Capítulo 14. Sé que tú eres inocente
El Club de las Ánimas
Por
Eliacim Dávila
Capítulo 14
Sé que tú eres inocente
Las palabras de Nachito retumbaron alrededor de los presentes, como un grito rebotando en las paredes de una cueva, haciendo que se estremecieran ante el terrible significado de éstas. Todos se quedaron completamente en silencio, asimilando aquello lo mejor que les era posible; todos a excepción de una persona.
—¡Eso no es cierto! —Exclamó Eulalia con arrebato desde su respectivo aprisionamiento entre aquellos pálidos y largos dedos, respondiendo a tan espantosa y repentina acusación—. ¡Eso que dices es simplemente horrible! ¡Te puedo asegurar que Lloro no...!
—¡Cállense! —Pronunció Nachito con coraje, señalando a las tres—. ¡No quiero escuchar más mentiras de ninguna de ustedes! ¡Los asesinos de niños no son bienvenidos en el Panteón de Belén, y nunca lo serán!
El niño de la boina (la cual en esos momentos reposaba sobre la tumba hacia la cual lo había arrojado Sigua) alzó su mano derecha al aire, y los tres brazos que sujetaban a las visitantes comenzaron a alargarse hacia arriba, jalándolas con ellos por encima de todas las tumbas y árboles.
—¡Así que váyanse y nunca vuelvan! —Sentenció Nachito como punto final, y justo después las tres manos se hicieron hacia atrás para tomar impulso, y luego jalaron con fuerza al frente arrojando a las tres mujeres en dirección a la salida.
—¡¡Aaaaaah!! —Gritaron Lloro y Eulalia a todo pulmón, mientras que Sigua se mantenía en silencio y, en apariencia, calmada a pesar de que se encontraban en esos momentos atravesando el aire a gran velocidad, como tres mortales proyectiles.
Todo fue muy rápido, y en tan sólo unos segundos sus cuerpos cruzaron por encima de la barda del cementerio. No sintieron como tal algo en especial al momento de salir del territorio, pero la diferencia fue bastante clara cuando, del cielo azul e iluminado de unos momentos atrás, se encontraron ahora rodeadas por el cielo oscuro y estrellado del exterior.
Desde la banqueta, la misteriosa mujer de cabello negro y cubrebocas las vio pasar varios metros por encima de su cabeza, y luego seguir de largo hasta desaparecer de su vista.
El impulso que llevaban se mantuvo unas dos cuadras más, hasta que las tres terminaron cayendo abruptamente a mitad de la calle, justo contra el pavimento. Dicho choque fue tan fuerte que algunas de las alarmas de los autos estacionados a su alrededor comenzaron a sonar estridentemente, y las tres se quedaron recostadas en el suelo un tiempo considerable.
La primera en recuperarse fue Eulalia, que comenzó a intentar levantarse a pesar de estar adolorida y aturdida. La sensación de dolor para los no-vivos es un tanto difícil de explicar, pero ciertamente el ser lanzados de esa forma a tan larga distancia, sería algo que le dolería a cualquiera.
—Lloro, Sigua, ¿están bien? —Musitó La Planchada preocupada una vez que logró sentarse. Al mirar a sus dos amigas, vio que ambas también ya estaban levantándose, siendo Lloro por mucho la que parecía más afectada.
Eulalia se puso de pie y avanzó unos pasos en la dirección de la que provenían. El muro del Panteón de Belén apenas y era visible más abajo por esa misma calle, pero desde ese punto no era para nada apreciable su luz interna de la cual habían sido prácticamente arrancadas en un abrir y cerrar de ojos.
—Increíble —susurró despacio la enfermera—. Nos expulsó de su Territorio con gran facilidad. El poder que le dan esos favores de los vivos es extraordinario...
En ese momento se sobresaltó, recordando abruptamente lo que había ocurrido justo antes de ser lanzadas de esa forma. Se viró rápidamente hacia Lloro, que no se había levantado del todo y permanecía de rodillas en la calle, con su cabeza agachada. No había sollozos proviniendo de ella (algo inusual), pero no eran necesarios para que Eulalia percibiera el gran pesar que la oprimía en esos momentos.
