Capítulo 09. Deambulando solos en la Oscuridad
El Club de las Ánimas
Por
Eliacim Dávila
Capítulo 09
Deambulando solos en la Oscuridad
—¿Deberíamos ver si no está en problemas? —Propuso de pronto Lloro, apuntando con un dedo en la dirección que el misterioso Nachito se había ido corriendo.
Eulalia, por su lado, tardó un poco en responderle.
—No sé si sea correcto que nos metamos en los asuntos de otro no-vivo —intentó excusarse la enfermera.
—Pero ayudar a las personas es lo que haces —señaló Lloro—, así como me recogiste a mí en ese río la otra noche para darme una mano, o todo lo que has hecho por mí desde entonces.
Mientras pronunciaba aquello, la voz de Lloro iba cargada de una ferviente admiración hacia ella, que inevitablemente hizo que Eulalia se ruborizara, pero al mismo tiempo se sintiera presionada por el peso de sus propias palabras.
—Es cierto —murmuró Eulalia, insegura—, eso es lo que hago, ¿verdad?
Y normalmente sería cierto, pero en esos momentos tenía dudas reales sobre qué debían hacer a continuación. ¿Debían retirarse e ir al hospital como tenían planeado?, ¿o debían seguir al niño entre las tumbas y ver qué estaba haciendo con exactitud por ahí? Ella no tenía idea, pero era claro que Lloro se inclinaba más por la segunda opción.
Encontrarse repentinamente con un niño no-vivo, definitivamente la había sorprendido y despertado en su nueva amiga una emoción que, posiblemente, hacía mucho no dejaba salir; muy diferente a su casi eterna tristeza. Pero, ¿qué sería más sano en esos momentos?, ¿fomentar dicha emoción o apaciguarla? De nuevo, Eulalia no tenía idea. Ese no era el tipo de cosas que le enseñaban a tratar en su formación de enfermera.
—Está bien, sigámoslo —propuso intentando ser firme—. Pero procuremos no asustarlo.
—¿Por qué lo asustaríamos? —cuestionó Lloro, genuinamente confundida por el comentario. Eulalia prefirió no responderle, y en su lugar comenzaron cautelosamente a caminar.
Anduvieron un rato en silencio, rodeando tumbas, algunas en mejor estado que otras, e incluso un par abiertas en la tierra. Luego de unos minutos, divisaron a lo lejos un grupo de vehículos estacionados en el camino, y más adelante un grupo de personas reunidas de pie.
—Es un funeral —señaló Eulalia mientras se aproximaban—. Deben ser las personas del cortejo que vimos hace un momento.
El niño que seguían había salido corriendo en cuanto vio los autos ingresando al cementerio, así que quizás eso era lo que había ido a ver con tanta urgencia.
El aire se comenzó a sentir muy pesado conforme más se aproximaban, restando poco a poco la sensación reconfortante que habían sentido en cuanto llegaron. Eulalia estaba familiarizada con esa sensación por su trabajo en los hospitales; la sensación de la profunda tristeza de los vivos ante la pérdida de alguien.
Conforme pasaban más tiempo en su no-vida, las personas solían no sólo olvidar aspectos de quienes eran antes de morir, sino también otros más relacionados directamente con el hecho de estar vivos; como la tristeza y el miedo que provocaba la muerte, por ejemplo. Pero sensaciones como esa, que envolvía el aire en esos momentos, les traía consigo recuerdos no tan agradables, aunque no siempre se dieran cuenta de ello.
—Mira, ahí está —indicó Lloro con ligera emoción, apuntando hacia una tumba ubicada a algunos metros por detrás de los dolientes. Al virar en esa dirección, Eulalia también lo vio. Nachito se encontraba de pie a un lado de dicha tumba, mirando desde su posición hacia el grupo de personas.
Escucharon entonces al sacerdote entre la multitud, recitando en voz alta y potente para que todos lo escucharan:
—En ese momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?" Él llamó a un niño y lo puso en medio de ellos. Entonces dijo: "Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se humilla como este niño será el más grande en el reino de los cielos. Y el que recibe en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí..."
