Nico junto a mi palabra de que le contaría todos los detalles de la fiesta cuando regresara.
Lo hice, pero mentí sin saberlo, porque lo que estaba por pasarme no podría contárselo a nadie.
El departamento de Miriam era clase de sitios que uno soñaría. Amplio, limpio, elegante, sofisticado. Seguro lo había seleccionado por una revista, de esas que exponían alrededor de la caja de supermercado, esas mismas que uno ignoraba ocupada sacando la mitad del carrito al no completarlo. Claro que el mérito era solo de ella que sabía mantenerlo impecable con el poco tiempo libre que contaba. Tenía un buen gusto.
—Alba, que bueno que llegaste —me saludó con una sonrisa haciéndose a un lado para que pudiera entrar. Pisé firme para no verme intimidaba por el ambiente—. Estaba alistándome.
—Vas bien —comenté sin saber qué decir, porque era un idiota halagando.
Ella rio de buen humor al verme dudar antes de sentarme en el sofá.
La analicé de pies a cabeza. Su cabello negro rizado por encima del hombro perfectamente peinado, el maquillaje al natural en su piel blanca destacaba sus facciones, el vestido azul planchado hasta la rodilla y sus tacones altos que nunca podían faltar. Miriam era de esas mujeres que lucían guapas al primer vistazo. La envidiaba, no de esa clase de envidia que te hace desear se le rompa el zapato, sino de la que te hace desear ser como ella en otra vida.
—Por cierto, te he traído un regalo —le dije regresando a la realidad. Coloqué despacio la caja roja sobre la mesita del centro—. No esperes la gran cosa —advertí. Nada de lo que pudiera darle superaría lo que ella tenía, no solo por mi condición económica sino también por mi pésima orientación en cuanto a moda—. De preferencia no esperes nada.
—Muchísimas gracias —comentó con una enorme sonrisa. Miriam siempre se mostraba conmovida por las muestras de afecto de otros, incluso si solo le dieras un maldito chabacano se emocionaría—. Estoy muy nerviosa —me confesó sentándose en el mueble de enfrente.
—¿Por? Bueno, teniendo a Arturo de novio yo también estaría en una actitud de alerta constante —murmuré con honestidad provocándole una risa. No entendí la razón de creer que bromeaba.
—Ha citado a muchísima gente. A mi familia, a mis amigos —comentó sin poder mantener sus pies quietos—. Tú crees... ¿Tú crees que me pida matrimonio?
—¿Matrimonio?
No escondí el asombro de la felicidad con la que pronunció esa condenada palabra.
—Sí, quizás es tonto —reconoció con una sonrisa nerviosa—, pero tenga esa sospecha.
—Álvaro piensa lo mismo —mencioné en voz baja recordando nuestra conversación—. Aunque eso son malas noticias para ti, ¿no? Dijiste que no creías en el matrimonio, que era horrible. Tendrás que rechazarlo enfrentar de todo el mundo, lo cual sería espantoso para los dos...
—Sí, bueno, sobre eso... las cosas han cambiado un poco... —reconoció poniéndose de pie. Yo la seguí con la mirada, esperando agregara una explicación. Ella caminó por la habitación impaciente, como si intentara ordenar sus ideas.
—¿Las cosas han cambiado? —repetí sin comprenderla.
—Sí, eso era antes de conocerlo —me explicó, aunque dio la impresión de hablar para sí misma—, cuando tenía como comparativo el matrimonio de mis padres, pero gracias al cielo no tenemos ninguna similitud con ellos. Él prepara el desayuno, me pregunta qué me sucede si estoy decaída, escucha toda mi palabrería aunque sea la novena vez que diga exactamente lo mismo, espera sin presionarme, me incluye en sus planes, desea estar en los míos, no se marcha a la sala cada que me ve llegar, ni resopla si le pido un consejo. Es dulce, cálido y comprensivo. No puedo dejar de pensar que es el hombre con el que quiero pasar toda la vida, Alba. Creo que nos hacemos bien juntos.
—Qué valor el tuyo, Miriam —admití sorprendida de su declaración.
—Y no sé... Quizás hasta formar nuestra propia familia —añadió ilusionada, con ese brillo particular que delata a las personas que ya han perdido la cabeza.
—¿Formar una familia? —me horroricé de sus sueños. Hace dos años ella perjuraba que nunca llegaría a ese punto, que no estaba hecha para esa vida—. ¿Te refieres a tener un bebé?
—¿Por qué no? Yo jamás tuve una, al menos no una familia como la que me gustaría a mí. Una de verdad. Un refugio en la cual puedas sentirte apoyada... Claro que es un plan a futuro —reconoció analizándolo mejor, quizás mi expresión la había extrañado. Yo tenía la mandíbula abajo sin poder imaginar a su novio como papá. Mi cerebro hacía corto circuito cada que intentaba recrear esa imagen—. Arturo y yo no hemos hablado del tema.
Preferí seguir su ejemplo, guardar silencio porque al hablar la lastimaría. No culpaba a Miriam de tener esas aspiraciones, pero conociéndola como lo hacía, se ilusionaba en un chispazo. Y ella era muy entregada a sus sueños, exageradamente apasionada en sus deseos. Una regla general que no entendía era que mientras más amor le pones, peor será tu decepción. Arturo no parecía ser de los hombres que destruyeran corazones por placer, tenía que reconocer sus virtudes, pero todos lo hacían de una u otra manera.
Siempre que se involucra el corazón alguien sale herido.
—¿Sabes si Álvaro vendrá a la fiesta? —cambió de conversación al no recibir contestación. Me sentí mal por no decirle lo que esperaba, siendo incapaz de mentir.
—Sí, me escribió ayer para decírmelo —mencioné. Siempre me escribía, supongo que en parte era mi culpa por responderle, aunque en mi defensa no existían motivos para no hacerlo—. También vendrá Emiliano, Pao, Dulce, Tía Rosy, todo el mundo al que Arturo conoce en la ciudad y como van las cosas quizás hasta los que no—destaqué ocasionándole otra sonrisa.
—¿Puedes hacerme un favor? —me cuestionó de buen humor.
—Sabes que sí.
—Bueno, no es un favor exactamente —comenzó a divagar. Fruncí la ceja sin entenderla. Lo que fuera a decirme cuando antes mejor—. Es una especie de regalo.
—¿No te gustó ese? Ni siquiera lo has abierto.
—Me encantará, estoy segura. Es sobre otro tema... —Hizo una pausa, poniéndome tensa— ¿Me permites te arregle para la fiesta? —soltó al fin, cuidadosa de no ofenderme, mordiéndose el labio.
—¿Arreglarme? ¿Estoy mal así? —cuestioné dándome un vistazo. No necesité respuestas. Mi pantalón de mezclilla y la blusa blanca no se comparaba con el atuendo de ella. En sus buenos tiempos eran de utilidad.
—No, te ves muy bien. Vamos, Alba, ya quisiera yo ser tan bonita —mintió para remediarlo—. Es solo que... Todo mundo irá formal —se justificó apenada, aunque tal vez solo improvisó una excusa. No la culpaba, pensándolo a fondo, arruinaría su fotografía de compromiso. Todo mundo pensaría que me colé al fondo.
—A mí nadie me avisó —comenté para disculparme, o eso intenté, pese a que nadie pudiera identificarlo con la tosquedad de mi respuesta.
Era involuntario. No sabía por qué, pero me expresaba con más rudeza de lo que deseaba.
Lo pensé un segundo, con sus ojos oscuros aguardando ilusionada. Miré el envoltorio de mi ridículo obsequio y luego pasé la mirada a ella que me regaló una sonrisa. Era de las personas que me trataban con amabilidad, de las pocas a las que les tenía aprecio. No podía decirle que apoyaba su idea del matrimonio, pero quizás pasarme un peine no sería tan difícil si eso la hacía feliz.
—Será un desastre —anticipé, advirtiéndole lo mal que saldría, mas no lo tomó como una derrota—, pero puedes intentarlo.
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