—Lloro —pronunció Eulalia rápidamente, aproximándosele despacio hasta pararse justo detrás de ella—, no hagas caso a lo que ese niño te dijo. Es verdad que algunas versiones de tu leyenda cuentan que fuiste tú quien mató a tus hijos, pero no dejes que eso te afecte. La gente siempre se deja llevar por los rumores y las leyendas más escandalosas, ¡pero yo sé que tú eres inocente de eso! Ambas lo sabemos, ¿cierto?
Se viró en ese momento hacia Sigua, esperando que la secundara. La mujer con cara de caballo, sin embargo, sólo permaneció de pie en su posición, callada como de costumbre. Y cuando volvió a mirar a La Llorona, se preocupó un poco más al verla en la misma posición de hace unos momentos, como si no hubiera escuchado en lo absoluto sus palabras. Su cabello y su velo le cubrían el rostro, y la misma extraña sensación fría que Eulalia había sentido anteriormente volvió a hacerse presente, a pesar de que en esos momentos ni siquiera la estaba tocando.
—¿Lloro? —Susurró la mujer de blanco con inquietud, pero su receptora siguió sin reaccionar por unos segundos más. Luego, sin aviso, se alzó lentamente dándole la espalda en todo momento.
—Volvamos a casa, por favor... —susurró Lloro despacio, y sin esperar respuesta comenzó a andar en la dirección donde, presentía, se encontraba el cuerpo de agua por el que podían irse de ese sitio.
—Sí, claro —fue lo único que Eulalia fue capaz de responderle, y comenzó entonces a seguirla, aunque manteniendo su distancia.
Sigua igualmente avanzó detrás de Lloro, andando justo a un lado de Eulalia.
—Pobre Lloro... —susurró muy despacio la enfermera, asegurándose que sólo Sigua la escuchara, aunque su atención estuviera fija en su amiga que las guiaba más adelante—. No me puedo ni imaginar lo que ha de sentir al escuchar que la gente dice esas cosas tan horribles de ella. Pero lamentablemente es muy común que una leyenda se distorsione con el pasar del tiempo, ¿cierto? Sea como sea, no puedo dejar que esto la haga decaer más de lo que ya estaba...
—Pero ella sí lo hizo —interrumpió Sigua de pronto, tomándola por sorpresa.
—¿Qué? —Pronunció Eulalia, confundida—. ¿A qué te refieres?
—Ella no es inocente, Eulalia —añadió Sigua con un inusual tono de seriedad en su voz, mientras sus grandes ojos negros observaban fijamente a la mujer delante de ellos—. Ella sí ahogó a sus hijos...
Aquella repentina afirmación dejó helada a Eulalia, tanto que detuvo abruptamente sus pasos, quedándose fija en su sitio. Por un momento consideró que quizás la había escuchado mal, o quizás no se estaba refiriendo a lo que ella creía. Pero por más vueltas que le diera, eran muy pocos los otros significados que podía sacar de esas palabras: "Ella sí ahogó a sus hijos."
—¡No!, claro que no —exclamó Eulalia con incredulidad, reanudando de inmediato su marcha para alcanzar a Sigua, que se había adelantado ya algunos pasos—. ¿Por qué dices algo como eso? ¿Tú cómo lo sabes?
Eulalia observó a su amiga, expectante, esperando que le diera algún tipo de respuesta a su cuestionamiento. Sin embargo, como era de esperarse, Sigua sólo siguió mirando hacia adelante, sin decir nada. Y aunque Eulalia ya se consideraba acostumbrada a esa actitud por parte de la mujer cara de caballo, en ese momento le resultó bastante molesto, y eso fue visible en su semblante.
—Estás muy confundida —le indicó la enfermera con severidad, sonando casi como un regaño—. Dices eso porque no has pasado tanto tiempo con ella. —Los ojos sin color de Eulalia se posaron de nuevo en la espalda de Lloro, cubierta por su larga cabellera castaña y su velo—. Si la conocieras, aunque fuera un poco como yo la conozco, no pensarías así; no habría forma de que creyeras que ella es capaz de algo tan horrible como eso.
