Capítulo 06. Encargarme de un asuntito
El Club de las Ánimas
Por
Eliacim Dávila
Capítulo 06
Encargarme de un asuntito
Una noche, una semana después de la visita de Lloro y Eulalia, Roja se encontraba en su despacho en el Suspiro Rojo revisando los pendientes con uno de sus ayudantes, un jovencito de cara demacrada, mandíbula torcida y ojos desorbitados de nombre Julio. Ambos estaban sentados en el escritorio, aunque en lados contrarios. Roja tomaba notas en su libreta al tiempo que platicaban punto por punto.
—¿Qué tenemos para esta semana, Julio? —le preguntó la dueña del lugar sin despejar sus ojos del cuaderno.
El chico soltó unos pequeños quejidos, su mandíbula se movió hasta casi parecer que se caería, y entonces pronunció con una voz ronca y entrecortada:
—Tenemos... 75%... de ocupación...
—Nada mal —asintió Roja—. ¿Ya tenemos el entretenimiento para la fiesta del viernes?
—El señor... Pedro Infante... confirmó disponibilidad...
—¿Cuál?, ¿el original o el que murió en el avión? Bueno, no importa. Cualquiera que sea, dile que el Suspiro Rojo estará más que encantado en recibirlo. —Hizo entonces una anotación rápida en su libreta correspondiente a dicho punto—. ¿Algún otro asunto para revisar?
—Hemos difundido... su petición... de información... sobre los niños de La Llorona...
—Oh, muy bien —exclamó Roja con entusiasmo, incluso esbozando una coqueta sonrisa—. ¿Se encargaron de correr la voz en todos los huéspedes de esta semana?
—Sí... señora...
—Excelente.
Roja se inclinó de nuevo sobre su libreta, anotando de nuevo.
Durante esos últimos días, Roja había implementado entre las múltiples tareas del hotel el que sus ayudantes les comentaran a todos los visitantes sobre los niños indígenas que estaba buscando, y que cualquier información al respecto sería bien agradecida no sólo por la Dama de Rojo, sino por la propia Llorona. Aquello esperaba resultara como un buen incentivo, y al menos de entrada muchos parecían interesados. Aun así, de momento nadie tenía noticia de dos niños que cumplieran con su descripción, pero prometían preguntar y tener los ojos abiertos.
—La fiesta del viernes igual será un buen momento para mencionárselo a todos los asistentes —señaló Roja—. Aunque, si te soy sincera, dudo que saquemos algo de esto —añadió encogiéndose de hombros—. Pero, un favor es un favor. Con un poco de suerte...
En ese momento ambos escucharon como llamaban a la puerta, lo que provocó que por reflejo Roja alzara su mirada de su libreta.
—Adelante —indicó el espectro de rojo, dejando su pluma a un lado.
La puerta se abrió y se asomó al interior otro de sus ayudantes; otro jovencito igual de pálido y demacrado que Julio, pero éste se llamaba Jesús (o eso creía recordar Roja).
—Señora... —Pronunció Jesús, igualmente con voz ronca y con pequeñas pausas—. El Señor... Negro... está aquí...
—¿Cuál de todos los señores Negro? —Inquirió Roja con tono burlón—. ¿Juan Negro?, ¿Santos el Negro?, ¿El Negro Mejía?
Roja miró atenta a Jesús esperando su respuesta... pero ésta no llegó. El chico se quedó de pie ahí en la puerta, mirándola en silencio con seriedad, o incluso lo que a Roja le pareció era un poco... de miedo.
El silencio se volvió bastante denso, y la sonrisa de Roja se fue esfumando poco a poco conforme éste le daba pista más que suficiente de cuál era esa respuesta que Jesús se estaba guardando.
—Oh... —expresó Roja en voz baja, recargándose por completo contra el respaldo de su silla/trono—. Ese Señor Negro...
Roja se quedó en silencio, sumida casi por completo en su propia cabeza, pero se le notaba calmada. Sin decir nada, extendió su mano hacia la caja de cigarrillos sobre el escritorio, abriéndola y sacando de éste uno alargado y delgado color blanco. Lo colocó en sus labios, pero cuando intentó buscar su encendedor, no lo encontró en ningún lado. Y fue entonces cuando dejó ver que en realidad no se encontraba para nada calmada.
—¡¿Alguno de ustedes tiene un poco de maldito fuego?! —Espetó con fuerza, y rápidamente Julio y Jesús comenzaron a tocar sus ropas buscando algún encendedor o fósforo, que de antemano ellos sabían muy bien que no tenían.
La Dama de Rojo bufó molesta, tomando el cigarrillo entre sus dedos y pegando su frente contra su otra mano en una posición de agotamiento.
—Virgen Santísima —murmuró entre dientes, seguida después por un profundo suspiro—. Bueno, pues denle una habitación, la más bonita que tengamos libre —ordenó agitando una mano en el aire, como si quisiera restarle importancia—. E invítenlo a la fiesta del viernes; de seguro le gustará ver a Pedro Infante.
—No vino... a quedarse... —Indicó Jesús con timidez—. Dijo que quiere... hablar con usted...
Roja alzó sus ojos pelones y atónitos hacia el muchacho al oír eso.
—¿Es decir... justo ahora? —Preguntó despacio, a lo que Jesús sólo se quedó mirándola sin responder, pero la respuesta era bastante obvia—. Por supuesto... Gracias, Chuy. Enseguida voy.
El segundo ayudante asintió y se retiró rápidamente del despacho, cerrando la puerta detrás de él. Roja se tomó un minuto para respirar (o al menos eso que hacen los no-vivos que se le parece demasiado), hacer un último intento de buscar su encendedor, y entonces se puso al fin de pie para dirigirse a la salida. Antes de irse, sin embargo, se tomó un momento para echarle un vistazo a su caja de madera con sus favores, pero luego siguió sin cambio.
—Vuelvo en un minuto, Julio —murmuró severa mientras se iba—. No te muevas.
Y, efectivamente, Julio no se movió mientras ella no estuvo. Literalmente, no se movió.
Roja caminó lentamente por el pasillo, intentando mantener la mayor serenidad aparente posible. Pero conforme se iba acercando al vestíbulo, más percibía esa abrumadora oscuridad que había opacado por completo el brillo dorado que solía caracterizar a su hotel. Y es que, siempre a dónde iba esa persona, parecía arrastrar consigo la negrura propia de la noche, e impregnar las paredes con ella hasta que se fuera. Y su vestíbulo al parecer no era la excepción.
Lo primero que distinguió al llegar al final del pasillo, fue al caballo... el enorme caballo negro azabache, parado a la mitad de su lobby, con una singular neblina brotándole de las patas. Su presencia la inmovilizó un poco, y lo hizo aún más cuando el animal desvió su alargado rostro hacia ella, enseñándole el fulgor rojizo de sus ojos. Roja pensó por un momento que se le lanzaría encima como un depredador. Sin embargo, sólo se quedó ahí de pie sin moverse, y unos segundos después se desvió hacia otro lado y avanzó. Al moverse, dejó en el rango de visión del espectro de rojo a los sillones de espera del lobby.
Sentado entre toda esa penumbra en uno de los sillones, dándole la espalda, distinguió a su repentino visitante. O, más bien, lo que notó fue la amplia ala circular de su sombrero negro, extendiéndose y cubriéndolo casi por completo. Y lo segundo fue el denso humo oscuro que surgía de su costado derecho y se elevaba en el aire; un cigarrillo de seguro, pero no de los que a ella le gustaban.
Roja suspiró profundamente, se paró derecha, cerró sus ojos unos momentos para intentar mentalizarse, y entonces dibujó una amplia sonrisa en sus brillantes ojos rojos, y adoptó una postura mucho más confiada. Avanzó entonces con paso relajado hacia la pequeña sala, intentando andar sin voltear a ver al enorme corcel que una vez más la observaba.
—Pero, ¿a quién tenemos aquí? —murmuró Roja efusivamente una vez que estuvo lo suficientemente cerca. Aquella persona sentada en el sillón era un hombre, con un enorme sombrero, un traje negro de saco y pantalón negro, aunque ambos tenían adornos plateados y brillantes, además de un moño color sangre en su pecho—. Si es mi viejo amigo... el mismísimo Charro Negro.
El caballo resopló en ese momento con fuerza en cuanto pronunció aquel nombre, tomándola por sorpresa pero Roja intentó no reaccionar de más.
El Charro Negro, un no-vivo quizás no tan conocido pero sí mucho más temido que la propia Llorona. Un hombre en traje de charro, vagando por los caminos solitarios en la noche, montado en su imponente corcel, y con intenciones inciertas. Pocos no-vivos tenían tanta presencia como la de ese hombre, hasta el punto de impregnar todo el cuarto con ella. Muchos decían que no era un no-vivo en realidad, sino un verdadero demonio. Nunca se había comprobado, pero definitivamente eso no evitaba que la gente lo tratara como si lo fuera.
Aquel hombre tenía su cabeza agachada, por lo que su amplio sombrero le cubría gran parte de su cara. Entre sus dedos sostenía un cigarrillo a la mitad, que acercó a sus labios poco antes de que Roja se parara justo delante de él, dejando escapar de sus labios una densa nube oscura.
—Tan chula como siempre, Rojita —musitó el visitante, aún con el humo cubriéndolo. Alzó entonces su pálido rostro hacia ella, adornado con su abundante bigote negro, y sus ojos totalmente oscuros, salvo por sus iris tan rojos como los de su caballo—. No soy inoportuno, ¿o sí?
—No, claro que no —rio Roja con aparente indiferencia, tomando asiento en el sillón justo delante de él y cruzándose de piernas—. Siempre es un placer verte, querido. Es sólo que me tomas por sorpresa...
Mientras hablaba, notó como el Charro Negro agitaba una mano contra la planta de su propia bota, y luego la extendía hacia ella. Las yemas de tres de sus dedos se habían prendido en llamas, como si fueran fósforos. Roja miró aquello, entre asustada y confundida. Recordó entonces el cigarrillo alargado que aún sujetaba entre sus dedos. Se había olvidado realmente de que lo tenía.
Acercó la punta al fuego para prenderlo, y luego lo apartó rápidamente.
—Gracias —susurró la dueña del hotel, y colocó entonces el cigarrillo en sus labios dando una pequeña inhalación. El Señor Negro agitó su mano, apagando las llamas—. No tenías reservación, ¿o sí? —Preguntó Roja, recuperando la serenidad—. Porque de haber sabido que venías, hubiera salido a recibirte yo misma, y te hubiera preparado una linda bienvenida.
—Ya sabes que no me gusta anunciarme con anticipación —aclaró el Charro Negro, hablando a la vez que seguía fumando de forma relajada—. Me agradan las sorpresas. Además, no vengo como huésped, sino para encargarme de un asuntito contigo.
—¿Conmigo? ¿Qué "asuntito" podría tener El Charro Negro con La Dama de Rojo?
—Me llegó un rumor interesante, sobre que estás buscando información de dos niños indígenas. Un favorcito para ni más ni menos que La Llorona. ¿Es verdad?
Roja fue incapaz de mantener su máscara de tranquilidad. De todos los asuntos que podrían haberlo traído a su hotel esa noche, por el que menos hubiera apostado era quizás ese.
—¿Esa noticia llegó hasta a ti tan rápido? —Musitó despacio, y luego carraspeó un poco para aclarar un poco su voz, además de tomar un poco más de humo—. Vaya, creo que subestimé un poco el alcance de mis contactos. Pero sí, es cierto. La Llorona en persona estuvo aquí hace unos días y me pidió apoyo para buscar a sus hijos. No recordaba mucho de ellos en realidad, pero bueno... Intento hacerle ese favor de alguna u otra forma.
—No lo hagas —pronunció Negro de forma abrupta y cortante, destanteando a Roja.
—¿Disculpa?
—Deja de buscar a esos niños —declaró Negro con la misma vehemencia, sin aparentemente querer decir mucho más.
Roja se quedó muda, sin estar segura de cómo responder.
—¿Por qué debería hacer tal cosa?
—Te estoy ahorrando las molestias, chula —masculló El Charro Negro, encogiéndose de hombros—. Esa búsqueda es una pérdida de tiempo. No encontrarán nunca a esos niños; ni tú, ni ella, ni nadie.
—¿Por qué lo dices? ¿Tú sabes acaso en dónde están esos pequeños? —Roja pudo sentir cómo se le formaba un nudo en la garganta—. ¿Acaso tú tomaste sus...?
No fue capaz de terminar su pregunta.
Todos sabían que el Charro Negro era un recolector de almas, y que las obtenía a cambio de sus favores (si es que era la forma de llamarlos). Y eso incluía tanto a almas vivas como no-vivas.
Negro tomó otra bocanada de su cigarrillo, soltando el denso humo en el espacio entre ambos. Luego tomó lo que quedaba del cigarrillo y lo apagó contra la planta de su bota, tirando lo que quedó sin miramiento alguno en el suelo. Roja miró aquella colilla en su alfombra con reproche, pero no dijo ni hizo nada.
—Eso no interesa al fin de esta conversación —respondió al fin Negro—. Sólo debes tener absoluta confianza de que te estoy diciendo la verdad. Tú sabes muy bien que yo nunca miento.
—Sólo dices la verdad de la mejor forma que te convenga.
—Pero nunca miento —repitió señalándola—. Así que créeme, es mucho mejor que dejes esa búsqueda de una buena vez.
Roja lo contempló en silencio, intentando de alguna forma deducir qué ocultaban exactamente esos ojos oscuros y vacíos, como las cuencas de un cráneo. Nunca creyó que aceptar hacer ese favor la llevaría a tener una discusión como esa con El Charro Negro; esas eran las Ligas Mayores, ¿eh?
—Aun suponiendo que fuera cierto lo que dices —mencionó Roja—, no podría simplemente dejar las cosas así. Me pidieron un favor, y éste fue pagado con otro favor. Estoy obligada a cumplir.
—¿Acaso prometiste que ibas a encontrar a los niños sin lugar a duda? Porque eso no habría sido muy inteligente de tu parte, chula.
La mujer vaciló unos segundos.
—Bueno, prometí intentarlo...
—Ahí está, ya lo intentaste —le interrumpió abruptamente, seguido de una pequeña carcajada—. Preguntaste todos estos días y no conseguiste nada. Salvo información de una muy buena fuente, oséase yo, de que no habría forma de que los encuentren. Desde mi punto de vista, eso cuenta como un favor cumplido.
—Yo no soy como tú, Negro. No me gusta tergiversar mis favores para sacar provecho indebido de ellos.
—Y por eso nunca serás más que la eterna dueña de esta jaulita que has convertido en tu hotelucho —pronunció Negro de forma burlona, lo que provocó una visible reacción asertiva en Roja—. No me malinterpretes, es muy bonito. Pero hace mucho que podrías haber intentado usar ese dichoso favor especial que tienes guardado en tu cajita para tener más, ¿no?
Señaló en ese momento con su dedo en dirección a donde se encontraba su despacho... y su caja de favores.
La respiración (o lo que se le parecía) de Roja se cortó abruptamente al oír eso. ¿Él sabía lo de su favor más valioso? Eso la puso un poco nerviosa, pero intentó mantenerse serena. Un favor no podía ser robado ni arrebatado, sólo entregado por voluntad propia de un poseedor a otro. Y de ninguna forma le daría ese a alguien, y mucho menos a ese egocéntrico grosero.
—¿Por qué no lo has hecho?, si se puede saber —preguntó Negro, genuinamente curioso por lo que se veía.
—Te lo digo si me dices exactamente cuál es tu interés en este asunto de los hijos de La Llorona —le respondió Roja un poco desafiante—. ¿Por qué quieres que deje de buscarlos? Si lo que dices es cierto, da igual si lo hago o no, ¿verdad? Según tú, no los encontraría.
Negro soltó una pequeña risilla sarcástica.
—Yo tengo mis propios asuntitos con La Llorona, y dejémoslo así. Y lo que menos necesito es que vengas tú, o la enfermerita esa, a meterse en ellos.
¿Asuntitos con Lloro? Roja no la conocía mucho todavía, pero no parecía para nada el tipo de persona que se involucraría con alguien como el Charro Negro. Bueno, salvo por...
Y entonces un horrible pensamiento le recorrió la mente.
—¿Acaso quieres el alma de La Llorona? —soltó Roja, olvidándose ya por completo de las apariencias, pues estaba genuinamente abrumada. Negro sólo la contempló en silencio—. Un no-vivo de trescientos años, tan famoso, con tantas apariciones y con una leyenda tan conocida... Un alma así sería tu más valiosa posesión, ¿no es cierto? —Negro continuó sin decir nada, y un poco de enojo se apoderó de la mujer de rojo—. ¿Qué planeas hacer?, ¿ofrecerle uno de tus tratos para entregarle a sus hijos a cambio de su alma?
—¿Me crees capaz de hacer algo tan cruel?
—Por supuesto que sí.
Negro volvió a reír como antes. Se inclinó entonces al frente, acercando más su rostro al de ella, por lo que Roja tuvo el reflejo de pegarse más contra su sillón.
—Suponiendo que fuera así —comenzó a pronunciar El Charro Negro con voz calmada—, ¿eso en qué te afectaría a ti? No es como que tú le debas algo a esta mujer, ¿o sí? A como lo veo, ahora ella te debe algo a ti. Y por supuesto, por si no es lo suficientemente claro, si tú me haces este favorcito a mí...
Negro extendió su mano derecha al frente, y con un giro de su muñeca ésta se cubrió de una neblina oscura que la envolvió por completo, para luego juntarse en su palma y tomar la forma... de una calavera, totalmente negra salvo por sus ojos pintados de rojo.
—Yo te deberé algo a ti...
Roja contempló aquella calaverita totalmente atónita, quizás con el mismo asombro que Lloro había contemplado la suya hace unos días.
—¿Me estás ofreciendo un favor tuyo? —Susurró, apenas siendo capaz de articular palabras—. ¿Un favor del Charro Negro?
—Así mero —asintió el hombre de bigote mientras seguía sosteniendo la calavera hacia ella—. Y cómo has de saber, no estoy regalando de estos por ahí como si fueran dulces. No es tan valiosa como la que escondes ahí —señaló en ese momento con su cabeza en dirección al despacho—, pero definitivamente no te vendría mal tenerlo para lo que se ofrezca, ¿no? Y lo único que tienes que hacer es dejar tu búsqueda de esos niños. Y la próxima vez que veas a La Llorona, decirle que simplemente no encontraste absolutamente nada. Y claro, no mencionar en lo absoluto esta pequeña plática que tuvimos. Simple, ¿no?
¿Simple? Sí, sonaba así, pero no había forma de que lo fuera.
No había oído antes de alguien que le hubiera hecho un favor al Charro Negro y éste le hubiera pagado con un favor suyo. No era la manera en la que él trabaja. Normalmente sus tratos involucraban que él le hiciera el favor a la persona, normalmente dándole riquezas, y a cambio tomaba su alma como pago, ya fuera en el momento o un tiempo después.
Darle tu favor a alguien es darle un poco de poder sobre ti; alguien como El Charro Negro no haría tal cosa tan fácil. ¿Tanto le importaba que dejara esa búsqueda? No veía por qué. Aquello debía ser uno de sus ya tan conocidos engaños.
—No quieras jugar conmigo —exclamó Roja con firmeza—. ¿Cuál es el truco?
—No hay truco —respondió Negro, alzando su mano libre en señal de juramento—. No uno que te afecte a ti, al menos, y eso es lo que te debe importar. Al final de cuentas yo no tendría por qué hacer esto, pues el resultado final, como bien dije, será exactamente el mismo. Sólo me estoy tomando la molestia de adelantarlo porque no tengo interés en que esa señora tenga ni tantita esperanza de que aquello pudiera resultar de otra forma. ¿Entiendes?
Tristemente, sí lo entendía. Mientras más desesperada estuviera, más fácil sería que aceptara su trato cuando el momento llegara.
—¿Entonces? —Pronunció Negro, acercando más su calavera hacia Roja—. ¿Qué dices, chula? ¿Tenemos un trato?
Roja enmudeció, teniendo su mirada fija pero dudosa en la calavera.
"Como mujer de negocios, ésta es una oportunidad que no puedo dejar pasar," le había dicho a Eulalia aquella noche. Y eso era después de todo: una mujer de negocios. Tenía ese favor especial y único, luego el de La Llorona, y ahora podría tener el del Charro Negro. Aquello era algo tan bueno, tan tentador...
¿Cómo podría rechazarlo?
Su mano se movió casi por voluntad propia. Cuando se dio cuenta, ya tenía la calavera negra en sus manos. Se sentía pesada, un poco más que las otras que había tenido en su mano antes (y habían sido muchas). Y además, era la única que le causaba incomodidad al sentirla y al verla.
Negro se puso de pie en ese momento, al parecer bastante conforme con el resultado de su plática.
—Siempre dije que eras una mujer inteligente, Rojita —comentó con elocuencia, y luego caminó hacia la salida; sus botas resonaban contra el suelo. El caballo negro lo comenzó a seguir de cerca—. Piensa bien en qué usarlo —le comentó, dándole un par de palmadas en su hombro descubierto al pasar a su lado, lo que provocó que Roja sintiera un desagradable escalofrío—. Será un placer para mí hacerte el favorcito que tú quieras.
La manera en la que lo había dicho le revolvió el estómago a Roja, si es que en verdad aún podía sentir tal cosa.
El Charro Negro y su monstruoso caballo caminaron a la salida. Las puertas se abrieron solas, y un aire frío se adentró. Las dos figuras se difuminaron con la noche, esfumándose por completo. La oscuridad que había traído consigo se fue aplacando poco a poco, y el vestíbulo fue volviendo a su esplendor habitual.
Roja contempló en silencio la calavera en sus manos, preguntándose si acaso lo que acababa de hacer no era lo más parecido a hacer un pacto con el diablo...
CONTINUARÁ...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro