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000 - PEREZA


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JHONY ALONSO


"Son las siete de la mañana. Las seis en Canarias. Saludos y buenos días desde el punto de la península donde nos sintonizas. Soy Mateo Ruvira. Y te estaré acompañando en las próximas dos horas con lo mejor del panorama actual."

Despierto con la radio configurada como alarma. Bajo el volumen dejando que el pop invada la habitación del hotel, sin interrumpir el sueño de la mujer que me acompaña a un lado de la cama.

Espabilo el cuerpo con pellizcos.

Tengo el tiempo rigurosamente contado, tanto que no me sobra para cuestionar mi ética profesional, ya que la moral la perdí. Sin embargo, tras acumular cansancio por semanas, rendirme al sueño con una de mis clientas ha sido inevitable, afortunadamente, no parece que le haya importado, en caso contrario, podría haberme despertado.

Cinco minutos para una ducha fría, vestirme con lo de ayer y tratar de esconder las ojeras con una crema barata. Recojo los billetes y salgo sin despertar a la mujer. Listo para otro día en el mundo de las pesadillas.



Existen muchos términos para definir mi actual estado de cansancio; agotado, destrozado, exhausto, fatigado, hecho polvo, molido, para el arrastre... Hace meses la vida se convirtió en un sin vivir. Trabajo y más trabajo. Por la mañana sirviendo cafés, por la tarde reparando viejas glorias del motor que piden a gritos silenciados ser jubilados y por la noche... No quiero hablar de las cosas que hago con mi cuerpo cuando la luna se posiciona en lo más alto del cielo nocturno.

Todo por idiota, por ingenuo.

Siempre guardaré rencor a mi inmadurez por ser culpable de nuestra condena. Cometí errores, grandes equivocaciones. A causa de ello arrastre a mi querida hermana menor al sufrimiento. Mi dulce y pequeña Karen. Deseaba la felicidad con el corazón, tanto que ignoré la cabeza cayendo en la peor de las desgracias.

Ciego, ignorante y torpe.

Nunca tuve que haber aceptado el trabajo, más considerando que el asunto no era ni de cerca algo que pudiera ser legal.

Perdido, solitario.

A veces quisiera rendirme, en más ocasiones de las que puedo contar con los dedos, aún así no lo hago albergando un efímero porcentaje de esperanza, suficiente para mantenerme sobre los dos pies.

Salvaré a Karen de las manos de los captores. De los monstruos de las pesadillas. Villanos ocultos en las pesadillas más oscuras, esperando sigilosamente el momento oportuno para ser reales y dañar.



Entre el trabajo de camarero y mecánico dispongo de una hora libre. Siempre aprovecho los sesenta minutos para ir al parque, el rincón de la ajetreada ciudad donde las risas de los ignorantes invaden el espacio sin llegar a ser molesto como para que no pueda sucumbir a los encantos de una buena siesta española.

En los sueños no hay dolor. En los sueños no hay cabida para los monstruos sin corazón. Vivo una utopía sosteniendo la mano de Karen y charlando trivialidades.

¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué lo es el mar? ¿Por qué la vida duele? ¿Es la muerte el fin?

A consecuencia de un simple toque soy obligado a despertar antes. Ahogo los gritos, lloro sin lágrimas. Entre las hojas naranjas llevadas por la brisa otoñal busco al culpable, mejor dicho, a la culpable. Una mujer avanzada en edad.

Trato de hallar en ella una pista que nos conecte, no la hay. Su aspecto es más propio al de una abuela entrañable que el de una de mis clientas nocturnas. Canosa, el flequillo ondulado le cae por la derecha de su envejecido rostro. Los ojos se le refugian detrás unas gafas redondas de montura ligera. Mientras busco el motivo de mi despertar mantiene una sonrisa jovial, más característica en una adolescente que no en una mujer que ronda los ochenta.

—Buenas tardes, joven.

—¿Buenas tardes? —confundido, trato de corresponder el saludo.

