Capítulo 3: Theo
Theo nunca tuvo problemas con el control.
Cuando era un niño, siempre fue un chico discreto. A sus padres no les causó nunca ningún problema. O bueno, a sus niñeras, que fueron muchas. Tal vez por ello creció siendo un niño desapegado emocionalmente a las personas. Sus padres nunca permitieron que una niñera pasara más de un año con él, puesto que querían evitar que se encariñase de alguna. Pero ¿qué niño pequeño no se encariña con la única persona que encarna la única figura materna presente? Theo, sin duda, fue uno de ellos.
A medida que crecía fue comprendiendo que lo mejor era no depositar sus esperanzas en aquellas mujeres que le sonreían y le brindaban amor. Un amor que nunca vio en los ojos de aquella que le hacía llamarla «madre».
Al principio fue duro. Es a base de errores como uno aprende, y Theo cometió muchos. Si hubiera un ranking de cantidad de veces que a uno le habían partido el corazón, él ocuparía un puesto en el podio. Y eso cuando solo tenía once años.
Cuando cumplió doce, su última niñera desapareció.
Sus padres creyeron que ya tenía la edad suficiente para salir al mundo y enfrentarlo como un hombre. Y no cualquier hombre, sino el heredero de la fortuna Harris, y del conglomerado de empresas que formaban WAW.
Su padre, y su abuelo antes que él, habían dirigido y ampliado la pequeña empresa familiar, convirtiéndola en una de las más remuneradas del país. Lo que comenzó siendo una pequeña compañía de apenas cincuenta trabajadores ahora era la sucursal de un enorme conglomerado de empresas de moda y cosmética de reconocimiento mundial.
Y, un día, Theo sería dueño de ella.
Por esa razón, sus padres consideraron oportuno marcarle el rumbo de su vida. Fue a los colegios más caros de todo Estados Unidos, tuvo profesores particulares que aumentaron su conocimiento, fue formándose poco a poco para cumplir lo que los demás esperaban, sin cuestionar nada. Hasta que llegó ella.
Hasta que llegó Elisse.
Elisse fue quién lo rescató de aquella absurda forma de vida donde los demás eran quienes lo controlaban, pero por Elisse acabó por sumirse en la mayor de las desgracias. Irónico.
El estridente sonido de la alarma lo despertó del único momento del día donde no se cuestionaba el sinsentido de su vida.
El móvil vibraba en la mesilla que había junto a la cama. Entre la música molesta y la vibración, Theo se vio obligado a incorporarse para apagarlo. De esta forma, la habitación volvió a sumirse en el más profundo de los silencios.
Las pesadas cortinas impedían que la luz penetrara, de modo que apenas había resquicios de luz en el cuarto. Sobre la gran cama de matrimonio, un cuerpo remoloneaba para posponer lo inminente.
Tres toques en la puerta sacaron un bufido del moreno.
—El desayuno está listo, señorito Theo.
Cantarina como siempre, la voz de Graciela le proporcionó la voluntad suficiente para posar los pies en el suelo, y empezar el día.
—En unos minutos estoy— aún con la voz ronca, contestó a la mujer. Escuchó su risa cantarina al otro lado de la puerta.
—Pero no se retrase, hoy le he preparado las tostadas como a usted le gustan— y, tras su advertencia, escuchó los pasos amortiguados hasta que desapareció.
Theo se levantó perezoso y corrió las cortinas. La luz impactó de lleno contra su rostro.
¿Qué día era? ¿Martes? ¿Jueves?
Viernes, se dijo. Ayer jueves tocó cena en casa con mis padres.
El dolor de cabeza y la garganta terriblemente seca le anunciaron que la resaca sería su compañera durante el resto de la mañana. Ahora que recordaba, la tarde anterior la había pasado en casa de Bryce. Habían hablado, y ella había rechazado su dinero.
Tan cabezota como siempre, pensó.
Luego, esa misma noche, cenó con sus padres. Sí, ya empezaba a recordar aquella estúpida y odiosa cena.
Sacó del cajón de la mesilla una caja con pastillas y se tomó una para aliviar la presión en su cabeza. Tras eso, se vistió. Eligió una camisa completamente blanca y la combinó con unos pantalones de corte recto negros, al igual que los zapatos Oxford. Metió en la bandolera de cuero curtido el portátil y el móvil y, cogiendo el abrigo largo, salió de la habitación.
Apenas prestó atención mientras recorría los pasillos de la casa.
Flanqueándole, a cada lado varios cuadros de origen desconocido y precio terriblemente costoso adornaban las paredes de su casa. Muebles de madera exquisita y espejos de acabado en oro los acompañaban. Una larga alfombra proveniente de la India sufría el peso de las suelas de los zapatos. Dobló la esquina, bajó las escaleras y atravesó la puerta que conducía a la cocina.
A pesar de estar la ventana abierta, la habitación olía intensamente a bacon frito y huevos. Había resquicios de humo todavía en el aire, pero poco a poco desaparecían con la corriente. Sobre la impecable isla de mármol descansaba un plato con su desayuno y una humeante taza de té. Dándole la espalda, Graciela tarareaba una canción de Beyoncé mientras la bailaba. Aquella imagen sí consiguió alegrarle la mañana.
Call your name two or three times in a row,
Such a funny thing for me to try to explain,
How I'm feeling, and my pride is the one to blame.
'Cuz I know I don't understand,
Just how your love your doing no one else can.
Graciela desafinaba sin compasión a la vez que sacaba un huevo de la sartén, sin miedo a quemarse. De vez en cuando usaba la espátula como un micrófono. Disfrutando del espectáculo, Theo se quedó apoyado en la isla mirando a la mujer y su actuación. No fue hasta varios versos de la canción más tarde que, girándose para dejar el plato con los huevos que había estado friendo, lo vio ahí quieto.
—¡Señorito Theo! —gritó alarmada, más por lo inesperado de su presencia que por vergüenza. Graciela no conocía la vergüenza. —¿Qué hace observándome de esa forma? ¡Casi me para el corazón!
Uno de los gruesos dedos de su cocinera/ama de llaves lo señaló mientras la otra mano descansaba en su pecho. Él hizo un minúsculo amago de sonreír.
—Lo siento Graciela— intentó parecer verdaderamente arrepentido, pero supo por su ceño fruncido que fracasó.
—Es usted un descarado, señorito Theo— la mujer negó, vencida. —Será mejor que desayune. ¿No querrá llegar tarde?
Deslizó el plato hasta ponerlo frente a él. Los iris de la mujer lo atravesaron con intención, como si lo estuviera regañando pero sin abrir la boca. Theo siempre se había preguntado si aquello era algo común en las mujeres que actuaban como madres o algo único de ella. Siempre le había resultado más aterrador que los sermones de su padre.
Intimidado pero intentando no demostrarlo, cambió de tema.
—¿Siguen mis padres en casa?
Ella asintió, señalando con la cabeza el plato con huevos que acababa de sacar.
—Los señores desayunan en el comedor. Me preguntaron si usted compartiría mesa con ellos. Les dije que me había pedido un desayuno rápido porque quería ser puntual— sus palabras estaban llenas de intención. Para Theo era fácil leer el verdadero contenido de estas.
Sus padres querían verle, pero mentí por usted. Algún día deberá enfrentarse a ellos, señorito Theo.
Aun así, solo rehuyó la mirada.
—Gracias Graciela.
La mujer se lo quedó mirando por unos segundos de más, en silencio. Él mantuvo el tipo hasta que ella soltó apenas un suspiro y, cogiendo el plato, desapareció por la puerta que la llevaría hasta el comedor, donde se encontraban sus padres.
—Coma, o se le enfriará la comida— y sin más desapareció.
Theo se quedó de esa forma solo en la cocina. El reloj de plata que había junto a la ventana marcaba las seis y media. Engulló los huevos y el bacon. Cuando la manecilla marcaba menos veinte había dejado el plato sin rastro de comida y ya limpio y seco en su sitio. Recogió sus cosas. Justo cuando fue a salir, entró de nuevo Graciela.
—Disfrute de su día— la mujer dejó los cacharros usados en el fregadero y lo encaró, llevándose las manos a las caderas. —¿Vendrá hoy a cenar?
Él negó.
—Nos vemos mañana— se despidió de la mujer con un cariñoso beso en la coronilla y tomó el camino que sabía no lo cruzaría con ninguno de sus progenitores. Sin embargo, su intento de abandonar la casa como si fuera un fugitivo fracasó cuando antes de llegar a la puerta, la reconocida voz de su padre lo llamó.
—Pensé que ya estarías en la universidad.
Reginald Harris sonaba entre desconfiado y molesto.
Se hallaba en la marco de la puerta que unía el vestíbulo con su despacho, mirándolo acusador. No había en su rostro cualquier muestra de alegría por verle, o un mínimo de aprecio.
—Allí me dirigía— su escueta respuesta no generó ninguna respuesta visible en su padre. Él, sin embargo, continuaba rígido junto a la puerta de entrada. Su mano derecha sentía el frio del metal del pomo rozando sus dedos.
—No deberías ser impuntual.
No debería muchas cosas.
—Sí, padre.
Se mantuvo imperturbable, manteniendo a duras penas la mirada de hielo de su progenitor. Esperaba cualquier orden suya, sabiendo que ahora que lo tenía en el punto de mira no era más que un simple mandado. Cuando se trataba de su vida, parecía que él no era más que un mero observador.
Los segundos pasaban lentos, seguramente ahogados en la tensión. Theo necesitaba que le ordenara que se fuese, o cualquier otra reacción, pero necesitaba salir de esa casa. No fue hasta un par de minutos más tarde que su padre le dio la espalda y se internó en su despacho, cerrando la puerta tras él.
Cerró los ojos, entre aliviado y derrotado.
Salió corriendo, impidiendo que cualquiera volviera a interrumpir su tarea de huir.
El trayecto de su casa a la universidad fue como siempre; es decir, poco relevante. Conducía con las manos en el volante pero apenas era consciente. Sus dedos sentían el rugoso tacto del cuero en las yemas y si lo intentaba era capaz de captar el sutil aroma del ambientador barato que le había regalado Wyatt la semana pasada, de esos con nombres absurdos y abstractos con olor indefinido. Aquellos matices eran lo único que impedían que la conciencia de Theo se inhibiese y dejara de tomar el control de su cuerpo.
La imagen de la mirada helada de su padre estaba grabada a fuego en su retina. Era un tormento. Pero no sólo la imagen de su padre, sino todos los recuerdos que desencadenaba.
Su subconsciente le gritaba que sólo tenía que estirar la mano y abrir la guantera para encontrar aquello que mermase el dolor. Su subconsciente le recordó que dos calles a la derecha había una licorería. Su subconsciente le recordó que su compañero Donald había alardeado el día anterior de haber conseguido unas nuevas drogas capaces de revolucionar sus sentidos.
Su subconsciente era muy listo. Pero él se había hecho la promesa de no caer de nuevo en la tentación. Él buscaba la liberación, y hasta ese entonces la adicción había sido el camino que mejor lo había ayudado.
¿En qué momento de su vida Theo decidió pasar de la autocompasión a la inhibición? No lo recordaba. A fin de cuentas, cuando todos los días son igual de jodidos, nada los diferencia. Sin embargo, lo que jamás escapaba de su cabeza, era el temido desencadenante.
Unos ojos miel, una sonrisa genuina.
Aquello que antes tanta felicidad le trajo ahora sólo era la razón de su desgracia.
Una desgracia agónica, gradual, desgarradora y adherida inherentemente a él.
Aparcó el coche y salió de un portazo.
Como cada día, no sucedió nada memorable. Acudió a cada clase que marcaba su horario, se sentó en aquellos asientos insignificantes de aquellas aulas magnas y de vez en cuando dejó que alguno de sus compañeros lo integrase en alguna de sus conversaciones.
Todas ellas banales, vacías y faltas de significado.
Theo tampoco recordaba en qué momento de su vida su carrera había dejado de proveerle un sentido. Aunque, tal vez, nunca lo había hecho.
Cuando finalmente se vio liberado de la tortuosa tarea de pretender que disfrutaba en aquel edificio lleno de vanos pretendientes a empresarios, rechazó la oferta de ir a casa de uno de sus compañeros habituales y se montó de nuevo en el coche.
Condujo de forma automática, dejando que el tráfico de la ciudad fuera inmune a él y sus pensamientos vagaron sin forma ni sentido hasta encontrarse al fin frente al simple y reconocido edificio que él consideraba su santuario.
El día que sus padres descubrieran que su hijo pasaba sus horas libres en un barrio del Bronx en vez de haciendo amigos y ampliando su agenda, estaba seguro de que lo lamentaría. Sin embargo, hasta que aquel instante llegase, él pensaba disfrutarlo en secreto.
Consiguió aparcar a no más de un par de edificios del suyo. Se bajó con calma del coche e, importándole una mierda el destino de su coche en un barrio como aquel, se encaminó con las manos metidas en los bolsillos hacia su apartamento.
Cuál fue su sorpresa al encontrarse en aquel momento, abriendo la puerta del edificio, a una estresada Helena que, haciendo gala de un equilibrio envidiable, encajaba las llaves con una mano mientras que con el otro brazo sujetaba el bolso, varias carpetas y una caja llena de proyectos y dibujos infantiles que Theo supuso eran de sus alumnos.
Caballeroso como le habían inculcado desde niño, cogió la caja y las carpetas, liberándola así parcialmente. Helena brincó del susto. Sin embargo, al verle, dejó escapar el aire que había contenido.
—Eres tú— suspiró. —Avisa la próxima vez, o conseguirás que me dé un infarto.
Theo dejó que una sonrisa relajada se formara en sus labios. Ambos entraron en el edificio y cerraron la puerta a su espalda. Subieron las escaleras hasta el tercer piso.
—¿Un buen día? —preguntó mientras la veía meter las llaves en la cerradura y forcejear con ella hasta conseguir abrirla.
La puerta de Helena se había desencajado un par de meses atrás, por culpa de un cerrajero inútil que fue para ayudarla a abrir la puerta tras haberse dejado las llaves dentro, pero que simplemente consiguió desencajarla. Ahora, para poder abrir, debías empujarla con fuerza para que abriese.
—Podría decirse que sí. Los niños adoran los viernes, como es obvio. Pero he conseguido mantenerlos a raya. Nada como clase de dibujo para ello.
Ya abierta la puerta, y con Helena dentro dejando las llaves en aquella especie de plato de cerámica amorfo —regalo de uno de sus alumnos— Theo la siguió para dejar la caja y las carpetas sobre la encimera de la cocina.
Pronto sintió como una bola peluda se restregaba contra sus piernas. Bajó la mirada para encontrarse con la imagen de Sushi, la gata de Helena, esperar paciente a recibir mimos. Se agachó ligeramente, rascando detrás de sus orejas unos segundos, los suficientes para que el animal pareciese satisfecho y aceptara su presencia en la casa. Luego, lo dejó y se fue al sofá.
—¿Y qué hay de ti? Bryce me contó esta mañana que ayer tuviste cena en casa de tus padres, ¿quieres hablar de ello? —comprensiva como siempre, Helena se dejó caer en uno de los taburetes altos que rodeaban la isla de la cocina y lo observó en silencio, sin presión o ansia en su mirada. La luz se reflejaba en el rubio ceniza de la peluca que llevaba aquel día. De corte liso y hasta la barbilla. Theo sabía que había un nombre para ese tipo de peinado, pero al igual que muchas cosas banales, lo desconocía.
—¿Tienes alcohol?
Sus labios se fruncieron en una mueca que hizo reír a Theo.
—Conoces perfectamente la respuesta. No encontrarás incentivo a tu vicio en mi casa.
—Una pena supongo.
Helena dejó escapar un suspiro. El intenso carmín que pintaba sus labios, siempre del mismo tono, parecía dotar de mayor fuerza cada gesto de la mujer.
—Antes de subir a casa de Bryce a ahogar vuestras penas en alcohol, por lo menos dime si te encuentras bien.
Theo se encogió ligeramente de hombros. Ella asintió.
—Recuerda que la próxima quedada es el lunes. Aquí. Trae Cheetos o algo— le recordó mientras lo acompañaba hasta la puerta.
—Odio lo Cheetos.
—Pero yo no.
Y así, y tras despedirla con un afectuoso beso en la coronilla, Theo abandonó la casa y subió con calma las escaleras que conducían al cuarto piso.
Habían pasado ya dos meses desde que los hijos de los Evans habían roto el ascensor. Sin embargo, nadie en la comunidad parecía haber hecho nada por arreglarlo. Steph les había asegurado en la última reunión que se haría cargo de ello, pero como siempre, nada había sucedido. Algo que fascinaba a Theo sobre aquella comunidad era el absoluto pasotismo que reinaba. Para un chico como él, criado en una casa llena de reglas, horarios y expectativas, esa falta de responsabilidad le resultaba refrescante.
Cuando llegó frente a la puerta de Bryce, no necesitó llamar. Estaba abierto.
La imagen que lo saludó al entrar, le sorprendió ligeramente.
Bryce se encontraba sentada sobre el taburete que usaba para pintar. La mujer fumaba con cierta parsimonia mientras en sus manos sostenía uno de los miles de pinceles que tenía y con él pintaba sobre aquel lienzo que tantos quebraderos de cabeza le había traído. En él había dibujado un paisaje oscuro, de la noche, con el manto estrellado como protagonista. En aquel instante, Bryce delineaba la imperfecta silueta de la luna.
—Has llegado más tarde de lo que pensaba— ella continuó pintando, sin despegar ni un segundo los ojos del lienzo. —Estante de siempre, tercero derecha. Sírvete lo que quieras.
Y eso hizo.
Mientras sacaba la botella de whisky de su lugar, Theo se percató de la melodía que sonaba de fondo, suave y casi imperceptible: el rasgar de una guitarra. Bryce no tenía estéreo, ni altavoces, ni siquiera reproductor de CD. Por ello, Theo sabía que aquel sonido no provenía del apartamento.
Un rápido vistazo a la ventana abierta del salón le hizo considerar el origen de la música.
Sacando un vaso de otro de los estantes, la simple imagen de dos platos lavados y secándose junto al fregadero hizo que poco a poco las piezas comenzaran a cobrar sentido.
—Veo que estás pintando de nuevo— fue, sin embargo, su única aportación a la conversación.
Bryce había recogido su maraña de pelo color chicle —o como bien siempre corregía ella rosa palo— en un moño desordenado cuya única función era mantener una línea de visión clara mientras ella trabajaba. Aun así, ya no se podía decir que continuara cumpliendo su cometido. Vestía de nuevo aquel horrible mono vaquero lleno de manchas antiguas, y otras más recientes, que siempre se ponía para pintar. La camiseta de debajo no era más que otra de las miles de camisetas con mensajes publicitarios absurdos que Bryce coleccionaba para complementar su look a la hora de pintar.
En cuanto a los pies, digamos que menos mal que el día no se había tornado helado, puesto que no había nada cubriéndolos.
—Hoy me he levantado inspirada— respondió ella, risueña. Junto a ella, el cenicero acumulaba un número de cigarrillos considerablemente menor al de las últimas semanas.
—Me pregunto a qué se debe este repentino cambio.
Ella dejó escapar un sonido que oscilaba entre una carcajada y un bufido.
—Por el retintín en tu voz, estoy segura de que puedes hacerte una idea.
—De modo que ayer saliste de caza— dejándose caer delicadamente en su zona del sofá, y con la copa ya servida en mano, Theo se acomodó preparado para escuchar una historia.
—Pues, para tu información, no. Ayer no salía de caza.
Ante su inesperada respuesta, Theo frunció el ceño.
No era ningún secreto para ninguno de ellos la peculiar relación que Bryce tenía con el sexo y la inspiración. Tampoco se debía a que ella lo ocultara. Bryce era capaz de confesar cualquier tipo de hecho, pensamiento o anécdota sin ningún tipo de vergüenza. Él había tenido que llegar interceder en varios momentos a lo largo de su amistad para que su lengua no la metiera en más de algún que otro problema.
Ella pintando, los platos junto al fregadero. La suma de ambos factores tenía como respuesta que su amiga no había pasado la noche sola. Sin embargo, su afirmación consiguió poner a Theo en alerta.
Si ella no había salido por la noche en busca de compañía, y la última persona con la que la había visto...
—¿Te has acostado con Wyatt? —la incredulidad en su tono, además de lo ridículo de la situación, consiguieron que Bryce dejara de pintar y lo admirara con la misma incredulidad tiñendo su rostro.
—¡Por supuesto que no! —Theo le mantuvo la mirada por varios segundos, esperando una confesión. Ella saltó del taburete. —Lo digo en serio. Puede que bromeara con él sobre ello cuando te fuiste. Pero no pasó nada. Ya sabes cómo es él, de todos modos. Sigue orgulloso de ser el único en el grupo con quién no me he acostado.
—Solo somos dos hombres.
—Exacto— puntualizó ella. —Pero te prometo que no fue él.
—¿Entonces quién?
Seguida por unos segundos de silencio, su pregunta acabó siendo respondida mientras Bryce se dejaba caer sin ninguna elegancia junto a él en el sofá.
—El chico nuevo.
Si Theo pensaba que lo de Wyatt sería una sorpresa, aquel hecho consiguió dejarle todavía más descolocado.
—¿No se instaló ayer?
Ella se encogió de hombros de tal forma que Theo supo la respuesta a su pregunta.
—Fue completamente improvisado, lo juro.
—¿Cómo se acuesta uno con alguien de forma improvisada?
Posicionándose en el sofá de forma más cómoda, Bryce se preparó para contar su historia.
—Cuando te fuiste y terminé de hablar con Wyatt, salí a la terraza...
—A la escalera de incendios— corrigió él.
—Y lo escuché tocar la guitarra— continuó ella, haciendo oídos sordos a su interrupción. Theo comprendió entonces de dónde venía aquella melodía que había escuchado antes. —Cuando salió él comenzamos a hablar y una cosa llevó a la otra.
—Hmmm.
—Es un chico muy majo— continuó hablando ella, sumergida de lleno en otra de sus verborreas. —Le invité a la reunión del próximo día. Me recuerda mucho a nosotros. Una pobre alma perdida en esta vida tan confusa. Y además es nuevo en el barrio. Necesita amigos.
—Pensé que Helena era la que recogía causas perdidas de la calle.
—Gabriel no es una causa perdida. Está simplemente igual de jodido en la vida que nosotros.
Aquella declaración consiguió sellar los labios de Theo.
Bryce era quien había declarado, ya tanto tiempo atrás, que la razón por la que personas tan diferentes como eran ellos mantenían una relación tan profunda era porque había un único elemento común que los unía a todos: la pérdida.
Cada quién había extraviado algo a lo largo de sus vidas y esa pérdida era la que había ocasionado que todos ellos acabaran orbitando alrededor de los otros.
Una hipótesis un tanto extravagante, para gusto de Theo, pero no podía negar que había cierta verdad en ella.
El resto de la tarde la pasaron entre conversaciones banales, vasos llenos de alcohol barato y silencio.
Al final del día, cuando Theo regresó a casa y yacía tirado en su terriblemente confortable cama, no pudo evitar pensar en las palabras de Bryce. Y, aquello, lo llevó a pensar en la razón que le obligaba a consumir su peso en alcohol, en las veces que había sucumbido a la tentación de las drogas y al constante y adictivo deseo de dejar de pensar y silenciar su mente.
Theo se durmió esa noche, como tantas muchas otras, pensando en lo que había perdido.
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