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Capítulo 2: Bryce

Bryce nunca fue una niña temerosa.

Desde pequeña siempre había mostrado una valentía y seguridad que muchos adultos consideraban admirables en una niña. Además, también desarrolló varias cualidades dignas como eran la alegría permanente, el buen ánimo, la impermeabilidad ante las opiniones ajenas y una presencia arrolladora.

Ella jamás consideró estas cualidades como armas a usar, como muchos la aconsejaron durante su vida, sino como aliadas. Bryce no tardó mucho tiempo en descubrir que, aquellos rasgos con los que ella había sido bendecida, eran codiciados por muchas personas, puesto que carecían de ellos y los deseaban. Por ello se prometió que, como pago, los utilizaría siempre en favor de aquellos que la rodeaban. Fue así como acabó por descubrir el tesoro que marcó el rumbo de su vida.

Cuando tenía diez años, su hermana pequeña se encaprichó con que quería ir a clases de dibujo, pero tenía miedo de ir sola. A Bryce nunca le había llamado la atención el mundo del arte ni del color pero, comprendiendo que su hermana necesitaba seguridad y confianza, decidió acompañarla. Sólo sería hasta que Alice se sintiera cómoda yendo sola, pero lo que ella no calculó fue que una vez entrara en aquella clase no querría salir jamás.

De esa sencilla forma Bryce descubrió un mundo de colores, pinturas, sombras, texturas, y un sinfín de técnicas más que lograron que su pasión emergiera como un volcán en erupción. Desde aquel día, las manchas de pinturas y el olor a aguarrás se convirtieron en algo intrínseco en ella. Además, Bryce advirtió que todo aquello lograba llenar por momentos un desconocido vacío permanente, en un remoto lugar de sí misma, que siempre estaba presente.

Pasó su adolescencia entre lienzos, pinceles, pinturas y chicos, resultando sorprendente para ella una fuente de inspiración. No que lo fueran ellos en sí, sino que tras estar con ellos se sentía inspirada de nuevo. Algo extraño, lo sabía, pero disfrutaba en el camino a la inspiración y no veía mal en ello. Muchos artistas hacían uso de estimulantes, drogas, adrenalina; en cambio, ella solo necesitaba sexo.

Su madre murió cuando cumplió los diecinueve años, lo que supuso un gran cambio en su vida. En primer lugar, la pérdida de su madre causó un cierre total por parte de Alice, su hermana. Ella y su madre mantenían una relación especial, una que Bryce jamás compartió pero que nunca envidió, siendo consciente de que el vínculo que las unía era de aquellos que pocas veces se encontraba en las personas. La muerte de Olivia Lee causó la depresión de Alice y, siguiendo su ética, Bryce se negó a dejar a su hermana a la deriva en un mar de tristeza. Necesitaron de ayuda, tiempo y esfuerzo, pero al final, juntas, lograron que la pequeña de las hermanas Lee resurgiera de las cenizas, recuperando aquella luz que creía haber perdido.

En segundo lugar, su familia se vio afectada en el tema económico.

Los Lee nuca fueron una familia pudiente, al contrario de hecho. Siempre habían tenido dificultades para llegar a final de mes y habían tenido rachas de todos los tipos. Su madre era enfermera en un centro de salud cercano a su casa, mientras que su padre trabajaba como albañil. A pesar de sus esfuerzos, ellos nunca pidieron a sus hijas que crecieran más rápido y, llevados por el amor hacia ellas, incluso les concedían pequeños caprichos de vez en cuando. La muerte de Olivia supuso la pérdida de un sueldo que mantenía en pie la casa.

Bryce, sintiendo como los turnos extras mellaban a su padre, buscó un empleo y, entre turnos de camarera, venta de cuadros y noches barriendo palomitas en el cine, liberó parte de la carga que su padre se había autoimpuesto, velando todavía por la felicidad de sus hijas.

Otro de los grandes sacrificios que la joven sintió que debía hacer fue no estudiar en la universidad. A pesar de que le hubiera encantado asistir a las clases de arte y aumentar su conocimiento, Bryce comprendió que, en su situación económica, solo una de las hermanas Lee podría continuar con los estudios. Trabajó el triple y, cuando Alice cumplió los dieciocho, se sintió orgullosa al ver como su adorada hermanita cumplía su sueño y empezó a estudiar medicina. Una carrera exigente, al igual que su hermana.

Los meses fueron pasando, al igual que las facturas. Los gastos eran cada vez más costosos y los sueldos menos remunerados. Todo parecía encaminarse hacia la oscuridad, hasta que la suerte los rescató.

La constructora donde trabajaba su padre había hecho un ventajoso trato con una empresa. Debían construir una serie de edificios y renovar otros, pero el único inconveniente era que, dicho destino, estaba en Oregón, al otro lado del país. Como muchos de sus trabajadores no aceptaron este encargo, a los que sí lo hacían les aumentaron el sueldo por los inconvenientes.

En un primer momento el padre de Bryce lo consideró una locura, pero su hija mayor lo instó a ir, puesto que era lo mejor. Al final, y gracias al apoyo de Alice, este aceptó.

Alice, además, decidió acompañar a su padre y pidió el traslado de universidad. Como las notas de la joven eran tan brillantes y su expediente impecable, le dieron una beca parcial. Esto, junto con que la casa nueva de Oregón era menos costosa, supuso una liberación financiera para la familia Lee.

Al contrario, sin embargo, que su padre y su hermana, Bryce se quedó en Nueva York, por el simple hecho de que sabía que contaba con sus clientes habituales para la venta de cuadros y porque sabía que podría ganar más dinero allí que en Oregón. De esta forma, Bryce encontró un apartamento en un sencillo edificio del Bronx y, enviando dinero cada vez que podía, continuaba participando en la economía familiar.

O eso había sucedido hasta ahora.

El tabaco ahogaba sus pulmones, privándolos por unos segundos de su dosis de oxígeno necesaria.

La luz entraba tímida por la ventana, iluminando parte de la habitación.

Un enorme lienzo en blanco flotaba sobre el caballete, igual de etéreo que cuando lo compró. Igual de blanco que el día anterior. Igual de vacío que desde hacía demasiado tiempo.

Bryce dejó escapar el humo entre los labios y el aire fresco alivió la irritación de los pulmones. Aquel pequeño y alargado veneno era el tercero que se fumaba en menos de seis horas.

Últimamente la mujer sentía que fumaba más de la cuenta, pero lo achacaba a un mal pasajero. Llevada por la ansiedad, aquella misma mañana había vaciado los últimos resquicios de la cajetilla que tenía y, consumida por el estrés, voló al estanco más cercano a comprar más provisiones. Quedarse sin tabaco en medio de su rutina artística era, cuanto menos, suicida.

Pero algo bueno había traído ese improvisado viaje: unos ojos oscuros, unas cejas marcadas, una mandíbula de hierro, unos labios rellenos. En conjunto, un tío capaz de hacer vibrar sus más primarios instintos.

El vecino de abajo resultó ser, además de torpe, un encanto. A pesar de su corto encuentro, Bryce había podido detectar en él una buena persona. Había sido algo en sus ojos, en cómo la miraba, entre perdido y confuso, que le hizo comprender que Gabriel del 3º C era un color de matices en aquella enorme paleta de oscuridades.

Había sido ese pensamiento el que le había llevado a invitarlo a una de sus reuniones semanales; una reunión del club de las almas perdidas.

Ninguno de ellos era muy creativo a la hora de poner nombres. Solo había que ver como se llamaba la gata de Helena.

Bryce era capaz de imaginarse a la perfección las palabras que diría Wyatt cuando lo supiese, en ese tono tan suyo, sobre cómo debía hablar con los demás antes de invitar a alguien. Y también era capaz de imaginar cuál sería su creativa respuesta.

Tal vez tuviera razón, pero ella era lo suficientemente orgullosa para no darle jamás la razón. Además, sus instintos no solían fallarle.

Como siempre, la mesa de la esquina estaba plagada de tubos de pintura, aceites, tarros de agua, tarros de aguarrás, paletas de madera, pintura seca, maletines abiertos, pinceles desperdigados. Todo un caos en perfecto orden para la mente de una artista en proceso de creación. O en su intento.

La mujer de cabello rosa admiraba encorvada sobre un taburete, en la lejanía, ese gran espacio en blanco que ella debía llenar de color, pero que no sabía cómo. La irritación de los pulmones se extendió a su humor. Llevaba meses con aquel lienzo nuevo, sin saber cómo abordarlo. La inspiración parecía haberla abandonado y planeado no volver.

Inspiró otra calada del cigarro que bailaba entre sus labios, reacia a rendirse con ese cuadro. Debía de haber algo, cualquier resquicio, que hiciera revivir esa emoción, esa capacidad de ser absorbida, de dejarse llevar. Bryce no había vivido una sequía de inspiración desde que había comenzado a pintar; por ello, no tenía la menor idea de cómo atajar el asunto.

Quedándose en completa quietud, y sin dejar de observar la nada, la mujer dejó que fluyera el tiempo mientras devanaba y exprimía su ser con tal de conseguir una mísera gota de iluminación.

Fue tal vez un destello, o un delirio, lo que la llevó a saltar como una pantera del taburete de madera. Corrió, deslizándose por el parqué del suelo, hasta llegar a su tan temido cuadro que la juzgaba por verse todavía sin vestiduras. Cegada por el deslumbramiento, Bryce cogió un pincel, lo mojó en aguarrás, lo embadurnó de color granza y, al estar rozando la tela, se detuvo.

El destello se sumía en la oscuridad. El delirio se fundía con el olvido. La inspiración seguía siendo un eco que rezumaba sequía.

Bryce ahogó un grito de impotencia. Los golpes en la puerta ahogaron su furia.

Aplastó el cigarro contra el cenicero escarlata y, refunfuñando por lo bajo, se encaminó a abrir la puerta.

Al otro lado estaba Theo.

Ni siquiera lo saludó, simplemente le dejó pasar en completo silencio. El rostro de él expresaba lo suficiente.

—¿Whisky?

—Tequila.

—Así que un mal día. Tequila pues.

La mujer se deslizó, literalmente, hasta la cocina y de uno de los estantes de abajo sacó una botella casi vacía de Don Julio.

—¿Hielo?

La falta de respuesta fue una respuesta en sí misma.

Llenó el vaso con el alcohol que quedaba en la botella, tirándola luego a la basura.

Se acercó a él, que ya se hallaba lo suficientemente hundido en el sofá, y le tendió el vaso. Él lo cogió y se bebió la mitad de un solo trago. Ella volvió a su cuadro.

El taburete ahora estaba frio, desprovisto de cualquier resquicio de calor que pudo dejar su cuerpo. Se sentó de nuevo en él y retomó la apasionante tarea de admirar una inmensidad blanca de 130x130.

Aquella rutina estaba consiguiendo que sintiera la amenaza del agua en sus pulmones, la presencia cada vez más latente de un profundo océano de oscuridad, el crecimiento alarmante del vacío que el arte siempre había mantenido a raya en su interior. Sin inspiración no había color, sin color no había defensa, sin defensa no había esperanza, sin esperanza solo quedaba enfrentarse a lo desconocido para ser devorada por su propio miedo. Y ella no estaba preparada para esa batalla.

Por ello, desenfundó una de las brochas que tenía más cercanas y la impregnó de un color al azar. Coloreó y, por primera vez en meses, transformó el blanco en ultramar. Y así, sin ella saberlo, se consolidó en su subconsciente ese color como la representación del pánico.

Las hebras de la brocha se deslizaban, esparciendo color, esperando que la tela lo absorbiera, esperando que impregnara. Una vez cambiado el color de la base volvió a alejarse, viendo el cuadro con perspectiva. La única diferencia era que el blanco se había tonado azul ultramar.

¿Y si ponía amarillo?

No.

¿Escala de azules?

Tampoco.

¿Rojos?

Mejor tirarse por la ventana.

Las ideas generadas por su cabeza acababan siendo rechazadas de forma cruel, llevada por la exasperación.

¿Acaso no había nada decente en esa alocada cabeza suya?

—Me gusta el cuadro— la apática voz de su acompañante sacó a Bryce de aquella espiral de autodestrucción en la que últimamente vivía sumida.

—No es lo tuyo eso de mentir.

—No lo hago— replicó, pero sin haber rastro de defensa en su tono.

—Solo he pintado la base— refutó ella de nuevo, enfadada.

—He visto cuadros con menos color que tu base— expuso él de nuevo.

Los ojos de Bryce abandonaron la ahora inmensidad azul para posarlos en su compañero. Theo no había variado su postura en el sofá, hundido. El vaso ya se hallaba vacío y él la miraba con esa intensidad tan característica suya.

—Por lo menos esos cuadros habrán podido venderse.

—Yo estoy dispuesto a comprar el tuyo.

—Y yo no estoy dispuesta a aceptar limosna.

La de pelo rosa se levantó del taburete y le cogió el vaso, haciendo el amago de meterlo en el fregadero. Sin embargo, su intento se vio truncado por el tirón que recibió por parte del chico, que la hizo tomar asiento a su lado.

—Te noto agresiva.

—Tengo la regla.

—Mentira.

—Entonces solo estoy enfadada.

—¿Con quién?

—Tú lo sabes perfectamente.

Bryce dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá.

—No es muy sano enfadarse con uno mismo.

—Tampoco lo es vivir de tabaco y yogures de fresa y sigo en pie— se encogió de hombros.

—Que seas un ejemplo de qué estilo de alimentación no llevar no implica que seas una experta emocional.

—Tú tampoco.

—Pero por lo menos yo como bien— fue ahora el turno de Theo de encogerse de hombros.

—¿Sabes? Aprecio más tu compañía cuando solo bebes y te mantienes en silencio.

—Lo sé, pero hoy se me antojaba molestar a alguien.

—Oh, entonces debo sentirme agradecida. Me alagas querido, por favor continua.

—¿Escucharás alguno de mis valiosos y poco compartidos consejos?

—Seguramente hoy no.

—Entonces volveré a lo mordaz.

El silencio pesó en la habitación. No porque hubiera incomodidad entre ellos, para nada, simplemente pesaba demasiado la carga de sus pensamientos.

—¿Hoy has tenido un día duro?

—Prefiero no hablar de eso.

—Nunca prefieres hablar de eso.

Theo hizo el amago de levantarse pero la pierna de ella lo impidió. A pesar de que él podría haberla apartado perfectamente no lo hizo, simplemente se dejó engullir de nuevo por el sofá.

—Sí, he tenido un día duro— acabó por claudicar, cerrando los ojos hastiado en el proceso.

La sonrisa de Bryce podría haber iluminado toda la manzana.

—¿Ves? Seguro que no ha sido tan complicado.

Uno de los parpados del chico se despegó, mostrando unas pupilas grises que la admiraron en silencio. La neutralidad de su rostro podría no haber significado nada para cualquier otra persona, pero ella sabía lo que significaba. Las horas de silencios y copas ayudaban.

—¿Y tu día?

La sonrisa se desdibujó con la misma facilidad que desaparece el carboncillo tras pasar una goma. Lo que una vez estuvo, dejó de existir.

—Mi padre llamó.

Theo no contestó, pues sabía que lo último que necesitaba Bryce eran palabras.

—Me dijo que el trabajo iba bien, que Alice seguía siendo la misma chica aplicada de siempre, y que les habían subido el alquiler.

Bryce cada día odiaba más el dinero. ¿Por qué solo traía problemas? Suspiró, rendida.

—Necesito un cigarro.

—Eso es justo lo último que necesitas.

—Eso es justo lo último que me importa.

Bryce alcanzó la cajetilla de la mesa frente al sofá y, con el cigarrillo ya sujeto por los labios, lo prendió. Inspiró la mayor cantidad de humo que su capacidad pulmonar le permitió. Ansiaba sentir el efecto calmante.

—Fumar no resolverá los problemas.

—No, es cierto. Pero los hace parecer más insignificantes.

—Si necesitas el dinero, ¿por qué no dejas que te lo compre?

Como si no siguiera la misma línea de pensamiento que él, Bryce lo miró sin comprender.

—El cuadro, me refiero— hizo un ademán con la cabeza, señalando el lienzo posado sobre el caballete de pie.

—Porque no acepto caridad, y lo sabes.

—Tu orgullo no pagará las deudas, Bryce.

—Tu dinero tampoco las pagará todas— rebatió mientras el fuego iba consumiendo el cigarro.

—Pero sí las actuales, que son las que ahora mismo te preocupan.

La ansiedad iba carcomiendo el cuerpo de la mujer. En su cabeza se libraba una batalla que solo conseguía acelerar el avance del estrés.

—Yo... no puedo aceptar tu dinero Theo.

—Si es por el orgullo no...

—No es por eso— le interrumpió, tajante. Los ojos del chico la perforaban a la espera de una explicación más elaborada que un «No es por mi maldito orgullo». —Soy incapaz de pintar un cuadro, y en estos momentos es lo que sustenta esta casa y paga lo que no cubre la beca de mi hermana. Puede que tu dinero ahora supla el pago de este mes, pero ¿qué habrá del siguiente? ¿y del próximo? Lo que verdaderamente necesito es recuperar la inspiración, porque de eso depende no solo mi vida, sino la de mi familia. Aceptar tu dinero sería como... rendirme.

Bryce sentía cada palabra salir llena de angustia. Lo que confesaba a Theo era el miedo que llevaba carcomiéndola las últimas semanas, y la llamada que había recibido esa mañana solo había empeorado su humor y su salud mental.

A su vez, el moreno pareció analizar sus palabras con esa practicidad que lo caracterizaba. Jugueteaba con el vaso entre sus dedos, mareándolo.

—No necesito que me des una solución, solo... que lo comprendas— Bryce buscó la mirada del chico. Él no la rehuyó.

Jamás un silencio dijo tantas cosas, pero entre ellos los silencios solían ser más comunicativos que las palabras.

—Solo avísame si cambias de idea.

Ella dejó escapar un suspiro de alivio y la sonrisa volvió a su rostro

El cigarro terminó por consumirse, una mancha fucsia coloreaba la zona oscura del pitillo ya apagado, allí donde habían estado sus labios.

Theo miró el reloj. Marcaba las seis y media. Se levantó.

—Debo irme— Bryce lo acompañó a la puerta.

—¿No te quedarás en tu apartamento? —él negó.

—Hoy paso la noche en casa de mis padres— ella asintió.

—Entonces te esperaré mañana.

La mujer abrió la puerta y, para sorpresa de ambos, la luz del rellano estaba encendida y cierto sujeto abría la puerta de su casa.

—Oh, pero miren a quién tenemos aquí— Wyatt sonrió y se subió el sombrero. Dejó posado en el suelo un maletín de madera viejo. Todos sabían qué era. Se acercó a ellos.

—¿Qué hay tío? —Theo saludó con su carencia de entusiasmo habitual al rubio.

—Aquí, pasando la tarde en el parque. ¿Y tú? Hacía tiempo que no te veía por el edificio. ¿Todo bien?

—Como siempre— fue su escueta respuesta. Pero Wyatt no necesitó más.

—Ya veo. Bueno, espero verte este lunes— con camaradería le apretó el hombro, en uno de esos gestos de tíos que Bryce nunca comprendió. —Y, si no, sabes que mi puerta está siempre abierta.

Theo le dedicó una minúscula sonrisa, apenas un levantamiento de comisura.

—Adiós.

Devolvió la palmadita de macho a Wyatt y besó la cabeza de Bryce a modo de despedida, tras eso desapareció escaleras abajo.

—Parece más animado.

—Hoy por lo menos ha hablado.

El rubio la miró y sonrió con sorna. El carácter de Wyatt podía parecer el de un gilipollas, pero para contrariedad de los demás era una gran persona, por ello la mujer anticipó que tras esa sonrisa se avecinaba un comentario bromista.

—Supongo que el revolcón le habrá subido el ánimo.

Si Bryce no fuera Bryce, y si ella no conociera a Wyatt, le hubiera roto la nariz. Pero no lo hizo, en vez de eso le devolvió una sonrisa igual o más provocadora.

—Eso es algo que jamás sabrás. Pero si tantas ganas tienes por comprobarlo, mi puerta está abierta— el desafío en los ojos de ella hizo soltar una carcajada al otro.

—¿Y dejarte completar el cupo? Creo que seguiré orgulloso de ser el único joven de este edificio al que no te has tirado. Además, si me tacharas de la lista no te quedaría otra opción más que pasar al siguiente objetivo. ¿Crees que la señora Jeanine será fácil de seducir?

—Oh, una pena. Supongo que deberé quedarme con las ganas de averiguar cuanto le ponen las mujeres a Jeanine. Aunque siento decirte que alguien ha venido a quitarte ese título del que tanto te jactas— Bryce se dejó caer contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos.

—¿Hay carne fresca? —la curiosidad del rubio brilló en sus ojos.

—Un chico nuevo en el 3º derecha— respondió ella, haciendo referencia a Gabriel.

—Oh, entonces supongo que disfrutarás de la caza —Bryce acabó por encogerse de hombros.

—Parece un chico simpático.

—Acuérdate de preguntarle la edad antes de meterlo en tu cama.

—Si no te tendré a ti para sacarme de la cárcel.

—Siento que salgo perdiendo en este trato.

—Porque lo haces.

Wyatt negó divertido.

—¿Cómo llevas el cuadro? —a pesar de preguntar con la mejor de las intenciones, el buen rollo desapareció. El aura de Bryce se enfrió.

—Sin mejoras.

Comprendiendo lo que aquello significaba, él asintió.

—Ya veo. ¿Quieres venir a casa? Podemos pedir comida china.

La mujer hizo el amago de sonreír.

—La verdad es que hoy solo me apetece meterme en la cama y hundirme en mi miseria.

—Sí, dicen que es una buena actividad para practicar los jueves— ella rio. —Bueno, si necesitas algo ya sabes dónde estoy.

—Gracias.

Wyatt hizo un ridículo gesto con su sombrero y, tras guiñarle un ojo, volvió a su puerta. Cogió el maletín que había dejado antes en el suelo.

—Adiós, vecina.

—Adiós.

La puerta del piso de enfrente se cerró y Bryce entró de nuevo al suyo.

Por la ventana ya no entraba ninguna luz natural, sino la escasa de las farolas. La noche había caído y ni siquiera se había dado cuenta. Caminando por el pasillo, encendió el interruptor de las luces. De las paredes se iluminaron estrellas, y la lámpara que había junto a la televisión también lo hizo. A Bryce no le gustaba mucho encender las luces normales, por lo que siempre hacía uso de las luces especiales que tenía colgadas por todo el piso.

Habiéndose quedado sola de nuevo, la presencia del cuadro la amenazaba con más insistencia. Era como un recordatorio constante de su fracaso.

Consciente de que se ahogaría como continuara entre aquellas cuatro paredes, se abrigó con una sencilla chaqueta de lana y, cajetilla en mano, salió a través de la ventana hasta la escalera de incendios.

El sonido lejano de la ciudad llegaba hasta ella con claridad. A pesar de que la oscuridad ya había teñido el cielo, el epicentro de Nueva York era capaz de competir con el sol. Allí, sin embargo, alejados, eran como un agujero negro; todo oscuridad.

La calle estaba vacía, no había ni un alma en ella. Desde su posición podía ver la bicicleta de Ophelia enganchada y el coche naranja de Wyatt. El reflejo de algunas luces de los apartamentos D se reflejaban en el metal de la escalera de incendios. Si prestaba atención hasta podía escuchar los gritos de los hijos de los Evans y la reprimenda de sus padres. Nada fuera de lo común en aquel sencillo edificio, aquel rincón en medio de una gran ciudad.

A excepción del rasgar de una guitarra.

Entre sorprendida y curiosa, Bryce se encendió el ¿quinceavo? ¿decimosexto? cigarrillo del día. Se acurrucó en el cojín que tenía allí —puesto que aquellas escapadas eran cada vez más recurrentes— y se dejó llevar por el sonido de la guitarra.

Jamás, desde que se había mudado al edificio, había escuchado a ningún vecino tocar un instrumento, por lo que acabó llegando a la conclusión de que aquello era obra del nuevo; de Gabriel. La ventana de su casa estaba abierta y el sonido parecía provenir de ahí. Encantada con aquella nueva faceta que acababa de descubrir de su vecino de abajo, dejó que la música acompañara al tabaco y juntos calmaron cualquier ansiedad, preocupación o inquietud que la hubieran llevado a su refugio.

Las notas flotaban y cobraban sentido a su alrededor y, a pesar de que el tiempo seguía avanzando, para Bryce fue como si este se hubiera congelado y la diera un respiro. Uno que llevaba demasiado tiempo deseando.

No supo con exactitud cuanto duró aquella burbuja, pero cuando esta estalló la noche pareció haberse tornado más oscura.

Entre sus dedos el cigarrillo que había encendido se había apagado a mitad y ella ni se había percatado. Abrió los ojos y, dirigiéndolos a la ventana de abajo, vio entre las rejas de la escalera de incendios como una cabellera rizada y oscura se asomaba por esa misma ventana. Esbozó una sonrisa. Aquel chico se le antojaba adorable.

—Se ha quedado una buena noche— su voz lo sobresaltó, provocando que se golpeara la cabeza contra el marco de la ventana. Reprimió la risa.

Él miró como loco a todos lados hasta que el carraspeo de ella le reveló dónde se hallaba la persona que lo había sorprendido. Cuando la miró, ella movió los dedos a modo de saludo.

—Oh, eres tú.

—Pensé que tardaría un poco más en volver a verte vecino. Espero que la instalación fuera bien.

—Bueno, todo lo bien que puede ir una mudanza. Ya sabes, cajas llenas, algunas rotas, mucho trabajo... Nada sobresaliente— se encogió de hombros.

—El que tocaba la guitarra, eras tú ¿cierto?

Eso pareció tomarlo por sorpresa. Tartamudeó un poco antes de responderle con coherencia.

—Eh sí. Sí, era yo.

—Pues tienes mis más sinceras felicitaciones, ha sonado precioso.

El chico se la quedó mirando, ella era capaz de sentir su mirada, sin embargo debido a la oscuridad no la percibía con claridad. Tras unos segundos de silencio, él habló.

—Gracias, supongo.

Un coche pasó a velocidad excesiva por la calle y el eco de una música electrónica rasgó el ambiente.

—¿Te dedicas a ello? —curiosa como era, Bryce no dudo en manifestar las preguntas que surgían en su cabeza. El silencio de Gabriel cobró forma. Ella no necesitó de psicología o estudios intrapersonales para intuir que había tocado un tema sensible, por ello reculó. —Perdona si me he metido donde no debía, no era mi intención incomodarte. No hace falta que contestes si no quieres.

—No es eso, sólo que... —pareció necesitar ordenar sus pensamientos. —Ese es mi sueño. Siempre he querido dedicarme profesionalmente a la música. Por eso estoy aquí.

—¿En el Bronx?

Consiguiendo lo que pretendía, él dejó escapar una pequeña risa que pareció liberar cierta tensión que agarrotaban sus músculos.

—No, en Nueva York. Hace dos años que vine para cumplir ese sueño, pero hasta ahora lo único que he conseguido ha sido actuar en pequeños garitos y que me echen de mi antiguo apartamento— suspiró con resignación. Entre las sombras distinguió como una de sus grandes manos revolvía los oscuros rizos.

—Tal vez no estuvieras todavía en el lugar adecuado.

Él no parecía tan convencido.

—No sé. Supongo que creerás que soy un idiota por perseguir un sueño tan imposible.

Bryce frunció el ceño, disconforme con aquella actitud tan derrotista. Parecía ser que Gabriel se encontraba a punto de tirar la toalla, y ella no pensaba dejar que aquello pasara.

—Al contrario. Siempre he sido de las que piensan que no hay nada más motivador que perseguir un sueño. La gente suele infravalorarlos, y ese es su mayor error. Rendirte sería como dar la espalda a la felicidad.

—¿No crees que triunfar aquí en Nueva York con una simple guitarra es algo imposible?

—¿No es acaso lo imposible lo más satisfactorio de alcanzar? —a Gabriel parecían desconcentrarle sus palabras. Tal vez, pensó Bryce, el chico llevaba demasiado tiempo sumido en la negatividad. —Nosotros somos quienes decidimos qué potenciar; el valor o el miedo.

Bryce no supo cómo interpretar su silencio. Tal vez, para una segunda conversación, se había excedido en cuanto a confianza.

—¿Trabajas acaso haciendo frases en Mr. Wonderful?

Ella no pudo más que estallar en carcajadas. Le caía bien ese chico.

—No, pero ahora que lo comentas podría valorarlo. Aunque seguramente sea pésima. Esta frase no es mía.

—¿La has sacado de Harry Potter o algo así? —una pequeña sonrisa amarga se perdió en la oscuridad de la noche.

—Me la dijo mi madre.

—Oh.

Tal vez la forma agridulce de mencionar a su madre no había pasado desapercibida para el chico, pero Bryce no le dio importancia. Sacudió la cabeza y volvió a dibujar una sonrisa conciliadora.

—No te comas la cabeza, vecino. En estos casos muchas veces es mejor no pensarlo. ¿Qué es lo que te impide, según tú, cumplir ese imposible?

Cambiando de tema, la mujer prefirió reconducir de nuevo al tema que los había llevado hasta su madre.

—Es algo complicado.

—Lo complicado es lo que más me gusta en el mundo.

Gabriel pareció reacio a compartirlo con ella. Bryce no sabía lo que estaba pasando por su cabeza, pero se mantuvo en silencio, dándole la privacidad y el tiempo que necesitara. Finalmente, él habló.

—Ya no tengo la misma conexión con la música— lo dijo tan rápido, casi de carrerilla, que ella tuvo que procesar con lentitud sus palabras. —He perdido la seguridad.

La seguridad. Conque eso era.

—Ya veo.

—Antes, cuando cogía la guitarra, me sentía capaz de cambiar el mundo, de llegar a las personas. Pero, últimamente, no siento nada. No sé con exactitud cuando pasó, pero hubo un día en el que la música dejó de vibrar en mis oídos y comencé a escuchar melodías planas y sin vida. En un principio pensé que sería algo pasajero, que la música volvería a tener un sentido, pero me temo que tal vez me confundí y esto no sea lo mío.

Ante su confesión, Bryce no dijo nada. Lo que acababa de decirle Gabriel era extremadamente íntimo y no pudo evitar sentir compasión por él. Vio en su vecino un alma perdida y sintió el deseo irrefrenable de consolarle. Pero ella sabía que palabras de consuelo no era lo que él verdaderamente necesitaba, sino de aliento. Gabriel no sólo había perdido la seguridad, sino también la esperanza.

Se levantó de su confortable cojín y, de un salto, bajó hasta donde estaba él. Pareció sorprenderse por su arrebato, pero no dijo nada. Ella sólo le cogió la mano.

—Ven, quiero enseñarte algo.

Tiró de él y el cuerpo al completo de Gabriel salió. No llevaba más que unos pantalones de chándal grises y una camiseta de tirantes. El frio era palpable ya en esa época y Bryce se dio prisa por guiarle hacia su propia ventana.

Se coló por el hueco y lo instó a entrar, cosa que hizo con reticencia. Las estrellas seguían brillando en la pared del salón de Bryce.

La mujer se descalzó y, dejando atrás a un confundido Gabriel, se encaminó hasta quedar de nuevo frente al lienzo. A pesar de que el blanco había sido sustituido por el azul, seguía resultando igual de desolador.

—¿Eres pintora? —la voz del chico sonó a su espalda. Sentía su presencia, pero ella miraba absorta el cuadro.

—En principio.

—¿Y qué era eso que querías enseñarme?

La mujer sentía el frio treparle por los pies.

—Me parecía mal que me mostraras algo que te desgarra y salir de ahí impune. Todavía no me conoces, pero soy de esas personas que creen en el equilibrio. Tú me has contado sobre lo que has perdido, y ahora yo te muestro lo que yo.

—¿Pinturas? —una pequeña risa escapó de ella. Gabriel se colocó a su lado y miró el lienzo con ojo crítico, como si en él fuese a hallar la respuesta. Si él supiera la cantidad de horas que ella había pasado haciendo exactamente lo mismo sin resultado.

—Inspiración.

La palabra sonó amarga. Era una ironía que una artista como ella careciera de algo tan básico e intrínseco como lo era la inspiración.

Sintió los ojos del chico en ella. No le devolvió la mirada.

Tal vez la veía con la misma compasión que había sentido ella al escucharle, o simplemente pena. Tal vez se mostraba sorprendido, o tal vez no. Quién lo sabría.

—¿Y cómo se recuperan?

Esa era, sin duda, una muy buena pregunta.

—¿Me llegaste a decir tu edad? —El repentino cambio de tema lo tomó desprevenido.

—No creo. ¿Por qué?

Bryce sentía como el azul ultramar conseguía ahogarla.

—¿Eres mayor de edad?

—Sí, pero no entiendo a qué vie...

Sin llegar a dejarle acabar cualquier intento de pregunta, Bryce dio la espalda al origen de su angustia y, tomándolo de los hombros, atrapó sus labios.

Aquello sí que no lo esperó.

Bryce deslizó su mano hasta el rostro de Gabriel, llegando a enredar los dedos en los rizos oscuros. El movimiento de la boca de ella sobre la de él era algo que él no pareció asimilar hasta pasados unos segundos, puesto que en un primer momento era ella la que llevaba la voz cantante. No fue hasta que la mano izquierda de ella rozó su cuello que sintió una descarga de adrenalina y fue capaz de retomar el control de su cuerpo, devolviéndole el beso con la misma ferocidad.

Ambos parecían descargar la angustia que había estado oprimiéndoles en aquel beso.

Dos almas igual de atormentadas, dos almas que creyeron encontrar en el otro una efímera vía de escape a sus problemas.

La mujer se separó, tomando una profunda bocanada de aire. Abrió los ojos y se encontró con otros oscuros y atormentados a pocos centímetros. El aliento de Gabriel chocaba errático contra su rostro. Ella era capaz de ver cómo las pestañas de él barrían el aire, cómo se humedecía los labios. Sintió el irrefrenable deseo de sentir aquellas enormes manos sobre ella.

Sonrió, todavía con el aliento entrecortado.

—Ahora es el momento de parar esto, vecino— esperando ver en sus pupilas cualquier resquicio de arrepentimiento, ella esperó tras sus palabras. Aquel era el momento de dar marcha atrás, de detener algo de lo que él podría arrepentirse al día siguiente.

Bryce podía estar acostumbrada a tener sexo sin compromiso, pero tal vez él no.

Gabriel no respondió por instantes. Luego la acercó a él.

—Preferiría que no.

Y, de esa forma, ninguno de los dos volvió a pensar en aquello que habían perdido por el resto de la noche.

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