Sigua permaneció en silencio, de nuevo, justo después de esa declaración, y Eulalia dio por hecho que se quedaría así. Sin embargo, tras un rato la sorprendió con un comentario que le resultó incluso más inesperado que el anterior:
—Quienes te conocieran ahora mismo, tampoco creerían que tú eres capaz de lo que hiciste cuando estabas viva.
Eulalia se giró rápidamente a mirarla, sorprendida, o más bien atónita, por escucharla decir eso tan repentinamente. Si acaso aún respirara, del mismo modo cómo lo hacían los vivos, posiblemente en ese momento se hubiera quedado completamente sin aire; y, de hecho, sí sentía algo bastante cercano a ello en esos momentos.
—Eso es... —comenzó a murmurar despacio, callando de nuevo unos momentos y agachando su mirada hacia el suelo—. Eso fue diferente...
—¿Lo fue? —Cuestionó Sigua con ese tono frío, prácticamente indiferente, que siempre le caracterizaba.
La Planchada fue ahora la que decidió no decir nada. No porque no quisiera o no supiera qué responder. Simplemente su mente se encontraba bastante más enfocada en otro lado, en otro momento, y en otra vida.
Alzó una vez más su mirada hacia Lloro, contemplando de nuevo su apenas apreciable figura entre la oscuridad, casi como si fuera a difuminarse en cualquier momento con ésta y desaparecer de su vista. Y aquella idea, por algún motivo, le causó un dolor en el pecho aún más intenso que el de su más reciente caída...
— — — —
En el interior del panteón, los niños observaron fijamente desde sus posiciones como las tres mujeres volaban por los aires, y luego desaparecían en la distancia. A pesar de la mezcla de emociones que todo lo que acababa de ocurrir les causaba, Monchito y Frida Sofía no pudieron evitar soltar una fuerte exclamación de asombro, e incluso ésta última aplaudió un par de veces. Los demás, sin embargo, no compartían su emoción.
—¿Enserio era necesario mandarlas a volar, Nachito? —Inquirió Gregorio, virándose hacia su joven líder—. No creo que fueran realmente una amenaza para nosotros.
Aquel comentario dejó pasmado a Nachito, y no hizo más que aumentar su mal humor, que ya era bastante alto en esos momentos.
—¡Es La Llorona! —Exclamó con severidad, alzando la voz bastante más de lo necesario—. ¡¿Qué no sabes que ella ahogó a sus propios hijos y a varios otros niños a lo largo de los siglos?!
—Lo sé, pero... —vaciló Gregorio, un poco intimidado por los gritos del muchacho—. ¿Realmente todo lo que se dice de ella será cierto...?
—No seas ingenuo, Gregorio —espetó Neftalí, no tan palpablemente molesta como Nachito, pero sí lo suficiente—. Yo estoy de acuerdo con Nachito; un ser como ella no es de fiar. Incluso La Oscuridad podría haberla enviado para hacernos daño.
—Eso es exagerado, Neftalí... —Intentó defenderse el niño del violín, pero la mirada llena de rabia de la niña lo hizo elegir por mejor no proseguir.
—¿Qué no viste lo que hizo con su llanto? —Exclamó Neftalí con ahínco, incluso golpeando uno de los descansabrazos de su silla con una mano. Luego, se abrazó repentinamente a sí misma, comenzando a temblar ligeramente como si de nuevo estuviera sintiendo frío—. ¿Qué hubiera pasado si no se hubiera detenido y la luz se hubiera apagado? ¿Qué hubiera pasado con nosotros al estar expuestos...?
—Hey, tranquila —intervino Nachito rápidamente, aproximándose a la joven hasta colocar una mano en su hombro—. Eso no pasó, estamos bien. ¿De acuerdo?
Las palabras y las cercanías de Nachito parecieron tener un efecto consolador en la niña de la silla, hasta que poco a poco dejó de temblar, y por último asintió de forma afirmativa.
Una vez que Neftalí se calmó, Nachito caminó hacia la tumba sobre la que reposaba su boina. La tomó, la sacudió para limpiar cualquier rastro de polvo, y se la volvió a acomodar en su cabeza.
