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El club de los cerditos

Fíli y Kíli, dos pequeñitos enanos de quince y diez años respectivamente, no aceptaron ir a dormir tan fácil aquella noche de un viernes de noviembre. Todo el día habían hecho de las suyas y su pobre madre había quedado agotada, mientras que su hermano Thorin, salía a buscar cualquier tipo de trabajo que le dejara una cantidad generosa de dinero o algún otro objeto qué poder intercambiar para poder comer los próximos días.

Por la mañana los gritos y risas de los dos hermanos no se hicieron esperar ni bien cantó el primer gallo. Arrasaron con su energía por la sala de descanso y después por las cocinas, en done Dís se encargó de tenerles por lo menos un poco de pan con leche. Eran pequeños, así que podían darse el lujo de comer ligero por las mañanas, mientras que por las tardes no escatimaban en cantidad de carne, siempre y cuando les fuese posible.

Acabaron de comer y con el permiso de su madre, salieron a jugar por las calles y pequeños bosquecitos aledaños a su hogar. Fíli era para Kíli como un héroe; sabía reconocer algunas setas o hiervas medicinales, y esto para el menor ya era la cúspide de la magia.

¿Cómo lo hacía? Para un niño de diez años era más que sorprendente.

Jugaron por mucho tiempo, en ratos solamente ellos dos y en otros algún que otro niño enano se les unía, pero después de un rato era llamado por su madre. Solo a Fíli y Kíli se les veía divertirse desde la primera hora del dia hasta el último rayo de sol, pero Thorin estaba pensando que ya iba siendo hora de dejar el comportamiento de un niño y hacerlos madurar.

Los tiempos en que los menores nacieron fueron duros, a Thorin le dolía admitirlo y un nudo en la garganta se le formaba cada que pensaba en lo gloriosa que era Erebor en antaño. De alguna forma terminó acunando en su corazón no sólo el deseo de venganza en contra del dragón Smaug, sino la ilusión de que sus sobrinos fueran testigos de uno de los mayores orgullos de los enanos, porque cuando su tiempo como Rey se cumpla, sus sobrinos podrían sucederle.

Cuando la noche arribó a los cielos, los dos pequeños hermanitos llegaron al umbral de su casa con muchas ramitas atoradas en sus cabellos y algunos raspones se hacían presentes en sus manitas y rodillas. Llamaron a la puerta de su casa mientras discutían algo sobre un Club de los cerditos.

La puerta se abrió y los niños enmudecieron, levantaron la mirada y sus sonrisas se borraron, al menos por un segundo, porque luego retornaron, pero con un poco de suavidad.

—Otra vez noche —dijo Thorin, cruzándose de brazos con el ceño fruncido—. Ya hemos hablado de esto, su madre se preocupa cuando anochece y no vuelven.

Fíli, quien era el mayor, entendió las palabras de su tío y se limitó a bajar la mirada. En cuanto a Kíli, el de cabellitos oscuros, sonrió mostrando su blanca dentadura.

—Estábamos jugando en el club de los cerditos —dijo, llevándose las manos detrás de sí y bailando en su sitio—. No nos pasó nada feo. Fíli nos cuida muy bien, ¿verdad, hermano?

Thorin y Kíli observaron al mencionado, quien solo asintió.

—¿Ves, tío? —alegó Kíli nuevamente—. ¡Vamos a cenar!

—¡No me refiero a eso! —sentenció el mayor sin otorgarles el paso para entrar. Se arrodilló y con su diestra tomó a Fíli de un brazo, y con su zurda a Kíli—. Son muy pequeños, no tienen la fuerza para responder si algo malo sucede y de paso, no habrá un adulto que pueda ayudarles. Su mamá se preocupa mucho cuando el sol ya se está ocultando y ustedes no aparecen ¿cómo se los hago entender? Ella no sabe donde están o qué están haciendo, la preocupan mucho.

—Pero... —inquirió Fíli.

—Pero —agregó Thorin—. Ella los tiene solamente a ustedes. ¿Van a hacerla sufrir todo el tiempo?

Los pequeños negaron, estudiando al fondo la figura de su madre, cansada y sentada con la frente baja.

—¿O quieren crecer para cuidarla? —preguntó Thorin y a los niños los ojos se les iluminaron—. Ella me ha dicho más de una vez que ustedes son su tesoro —observó al pequeño rubio—. Se emociona tan solo al hablarme de lo habilidoso que eres para cortar las verduras con todo tipo de cuchillo, no lo olvides. Y tú... —ahora cruzó miradas con Kíli—. No se cansa de mencionar orgullosa lo admirada que está por tu temperamento, seguridad y curiosidad. Ya me ha dicho que augura para ti un futuro nunca visto entre los de nuestro pueblo.

Fíli y Kíli quedaron mudos. Ya muchas veces habían llegado tarde a casa y recibido el mismo regaño, pero esta vez fue diferente cuando en ellos encontraron la fuerza que su madre parecía estar perdiendo día con día, cuidando de dos niños inquietos.

—Bien, ¿la vamos a cuidar, entonces? —les preguntó Thorin y ellos asintieron con mucha fuerza y una forzada sonrisa que les ocultaba el llanto—. Perfecto, vayamos a cenar. Recuerden ya no llegar tan tarde.

El mayor se puso de pie, se hizo de lado y los pequeños entraron. Cerró la puerta a la noche oscura que carcomía en compañía del frío.

—Y de paso, cuéntenme qué es ese Club... —agregó el mayor, temiendo que sea alguna de esas travesuras que les toma tiempo planear.

Mas los hermanitos se dedicaron un par de miradas y se rieron, como si se hubieran prometido guardar silencio.

—No podemos —dijo Kíli.

—Solo nosotros sabemos y no podemos decirle a un gruñón como tú, tío —dijo Fíli, y tras esto, se echaron a correr hasta caer en brazos de su madre, quien les recibió con muchos besos y los salvó de un sermón por parte de Thorin.

La cena terminó, los niños no querían ir a la cama hasta que obligaron a Thorin contarles un cuento. Habían estado un poco cansados de los cuentos de su madre porque de una u otra forma, todo relato terminaba siendo una charla sobre comida.

A regañadientes el heredero al trono de Erebor llevó a sus sobrinos a la cama, mientras que la fémina pasó a recostarse en la sala, sintiendo el calor de la fogata y repasando sus memorias mientras acariciaba la corta que era su barba.

Ciertamente Fíli y Kíli habían perdido a su padre, pero Dís se sintió más que bendecida al contar con el apoyo de su hermano Thorin, a quien no solo le adjudicaba esa admiración, sino también un dolor al ver en sus ojos el deseo de recuperar lo que por derecho era suyo. Se podría decir que compartía el mismo sentimiento, pero ella ya se sentía bien completa con aquella forma de vida, en donde con tan poco, era extremadamente dichosa.

El día tomaba color con las sonrisas de sus ojos y las noches una calma con el semblante de su hermano antes de desear las buenas noches.

Los pequeños granujas corrieron y se dejaron caer por sobre sus camas que estaban por separado. Thorin se alcanzó una silla que le obligó a flexionar de más su espalda y sus rodillas, resintiendo todo el trabajo de ese día. Ahogó un quejido, y se limpió el sudor de la frente.

—¿Qué quieren que les cuente esta noche? —les preguntó.

—¡Una historia de elfos! —gritó Kíli con las intenciones bien escritas en su expresión tan burlona.

Al instante Thorin no pudo disimular el hastío de su rostro. Sus cejas se fruncieron, un brillo de ira se instaló en sus ojos y sus labios se unieron con una fuerza impresionante. Los pequeños sabían de sobra el odio de su tío para con los elfos, y no le echaban la culpa, hasta cierto punto que un infante podía asimilar, lo entendían, pero no dejaba de ser divertido el molestarlo.

—Kíli —reprendió el rubio, aferrándose a sus cobijas—. Deja de molestar al tío Thorin. Eso está mal, recuerda la historia de nuestro pueblo.

—De nuestro pueblo... —murmuró el castaño, elevando la mirada sin entender a qué historia se refería su hermano.

Y, para colmo, todo esto frente al hombre que no podía soportar la palabra elfos.

—Sí, sí —devolvió Fíli en un murmuro, que si bien creía que Thorin no alcanzaba a escuchar, la verdad era todo lo contrario—. Ya ves, esa que nos cuentan a cada rato.

—A cada rato... —ese era Kíli, todavía procesando la información.

El mayor de esa habitación sintió su rostro arder de furia, los recuerdos le asaltaron la memoria y estuvo por enloquecer, pero poca o nada de culpa tenían los pequeños. Tomó aire y casi puso los ojos en blanco. Se ató su cabello rizado en una coleta.

—¡Qué distraído eres! —atacó Fíli con aquel tono de un niño que no mide la fuerza de sus palabras—. La historia de El Reino de Erebor. Ya ves, esa donde el dragón tomó la montaña y nuestra gente intentó pedir ayuda al pueblo de los elfos, pero nos dieron la espalda.

—¡Ah! —acertó Kíli con una sonrisita—. Esa historia que nos cuenta mamá, pero ella dice que no habíamos nacido cuando pasó.

—¡Ya sé! Ay Kíli —balbuceó Fíli, llegando a perder la paciencia tanto como su tío Thorin—. A lo que voy es que no hables de los elfos frente a nuestro tío, él sí estuvo en ese entonces.

Un simple "Ah" y muy leve fue el resultado de aquella reprimenda por parte de Fíli, quien se dio por vencido. A veces su hermanito usaba esa arma secreta de hartar con sus palabras.

El rubio se dejó caer en su cama, bien rendido por esos intentos infructíferos de hacer entender a Kíli, mientras tanto, Thorin aclaró su voz y rompió con el silencio.

—Si ya terminaron, vamos a comenzar con el cuento —dijo, sorprendido por haber sido paciente en todo momento—. Y como no se han decidido por ninguna historia, les contaré la que yo quiera.

Ese era el momento, el momento en donde Thorin podría comportarse como ellos y con la fuerza de sus palabras y tono de voz, devolverles un poco de su propia medicina.

Un velo muy sospechoso a burla se instaló en su mirada, erizando la piel de los dos hermanos que ya no podían salir de cama o recibirían un regaño tanto de su madre como de su tío. Fíli se aferró a sus cobijas y Kíli rogó a Durín por no hacerse en la cama.

—Esta es una historia que ya es hora que conozcan —murmuró Thorin, como si su voz fuese la de un muerto que no encuentra descanso—. Ya han conocido sobre elfos, dragones y las hazañas de nuestro pueblo, pero ¿les he hablado de los orcos?

—Mamá dice que no puedes hablarnos de ellos —inquirió Kíli, queriendo desaparecer en su cama—. Sabemos que son malos con nosotros.

—¡Sí, tío! —agregó Kíli—. Si nos asustas le diré a mi mamá.

—Oh... —una sombría sonrisa se dibujó en los labios de Thorin—. Puedes ir a decirle... si alcanzan a llegar con ella y nos son atrapados por algún orco oculto en la oscuridad.

Los pequeños comenzaron a temblar, y cualquier sitió que encontraban ensombrecido, comenzaron a pensar que de él saldría una ejercito numeroso de orcos. Se fundieron más por debajo de sus cobijas.

—Esta es la historia del orco que devoraba niños alcahuetes... —dijo acrecentando su voz ronca, los menores no tuvieron ni tiempo a verse cuando la sombra de Thorin creció con el baile de la luz de vela—. He llegado a saber que pocos son los que se salvan y cuando así sucede, los encuentran en lugares sombríos y aislados... dicen que ya no son los mismo desde entonces. La historia se sitúa cuando...

Al cabo de una hora, tiempo suficiente en donde el frío de la noche aumentó tanto como para obligar a Dís usar una manta que ella misma hubo hecho en otro tiempo, Thorin salió a paso sigiloso de la habitación de los hermanos. Ciertamente habían caído dormidos, pero no por ello a salvo de tener alguna pesadilla por culpa del cuento de su tío.

—¿Seguro que están dormidos? —se alzó la voz tan amable de la única mujer el hogar.

Thorin se detuvo, pensó que su hermana también ya había ido a dormir y no viendo de otra, se rascó la nunca y se dirigió a tomar asiento en el sillón frente a ella. El color crepuscular del fuego se le coloreó en su rostro impasible.

—Bien seguro —respondió con un suspiro.

—Más te vale —amenazó ella al instante.

Un momento de silencio se alzó, Dís se limitó a observar cómo se consumían los leños, mientras que el enano comía ansias por tocar el tema que por tanto han discutido las ultimas noches.

—Dís —llamó Thorin, pero su voz pronto se vio cortada.

—No lo voy a permitir, Thorin —sentenció ella, manteniendo firme esa delicada sonrisa en sus labios gruesos. Después observó a su hermano y su seguridad se reflejó en un brillo en sus ojos, además de sus cejas levemente fruncidas.

—¡Pero ya es tiempo! —recriminó Thorin—. Al menos para Fíli. No es mala idea que venga a trabajar conmigo y de paso consiga pan para la casa. Debe dejar de ser un niño pronto.

—No niego que debe dejar de serlo —respondió ella al segundo siguiente; Thorin no era el único con temperamento alto. Lo único que los diferenciaba era que ella sabía controlarse un poco más—. Quiero que mi niño madure, pero a su momento, Thorin.

—Su momento ya es ahora —defendió el enano, haciendo de sus manos dos puños y sintiendo su frente caliente—. Dís, los tiempos en donde nosotros crecimos ya no son iguales a los de ahora. No hay tiempo para juegos, mientras más pronto sepa blandir una espada o hacha mejor.

La fémina se quedó en silencio por un momento, tiempo suficiente donde llegó a una conclusión en donde no coincidía con su hermano.

—Otra vez tienes razón, los tiempos no son iguales. Tu y yo crecimos con el dorado en las retinas; nada nos faltó, pero ¿Cuándo tuvimos tiempo de jugar y reír? —aclaró la enana—. No lo voy a permitir, es mi ultima decisión. Fíli y Kíli han nacido en tiempos donde la carencia es el pan de cada día, pero se tienen el uno al otro. Eso es suficiente para mí; verlos reír es saciable, y el tiempo en donde puedo verlos crecer es bendito. Querido, ellos tendrán el tiempo suficiente para jugar, así como para entender que llegará el momento para luchar por su pueblo.

—Pero su padre...

—Pero simplemente, no es ahora y su padre pensaría igual que yo —completó Dís, relajando sus manos por sobre sus rodillas—. Además, uno no puede vivir sin el otro. No quisiera tener aquí en casa a Kíli llorando por su hermano y al otro distraído pensando en su faltante. Es un rotundo no, Thorin, no irá nadie a trabajar.

A la sazón el enano suspiró. Cuando su hermana tomaba una decisión pocas cosas la hacían cambiar de parecer. Relajó su semblante y se entregó a la negativa de Dís, ya no había nada qué hacer.

—Bien, como quieras —respondió refunfuñando, mientras la mujer reía cubriendo con su diestra sus labios—. Pero eso sí, estar juntos solo aumenta lo traviesos que son. El otro día a Kíli se le ocurrió jugarme una broma haciéndome pensar que se había muerto.

—¡¿Cómo te pueden hacer una broma así?! —estalló Dís a carcajada alta y abierta.

—¡Se puso un par de frambuesas aplastadas alrededor de los labios y se tiró al piso! —gritó Thorin, recordando la tarde donde esos bandoleros le tendieron tal broma sin piedad—. Creí que se había envenenado o algo parecido.

Dís no pudo hablar hasta pasados dos minutos en donde solo se escucharon sus risas y la falta de aire, intentando atrapar un poco de éste.

—Ay, hermano. Eres su víctima favorita —se limitó a decir la enana, haciendo sonrosar a Thorin—. Pero saben por donde atacarte; no podrías ignorar si uno de tus sobrinos está en peligro.

—¡Por Durín! —alzó la voz—. Desde luego que no, pero ellos no conocen límites. Y no solo eso, Dís, ahora traen el tema de un Club, algo así como el Club de los cerditos.

—¿El Club de los cerditos? —imitó ella, con cierto tono divertido e incrédulo.

Thorin respondió asintiendo con fuerza y los ojos bien abiertos.

—Lo digo muy en serio —inquirió agitando su mano—. Algo se traman con eso. Cuando pregunté no me quisieron decir nada, temo que sea una de esas travesuras que les toman tiempo planear y que, en el resultado, alguno de los dos sale herido.

Dís negó, todavía riendo un poco.

—Ya hubiera pasado algo, conozco bien a mis hijos —respondió ella doblando la manta para dejarla en la orilla del sofá—. Ya sabrás qué es en su momento. Por ahora, vamos a dormir que la noche está vieja. Ah, y no olvides que mañana es sábado, y les prometiste pasar el día juntos.

Era cierto, a causa de tanto trabajo, el Heredero al trono de Durín había olvidado la promesa que hubo hecho días atrás. Un mal presentimiento lo atacó, tragó saliva en seco y asintió con lentitud.

—Lo olvidaste, ¿verdad?

—¡No! —mintió, poniéndose de pie a la vez que la enana—. No lo olvidé.

—Como tu digas, hermano —respondió ella, con cierto tono burlón—. Entonces te los encargo el día de mañana. No olvides que Kíli es alérgico a las fresas y que es muy curioso con las plantas.

—Sí, ya lo sé —respondió Thorin—. No necesitas recordármelo cada fin de semana. Ya vete a dormir.

Dís rio, adoraba, como sus hijos, desesperar a su hermano. Evocó una corta reverencia antes de desaparecer por el pasillo corto que la llevaría a su habitación.

—Buenas noches —dijo ella—. ¿No irás a dormir?

—Sí, sí. Buenas noches —le respondió Thorin—. Voy en un rato.

La enana asintió, emitió un sutil "como quieras" y se dirigió a su habitación. Mientras tanto, sumido bajo el sombrío velo de la noche y la taciturna luz de la fogata, Thorin se tomó una media hora para saborear su tabaco y pensar en el pasado que se le fue arrebatado y ahora recuerda con odio y coraje.


Algo le decía que ya era de mañana y no era el sol o los típico y molestos pájaros cantando en las ramas de los árboles. La noche anterior se había quedado despierto hasta tarde, por un lado, pensando en qué podría ser ese dichoso club y por otro, la rabia de la venganza comiéndole el alma.

Las primeras horas de la mañana del sábado transcurrieron con total normalidad. De alguna forma Thorin estaba medio consciente dentro de su descanso y no podía esperar a que unos pasos bien traviesos aparecieran, luego a sentirse aplastado por dos pequeños mientras escuchaba sus risas y presiones para salir de la cama.

Pasó un segundo, la calma seguía en pie.

Pasó otro y ya no pudo volver a dormir.

Al tercero supo que ya nadie vendría a molestarlo y lejos de calmarlo, lo puso en alerta.

Se propuso salir de la cama, vestirse con rapidez y revisar si sus sobrinos seguían durmiendo a causa de un milagro, pero un traqueteo y varias ollas cayendo al suelo le respondieron con la verdad.

—Esos traviesos... —gruñó terminándose de colocar la bota. Se abrochó su cinturón y fueron cuestión de minutos para que estuviera bien cambiado—. ¡Desde la mañana! ¡No lo puedo creer!

Gruñendo y ya con la frente caliente, listo para regañarlos, se encaminó con paso pesado a la cocina. Cuando llegó no se encontró con nadie, ni un solo niño lastimado sino con las ollas tiradas por todas partes, unos platos y tazas rotos y los condimentos con algunas especias que guardaban cerca de unas galletas, regados por todas partes.

Se llevó las manos a las caderas. No podía gritar por la ayuda de Dís, porque los días sábados salía a pasear desde la mañana o encontrarse con sus amigas, las cuales, de por sí eran pocas.

Estaba solo y de mal humor.

Como si fuese el mismo presentimiento de anoche, cayó en cuenta de que todavía no encontraba a los culpables de tal escena en la cocina. Dejó esto por un momento y sin esperanzas de encontrar algo, corrió a la habitación que Fíli y Kíli compartían, para efectivamente, no encontrar ni sus sombras. Solo estaban las camas desechas y sus ropas del día anterior tiradas por doquier.

Conocería hoy día, lo duro que era el trabajo de Dís toda la semana.

Primero, se dedicó el tiempo necesario en hacer las camas de sus sobrinos, forzándose a ser paciente para después salir de casa y correr en su búsqueda para darles unos buenos jalones de orejas.

—Lo que hablamos... —bisbiseó recogiendo la ropa del suelo—. Ayer... por un oído les entró y por el otro les salió.

Quince minutos después terminó con el aseo de la habitación, volvió a la cocina; recogió las ollas, las colocó en su lugar y los pedazos de platos rotos los depositó en una canasta. En cuanto a las galletas rotas y condimentos, no tuvo de otra más que barrerlos y arrojarlos fuera de la casa.

Su mirada se quedó clavada en una galleta rota.

¡Era eso! Los ladronzuelos querían alcanzar el tarro de las galletas, y seguramente lo hicieron, pero no se fueron con el botín completo porque parte de él yacía muerto y destrozado en el suelo.

—Ya verán... —fue lo último que dijo Thorin antes de salir de casa.

Al principio no supo con exactitud a donde dirigir sus pasos. Sus sobrinos eran bien conocidos por todo el asentamiento y decidirse por un lugar sería imposible. A veces estaban en las forjas, otras en esos pequeños establos durmiendo entre la paja y sin mencionar que a veces se la pasaban molestando a Balín con sus preguntas.

Eso ultimo no sería mala idea, porque pensó que sus sobrinos estarían buscando un lugar donde protegerse de sus regaños por destrozar la cocina y las galletas. Buscar refugio tras las faldas de un Balin en extremo amable, sin duda sería algo que esos pequeños orcos harían.

Bufó, sintió que ya los había atrapado y de tal forma fue que llegó a las puertas del estudio en donde Balín desempeñaba su trabajo como diarista y a veces le daba unas pequeñas lecciones al joven Ori. Llamó a la puerta al menos tres veces y un pequeñito Ori, con suaves indicios de barba y las mejillas rosaditas le atendió.

—¿Puedo hablar con Balín? —preguntó directamente y tal vez tan molesto que a Ori pronto se le humedecieron los ojos y entró corriendo al estudio.

—Espera, no quise... —intentó solucionar, pero ya era tarde, Ori no volvería a aparecer ese día.

En su lugar salió un enano con el invierno escrito en sus cabellos y barbas. Portaba un ropaje a rojo y negro, se rascó la barba riéndose.

—Otra vez lo hiciste llorar —añadió Balín, llevándose las manos a las caderas.

—No era mi intención —murmuró Thorin.

—Lo sé, no te preocupes. Así es de tímido, ya se puso a dibujar otra vez —respondió Balín—. Mejor dime, ¿qué sucede? Te veo más molesto que otros días.

—¡Son esos enanos! —gritó Thorin, sintiendo que ya tenía próximas las orejas de sus sobrinos para jalarlas.

—Ah, Fíli y Kíli —inquirió el canoso. Conocía muy bien la relación que ese trío de enanos mantenía y más que desastrosa, le parecía ese toque de vida y diversión que mucho necesitaba la vida de su amigo Thorin.

—¡Sí! —dijo el enano—. Esta mañana han hecho de las suyas. Tuve que limpiar la cocina por su culpa y ni mencionar lo asquerosa que estaba su habitación. Salieron muy temprano, ¿los has visto? ¿Están contigo?

Balín rio como respuesta. Ya se imaginaba el rostro de Thorin al tener que hacer algo que nunca había hecho. Tomó aire y respondió con una calma divertida.

—No me puedo imaginar cuánto has sufrido... —atacó con burla y confianza—. Pero no han llegado conmigo, supongo que estaban apurados por llegar a otro lugar.

—¿Apurados? —preguntó Thorin.

Balín asintió.

—Sí, hace un rato los vi dirigirse al riachuelo que no está muy lejos de acá —mencionó el enano—. Iban riendo y jugando, como siempre. Creí que te encontrarías con ellos más tarde o algo así, por eso no los detuve, además Ori...

—Sí, entiendo, no puedes alejarte mucho tiempo de Ori —agregó Thorin, ahora consternado por las acciones de sus sobrinos. Tenía prisa, mucha más que antes—. Gracias por informarme, voy por ellos. Nos vemos luego ¿sí?

Balín asintió a la vez que formaba una corta reverencia. Los mayores se despidieron y con toda la energía que acumuló en el sueño de la noche, Thorin corrió con todas sus fuerzas a los lindes del boscaje. Conocía muy bien la dirección del río al que Balín se refería, así como también el riesgo que los menores corrían al andar solos y sin saber nadar.

Las peores escenas se reprodujeron en su cabeza, como torturándolo y haciéndole olvidar su ira para darle paso al miedo y ese fuerte sentido de protección que desarrolló en cuanto tuvo a Fíli en brazos. No quería perder a sus sobrinos, los amaba mucho, a pesar de lo gruñón que podía ser.

Para cuando logró llegar a divisar el camino del río desde una pequeña colina, Fíli ya lo había cruzado y estaba animando a Kíli para hacerlo. El menor se mantuvo temeroso por unos momentos, porque el cauce del río parecía un poco bravo.

Thorin se quedó sin aliento. Quería salvarlos, quería llegar hasta ellos y tomarlos de las manos para traerlos devuelta a casa. Y con todas sus fuerzas llamó al nombre de Kíli, quien saltó al mismo segundo y llegó al otro lado del río sano y salvo.

Fíli abrazó a su hermano y observaron en la dirección de donde provenía el grito de Thorin.

—¡Es el tío! —gritó Fíli, como si hubiesen sido atrapados cometiendo un delito—. Te dije que no debimos ir a la cocina.

—¡Pero las galletas eran importantes! —reprochó Kíli, alzando las galletas que curiosamente no se habían comido.

Fíli tomó con fuerza la manita de su hermano. Thorin comenzó a descender con cuidado de no caerse; debía cruzar el río y llegar con sus sobrinos.

Pero los menores no querían eso. No se sentían en riesgo, así como los imaginó el mayor y a la orden de Fíli, los dos le dieron la espalda y comenzaron a correr con desespero.

—¡Esperen! —gritó Thorin, estirando su brazo a la vez que cruzando el río que le llegaba por la barriga—. ¡No los voy a regañar!

En este punto el enano había olvidado el coraje de la mañana, lo único que quería era vigilar que sus menores no se lastimaran, porque no sería tan valiente como para pasarse la vida entera lamentándose por algo así. Todavía eran muy jóvenes y por sus barbas, se aseguraría de darles una vida tan larga como la de él.

Una vez cruzó el río, se sacudió un poco las ropas, se propuso correr tras ellos. Se volvió lento, porque a diferencia de sus sobrinos, la ropa empapada le aumentaba el peso a cada paso y lo agotaba más rápido, pero no desistió. Siguió el sonido de los pasos de sus sobrinos, sus respiraciones tan obvias y sus gritos, el apurándose uno a otro.

Llegó el momento tan esperado, en donde obviamente les dio alcance. Los tres estaban con el aliento cortado, cansado y con la vista nublada. Kíli se sentó en una pequeña piedra que comenzó a ser invadida por el musgo. Fíli cerró sus ojos y se apoyó en sus rodillas.

—¿Qué intentaban? —preguntó Thorin con la respiración entrecortada.

Ninguno de los dos respondió. Thorin levantó su vista y se encontró con un lugar que, tal vez por culpa del tiempo que su trabajo roba, no había conocido. Se encontraban en un pequeño y bien oculto claro, rodeado por viejos sauces y manzanos. El follaje de los árboles filtraba poca luz de sol, la suficiente como para percibir un aura crepuscular. En una piedra, como si fuese un altar, encontró el retrato a dibujo de un enano que reconoció muy bien.

—Tío —dijo Kíli, con voz molesta—. ¿por qué viniste?

—¡¿por qué?!

—¡No debiste hacerlo! —gritó Fíli.

—¿No debía hacerlo cuando ustedes no saben nadar y cruzan un río? —atacó Thorin—. Aquí nada es mi culpa.

—¡Sí es tú culpa! —alegó Kíli, ya con los ojos acuosos. Se levantó de su asiento y se dirigió a abrazarse de su hermano mayor.

—Te dijimos anoche que no podías saber nada del Club de los Cerditos —agregó Fíli, mientras Thorin se encontraba en el límite de la sorpresa—. Fundamos este lugar para hablar de papá...

Los hermanos comenzaron a jadear. Thorin entendió la falta que les hacía esa imagen paterna. En las lagrimas de sus sobrinos encontró un dolor que hasta el momento no había conocido.

—Extrañamos a papá... —murmuró Kíli.

Thorin se quedó mudo por unos momentos, en los que los menores lloraban y dejaban esas galletas al pie del dibujo de su padre. El enano ausente, en vida era un amante empedernido de las galletas, eso lo sabía todo el mundo y esa era la respuesta al porqué habían asaltado la cocina.

—¿Y creen que el mejor honor que le pueden rendir es llorarle al pie de su recuerdo? —se escuchó la voz de Thorin—. Yo también perdí a mi padre, y de una forma dolorosa.

Los pequeñitos guardaron silencio, recordando la historia de su abuelo, quien creían se había perdido. No había más dolor que la incertidumbre de si podría estar vivo o muerto.

—No puedo rechazar sus lágrimas, es una muestra de amor que pocos aprecian —añadió—. Pero las lágrimas de los niños queman más que el fuego de un dragón, porque en ellas se encuentra enterrado un dolor que los adultos pierden con los años. Lloren a su padre, pero también piensen en una forma grandiosa de hacerlo sentir orgulloso.

Kíli se limpió las lágrimas, misma acción que Fíli imitó. Como todas las palabras de su tío, estas también se hicieron de un lugar en sus corazones. De sus manitas formaron puños y fruncieron su ceño.

—Son muy jóvenes, su madre y yo lo sabemos —mencionó Thorin, entendiendo de paso a lo que Dís se refería la noche anterior—. Y su padre preferiría verlos reír a encontrarlos llorando en un lugar apartado de nosotros. ¿Qué les parece si nos recostamos y les cuento alguna hazaña de él?

A los menores se les encendieron los ojos. Mamá pocas veces hablaba de eso porque ella misma encontraba la forma de sanar la herida; los dos asintieron y a la misma vez que Thorin se recostó al pie de ese altar improvisado, cada niño lo hizo en un extremo. Fíli a la derecha y Kíli a la izquierda.

A mitad del relato, y con Fíli durmiendo, a Kíli se le ocurrió comer un aperitivo que había guardado en su bolsillo y que tomó de la cocina. Era una pequeña fresita, nada del otro mundo.

—Él era muy valiente, por eso... —fue una fracción de segundo en donde Thorin observó cómo la fresa caía en las fauces de su sobrino y para cuando quiso detenerlo ya era tarde, la fresa había desaparecido.

El pequeño no pudo escupirla, la había tragado en su totalidad y pasados unos treinta minutos, Kíli comenzó a hincharse del rostro, además de colorearse de rojo. Ah, justo lo que Dís le había advertido la noche anterior, fue lo mismo que pasó por culpa de un descuido.

¡¿Cómo iba a saber que Kíli tenía escondida una fresa?! Ese niño era tan poco predecible.

Al poco rato despertaron a kíli y con la sorpresa de la alergia de su hermano menor, volvieron a casa para que bebiera leche o le hicieran algún remedio para bajar esa hinchazón. Pedirían la ayuda de Balín o Dwalin, teniendo como secreto, entre sobrinos y tío, el club de los cerditos.

¿Por qué se llamaba exactamente el Club de los cerditos? Por una razón. A Fíli y Kíli le gustaban mucho los cerditos como mascotas, un gusto que compartían con su padre y que, dentro de unos meses, uno de los dos llevaría un cerdo a la casa, presentándolo como el nuevo miembro de la familia, y de paso, acrecentando la impaciencia y molestia de Thorin al no consultarle nada. 





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