—¿Tendrías un segundo para está viejecita accidentada?

El tono dulce que emplea sólo provoca que reafirma mi teoría de la clásica abuela que todo nieto adora, la que encapricha a sus nietos dando golosinas a escondidas y que yo no conocí. No porque mis abuelas fueran ogros, sino porque la única familia que teníamos Karen y yo eran nuestros difuntos padres.

Despeino los rizos desperezando el cuerpo, o al menos eso es lo que pretendo, y me levanto pensando en los minutos que dispongo para llegar al taller. Si he aprendido algo en mi trastocada vida es el valor del tiempo y que no estoy dispuesto a desperdiciarlo.

—Tengo que irme.

—Siete minutos. Sólo te pido eso, por favor —se aferra a mi brazo con desespero —¿Serías capaz de abandonar a está adorable abuelita en su infortunio?

Quiero deshacerme de ella con rapidez, pero al querer ser cortante cometo el error de unir nuestras miradas. Agoniza a través de sus oscuros iris.

—¿En qué la puedo ayudar?

—Me perdí.

¿Cómo?

Entiendo que un niño se pierda, incluso entendería que me pasará a mí porque tres cuartas partes del día sueño despierto. A pesar de ello, no hay hueco en mi juicio que razone que se haya perdido. No, cuando debería estar rodeada por las personas que la quieren como consecuencia a la atmósfera agradable que desprende.

—Ay, joven. El Alzheimer me juega malas pasadas —explica avergonzada y en un leve susurro.

De las miles de millones de personas que existen siempre debería ser colocado en la última opción para pedir ayuda y, en resumen, para todo. Rompo lo que toco. Aunque cargue buenas intenciones soy un bueno para nada. Encabezo el listado de las siete decepciones del mundo, aún cuando desconozco la competencia sé que no hay nadie peor que yo.

Hago un esfuerzo tratando de localizar algún agente en la cercanía, en mi gran desdicha, para no variar, parece que hoy la policía ha decidido ir a la huelga. No desisto. Si no es un hombre ley, será un ignorante.

Ignorante, así me refiero al ser humano, el cual hoy me niega entablar conversación creyendo que mi pretensión es dirigirlos a un establecimiento a gastar. Se creen el ombligo del mundo, que sus desgracias son insuperables, lo sé porque era igual.

Siempre creí estar en lo peor, pero la muerte de mis padres y el posterior secuestro de mi hermana me enseñó que las heridas que lamía eran rasguños de mininos, y eso que nunca he discutido con un gato. Los felinos y yo nos entendemos. Adoramos dormir, también las caricias, siempre y cuando no se vuelvan abusivas. Otro animal que me gusta son las ovejas. Mi hobby es contarlas.

Esponjosas ovejas saltando la valla.

Una oveja, dos ovejas, tres ovejas, cuatro ovejas, cinco ovejas...

—¿Joven? —despierto del pequeño trance al que me dirigía.

—¿Recuerda algo? ¿Alguna dirección?

Sólo necesito un pedazo de información para ubicarme. Queda lejos, fuera del área metropolitana de Barcelona. Dos horas a mí ritmo, cinco para ella considerando el metro.

¿Qué hace tan lejos de casa?

Intento ordenar mentalmente la explicación de la ruta más corta cuando recuerdo la enfermedad. Imposible que lo logré. Su única oportunidad para llegar es que alguien le acompañe y, ese alguien, tras comprobar nuevamente la indisponibilidad de la policía, parece que me ha tocado a mí.

Significa arriesgar mi segundo trabajo, significa arriesgar la vida de Karen. Aún así, de estar ella aquí, conociendo el dilema, me desafiaría con la mirada después de negarme el habla por no ayudar a la encantadora abuelita. Volvería a decepcionarla. Y, después de ser culpable de su sufrimiento, no tengo otra opción que cumplir su voluntad.

—La llevaré con gusto.



Habla poco mientras caminamos, vagamente lo hace para darme la mala noticia de que le aterran los metros y, a pesar mi insistencia, no ganó a su cabezonería.

Avanzamos exageradamente lentos y con decenas de obstáculos que esquivar; cuando no es una acera en obras, es el bastón desgastado, son las paradas cada cuatro bancos, son mis microsiestas que la abuelita no interrumpe... Y, de últimas, no estoy convencido como sucede, pero la invitó a la merienda con la escasa propina que había logrado esconder en el bolsillo sin ser pillado por un compañero.

Está pactado, desde antes que yo trabajará en la cafetería, que cualquier propina conseguida se deposita en un bote común y a final de mes se reparte entre todos, sin embargo, yo no lo puedo cumplir. Destino los tres sueldos a pagar por la vida de Karen. No me quedó nada. A los monstruos les da igual mis penurias, así que, aún sintiéndolo, no me queda otra que quedarme el dinero. Hay días en que salgo sin blanca y no como. He perdido bastante peso en los últimos meses.

En resumen, hoy dormiré con el estómago vacío, aunque merece la pena con la sonrisa momentánea de la abuela.

Las temperaturas frías de otoño atacan al anochecer, a consecuencia la dentadura de la anciana castañean mientras se abraza buscando calor, así que en un gesto ágil la cubro con mi chaqueta que le queda grande. Nadie me lo pide. Es de cabeza, más de corazón.



Alcanzamos la recta final fuera de la ciudad. No hay nada, creería estar equivocado en la ruta si no fuera porque al poco se asoma la primera vivienda que chilla a dinero, la segunda no se queda atrás, pero quedan humilladas cuando visualizo la mansión de tres plantas al fondo.

—Aquí es —la abuelita se para delante del portal y rebusca en los bolsillos hasta que pierde la mirada —¡Ay, no! ¡No puede ser! —se alarma —Joven, soy un desastre. He olvidado las llaves dentro.

Esto ya es el colmo.

Honestamente, ella no vive aquí. Es imposible que siendo millonaria, muy posiblemente abuela de un grupo mafioso, vaya sola por el mundo sin ningún escolta, y más pensando en su enfermedad.

Tiro la toalla. He perdido el día y he ganado, lo más probable, un despido. Ni siquiera me han llamado para un sermón. Eso es lo que valgo. Nada. Desde el principio no debería haber adoptado su problema, tendría que haberme esforzado más en localizar un policía o haber ignorado la situación. Llegados a este punto creo que lo mejor será dejar a la anciana con los propietarios.

A los ricos no les mata una cura de humildad una vez al año.

—¿Crees poder saltar? —alzo la vista al muro de piedra de lava. Demasiado alto, incluso para un metro noventa y seis —Se puede abrir desde dentro sin llave.

—Me pide que cometa un delito.

—Bobadas, joven. Estoy dándote permiso para que saltes el muro principal de mi humilde hogar.

¿Qué humilde?

Tengo la sensación de que el trayecto ha afectado severamente mi racionalidad porque, muy a mi pesar, la creo.

Será rápido. Escalo el muro y voy a... Soy eclipsado por la belleza natural del paraíso aquí en la Tierra.

Un camino de losas blancas conduce a los escalones, en los laterales, dos saltos de agua sobre piedras de río. Continuando, en mitad del trayecto, una fuente de tres alturas rodeada por un estanque donde viven múltiples koi mariposas. La luz tenue de pequeños focos que iluminan indirectamente, activados a mi paso, permiten ver sin dificultad la gama monocromática de los peces.

Aprecio mi figura en el agua. El yo de ahora y el de hace un año no se creerían ser el mismo. Las ojeras las he tenido de nacimiento, aún así tenía un físico saludable y ahora parezco anoréxico. Duelen los huesos clavándose en mi piel.

Me prometí no volver a llorar.

Soy fuerte. Debo serlo.

Por Karen.

La pena se me quita bruscamente cuando una segunda figura aparece en el agua, de gran tamaño y musculatura. Una mano sería suficiente para romperme los huesos, con las dos no quiero imaginar lo que podría hacer.

Trago largo girando hacía él.

¡Da miedo!

He vuelto a ser traicionado por el corazón, de haberlo ignorado y haber obedecido la cabeza no volvería estar en peligro. Queriendo ayudar a la abuelita he caído en manos de un asesino en serie.

No quiero morir, no puedo morir. Tengo una obligación con Karen.

¿Por qué no fui malo? ¿Por qué no se me da bien?

—Hola —tiemblo entero con su voz.

—¡Abre la puerta primero, maldito hijo del demonio! —grita la abuela.

Maquino varios planes para escapar impune, todos cuentan con la premisa de que el asesino debe despistarse siete segundos, pero no me quita la ojos ni cuando, después de maldecir desaprobando la actitud de la anciana, va abrir.

Me han puesto la máscara de payaso. Después de quejas y lamentaciones, la abuela entra triunfal sin bastón. Con un andar más energético que el mío, mejor que cualquiera de mi edad.

He sido estafado al igual que un niño creyendo en promesas de adultos.

—Bienvenida a casa, Queen —le recibe el asesino serial.

—¿Qué ha cocinado mi cocinero favorito? —sus ojos brillan más vivos que nunca, definitivamente, he sido su juguete y me siento más sucio que manoseado por mis clientas nocturnas —Deja que adivine.

—Ya has merendado.

—Y ya quiero cenar. El pequeño no tenía mucho que ofrecer —será descarada, no es una abuela adorable, es una bruja que ha sabido esconder magistralmente la horrible peca peluda de la nariz —Tengo el estómago vacío.

—Isaac cocina hoy —sonríe cínico.

La abuela parece marearse por momentos, tal vez otro engaño, ya que seguidamente empieza a gritar poseída.

—¡¿Quién le ha dado permiso para entrar a mi cocina?! ¡Sinvergüenza, ni en sus mejores sueños la vuelve a quemar! ¡Malditos locos! —se apura a entrar dejando mi cuello tierno en manos del sicario —¡Encárgate del mocoso!

Estoy soñando. Definitivamente, estoy soñando. Aún sigo en el parque echándome la siesta antes de ir al taller. Tengo que abrir los ojos. Enseguida. A la de tres. Uno, dos y tres. Tres, tres...

¡Tres!

¡Despierta, Jhony! ¡Despierta!

—Nunca te acostumbras a sus exageraciones —suspira el sicario, acto seguido lleva la mano dentro de su largo abrigo y se que ha llegado el momento. Sacará la pistola, moriré de un disparo. Está vez no soy culpable. Yo solo quería ayudar, yo solo... Saca un fajo grande de billetes de cincuenta —El instinto me dice que necesitas uno de estos.

—¿Me estás llamando pobre? —antes de que corrija, ya he guardado el dinero en el bolsillo del pantalón —Cabrón, que vista de mercado no te da derecho a juzgarme, ni que tú abuela juegue conmigo. ¿Os creéis superiores por nadar en oro y limpiaros el culo con billetes de quinientos? ¿Sabes qué? ¡Vete a la mierda!

—Jhony Alonso Gutiérrez. Segunda regla. Si quieres vivir no me toques las pelotas —me orino encima —Ahora...

El nudo en la garganta no me deja respirar.

Es ahora o nunca. Sin pensar. Aprovechando que el portal se mantiene abierto huyo por él. Corro como si me persiguiera el diablo, corro sin mirar atrás abandonando mi chaqueta favorita, el último regalo de mis padres.

Nunca de los jamases regresaré.

Salvaré a Karen.

Y por último...

¡No volveré a creer en abuelas adorables! 


*******

¡Hola pecadoras!

Bienvenidos al dulce hogar de los pecados. O mejor dicho, bienvenidos a las calientes, exóticas y peculiares vidas de los hombres más deseados de este rincón humilde de Internet. 

¿Listas para pecar? 

Atten. MikaelaWolff 



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