—A mí su preocupación por sus hijos me pareció sincera —comentó Carlitos justo en ese momento, rompiendo el silencio que al parecer había decidido mantener hasta ese momento—. E incluso te dio su favor a cambio de tu ayuda; eso no es algo que alguien haga a la ligera, ¿no es así?
Nachito se sobresaltó, pero en realidad no enteramente por su comentario, sino por una parte en específico: la mención sobre el favor. El chico se viró rápidamente hacia su propia tumba, contemplando entre todos los juguetes en ella la calavera de colores oscuros, volteada en su dirección como si lo observara con sus ojos blancos y redondos.
—Me había olvidado de esta cosa —musitó con hastío, caminando apresurado hacia la calavera para tomarla firmemente entre sus dedos—. ¡No la quiero en mi panteón!, ¡desháganse de ella! —ordenó tajantemente, extendiéndosela a sus amigos.
Aquello los sorprendió a todos, incluso a la propia Neftalí.
—Pero Nachito, es un favor de La Llorona —señaló Gregorio, temeroso.
—Es verdad —añadió Neftalí justo después—. El favor de un espíritu tan famoso como ella vale mucho, ¿no es cierto? Podría además servirnos como un seguro, por si esa mujer vuelve.
—¡No me importa! —Declaró Nachito con fuerza—. ¡Lo tiraré al primer río que vea la próxima vez que salga...!
—Yo que tú no lo haría, muchacho —pronunció una séptima voz en el sitio, haciéndose notar por encima de la de Nachito.
Todos se viraron al mismo tiempo hacia un costado de la tumba iluminada, y vieron juntos como una figura traslucida comenzaba a materializarse poco a poco al tiempo que avanzaba hacia ellos, hasta volverse enteramente apreciable para sus ojos. Aquella persona, envuelta en un gastado hábito de monje café oscuro, se paró justo delante de Nachito. Era alto, bastante más que cualquiera de los niños, y la capucha del hábito le cubría enteramente su cabeza, y las sombras de ésta ocultaban por completo su rostro. Sus manos además se escondían en el interior de sus amplias mangas, lo que hacía sentir que aquello fuera más un hábito andando solo que una persona.
Los niños, sin embargo, no se asustaron ni incomodaron con aquella presencia. Aquel ser, por supuesto, era bien conocido por los habitantes del Panteón de Belén.
—Hermano Francisco —musitó Nachito con respeto—. ¿Qué hace aquí?
El monje extendió en ese momento su mano derecha hacia el frente, revelando su larga mano, huesuda y pálida, que apuntaba directo a la calavera oscura en las manos del muchacho.
—Como tus amigos te acaban de decir, eso que tienes ahí es muy valioso —indicó el Hermano Francisco con gravedad—. Puede que te sea de gran utilidad en el futuro.
—La Siguanaba dijo algo parecido —señaló Carlitos rápidamente, como intentando darle más peso a dicha afirmación.
Nachito observó detenidamente la calavera. Él más que nadie sabía lo importantes que eran los favores para los no-vivos. Pero, aun así, el sólo hecho de saber que eso venía de una mujer que había matado a sus propios hijos... simplemente le provocaba repugnancia.
—Si es lo cree, entonces se lo regalo —indicó Nachito con normalidad, extendiendo el favor de La Llorona hacia el monje de túnica. Éste, sin embargo, extendió su mano al frente, en señal de rechazo.
—Sabes muy bien que no puedes entregar un favor que se te ha dado, a cambio de nada —señaló el Hermano Francisco con firmeza—. Y aunque no fuera el caso, sería imposible para mí dar o recibir ese tipo de cosas.
—¿Por qué?, ¿cuestiones religiosas? —Cuestionó Nachito, curioso.
—Se podría decir... Y sea como sea, estoy seguro de que en posesión de ustedes seis estará más seguro.
Nachito suspiró, resignado.
—Está bien; por ahora...
Y dando el tema por terminado, Nachito se dio media vuelta con la clara intención de irse. Sin embargo, el Hermano Francisco volvió a hablar una última vez antes de que lo hiciera.