Aquellas palabras provocaron una inusual sensación en el pecho de Lloro, muy incómoda. Incluso sintió ganas de llorar, pero no como usualmente.
El espectro de negro giró su vista de la multitud de regreso a Nachito. Notó entonces que el muchacho se había apartado de la tumba, y ahora avanzaba hacia otro punto apartándose poco a poco de las personas. Pensó por un momento que se iría, y tuvo el reflejo de querer seguirlo. Sin embargo, antes de que diera un paso, divisó a alguien más justo en la dirección en la que Nachito iba.
Lloro se quedó pasmada al verlo.
—Eulalia, mira —le indicó a su acompañante, señalando.
La Planchada se había quedado algo ensimismada, pero escuchar a Lloro hablarle la hizo reaccionar. Se viró entonces hacia donde Lloro señalaba y vio lo mismo que ella. Su reacción no fue muy distinta a la suya.
Había un niño pequeño, de seis años o quizás menos, de piel pálida y ojos hundidos, vestido con ropas muy blancas, casi brillantes. Éste miraba fijamente a la multitud a lo lejos, mientras mecía sus piecitos de atrás hacia adelante desde el borde de la tumba.
—¿Ese no es...?
—Otro niño no-vivo —respondió Eulalia rápidamente, antes de que Lloro incluso terminara su pregunta.
—¿No me dijeron Roja y tú que los niños no-vivos eran inusuales? —inquirió Lloro, confundida.
—Lo son, pero aun así los hay —le respondió Eulalia, intentando sonar convencida—. Pero admito que no me había tocado ver dos seguidos el mismo día, ni siquiera en el hospital...
Tal y como Roja había explicado, al morir los niños solían pasar directamente al otro lado sin tener que quedarse a vagar por ahí ni un solo día. Esto lo lograban al ser personas sin muchos remordimientos, asuntos pendientes o pecados que resolver. Pero claro, aquello no era una regla infalible tallada en piedra. Había algunos motivos o circunstancias por los cuales un niño pequeño se podría quedar en el mundo como un no-vivo, pero ciertamente era algo que no pasaba con frecuencia... hasta donde Eulalia sabía.
Eulalia miró de nuevo a los dolientes, o más específicamente al ataúd en torno al cual se encontraban, colocado sobre una firme base a lado del agujero abierto en la tierra. Mirándolo con más atención, la enfermera se dio cuenta de que éste era... bastante pequeño.
—Lloro, creo que ese otro niño es al que están enterrando —musitó despacio como si temiera que le escucharan. Cuando Lloro divisó también el ataúd, la misma idea se le vino a la cabeza.
—Pobrecito —masculló La Llorona con tristeza—, debería ir y...
—Aguarda —la detuvo Eulalia antes de que se moviera de su lugar—, mira.
Ambas contemplaron entonces como Nachito se aproximaba al otro niño y se sentaba en la tumba a su lado, manteniendo una prudente distancia.
—Hey, ¿cómo estás? —preguntó Nachito con un tono suave, dibujando una sutil sonrisa.
El niño viró lentamente su pequeño rostro hacia él, contemplándolo con sus ojos nebulosos, aunque estos no reflejaban sorpresa o miedo alguno.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el niño con una vocecita aguda, sin reclamo o exigencia en ella.
—No te asustes —respondió el chico de boina y corbata de moño, y se permitió entonces colocar una mano reconfortante sobre su hombro—. Me llamo Nachito, y soy tu amigo. Yo soy quien te llamó para que vinieras aquí.
El niño lo miró atentamente unos instantes con expresión neutra, y luego asintió lentamente con su cabeza, indicando que evidentemente esa explicación le bastaba.
Aclarado eso, miró de nuevo a la multitud de gente delante de ellos, y en específico a una mujer vestida de negro y rostro afligido, que parecía tan cansada y débil que el hombre a su lado tenía que sostenerla para que no cayera. Entre sus dedos llevaba aferrado varios pañuelos desechables, ya bastante usados pero que seguía usando de vez en cuando para pasarlos por sus ojos.
—Mi mamá está muy triste —comentó el niño de blanco, pero sonando casi como si en realidad no comprendiera lo que dichas palabras significaban—. No me gusta verla así.
—Lo sé, lo sé bien —indicó Nachito—. Pero te prometo que ella estará bien. Al principio llorará mucho, y quizás siga sufriendo un poco más. Pero tu padre y tus hermanos cuidarán de ella, y con el tiempo va a salir adelante, al igual que el resto de tu familia; te lo aseguro. Tú ya no tienes por qué imponerte responsabilidades que no te conciernen, pues nada de esto es tu culpa. ¿Lo entiendes?
El niño lo miró de nuevo y asintió lentamente. Aunque posiblemente no comprendiera por completo todo lo que Nachito deseaba decirle, al parecer al menos la idea lo había alcanzado de alguna forma.
—Eres un buen niño —señaló Nachito, pasando su mano por su cabello, despeinándolo un poco y provocando que el chico soltara una pequeña risilla—, tú no tienes porqué estar más aquí.
—Pero, ¿a dónde debería ir?
—A un lugar mucho mejor. Yo te voy a ayudar. Mientras tanto, observemos todo desde aquí, ¿te parece?
El niño de blanco volvió a asentir, y entonces ambos se quedaron sentados en silencio, mientras observaban el servicio.
La tarde estaba cayendo cuando el ataúd fue introducido en el agujero que le habían destinado, y los sepultureros comenzaron a echarle tierra encima con sus palas. Uno a uno los asistentes comenzaron a retirarse de regreso a sus vehículos. La madre y el resto de su familia pasaron afligidos a un lado de Nachito y el niño pero, como era de esperarse, ni siquiera los vieron.
Cuando todos se fueron, el sol ya iba directo a su trayecto al horizonte; en cualquier momento comenzaría el atardecer. Los sepultureros terminaron de llenar el agujero y, sudados y cansados, decidieron ir a beber algo y tomar un descanso. Dejaron sus palas a un lado del montón de tierra, que en unos días sería cubierto con una losa de piedra y la figura de granito de un angelito.
Una vez que todo estuvo despejado, Nachito se puso de pie y le extendió una mano a su pequeño acompañante. El niño bajó de la tumba sobre la que estaba de un saltito, y entonces estrechó sus dedos con los del otro chico. Nachito lo guió hacia el que sería el último sitio de reposo de lo que en alguna ocasión fue su cuerpo físico, y ambos se pararon a un lado de éste. El niño contempló aquel montón de tierra con una singular curiosidad, como si no identificara con claridad qué era.
—Te quiero regalar algo —comentó Nachito de pronto, y entonces introdujo su mano en el interior del bolsillo derecho de sus pantalones cortos. Extendió su palma hacia el niño, mostrándole que sobre ésta sujetaba un pequeño camión de construcción de juguete, de color verde con llantas negras.
El niño observó el juguete algo asombrado, y alzó lentamente su mano hacia él, tomándolo entre sus dedos y colocándolo frente a su rostro para contemplarlo mejor. Era en verdad muy bonito, e incluso parecía brillar ligeramente.
—¿Me lo das? —le preguntó sorprendido el niño.
—Sip. Es todo tuyo —asintió Nachito—. Considéralo un favor de mi parte. Ahora tómalo con fuerza, cierra bien tus ojos, y él te llevará a dónde tienes que ir.
El pequeño hizo justo lo que le indicó, tomando el camión entre sus manos y presionándolo con un poco de fuerza entre sus palmas. Cerró lentamente sus ojos y así permaneció, quieto y en silencio por un buen rato.
Nachito alzó su mirada a ver el cielo. El sol ya no era visible desde su posición, pues se había perdido entre los edificios y árboles que los rodeaban.
—Ahora —le indicó con seriedad, colocando una mano sobre su hombro—. Es momento de irte, antes de que el sol se meta.
El brillo del juguete se volvió tan intenso que incluso se llegó a filtrar entre los dedos del pequeño. Ese brillo poco a poco comenzó a propagarse por todo su cuerpo, hasta envolverlo por completo y convertirse completamente en una silueta blanquizca. Un segundo después, dicha silueta comenzó a desintegrarse en varios pequeños rastros de luz, como plumas empujadas por el viento. Esos pequeños brillos empezaron a elevarse uno detrás del otro, comenzando a perderse muy por encima de su cabeza, dejando al final ningún rastro del niño o del pequeño juguete.
Nachito contempló en silencio como aquellos brillos se alejaban, con una sonrisa contenta en sus labios.
—Cuídate —susurró despacio una vez que aparentemente el chico se había ido por completo.
Miró entonces de nuevo en la dirección del sol, y luego al lado contrario. Estaba a punto de comenzar a anochecer.
Con algo de apuro, se dio media vuelta y parecía querer volver a correr como anteriormente. Sin embargo, en cuanto se viró, casi se encontró de frente justo con Eulalia y Lloro, que se le habían acercado mientras todo aquello ocurría y ahora estaban a unos cuantos metros de él.
—¡Ah! —Exclamó sorprendido el muchacho, retrocediendo un poco como primer reflejo—. ¡¿Qué hacen ustedes dos todavía por aquí?!
Las dos mujeres parecían realmente sorprendidas por lo que acababa de pasar incrédulas de que realmente lo hubiera visto.
—Vimos lo que hiciste, Nachito —señaló Lloro, avanzando un paso hacia él—. Ayudaste a ese niño a pasar al otro lado, ¿no es cierto? ¿Cómo lo hiciste?
—No les incumbe —respondió Nachito secamente.
—Ese juguete que le diste, ¿era un favor tuyo? —Cuestionó Eulalia—. ¿Tus favores pueden hacer que los no-vivos pasen al otro lado?
—Por supuesto que no —aclaró Nachito, algo más calmado, mirando hacia otro lado—. Sólo ayuda a los niños perdidos, sin remordimientos y con almas puras, a encontrar el camino correcto.
—¿Entonces ayudas a los niños a cruzar en paz? —señaló Eulalia, asombrada—. Eso es algo muy noble y magnífico. ¿No lo crees, Lloro?
—Sí —asintió La Llorona, y le sonrió gentilmente—. Eres un niño extraordinario, Nachito.
Aquellos halagos, si es que lo eran, lograron apenar un poco al muchacho, que sin darse cuenta tomó su boina y la bajó un poco, intentando cubrirse el rostro.
—No es para tanto —murmuró despacio Nachito sin mirarlas—. No lo hago sólo por nobleza o bondad, si eso creen. Simplemente no quiero que...
Pareció recordar algo abruptamente en ese momento, interrumpiendo lo que iba a decir. Miró una vez más al cielo. La oscuridad de la inminente noche sólo era un poco más tangible, pero fue suficiente para ponerlo nervioso.
—El sol casi se mete, ¡debo irme! —comentó abruptamente, y comenzó a correr, intentando sacarle la vuelta a las dos mujeres.
—Oye, espera —exclamó Lloro cuando el niño pasó a su lado, y por mero reflejo lo tomó de su brazo para intentar detenerlo—. Necesito preguntarte algo...
—¡Suélteme! —Gritó de golpe el niño, y su voz retumbó con fuerza.
Nachito zarandeó su brazo violentamente para zafarse de la delgada mano que lo aprisionaba, y Lloro se apresuró a soltarlo. El niño se alejó rápidamente varios pasos, y entonces la volteó a ver con sus ojos visiblemente cubiertos de enojo, y sus brazos alzados delante de él de forma defensiva.
—Lo... lo siento —intentó disculparse la mujer de negro, alzando sus manos delante de ella para indicarle que no lo volvería a tocar. Esa reacción por parte del niño realmente parecía haberla alterado también a ella—. Es sólo que... yo... estoy buscando a mis hijos —susurró como le fue posible, y aquella afirmación pareció menguar un poco la actitud reticente del muchacho—, dos pequeños coyotes perdidos. Los he buscado por mucho, mucho tiempo... Son de tu misma edad, creo... ¿Los has visto? ¿Sabes dónde están mis hijos...?
—Lloro —farfulló Eulalia en voz baja, algo impresionada. No había considerado la posibilidad de que quisiera preguntarle a ese chico sobre sus hijos, aunque... quizás luego de lo que vieron no era descabellado pensarlo.
Había una desesperación latente en la voz Lloro, imposible de esconder. Nachito se sintió un poco extraño al escucharla, de una forma que no lograba describir. Le pareció, sin embargo, que era parecido a cómo podría haberse sentido aquel pequeñín que estaba ahí hace unos momentos al ver a su madre triste, sin entender por completo lo que aquello significaba.
El chico bajó sus manos y pareció relajarse un poco, aunque sus ojos seguían mostrando algo de dureza en ellos.
—Yo no sé en dónde están sus hijos, señora —murmuró despacio—. Pero si han estado deambulando solos en la oscuridad... yo dejaría de buscarlos.
Aquella extraña declaración dejó azoradas a Eulalia y Lloro.
—¿A qué te refieres con eso? —Inquirió Lloro, avanzando hacia él—. ¿Por qué lo dices?, ¿qué podría haberle pasado a mis hijos...?
—¡Lo que me pasará a mí si no me voy ahora mismo! —Gritó Nachito con fuerza—. Lo siento, ¡debo irme!
Y dicho eso, comenzó a correr de nuevo con rapidez.
—¡Espera sólo un poco! —Suplicó Lloro, pero el niño no se detuvo por lo que ella comenzó a seguirlo sin cuestionárselo mucho.
—Lloro, no lo sigas —le pidió Eulalia, pero igualmente no fue escuchada e igualmente no tuvo más remedio que ir detrás de ellos.
La persecución no duró mucho en realidad, pues unos minutos después ambas vieron como Nachito se dirigía justo al agujero de una tumba abierta, y saltaba directo a éste como si estuviera realizando un clavado a una alberca. Ambas se aproximaron y se pararon en la orilla del agujero. Para su sorpresa, o quizás no tanta, el agujero estaba vacío. El niño había desaparecido sin dejar rastro alguno.
—Se fue —señaló La Planchada—. De seguro se mueve entre las tumbas, así como nosotras. Puede estar en cualquier lugar ahora.
—¿A qué se refería con eso que dijo, Eulalia? —pronunció Lloro, bastante preocupada.
—¿Lo de la oscuridad? No lo sé, lo siento... —negó Eulalia moviendo su cabeza—. ¿Crees que en verdad pudiera tener alguna pista sobre el paradero de tus hijos?
Lloro no respondió, pero agachó su cabeza con abatimiento, quizás pensando que quería creer que sí. Eulalia debía aceptar que aquel último comentario igualmente le había parecido extraño, así como su urgencia por irse tan rápido.
—Dijo que se llamaba Nachito —susurró Eulalia, como un pensamiento en voz alta—. Podría preguntar si alguien lo conoce.
—Se veía muy solo, ¿no crees? —Comentó Lloro de pronto—. Y muy triste...
Esas no eran las palabras que Eulalia hubiera elegido para describirlo. Aun así, en efecto había algo en ese chico que le provocaba cierta preocupación. Aunque le era difícil determinar en qué punto terminaba su preocupación por Lloro, y comenzaba su preocupación por ese niño.
Eulalia intentó entonces deshacerse de todas esas malas emociones.
—Ven —le indicó Eulalia, tomándola delicadamente de su brazo—. Acompáñame al hospital, ¿sí?
—No, lo siento... —negó Lloro sin mirarla. Se notaba, al parecer, muy pensativa—. Creo que ya fue suficiente vida y muerte por un día... Si me disculpas, creo que volveré al departamento.
—Sí, está bien —expresó Eulalia, aunque en realidad no estaba muy convencida de ello—. Te veo más tarde, ¿sí?
Lloro sólo asintió, y entonces comenzó a andar sola y con la cabeza agachada hacia la salida, sin esperar siquiera que Eulalia la siguiera, y ésta ciertamente dudó si debía hacerlo o no. Una vez más, todo lo ocurrido ese día la tenía bastante dudosa. Lloro estaba resultando ser quizás una persona a la que La Planchada no estaba preparada para ayudar.
Pero eso no significaba que dejaría de intentarlo...
CONTINUARÁ...
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