—En cuanto a La Llorona, no intentaré justificarla o expresar que conozco las circunstancias de su vida, o su muerte. Pero si me permites decirte algo, no es prudente que juzgues a los que son como nosotros por sus pecados cometidos cuando estábamos vivos. Recuerda que todos estamos pagando por ellos en esta no-vida a nuestra propia forma...
—¡Nosotros no cometimos ningún pecado! —Espetó Nachito, virándose molesto hacia el monje—. Los seis somos víctimas inocentes, y por algún motivo se nos prohíbe irnos de este maldito purgatorio. Así que no nos compare con una mujer desdichada que asesinó a sus propios hijos.
El Hermano Francisco agachó un poco su cabeza y ocultó su mano de nuevo en el interior de su manga, sin pronunciar nada más. Quizás aquello era ya todo lo que tenía que decir.
—Además —musitó Nachito más tranquilo, mirando hacia su tumba—, todos vieron lo que le pasó al territorio cuando comenzó a llorar, ¿no? No sé cómo lo hizo, pero lo que haya sido nos puso en peligro. Así que sin importar qué, La Llorona no es bienvenida en el Panteón de Belén. Díganles a todos los demás que si alguien la ve siquiera cerca de las rejas, me lo comunique de inmediato.
—Lo que tú digas, Nachito —asintió Gregorio, bastante más resignado—. Con tu permiso...
Los cinco niños y el Hermano Francisco se dispusieron a irse también, aunque en la dirección contraria a la que el niño de boina se iba. Era claro que deseaba estar solo; ¿o no?
—Neftalí, espera un minuto —indicó Nachito rápidamente. La aludida se detuvo y se viró a verlo sobre el respaldo de su silla; él la miraba con bastante seriedad, aunque ya no tanto enojo.
Los demás se alejaron, hasta desaparecer unos cuantos pasos más adelante. Una vez que estuvieron solos, Neftalí giró su silla hacia el muchacho y se le aproximó hasta colocarse delante de él.
—¿Sí?, ¿qué pasa? —Preguntó la niña con curiosidad. Y apenas acababa de hacer la pregunta, cuando de pronto Nachito le arrojó la calavera de La Llorona, dejándole poco tiempo para reaccionar y atraparla entre sus manos.
—Te lo entregaré a ti para lo que cuides —indicó Nachito con bastante normalidad.
—¿Yo?, ¿por qué yo?
—Por qué eres la única que piensa igual que yo con respecto a esa mujer; los demás parecen haberse quedado impresionados con ella. —Neftalí no tenía nada para refutar tal afirmación; ella también lo creía—. Eres en quién más puedo confiar para que le dé un buen uso, dado el momento.
—Pero... —musitó la niña, dudosa, mientras contemplaba aquel extraño objeto cuya apariencia por sí sola le provocaba bastante incomodidad—. Esta calavera no es como los juguetes que te dan los vivos. ¿No dijo el Hermano Francisco que no puedes darlo a cambio de nada? ¿No tendría que hacerte un favor para poder aceptarlo?
—El favor es que lo cuides por mí y no le des mal uso —respondió Nachito con simpleza, encogiéndose de hombros.
—No creo que funcione de esa forma... Pero está bien. Lo tendré cerca.
—Gracias.
Neftalí colocó la calavera sobre sus piernas, y dirigió justo después sus manos a sus ruedas para ahora sí irse con los otros. Pero antes de hacerlo, necesitaba hacerle una pregunta más a su líder, ahora que tenía la oportunidad.
—Nachito... Este lugar seguirá siendo seguro, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —respondió el chico de inmediato, y con bastante seguridad—. Mientras yo esté aquí, ninguna amenaza dañará al Panteón de Belén, ni a sus habitantes. Te di mi palabra cuando nos conocimos, ¿lo olvidas?
—Lo sé —asintió lentamente la niña en la silla, y entonces alzó un poco su rostro hacia él, ofreciéndole la sonrisa más sincera que le era posible dar—. Gracias, Nachito; por todo lo que haces por nosotros.
Nachito le respondió únicamente con un pequeño asentimiento de su cabeza. Ambos entonces se viraron en direcciones contrarias, alejándose de la tumba iluminada que servía como corazón de todo ese hermoso lugar.
CONTINUARÁ...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro